Bautismo de fuego (38 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—No nos extendamos con las travesuras de los pequeñajos —le cortó Filippa Eilhart—. ¿Cuándo se le dijo por fin a Goidemar la verdad?

—Nunca se le dijo. No preguntó por ella y a nosotros esto nos convenía.

—Pero, ¿cuál de los niños era el bastardo de Falka? ¿Lo sabíais?

—Por supuesto: Adela.

—¿Y no Fiona?

—No. Adela. Murió de peste. Bastardo diabólico, sangre maldita, hija de la demoniaca Falka, durante la epidemia, pese a las protestas del rey, ayudó a los sacerdotes en los hospitales de entremuros, salvó a niños en­fermos, se contagió y murió. Tenía diecisiete años. Un año después su supuesto hermano Amavet se enredó en un amorío con la condesa Anna Kameny y resultó asesinado por unos esbirros alquilados por el conde. Ese mismo año murió Riannon, desesperada y vencida por la muerte de sus hijos, a los que adoraba. Entonces Goidemar nos llamó de nuevo. La últi­ma entonces de los famosos tres, la princesa Fiona, interesaba al rey de Cintra, Coram. La quería para esposa de su hijo, también llamado Coram, pero conocía los rumores que corrían y no quería casar a su hijo con la posible bastarda de Falka. Le aseguramos con toda nuestra autoridad que Fiona era hija legítima. No sé si lo creyó, pero los jóvenes se gustaron y de esta forma la hija de Riannon, la retatarabuela de vuestra Ciri, se convirtió al poco en reina de Cintra.

—Aportando a la dinastía de los Coram el famoso gen que vosotras seguíais persiguiendo.

—Fiona —dijo tranquila Enid an Gleanna— no era la portadora del gen de la Antigua Sangre. Al cual ya entonces llamábamos gen de Lara.

—¿Cómo es eso?

—El portador del gen de Lara era Amavet y nuestro experimento conti­nuaba. Porque Anna Kameny, por la que habían perdido la vida el amante y el marido, estando todavía de luto por los dos, dio a luz a unos gemelos. Un muchacho y una muchacha. El padre era indudablemente Amavet, porque la muchacha era portadora del gen. Recibió el nombre de Muriel.

—¿Muriel la Bella Pícara? —se asombró Sheala de Tancarville.

—Eso fue mucho más tarde. —Francesca sonrió—. Al principio era Muriel la Pequeñuela. Y de verdad era una niña monina y dulce. Cuando cumplió los catorce años se hablaba de ella ya como Muriel de Ojos de Terciopelo. Más de uno se ahogó en sus ojos. La casaron por fin con Roberto, conde de Garramone.

—¿Y el niño?

—Crispín. No era portador, así que no nos interesaba. Resulta que murió en no sé qué guerra, porque sólo tenía lo militar en la cabeza.

—Espera. —Sabrina con un brusco movimiento removió sus cabellos—. Muriel la Bella Pícara era madre de Adalia llamada la Vidente...

—Cierto —confirmó Francesca—. Interesante persona, Adalia. Una po­derosa Fuente, un perfecto material para una hechicera. Por desgracia, no quiso ser hechicera. Prefirió ser reina.

—¿Y el gen? —preguntó Assire var Anahid—. ¿Era portadora?

—Es curioso, pero no.

—Así pensaba. —Assire meneó la cabeza—. El gen de Lara puede ser traspasado directamente sólo por línea femenina. Si el portador es un hom­bre, el gen se atrofia en la segunda y hasta en la tercera generación.

—Pero luego se activa de nuevo —dijo Filippa Eilhart—. Adalia, que estaba carente del gen, era al fin y al cabo madre de Calanthe y Calanthe, abuela de Ciri, portadora del gen.

—La primera desde Riannon —habló de pronto Sheala de Tancarville—. Cometisteis un error, Francesca. Había dos genes. Uno, el verdadero, estaba escondido, latente, lo pasasteis por alto en Fiona, engañados por el fuerte y claro gen de Amavet. Pero lo que tenía Amavet no era un gen, sino el activador. Doña Assire tiene razón. El activador que se traspasa por línea masculina, y en el caso de Adalia se manifestaba ya tan escasamente que no lo descubris­teis. Adalia fue la primera hija de la Pícara, los siguientes hijos con toda segu­ridad no tuvieron ya ni rastro del activador. El gen latente de Fiona también, seguro, hubiera desaparecido en el caso de sus descendientes masculinos, como muy tarde en la tercera generación. Pero no desapareció y yo sé por qué.

—Maldita sea —silbó entre dientes Yennefer.

—Me he perdido —anunció Sabrina Glevissig—. En la selva de toda esta genética y genealogía.

Francesca atrajo hacia sí una pátera con frutas, extendió la mano, mur­muró un encantamiento.

—Pido perdón por esta psicoquinesia de barraca de feria —sonrió, y ordenó a una manzana roja elevarse muy alto por encima de la mesa—. Pero con ayuda de las frutas en levitación me será más fácil aclarar todo, incluyendo el error que cometimos. Esta manzana roja es el gen de Lara, la Antigua Sangre. La manzana verde representa al gen latente. La granada es el pseudogen, el activador. Comencemos. Ésta es Riannon, la manzana roja. Su hijo, Amavet, la granada. La hija de Amavet, Muriel la Bella Pícara y su nieta Adalia, granadas también, siendo las últimas en desaparecer. Y ésta es la otra línea: Fiona, la hija de Riannon, una manzana verde. Su hijo Corbett, rey de Cintra, verde. El hijo de Corbett y Elen de Kaedwen, Dagorad, verde. Como habéis advertido, en las siguientes generaciones, con descen­dientes exclusivamente masculinos, el gen desaparece, ya es muy débil. Abajo del todo tenemos, sin embargo, granada y manzana verde. Adalia, princesa de Maribor, y Dagorad, rey de Cintra. Y la hija de los dos, Calanthe. Una manzana roja. Un gen de Lara renacido y fuerte.

—El gen de Fiona —asintió con la cabeza Margarita Laux-Antille— se encontró con el activador de Amavet a causa del matrimonio incestuoso. ¿Nadie le prestó atención al parentesco? ¿Ninguno de los genealogistas y cronistas reales se dio cuenta de un incesto tan claro?

—No estaba tan claro. Anna Kameny no fue diciendo por ahí que sus gemelos eran bastardos, porque la familia del marido entonces los hubiera desprovisto a ella y a los hijos de escudo, títulos y posesiones. Por supues­to que surgieron rumores y rondaron obstinadamente, y no sólo entre la plebe. Para Calanthe, contaminada por el incesto, hubo que buscar mari­do en el lejano Ebbing, adonde no habían llegado los rumores.

—Añade a tu pirámide otras dos manzanas rojas, Enid —dijo Margari­ta—. Ahora, de acuerdo con la certera observación de doña Assire, el resu­citado gen de Lara se desliza ágilmente por la línea femenina.

—Sí. Ésta es Pavetta, la hija de Calanthe. E hija de Pavetta, Cirilla. La única heredera de la Antigua Sangre en este momento, la portadora del gen de Lara.

—¿La única? —preguntó en voz alta Sheala de Tancarvílle—. Estás muy segura de ti misma, Enid.

—¿Qué es lo que quieres decir?

Sheala se alzó de pronto, extendió sus dedos cubiertos de anillos en dirección a la pátera y obligó a levitar al resto de las frutas, agitando y convirtiendo en una confusión multicolor todo el esquema de Francesca.

—Esto es lo que quiero decir —dijo fría, señalando al caos frutal—. Por­que éstas son las combinaciones genéticas posibles. Y sólo sabemos lo que vemos aquí. Es decir, nada. Vuestro error se ha vengado, Francesca, produ­jo una avalancha de errores. El gen se mostró por azar, al cabo de cien años, un tiempo en el que pudieron tener lugar acontecimientos sobre los cuales no tenemos ni idea. Acontecimientos secretos, escondidos, borrados. Niños anteriores al matrimonio, fuera de él, disposiciones secretas, incluso cam­bios de unos con otros. Incestos. Cruzamientos de razas, sangre de antepa­sados olvidados que revive en generaciones posteriores. Para concluir: hace cien años tuvisteis el gen al alcance de la mano, incluso en la mano. Y se os escapó. ¡Un error, Enid, un error, un error! Demasiada espontaneidad, de­masiados accidentes. Poco control, poca injerencia en el azar.

—No estábamos tratando —Enid an Gleanna apretó los labios— con conejos que se pudieran meter en una jaula, eligiéndolos en un parque.

Fringilla, siguiendo la mirada de Triss Merigold, vio cómo las manos de Yennefer se clavaron de pronto en los brazos taraceados de la silla.

Esto es lo que en este momento une a Yennefer y Francesca, pensó febril­mente. Triss, evitando todo el tiempo la mirada de su amiga. El cálculo. Porque, por supuesto, lo que hacían tuvo algo que ver con parques y cria­deros de conejos. Sí, sus planes acerca de Ciri y del infante de Kovir, aun­que en apariencia inverosímiles, son totalmente reales. Ellas ya lo han hecho. Pusieron en los tronos a quienes quisieron, crearon lazos y dinas­tías como deseaban, como era para ellas más cómodo. Pusieron en movi­miento belleza, afrodisiacos, elixires. Los reyes y reinas entablaron matri­monios extraños, a menudo morganáticos, a menudo contra todo plan, intenciones y tratados. Y luego a quienes querían tener hijos y no debían, les suministrarían secretamente medios para prevenir los embarazos. A aquéllas que no querían tener hijos y era necesario que lo hicieran, en vez de los remedios prometidos recibieron placebos, agua con regaliz. De ahí provienen todos estos parentescos tan inverosímiles. Calanthe, Pavetta... y Ciri. Yennefer estuvo envuelta en ello. Y ahora lo lamenta. Y hace bien. Joder, si Geralt se enterara de ello...

Esfinges, pensó Fringilla Vigo. Esfinges talladas en los brazos de los sillo­nes. Sí, ésta debería ser la señal y el escudo de la logia. Conocimiento, secreto, silencio. Ellas son esfinges. Ellas alcanzan sin esfuerzo lo que de­sean. Para ellas es una minucia el casar a Kovir con esa Ciri. Tienen fuer­za. Tienen conocimiento. Y tienen los medios. El collar de brillantes en el cuello de Sabrina Glevissig vale tanto quizá como toda la balanza de pagos del boscoso y rocoso Kaedwen. Conseguirían sin esfuerzo todo lo que pla­nean. Pero hay un obstáculo...

Aja, pensó Triss Merigold, por fin se comienza a hablar de aquello con lo que convendría haber empezado a hablar. Del sobrio y frío hecho de que Ciri está en Nilfgaard, en poder de Emhyr. Muy lejos de los planes que aquí se están estableciendo...

—No cabe cuestionar —dijo Filippa— que Emhyr ha perseguido a Cirilla desde hace mucho. Todos pensaban que se trataba de un matrimonio político con Cintra y de apoderarse de un feudo que era por derecho herencia de la muchacha. Sin embargo, no se puede excluir que no se trate aquí de política, sino del gen de la Antigua Sangre, que Emhyr querría introducir en la línea imperial. Si Emhyr sabe lo que nosotras, puede que quiera que la profecía se encarne en su familia y la futura reina del mundo nazca en Nilfgaard.

—Una corrección —introdujo Sabrina Glevissig—. No es Emhyr el que lo quiere, sino los hechiceros nilfgaardianos. Sólo ellos pudieron encontrar el gen e instruir a Emhyr acerca de su importancia. Las señoras nilfgaardianas aquí presentes querrán seguramente confirmarlo y explicar su papel en la intriga.

—Me extraña —Fringilla no aguantó— la tendencia de las señoras a buscar intrigas en el lejano Nilfgaard, cuando todo conduce a pensar que hay que buscar a los traidores y conspiradores bastante más cerca de vosotras.

—Una observación tan directa como certera. —Sheala de Tancarviile acalló con una mirada seria a Sabrina, que se estaba preparando para responder—. La información sobre la Antigua Sangre llegó a Nilfgaard des­de nosotros, todo parece indicarlo. ¿Acaso han olvidado las señoras a Vilgefortz?

—Yo no. —En los ojos de Sabrina ardió por un segundo el fuego del odio—. ¡Yo no lo he olvidado!

—Ya le llegará su momento. —Los dientes de Keira Metz brillaron ame­nazadoramente—. Pero por ahora no se trata de él sino de que Ciri, la Antigua Sangre tan importante para nosotras, está en manos de Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard.

—El emperador —explicó tranquila Assire, mirando a Fringilla— no tie­ne nada en las manos. La muchacha confinada en Darn Rowan no es la portadora de ningún gen extraordinario. Es común y corriente hasta la banalidad. Está fuera de toda duda el hecho de que no se trata Ciri de Cintra. No es la muchacha que el emperador estaba buscando. Y buscaba a aquélla que portaba el gen. Disponía incluso de sus cabellos. Yo examiné esos cabellos y encontré algo que no entendía. Ahora ya lo entiendo.

—Así que Ciri no está en Nilfgaard —dijo Yennefer en voz baja—. No está allí.

—No está allí —confirmó seria Filippa Eilhart—. A Ernhyr lo engañaron, le ofrecieron una doble. Yo lo sé desde ayer. Sin embargo, me alegra la since­ra confesión de doña Assire. Esto confirma que nuestra logia ya funciona.

Yennefer tenía grandes dificultades para contener los temblores de sus manos y labios. Tranquila, se repetía, tranquila, no te desenmascares, espera tu opor­tunidad. Y escucha, escucha, recoge información. Esfinge. Sé una esfinge.

—Lo que quiere decir que el culpable es Vilgefortz. —Sabrina golpeó con el puño en la mesa—. No Emhyr, sino Vilgefortz, ese encantamozas, ese canalla elegante. ¡Nos engañó a Emhyr y a nosotros!

Yennefer se tranquilizó a base de respirar profundamente. Assire var Anahid, que a todas luces se sentía incómoda en su vestido ceñido, contó algo acerca de un joven noble nilfgaardiano. Yennefer sabía de quién se trataba y apretó inconscientemente los puños. El caballero negro del casco alado, la pesadilla de los delirios de Ciri... Sintió sobre sí la mirada de Francesca y Filippa. Triss, sin embargo, cuya mirada Yennefer intentaba atraer, evitaba sus ojos. Joder, pensó Yennefer, componiendo con mucho esfuerzo una expresión indiferente en su rostro, cuidado que me he metido en un lío. En qué puto atolladero he metido a esta muchacha. Joder, cómo podré mirar al brujo a la cara...

—Así que habrá entonces una ocasión estupenda —gritó Keira Metz con la voz excitada— de recuperar a Ciri y al mismo tiempo arrancarle el pellejo a Vilgefortz. ¡Prenderemos fuego al suelo bajo el culo del granuja!

—La quema del suelo habrá de ser precedida por el hallazgo del escon­dite de Vilgefortz —se mofó Sheala de Tancarville, hechicera de Kovir, a la que Yennefer nunca tuvo demasiada simpatía—. Y hasta ahora no lo ha conseguido nadie. Ni siquiera alguna de las señoras sentadas ante esta mesa, las cuales no ahorraron tiempo ni sus inapreciables talentos en la búsqueda.

—Ya se han encontrado dos de los numerosos escondites de Vilgefortz —respondió Filippa Eilhart con voz fría—. Dijkstra busca intensamente los restantes y yo no lo menospreciaría. A veces donde falla la magia triunfan los espías y confidentes.

Uno de los agentes que acompañaba a Dijkstra miró el calabozo, retrocedió bruscamente, se apoyó en el muro y se quedó blanco como el papel, daba la impresión de que en cualquier momento se iba a desmayar. Dijkstra anotó en su memoria que tenía que trasladar al blanducho a trabajo de oficina. Pero cuando él mismo miró al interior de la celda, cambió de opi­nión. Se le subió el estómago a la garganta. No podía, sin embargo, quedar mal ante sus subordinados. Sin apresurarse, sacó del bolsillo un pañuelo perfumado y, poniéndoselo sobre la nariz y la boca, se inclinó sobre los cuerpos desnudos que yacían en el suelo de piedra.

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