Read Bautismo de fuego Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (28 page)

—Un sencillo hechizo —respondió fría la hechicera— debería bastarte para advertir que soy yo y no un doppelgänger. Haz el encantamiento, si tienes que hacerlo. Y luego pasa a lo que te he pedido.

Fringilla Vigo acarició al gato, que se estaba restregando contra su muslo, ronroneando y encogiendo el lomo, para fingir que era un gesto de simpa­tía y no una sugerencia de que la hechicera morena se fuera del sillón.

—A ti, por tu parte —dijo sin alzar la cabeza—, te lo había pedido el senescal Ceallach aep Gruffyd, ¿verdad?

—Sí —confirmó Assire con la voz queda—. Ceallach me visitó, desespe­rado, pidió ayuda, intercesión, para salvar a su hijo, al cual Emhyr ordenó capturar, someter a tortura y ejecutar. ¿A quién iba a acudir sino a un pariente? Mawr, la mujer de Ceallach, la madre de Cahir, es mi sobrina, la hija menor de mi hermana. Pese a ello, no le prometí nada. Porque no puedo hacer nada en este asunto. No hace mucho han tenido lugar ciertos asuntos queme impiden atraer la atención sobre mí. Te lo aclararé. Pero después de escuchar la información que te pedí que recogieras.

Fringilla Vigo respiró con alivio furtivo. Tenía miedo de que su amiga quisiera meter baza en el asunto de Cahir, hijo de Ceallach, un asunto que olía a cadalso. Y que le pidiera ayuda a ella, a lo que no podría negarse.

—Hacia la mitad de julio —comenzó— toda la corte de Loc Grim tuvo ocasión de admirar a una muchacha de quince años, al parecer la princesa de Cintra, a la que por otra parte Emhyr, durante la audiencia, tozudamente trató de reina y la manejó con tanta magnanimidad que surgieron rumores incluso acerca de un pronto matrimonio.

—Los he oído. —Assire acarició al gato, el cual se cansó de Fringilla e intentaba llevar a cabo la anexión de su sillón—. Todavía sigue hablándose de este matrimonio indudablemente político.

—Pero en voz más baja y no tan a menudo. Porque la cintriana fue conducida a Darn Rowan. En Darn Rowan, como sabes, se suele albergar a los prisioneros de estado. Raras veces a las candidatas a emperatriz.

Assire no lo comentó. Esperó con paciencia mientras se miraba las uñas recién recortadas y pintadas.

—Seguramente recuerdas —siguió Fringilla Vigo— cómo hace tres años Ernhyr nos llamó a todos y nos ordenó localizar el lugar donde se encontraba cierta persona. En los reinos del norte. Seguramente recuerdas cómo se enfure­ció cuando no lo conseguimos. Llenó de insultos a Albrich cuando éste le aclaró que es imposible sondear desde tan lejos, por no hablar de traspasar las panta­llas. Y ahora escucha. Una semana después de la famosa audiencia en Loc Grim, cuando se festejaba la victoria de Aldersberg, Emhyr nos vio en la sala de armas a Albrich y a mí. Y nos honró con una conversación. El sentido de sus palabras, sin trivializar demasiado, fue el siguiente: «Sois unos gorrones, indolentes y vagos. Vuestras artes de barraca de feria me cuestan una fortuna y no saco ningún provecho de ello. La tarea que no consiguió toda vuestra acade­mia digna de lástima la realizó un simple astrólogo en cuatro días».

Assire var Anahid bufó con desprecio, sin dejar de acariciar al gato.

—Sin esfuerzo alguno me imagino —siguió Fringilla Vigo— que el tai astrólogo milagroso no era otro que el famoso Xarthisius.

—Entonces se buscaba a Cirilla, la candidata a emperatriz. Xarthisius la encontró. ¿Y qué? ¿Lo nombraron secretario de estado? ¿Jefe del depar­tamento de asuntos irrealizables?

—No. Lo metieron en el calabozo una semana después.

—Me temo que no entiendo qué tiene todo esto que ver con Cahir, hijo de Ceallach.

—Paciencia. Permíteme que vaya por orden. Esto es necesario.

—Perdona. Te escucho.

—¿Recuerdas qué nos dio Emhyr cuando hace tres años nos pusimos a buscar?

—Un mechón de cabellos.

—Cierto. —Fringilla se echó mano al tafilete—. Precisamente éste. Ca­bellos claros de una niña de seis años. Guardé unos pocos. Y mereció la pena, porque, para que sepas, quien se encarga de cuidar a la princesa cintriana aislada en Darn Rowan es Stella Congreve, condesa de Liddertall. Stella en cierto tiempo contrajo algunas deudas de gratitud conmigo, por eso entré sin problemas en posesión de un segundo mechón de cabellos. Este otro. Algo más oscuro, pero los cabellos oscurecen con el tiempo. Pese a ello, los mechones pertenecen a dos personas completamente distintas. Lo he investigado, no hay ninguna duda de ello.

—Imaginé alguna revelación de este tipo —reconoció Assire var Anahid— en cuanto escuché que la cintriana había sido aislada en Darn Rowan. El astrólogo o bien falló el tema o bien se dejó meter en una conspiración que pretendía entregarle a Emhyr una persona falsa. La conspiración que le costará la cabeza a Cahir aep Ceallach. Gracias, Fringilla. Todo está claro.

—No todo. —La hechicera meneó su cabecita oscura—. En primer lu­gar, no fue Xarthisius el que encontró a la cintriana, no fue él el que la trajo a Loc Grim. El astrólogo comenzó el horóscopo y la astromancia des­pués de que Emhyr se diera cuenta de que le habían traído una falsa princesa y comenzara una intensiva búsqueda de la verdadera. Y el viejo loco acabó en las mazmorras por un estúpido error en sus artes o por fraude. Por lo que me ha sido dado establecer, consiguió describir el lugar donde estaba la persona buscada con un radio de tolerancia alrededor de cien millas. Y el terreno resultó ser un desierto, un despoblado salvaje, allá por detrás de la cordillera de Tir Tochair, detrás de las fuentes del Velda. Stefan Skellen, al que enviaron allí, no encontró más que escorpiones y buitres.

—No me esperaba otra cosa de ese Xarthisius. Pero esto no va a tener ninguna influencia sobre el destino de Cahir. Emhyr es colérico, pero no manda a nadie a la tortura y la muerte porque sí, sin motivo. Como tú misma has dicho, alguien hizo traer a Loc Grim una falsa princesa en lugar de una verdadera. Alguien intentó presentar una doble. Así que hubo una conspiración y Cahir se dejó meter en ella. No excluyo que inconscien­temente. Que se sirvieran de él.

—Si hubiera sido así, lo hubieran hecho hasta el final. Le hubiera traído personalmente la doble a Emhyr. Pero Cahir desapareció sin dejar rastro. ¿Por qué? Su desaparición sólo podía despertar sospechas. ¿Acaso podía haberse esperado que Emhyr se diera cuenta del engaño al primer golpe de vista? Porque se dio cuenta. Se daría cuenta siempre porque tenía...

—Un mechón de cabellos —la interrumpió Assire—. Un mechón de ca­bellos de una niña de seis años. Fringilla, Emhyr no busca a esa niña desde hace tres años, sino desde mucho antes. Da la sensación de que Cahir se ha dejado meter en algo horroroso, en algo que comenzó cuando él todavía iba montado en un palo que imitaba a un caballo. Humm... Déja­me este mechón de cabellos. Me gustaría hacerle unas pruebas.

Fringilla Vigo movió la cabeza lentamente, entrecerró los ojos verdes.

—Te lo dejaré. Pero sé precavida, Assire. No te metas en algo horroroso. Porque esto puede llamar la atención sobre ti. Y al principio de la conversa­ción has mencionado que no te vendría bien. Y me prometiste que aclara­rías los motivos.

Assire var Anahid se levantó, se acercó a la ventana, miró los tejados brillantes a la luz del sol poniente de los pináculos y bastiones de Nilfgaard, la capital del imperio, llamada Ciudad de las Torres de Oro.

—Una vez dijiste, y yo lo recuerdo —dijo, sin volverse—, que la magia no debería ser dividida por ninguna frontera. Que el bien de la magia debería ser el bien más alto, que tendría que estar por encima de todo tipo de divisiones. Que no estaría mal alguna especie de... organización secreta... Algún tipo de convención o logia...

—Estoy dispuesta —interrumpió unos instantes de silencio Fringilla Vigo, hechicera nilfgaardiana—. Estoy decidida y lista para ingresar. Gracias por la confianza y el honor. ¿Cuándo y dónde tendrá lugar la reunión-de dicha logia, oh amiga llena de enigmas y secretos?

Assire var Anahid, hechicera nilfgaardiana, se dio la vuelta. En sus labios asomaba la sombra de una sonrisa.

—Pronto —dijo—. Ahora te lo aclararé todo. Pero antes de ello, para no olvidarme... Dame la dirección de tu modista, Fringilla.

—Ni un solo fuego —susurró Milva mirando la oscura orilla al otro lado del río, brillante a la luz de la luna—. No hay ni un alma allá, me da a mí. En el campo como unas dos centenas de huidos había. ¿Es que ni uno salvó el pescuezo?

—Si los imperiales prevalecieron, los habrán llevado a todos como cau­tivos —respondió Cahir, también en un susurro—. Si vencieron los vues­tros, se los llevarían a todos al irse.

Se acercaron más al río, al pantano de crecidas cañas. Milva tropezó con algo y retrocedió, ahogando un grito a la vista de una mano rígida y cubierta de sanguijuelas que surgía del barro.

—Sólo es un cadáver —murmuró Cahir, agarrándolo por la mano—. Nuestro. Un daerlano.

—¿Quién?

—La séptima brigada daerlana de caballería. Un escorpión de plata en la manga...

—Dioses. —La muchacha dio un brusco respingo, apretando el arco en los puños sudorosos—. ¿Has oído ese ruido? ¿Qué ha sido eso?

—Un lobo.

—O un ghul... O bien algotro condenado... Allá en el campo habrá de seguro un montón de muertos... ¡Maldición, no iré de noche a aquel lao!

—Esperaremos hasta el amanecer... ¿Milva? Qué es eso tan extraño...

—Regis... —La arquera ahogó un grito, aspirando el olor a ajenjo, sal­via, cilantro y anís—. Regis, ¿eres tú?

—Yo. —El barbero surgió de la oscuridad sin hacer ruido—. Me había preocupado por ti. No estás sola, por lo que veo.

—Bien ves. —Milva soltó el brazo de Cahir, que ya había echado mano a la espada—. No ando sola ni él tampoco está solo. Mas esto es una larga historia, como dicen algunos. Regis, ¿qué pasó con el brujo? ¿Con Jaskier? ¿Con los otros? ¿Sabes qué les ocurriera?

—Lo sé. ¿Tenéis caballos?

—Los tenemos. Entre las cañas...

—Entonces vamos hacia el sur, siguiendo el curso del Jotla. Sin prisas. Antes de la medianoche debemos poder llegar a Armería.

—¿Qué hay del brujo y el poeta? ¿Viven?

—Viven. Pero tienen problemas.

—¿Qué problemas?

—Es una larga historia.

Jaskier gimió, mientras intentaba darse la vuelta y adoptar una posición siquiera un poco más cómoda. Sin embargo, era una empresa imposible de realizar para alguien que yacía sobré un montón de virutas y serrín y esta­ba atado con tantos nudos como un jamón dispuesto para ser ahumado.

—No nos han ahorcado de inmediato —jadeó—. Ésta es nuestra espe­ranza...

—Tranquilízate. —El brujo yacía sereno, mirando a la luna que se veía a través de un agujero en el tejado de la leñera—. ¿Sabes por qué Vissegerd no nos colgó enseguida? Porque tenemos que ser ejecutados públicamente, al alba, cuando todo el cuerpo se prepare para la marcha. Como propaganda.

Jaskier se calló. Geralt escuchó cómo resoplaba con aprensión.

—Tú tienes todavía una oportunidad de escapar —dijo, para apaciguar­lo—. Conmigo, Vissegerd quiere llevar a cabo una simple venganza priva­da, pero no tiene nada contra ti. Tu amigo el conde te sacará de la prisión, ya lo verás.

—Una mierda —respondió el bardo, para asombro del brujo, totalmente sereno y completamente razonable—. Mierda, mierda, mierda. No me tra­tes como a un niño. En primer lugar, para propaganda siempre son mejor dos ahorcados que uno. En segundo, no se deja con vida al testigo de una venganza privada. No, hermano, la diñamos los dos.

—Déjalo, Jaskier. Estate callado y piensa alguna estratagema.

—¿Qué estratagema, joder?

—La que sea.

La locuacidad del poeta impedía al brujo concentrarse, y estaba pen­sando intensamente. Esperaba que en cualquier momento a la leñera en­trara alguien del servicio secreto del ejército temerio, que, sin ninguna duda, había en el cuerpo de Vissegerd. El servicio secreto, con toda seguri­dad, tendría ganas de preguntarle acerca de los diversos detalles de los acontecimientos del Garstang, en la isla de Thanedd. Geralt no conocía casi ningún detalle, sin embargo sabía que antes de que los agentes lo creyeran estaría muy, muy enfermo. Toda su esperanza se basaba en que Vissegerd, cegado por el deseo de venganza, no hubiera extendido la noti­cia de su captura. El servicio secreto podría haber querido arrancar a los prisioneros de las zarpas del rabioso mariscal, para llevárselos al cuartel principal. Más concretamente, llevar al cuartel principal lo que quedara de los prisioneros después del primer interrogatorio.

En aquel momento el poeta pensó una estratagema.

—¡Geralt! Haremos como que sabemos algo importante. Que de verdad somos espías o algo así. Entonces...

—Ten piedad, Jaskier.

—Podemos también intentar sobornar a la guardia. Tengo dinero ocul­to. Doblones, cosidos en el forro de la bota. Para los momentos difíciles... Vamos a llamar a los guardias...

—Y ellos te quitarán todo y encima te darán de patadas.

El poeta rebufó con desagrado, pero se calló. Del campamento les llegaron gritos, cascos de caballos y, lo peor, el olor de la sopa de guisantes cuartelera. Geralt, en aquel momento, hubiera dado por una taza de ella todos los filetes y las traías del mundo. Los guardianes que estaban de pie junto al sotechado hablaban con lentitud, se reían, de vez en cuando carraspeaban prolongadamente y escupían. Los guardias eran soldados profesionales, se podía reconocer aque­llo por la extraordinaria habilidad para comprenderse entre ellos con ayuda de unas frases formadas exclusivamente por pronombres y horribles blasfemias.

—¿Geralt?

—¿Qué?

—Me pregunto qué habrá pasado con Milva... Y con Zoltan, Percival, Regís.., ¿No los viste?

—No. No excluyo que durante la lucha les cortaran el cuello o los patearan los caballos. Allí, en el campamento, yacían cuerpos sobre cuerpos.

—No lo creo —afirmó Jaskier, tozudo y con esperanza en la voz—. No creo que unos perros viejos como Zoltan y Percival... O Milva...

—Deja de hacerte ilusiones. Si acaso sobrevivieron, no nos ayudarán.

—¿Por qué?

—Por tres causas. La primera, porque tienen sus propios problemas. Segundo, porque yacemos atados en un sotechado que está situado en el centro del campamento de un ejército de varios miles de personas.

—¿Y la tercera causa? Has hablado de tres.

—En tercer lugar —respondió con voz cansada—, el límite de milagros para este mes ya lo ha agotado el encuentro de las mujeres de Kernow con sus maridos perdidos.

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