Barbagrís (14 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

»Había ocasiones en que la Coalición enviaba a la policía a investigar, sin llamar a la puerta siquiera, ya sabéis. Entonces registraban toda la casa. ¡Hemos atravesado momentos muy difíciles, amigos!

»La cuestión es que aquella noche Tow llegó corriendo —había ido a emborracharse, ni más ni menos— y me dijo que la policía venía a hacer un registro.

—¡Así fue! —convino Towin, mostrando signos de un antiguo desconcierto.

—Tal como él dice —repitió Becky—. No teníamos más remedio que esconder al pobre «Billy», o de lo contrario nos hubieran detenido. De modo que corrí con él al cobertizo donde el viejo «Daffid» dormitaba igual que esta asquerosa bestia, y metí a «Billy» debajo de la paja para que estuviera a salvo.

»Después volví a casa. Pero la policía no había venido; Tow no tardó en quedarse dormido, y yo también eché una cabezada, hasta que a medianoche comprendí que todo habían sido imaginaciones suyas.

—¡Pasaron de largo! —exclamó Towin.

—Así que fui al cobertizo, y vi a «Daffid» masticando, y ni rastro de «Billy». Fui a buscar a Towin y los dos miramos por todos lados, pero no encontramos a «Billy». Después vimos su cola saliendo de la boca de «Daffid».

—En otra ocasión, se comió uno de mis guantes —dijo Towin.

Cuando Barbagrís se acostó junto a una solitaria linterna, lo último que vio fue el triste semblante del reno de Norsgrey. Aquellos animales habían sido cazados por el hombre paleolítico; sólo tenían que esperar un poco más y todos los cazadores habrían desaparecido.

En el sueño de Barbagrís se produjo una situación que no podía ocurrir. Estaba en un cromado restaurante y cenaba con varias personas a las que no conocía. Ellos, sus modales, su forma de vestir, eran extremadamente complicados, e incluso artificiales; comían platos muy adornados con extraños utensilios. Todos los presentes eran viejísimos —centenarios— y, sin embargo, se mostraban vivarachos, incluso infantiles. Una de las mujeres decía que había resuelto todo el problema; que así como los niños se convertían en adultos, los adultos se convertirían eventualmente en niños, si esperaban el tiempo suficiente.

Y entonces todo el mundo se echó a reír al pensar que nadie había sido capaz de encontrar la solución con anterioridad. Barbagrís les explicó la razón como si todos fueran actores que interpretaran su papel frente a un telón de plomo que aislara para siempre los segundos a medida que transcurrían; sin embargo, al hablar les ocultaba, por razones de compasión, que el telón también les aislaba a ellos de los segundos y de todo el tiempo anterior. Había niños muy pequeños a su alrededor (aunque parecían extrañamente crecidos), bailando y tirándose una sustancia pegajosa unos a otros.

Estaba tratando de agarrar un poco de esta sustancia cuando se despertó. A la mortecina luz del alba, Norsgrey ponía el arnés a su reno. El animal tenía la cabeza bajada y resoplaba a causa del frío. Acurrucados bajo sus envolturas, el resto del grupo de Barbagrís tenía tanta semejanza con formas humanas como una tumba recién hecha.

Envolviéndose con una de sus mantas, Barbagrís se levantó, se desperezó y se aproximó al anciano. La corriente de aire en medio de la cual durmiera había entumecido todos sus miembros, haciéndole cojear.

—Se marcha temprano, Norsgrey.

—Siempre lo hago. Lita quiere irse.

—¿Se encuentra bien esta mañana?

—No se preocupe por ella. Está bien abrigada debajo de la lona del carro. No acostumbra hablar con desconocidos por la mañana.

—¿Así que no vamos a verla?

—No. —Por encima del carro había, extendida, una lona marrón atada con correas de cuero a las partes delantera y trasera de modo que nadie pudiera ver lo que había dentro. Los gallos y gallinas cacareaban en su interior. Norsgrey había recogido todos sus animales. Barbagrís se preguntó cuántas piezas de su equipo encontrarían a faltar, al ver que el anciano trabajaba tan silenciosamente.

—Le abriré la puerta —dijo. Los viejos goznes crujieron cuando empujó la puerta hacia fuera. Él se mantuvo un momento inmóvil, rascándose la barba, contemplando el paisaje que se extendía ante sus ojos. Sus acompañantes se despertaron cuando el aire frío entró en el cobertizo. «Isaac» se incorporó y empezó a lamerse el puntiagudo hocico. Towin consultó su estropeado reloj de pulsera. El reno avanzó lentamente y arrastró el carro hacia el exterior.

—Tengo frío y estoy entumecido; andaré con usted uno o dos minutos para despedirle —dijo Barbagrís, envolviéndose aún más en la manta.

—Como usted quiera; yo estaré encantado de que me acompañe siempre que no hable demasiado. Me gusta salir muy temprano porque todo está en silencio. A mediodía, los setos hacen tanto ruido que cualquiera creería que están ardiendo.

—¿Sigue encontrando caminos por donde viajar?

—Ah, todavía hay muchos caminos abiertos entre los puntos necesarios. Últimamente se viaja más; la gente se vuelve inquieta. No entiendo por qué no pueden quedarse tranquilos donde están y aguardar allí la muerte.

—El lugar del que nos hablaba ayer…

—Ayer no dije nada; estaba borracho.

—Usted lo llamó Mockweagles. ¿Qué tipo de tratamiento le hicieron cuando estuvo usted allí?

Los ojillos de Norsgrey casi desaparecieron entre los pliegues de su fibrosa piel roja y malva. Agitó el pulgar hacia los matorrales a través de los cuales se estaban abriendo camino.

—Le esperan, mi barbudo amigo. ¿Verdad que las oye moverse? Se despiertan antes que nosotros y se acuestan después que nosotros, y al final le atraparán.

—¿Y a usted no?

—Yo voy a que me den la inyección y estos abalorios cada cien años…

—Así que esto es lo que le dan… Le ponen un inyección además de esas cosas que lleva alrededor del cuello. Ya sabe lo que son estos abalorios, ¿verdad? Son píldoras vitamínicas.

—No pienso decirle nada. No sé de lo que está usted hablando. En cualquier caso, lo mejor que los mortales pueden hacer es reprimir su lengua. Aquí está la carretera, y yo me marcho.

Habían llegado a una especie de encrucijada, donde el camino atravesaba una carretera que aún mostraba signos de asfalto sobre su accidentada superficie. Norsgrey golpeó a su reno con un bastón y le hizo adoptar un paso más vivo.

Miró a Barbagrís por encima del hombro, a través de los pelos de sus mejillas y la nube de humo que originaba su aliento.

—Voy a decirle una cosa… si van a la feria de Swilford, pregunten por Bunny Jingadangelow.

—¿Quién es? —inquirió Barbagrís.

—Ya se lo he dicho, el hombre por quien tienen que preguntar en la feria de Swifford. Recuerde bien el nombre: Bunny Jingadangelow.

Envuelto en su manta, Barbagrís se quedó mirando el carro hasta que desapareció. Le pareció ver que la lona se movía por la parte de atrás y que salía… no, quizá no fue una mano sino únicamente su imaginación. Permaneció inmóvil en aquel mismo lugar hasta que Norsgrey y su vehículo se perdieron de vista en uno de los recodos del camino.

Cuando daba media vuelta, vio un cuerpo con el cuello roto atado a un poste que había entre los matorrales. Tenía la expresión característica de aquellos que llevan largo tiempo muertos. El cráneo se hallaba cubierto por fragmentos de carne similares a hojas muertas. A pesar de lo delgada que era la chaqueta del cadáver, su carne se había adelgazado todavía más, marchitándose y partiéndose como la humedad que es absorbida por una extensión de arena y sólo deja un reguero de sal.

—Abandonado muerto en los cruces de caminos como advertencia para los maleantes… como en la Edad Media… como la lejana Edad Media… —murmuró para sí Barbagrís. Las cuencas de los ojos le devolvieron la mirada. Se sentía menos invadido por la repugnancia que por un acceso de nostalgia hacia el camión de DOUCH (1) que había vendido años atrás. ¡Cómo había subestimado todo el mundo el valor de los aparatos mecánicos! Le acometió la repentina necesidad de grabar; alguien tenía que dejar tras de sí un sumario de la decadencia de la Tierra, aunque sólo fuera para los arqueólogos de otros posibles mundos. Regresó a buen paso al cobertizo, repitiendo en voz baja durante todo el camino: «Bunny Jingadangelow, Bunny Jingadangelow…»

El atardecer llegó aquel día con el sonido de la música. Divisaron las luces de Swifford por encima del bajo caudal del agua. Remaron por una sección del Támesis que había desbordado sus orillas y se había extendido sobre el terreno adyacente, convirtiendo la vegetación en plantas acuáticas. Pronto se vieron rodeados por otras barcas y gente que les llamaba; su acento resultaba difícil de entender, igual que el de Norsgrey al principio.

—¿Por qué no hablan del mismo modo que antes? —preguntó airadamente Charley—. Esto complica aún más las cosas.

—Quizá no sólo sea el tiempo lo que ha cambiado —sugirió Towin—. Quizá las distancias hayan variado también. Quizá esto sea Francia, o China, ¿eh, Charley? Sería capaz de creerme cualquier cosa, os lo aseguro.

—No seas tonto —dijo Becky.

Llegaron a un lugar donde había sido construido un dique elevado o malecón. Detrás se veían diversas clases de viviendas, chozas y caballerizas, la mayoría de ellas de naturaleza provisional. Allí había un puente de piedra construido de forma imponente, con una solemne balaustrada también de piedra, parte de la cual se había derrumbado. A través de él, vieron el resplandor de varias linternas, y dos hombres se abrieron paso entre un pequeño hato de renos, para ayudarles a amarrar el bote.

—Tendremos que guardar los botes y las ovejas —dijo Martha, mientras eran amarrados al puente—. No sabemos si esta gente es digna de confianza. Jeff Pitt, quédate conmigo mientras los demás van a dar un vistazo.

—Supongo que es lo mejor que puedo hacer —repuso Pitt—. Por lo menos, aquí no tendremos problemas. Quizá podamos repartirnos una pierna de cordero fría mientras los otros se pasean.

Barbagrís rozó la mano de su esposa.

—Averiguaré cuánto me darían por las ovejas mientras echamos una ojeada —dijo.

Se sonrieron mutuamente y él saltó a la orilla, internándose en la actividad de la feria, seguido por Charley, Towin y Becky. Sus pies se hundían en el lodo; el humo existente denunciaba las fogatas que ardían por todas partes. Un apetitoso aroma a comida recién hecha flotaba en el aire. Junto a la mayor parte de las fogatas se veían grupitos de gente y un hombre de palabra fácil, un vendedor que ofrecía alguna cosa, ya fuera un surtido de nueces o frutas —un individuo de mejillas hundidas estaba ofreciendo una fruta cuyo nombre casi se había borrado de la memoria de Barbagrís: melocotones—, o relojes, o teteras, o elixires rejuvenecedores. Los compradores entregaban monedas a cambio de su adquisición. En Sparcot, el dinero casi había desaparecido; la comunidad era lo bastante reducida para un simple intercambio de trabajo y mercancías.

—Oooh, es como regresar a la civilización —dijo Towin, dando una palmada en las nalgas de su mujer—. Te gusta todo esto, ¿eh, señora? Es mejor que viajar por el río, ¿verdad? ¡Mira, allí hay una taberna! Entremos a tomar un trago y calentarnos un poco, ¿de acuerdo?

Sacó una bayoneta, atrajo a dos comerciantes con sus gritos de propaganda, consiguió que empezasen a pujar, y entregó la hoja a cambio de un puñado de monedas de plata. Sonriendo ante su propia agudeza comercial, Towin dio parte del dinero a Charley y Barbagrís.

—Sólo os lo presto, ¿eh? Mañana vendemos una de las ovejas y me pagáis. El interés es del cinco por ciento, compañeros.

Se abrieron paso hasta el bar más próximo, una cabaña con suelo de madera. Su nombre, Taberna Potsluck, constaba encima de la puerta en ensortijadas letras. Estaba abarrotada de hombres y mujeres ya ancianos, mientras que al otro lado de la barra un par de fornidos hombres, semejantes a robles enfermos, se hacían cargo de las botellas. Mientras saboreaba su aguamiel, Barbagrís escuchó las conversaciones que tenían lugar a su alrededor, dejando que su talante se expansionara insensiblemente. Nunca había llegado a imaginar que se alegraría tanto de oír el tintineo del dinero en su bolsillo.

Diversas impresiones e imágenes se cernieron en torno a él. Le pareció como si, al abandonar Sparcot, se hubiera escapado de un campo de concentración. Aquí el mundo seguía su curso de una forma muy distinta a la de Sparcot. Posiblemente estaba herido de muerte; al cabo de medio siglo, sucumbiría y desaparecería para siempre; pero hasta entonces, podían hacerse negocios, podía traficarse con la vida, podía emplearse el frío y el calor de la personalidad. A medida que el aguamiel iniciaba su combustión en su sangre, Barbagrís se regocijaba al ver que había una humanidad, castigada a causa de sus locuras por el dios que fuera, pero todavía incorregible.

Una anciana pareja se sentó junto a él, mostrando sus mal colocados dientes postizos, que parecían obra del herrero más próximo; Barbagrís siguió bebiendo rodeado por las conversaciones de los que le acompañaban. Estaban celebrando su boda. La anterior esposa del hombre había fallecido de bronquitis hacía un mes. Los juguetones avances que hacía a su nueva compañera recordaban la Danza de la Muerte, pero el antiguo optimismo del mundo seguía incólume.

—¿No es usted de la ciudad? —preguntó a Barbagrís uno de los vigorosos camareros. Su acento, igual que el de todos los demás, resultaba muy difícil de entender.

—No sé a qué ciudad se refiere —repuso Barbagrís.

—Pues a Ensham o Ainsham, que está a menos de dos kilómetros de distancia. En seguida he visto que no era usted de aquí. Solíamos instalar la feria allí mismo, donde se estaba cómodo y seco, pero el año pasado dijeron que les habíamos llevado el microbio de la gripe, y no nos han vucíto a dejar levantar nuestras tiendas. Por eso hemos tenido que quedarnos en el pantano, arriesgándonos a contraer el reuma. Ahora tienen que venir hasta aquí; sólo es cuestión de dos kilómetros, pero muchos de ellos son demasiado viejos o perezosos para recorrerlos. Esa es la razón de que los negocios vayan tan mal.

Aunque parecía un roble partido, era un hombre bastante amable. Se presentó como Pete Potsluck, y siguió hablando con Barbagrís mientras servía.

Barbagrís empezó a hablarle de Sparcot; aburridos del tema, Becky, Towin y Charley, el último con «Isaac» en brazos, se alejaron para tomar parte en la conversación de los invitados a la boda. Potsluck dijo que había muchas comunidades como Sparcot, enterradas en la selva.

—Que venga un invierno crudo, como hace uno o dos años que no tenemos, y más de una desaparecerá completamente. Me imagino que éste será el final de muchos de nosotros.

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