Read Bautismo de fuego Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (30 page)

El nilfgaardiano graznó.

El brujo le clavó la misericordia en la boca abierta. Hasta la empuñadura.

Cuando se levantó, vio a los caballos sin jinetes, cadáveres y unos des­tacamentos que se alejaban en dirección a la batalla. Los cintrianos del campamento habían aniquilado a los otros perseguidores nilfgaardianos, y entre las tinieblas de los pequeños pinos no habían visto al poeta ni a los dos que luchaban en la tierra.

—¿Jaskier? ¿Dónde te has metido? ¿Dónde te dio la flecha?

—En la ca... cabeza... Clavada en la cabeza...

—¡No digas tonterías! Joder, has tenido suerte... Sólo te ha rozado...

—Estoy sangrando...

Geralt se quitó el jubón y se rasgó una manga de la camisa. La punta de la flecha había rozado a Jaskier junto al oído, dejando un corte que alcanza­ba la sien. El poeta se aplicaba a cada segundo la mano desgarrada a la herida, y luego miraba la sangre que le cubría abundantemente la mano y las mangas. Tenía los ojos perdidos. El brujo comprendió que tenía ante sí a un hombre al que por primera vez en la vida le habían herido y hecho daño. Que por primera vez en la vida había visto la propia sangre en tal cantidad.

—Levántate —le dijo, mientras rodeaba la cabeza del trovador con la manga de la camisa, rápidamente y sin mucho esmero—. No es nada, Jas­kier, un rasguño... Levántate, tenemos que irnos de aquí...

La batalla nocturna en la pradera estaba en su apogeo, el estruendo del hierro, los relinchos de los caballos y los gritos cobraban fuerza. Geralt agarró rápido dos de los caballos nilfgaardianos, pero sólo fue necesario uno. Jaskier consiguió levantarse, pero de inmediato se sentó pesadamente, gimió y sollozó desgarradoramente. El brujo lo levantó, lo hizo volver en sí agitándolo, lo subió a la silla. Luego él se sentó detrás y espoleó al caballo. Hacia oriente, allí donde por encima de la ya visible estela azul pálido del amanecer, colgaba la estrella más brillante de la constelación de los Siete Cabritillos.

—El alba pronto vendrá —dijo Milva, mirando no al cielo, sino a la reful­gente superficie del río—. Los siluros persiguen a los salmones. Y del brujo y de Jaskier ni rastro. Ay, no la habrá cagado Regis...

—No seas pájaro de mal agüero —murmuró Cahir, mientras arreglaba las cinchas de su recuperado caballo castaño.

—Lagarto, lagarto... Mas dalguna manera así es... Quien con esa vues­tra Ciri tié que ver, como si pusiera la testa bajo la hacha... La mala suerte trae esa moza... la desgracia y la muerte.

—Escupe, Milva.

—Puff, puff, lagarto, lagarto... Qué frío, estoy teritando... Y sed tengo, y en el río cabe la orilla vi otra vez un muerto pudriéndose... Brrr... Me ma­reo... Creo que voy a echar la pota...

—Toma. —Cahir le dio su cantimplora—. Bebe. Y siéntate junto a mi, te calentaré.

Otro siluro atacó a un banco de brecas en los bajíos, el grupo se des­compuso por la superficie con una granizada de plata. Una zumaya o un autillo cruzó ante el resplandor de la luna.

—¿Quién puede saber —murmuró Milva, pensativa, apretada al brazo de Cahir— lo que habrá de pasar mañana? ¿Quién vadeará este río, y a quién se lo comerá la tierra?

—Vendrá lo que tenga que venir. Aleja esos pensamientos.

—¿No tiés miedo?

—Lo tengo. ¿Y tú?

—Yo estoy mareada.

Guardaron silencio durante largo rato.

—Cuéntame, Cahir, ¿cuándo conociste a la tal Cirilla?

—¿Cuándo la conocí? Hace tres años. Durante la batalla de Cintra. La saqué de la ciudad. La encontré rodeada de fuego por todas partes. Crucé el fuego, las llamas y el humo con ella en los brazos, y ella era también como fuego.

—¿Y qué?

—No se pueden sujetar las llamas con las manos.

—Si Ciri no está en Nilfgaard —dijo ella, tras largo silencio—, ¿entonces quién?

—No lo sé.

Drakenborg, el fuerte redano convertido en campo de concentración para elfos y otros elementos peligrosos, tenía sus tristes tradiciones, creadas a lo largo de los tres años de funcionamiento. Una de aquellas tradiciones era la de los ahorcamientos al amanecer. La segunda era la previa reunión de los condenados a muerte en una gran celda común desde donde se los llevaba al alba hasta el cadalso.

A los condenados se los agrupaba en celdas de diez a veinte, y cada mañana se colgaba a dos, tres, a veces a cuatro. El resto esperaban la vez. Mucho tiempo. A veces hasta una semana. A los que esperaban, en el campo, los llamaban los Alegres. Porque la atmósfera de la celda de la muerte siempre era alegre. En primer lugar, con la comida se les daba a los prisioneros un vino ácido y muy aguado que llevaba en el argot del campo el nombre de «seco de Dijkstra», puesto que no era un secreto que la bebida premortuoria era servida a los condenados por orden personal del jefe de los servicios secretos redanos. En segundo lugar, a nadie de la celda de los condenados se le enviaba más al interrogatorio en los tristemente célebres lavaderos subterráneos y no les estaba permitido a lo guardias el desaho­garse con los internos.

Aquella noche, las tradiciones también se estaban cumpliendo. En la celda ocupada por seis elfos, un medio elfo, un mediano, dos humanos y un nilfgaardiano, reinaba la alegría. El seco de Dijkstra estaba siendo so­lidariamente vertido en un plato de hojalata y lo sorbían sin ayuda de manos, puesto que de esta forma se tenían las mayores posibilidades de conseguir aunque no fuera más que un leve aturdimiento con el vino agua­do. Sólo uno de los elfos, un Scoia'tael del comando de Iorweth, que había recibido terribles torturas en los lavaderos no hacía mucho, mantenía la serenidad y la seriedad, ocupado en grabar en una viga de la pared el letrero «Libertad o muerte». Sobre las vigas se veían unos cuantos de estos letreros. El resto de los condenados, también siguiendo la tradición, canta­ban a coro el himno de los Alegres, una canción anónima, compuesta en Drakenborg, cuya letra se aprendía cada uno de los prisioneros en las barracas, escuchando por las noches los sonidos que llegaban de las cel­das de la muerte, sabiendo que algún día también le llegaría a él la hora de entrar en el coro.

Bailan en las sogas los ahorcados,

con ritmo se retuercen en espasmos

y cantan su canción

con melancólica emoción,

que bien que se divierten los Alegres.

Cada muerto recuerda bien el punto

cuando los pies el taburete pierden,

¡y a los ojos sólo queda un poste rotundo!

Chirrió el cerrojo, gruñó la puerta. Los Alegres interrumpieron su can­ción. La entrada de los guardias al amanecer sólo podía significar una cosa: en un momento el coro se vería disminuido en algunas voces. La pregunta era: ¿cuáles?

Los guardias entraron en grupo. Llevaban las sogas que servían para atar las manos a los que se conducía al cadalso. Uno sorbió la nariz, metió el palo bajo el sobaco, desenrolló un pergamino, carraspeó.

—¡Echel Trogelton!

—Traighlethan —le corrigió sin énfasis el elfo del comando de lorweth. Miró otra vez la consigna que había grabado y se levantó con esfuerzo.

—¡Cosmo Baldenvegg!

El mediano tragó saliva ruidosamente. Nazarian sabía que lo habían encarcelado bajo la acusación de actos de sabotaje realizados por encargo del servicio secreto nilfgaardiano. Baldenvegg, sin embargo, no reconocía su culpa y afirmaba tozudamente que había robado los dos caballos de la caballería por propia iniciativa y para ganar dinero y que Nilfgaard no tenía nada que ver con ello. Pero estaba claro que no le habían creído.

—¡Nazarian!

Nazarian se levantó obedientemente, le dio la mano a los guardias para que le ataran. Cuando sacaron al trío, los otros Alegres continuaron cantando.

Bailan en las sogas los ahorcados, alegres se retuercen en espasmos y alza su canción el viento con sonoro y blando movimiento.

 

El alba ardía de púrpura y rojo. Se anunciaba un día hermoso y soleado.

El himno de los Alegres, advirtió Nazarian, conducía al error. Los ahor­cados no podían bailar el vivo baile del colgado porque no los colgaban en el cadalso con travesaños sino en unos simples postes clavados en la tie­rra. Y los pies no perdían el taburete, sino unos troncos de abedul prácti­cos, pequeñitos y con señales de mucho uso. Al fin y al cabo, el anónimo autor de la canción, que había sido ejecutado hacía un año, no podía sa­berlo cuando la compuso. Como todo ahorcado, conoció los detalles poco antes de morir. En Drakenborg nunca se realizaban las ejecuciones en público. Castigo justo y no venganza sádica. Estas palabras también le eran atribuidas a Dijkstra.

El elfo del comando de Iorweth se quitó de encima las manos de los guardias, subió sobre el tronco y se dejó poner la soga.

—Viva la...

Le sacaron el tronco de bajo los pies de una patada.

Para el mediano fueron necesarios dos troncos que pusieron el uno sobre el otro. El supuesto saboteador no intentó lanzar ningún grito paté­tico. Agitó impotente las cortas piernas y se enganchó al poste. Su cabeza le cayó sin fuerza sobre el hombro.

Los guardias agarraron a Nazarian, y Nazarian de pronto se decidió.

—¡Hablaré! —gritó ronco—. ¡Confesaré! ¡Tengo información importante para Dijkstra!

—Demasiado tarde —dijo, dudando, Vascoigne, el subcomandante de Drakenborg para asuntos políticos, el cual estaba presente en las ejecucio­nes—. ¡En uno de cada dos de vosotros la vista de la soga despierta la fantasía!

—¡No me lo estoy inventando! —Nazarian se soltó de los brazos de los verdugos—. ¡Tengo informaciones!

Al cabo de menos de una hora, Nazarian estaba sentado en un calabozo sin ventanas y se deleitaba con la belleza de la vida, un mensajero estaba listo al lado y se rascaba con pasión el perineo, mientras que Vascoigne leía y corregía el informe destinado para Dijkstra.

Con humildad anuncio al Excmo. Sr. Conde que él criminal de nombre Nazarian, condenado por el ataque a un empleado real, ha confesado lo que sigue: actuando a orden de un cierto Ryens, un día de la nueva de julio de este año, junto con dos de sus compinches, el elfo mestizo Schirrú y el Pústulas, tomó parte en el asesinato de los juristas Codringher y Ferina en el lugar de Dorian. Allí el Pústulas fue muerto, mientras que el mestizo Schirrú asesinó a ambos juristas y prendió fuego a su casa. El criminal Nazarian le carga con todo al mencionado Schirrú, niega y renie­ga el que él mismo hubiera matado, pero esto de seguro es por miedo al cadalso. Lo que puede interesar al Excmo. Sr. Conde: antes del crimen cometido sobre los juristas, ellos, es decir, el tal Nazarian, el medio elfo Schirrú y el Pústulas, siguieron a un brujo, cierto Gerardo de Rivia, el cual con el jurista Codringher se entendió en secreto. De qué asunto, eso el criminal Nazarian no lo sabe, puesto que ante él ni el antes mencionado Ryens ni el medio elfo Schirrú desvelaron él secreto. Pero cuando Ryens consiguió un informe acerca de las inteligencias que los mencionados tenían, ordenó aniquilar a los juristas.

Sigue el criminal Nazarian confesando: el su compinche Schirrú robó ciertos documentos de casa de los juristas que le fueron envia­dos a Ryens a Carreras, a la posada de El Zorro Astuto. De lo que Ryens y Schirrú allá platicaran, Nazarian no sabe, pero al día siguiente todo el mencionado trío se encaminó a Brugge y allá el cuarto día después de la luna nueva procedieron a raptar a una joven doncella de una casa de ladrillos rojos, sobre cuyas puertas unas tijeras de hojalata estaban clavadas. Ryens privó de sentido a la doncella y los criminales Schirrú y Nazarian, con gran apresuramiento, la conduje­ron en un carromato hasta Verden, a la fortaleza de Nastrog. Y ahora sigue una cosa que aconsejo leer con gran atención al Excmo. Sr. Con­de: los malandrines entregaron la dama raptada al comandante nilfgaardiano de la fortaleza, asegurándole que la tal raptada se nombra Cyryla de Cintra. El comandante, por lo que confesó el criminal Naza­rian, mucho se excitó al oír la noticia.

Lo arriba, escrito lo expido con un correo secreto al Excmo. Sr. Con­de. Un detallado protocolo del interrogatorio también enviaré, en cuanto el escriba lo pase a limpio. Humildemente, pido al Excmo. Sr. Conde instrucciones en lo referente a qué hacer con el criminal Nazarian. Si darle en quemar con las tenazas a fin de que recordara más detalles o si colgarlo según las normas.

Despídome con respeto, etc., etc.

Vascoigne firmó impetuosamente el informe, lo selló y mandó llamar al mensajero.

Dijkstra conoció el contenido del informe a la tarde de aquel mismo día. Filippa Eilhart lo conoció a mediodía del día siguiente.

Cuando el caballo que llevaba al brujo y a Jaskier se introdujo entre los alisos ribereños, Milva y Cahir estaban muy nerviosos. Antes habían oído ya los sonidos de la batalla, las aguas del Ina transportaban los sonidos a una gran distancia.

Mientras ayudaba a bajar al poeta de la silla, Milva vio cómo Geralt se tensaba a la vista del nilfgaardiano. No consiguió decir ni palabra, el brujo al fin y al cabo tampoco, puesto que Jaskier gimió desesperadamente y se le cayó de las manos. Lo colocaron sobre la arena, poniéndole bajo la cabe­za una capa enrollada. Milva se disponía ya a cambiar el vendaje provisorio, que estaba totalmente cuajado en sangre, cuando sintió en el brazo una mano y olisqueó el conocido aroma a ajenjo, anís y otras hierbas. Regis, según su costumbre, apareció de no se sabía dónde y no se sabía cómo.

—Permíteme —dijo, mientras sacaba de su gruesa maleta utensilios e instrumentos médicos—. Yo me ocuparé de ello.

Cuando el barbero retiró el vendaje de la herida, Jaskier gimió de dolor.

—Tranquilo —dijo Regis, lavando la herida—. Esto no es nada. Un poco de sangre. Sólo un poco de sangre... Qué bien huele tu sangre, poeta.

Y precisamente entonces el brujo se comportó de una forma que Milva no se esperaba. Se acercó al caballo y sacó de una vaina una larga espada nilfgaardiana.

—Aléjate de él —ladró, de pie junto al barbero.

—Qué bien huele esta sangre —repitió Regis sin hacer el mínimo caso al brujo—. No noto en ella el olor de una infección, lo que en el caso de una herida en la cabeza podría tener fatales consecuencias. Las arterias y las venas no han resultado afectadas... Ahora voy a cortarte.

Jaskier gimió, tomó aire con violencia. La espada en la mano del brujo tembló, refulgió con la luz reflejada del río.

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