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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Bitterblue (41 page)

—Ten cuidado, Holt; no quiero maltratos —advirtió Bitterblue un poco alarmada—. Teddy no se lo merece. E imagino que Zaf disfruta demasiado con ello —añadió, al captar la justificada indignación de Zaf mientras intentaba zafarse de la mano de Holt. Zaf lucía contusiones recientes que le daban la apariencia de un camorrista.

—Me quedaré a una distancia prudente, donde la oiré si llama. Por si me necesita, majestad —dijo Holt. Tras asestar una última mirada gris y plata a Zaf, el guardia graceling se alejó.

—¿Llegaste bien hasta aquí, Teddy? —preguntó Bitterblue—. ¿No tuviste que caminar?

—No, majestad. Fueron a buscarnos en un magnífico carruaje. ¿Y usted, majestad? ¿Se encuentra bien?

—Sí, claro. —Bitterblue se dirigió a la mesa y retiró una silla con una mano—. Siéntate.

Teddy lo hizo con cuidado, y después acarició la cubierta de piel del manuscrito que había en la mesa delante de él. Los ojos se le abrieron de par en par al leer la etiqueta. Después, el asombro rebosó en ellos a medida que Teddy leía más etiquetas.

—Puedes llevarte tantos como quieras, Teddy —le dijo Bitterblue—. Confío en que aceptes mi oferta de contratarte para que los imprimas. Si tienes amigos con prensas, también querría contratarlos.

—Gracias, majestad —susurró Teddy—. Acepto con mucho gusto.

Bitterblue se permitió echar una mirada a Zaf, que estaba de pie con las manos en los bolsillos y una estudiada expresión de aburrimiento.

—Tengo entendido que me defendiste y quiero expresarte mi gratitud por ello —le dijo.

—Disfruto con una buena pelea —repuso él de forma brusca—. ¿Hemos venido aquí por alguna razón?

—Tengo información que compartir con vosotros sobre mi consejero Runnemood.

—Estamos enterados —dijo Zaf.

—¿Cómo?

—Cuando la guardia monmarda, la guardia real y la guardia lenita de las puertas registran la ciudad buscando a un hombre de la reina que ha intentado matarla, la gente suele enterarse —repuso Zaf en tono frío.

—Siempre sabéis más de lo que imagino.

—Deje de mostrar tanta suficiencia —espetó él.

—Estaría encantada si pudiésemos hablar en lugar de discutir —le replicó con tirantez—. Y puesto que sueles saber tanto, me pregunto qué más podrías decirme sobre Runnemood. Es decir, de cuántos crímenes es responsable, por qué puñetas lo hace y adónde ha ido. He sabido que fue él quien planeó la trampa que te tendieron para incriminarte en ese asesinato, Zaf. ¿Qué más puedes contarme? ¿Estaba detrás de tu apuñalamiento, Teddy?

—No tengo la menor idea, majestad —respondió el aludido—. Sobre eso ni sobre el resto de crímenes. Resulta un poco difícil creer que es un solo hombre el que está detrás de todo, ¿no es cierto? Hablamos de docenas de muertes en los últimos años, y cuando digo eso me refiero a todo tipo de víctimas. No solo ladrones u otros delincuentes como nosotros, sino personas cuyo mayor crimen es enseñar a leer a otros.

—Enseñar a leer —repitió Bitterblue, desolada—. ¿De verdad? Por eso me ocultabais las lecciones de lectura. Supongo que es peligroso que las imprimáis. Pero no lo entiendo. ¿Es que no se enseña a leer en las escuelas?

—Oh, majestad, las escuelas de la ciudad, salvo contadas excepciones, están en ruinas —informó Teddy—. Los maestros designados oficialmente no están cualificados para enseñar. Los niños que saben leer es porque les han enseñado en casa o personas como yo, o Bren o Tilda. La historia también está desatendida… A nadie se le enseña la historia reciente de Monmar.

Bitterblue contuvo a duras penas la ira creciente.

—Como es habitual —dijo—, tampoco tenía la menor idea sobre esto. Además, la escolarización de la ciudad entra en la jurisdicción de Runnemood. Mas, ¿qué puede significar eso? Casi da la impresión de que Runnemood hubiera adoptado una política con visión de futuro y se hubiera vuelto completamente loco como resultado. ¿Por qué? ¿Qué sabemos de él? ¿Quién podría haber influido en él?

—Eso me recuerda algo, majestad. —Teddy se llevó una mano al bolsillo—. Le he preparado una lista nueva, por si había perdido la suya cuando la atacaron.

—¿Una lista?

—De los nobles que cometieron los robos más graves en favor de Leck, majestad; ¿os acordáis?

—Oh, cierto. Por supuesto, gracias. Teddy, cualquier cosa que puedas decirme para que esté al tanto de la situación en la ciudad me será de ayuda, ¿lo comprendes? Yo no veo lo que ocurre desde mi torre —añadió—. La vida que mi pueblo lleva en realidad no se refleja nunca en los documentos que pasan por mi despacho. ¿Querrás ayudarme?

—Desde luego, majestad.

—¿Y la corona? —preguntó Bitterblue, que volvió los ojos hacia el rostro pétreo de Zaf.

—No logro dar con Gris —dijo él, encogiéndose de hombros.

—¿Lo estás buscando?

—Sí, claro que lo busco —repuso malhumorado—, aunque no sea mi principal preocupación en este momento.

—¿Y qué puede haber que sea más preocupante? —le espetó Bitterblue.

—Oh, pues no lo sé. ¿Tal vez su demente consejero que intentó matarme una vez y que ahora anda suelto en algún lugar del distrito este?

—Encuentra a Gris —ordenó Bitterblue.

—Por supuesto, su real y altísima majestad.

—Zaf —dijo Teddy con voz sosegada—. Plantéate si estás siendo justo al seguir castigando a nuestra Chispas.

Zaf se dio la vuelta hacia el tapiz, donde se quedó mirando con rabia, cruzado de brazos, a la extraña dama de cabello rojo. A Bitterblue le costó unos segundos recobrar el habla, porque jamás habría imaginado que volvería a escuchar ese nombre.

—Entonces, ¿te llevarás unos cuantos libros de estos, Teddy? —preguntó después.

—Nos los llevaremos todos, del primero al último, majestad —anunció Teddy—. Pero quizá lo hagamos de dos en dos o de tres en tres cada vez, porque Zaf tiene razón. No quiero despertar un interés no deseado. Y ya me he metido en bastantes jaleos.

Después de que Teddy y Zaf se hubieron ido, Bitterblue se quedó sentada unos instantes mirando los manuscritos reescritos por Deceso mientras intentaba decidir con cuál empezar. Cuando el bibliotecario entró pisando con fuerza y alzó la mano mostrándole un libro para releer, Bitterblue preguntó:

—¿De qué trata?

—Del proceso artístico, majestad —respondió Deceso.

—¿Por qué quería mi padre que leyera cosas sobre el proceso artístico?

—¿Y cómo quiere que yo lo sepa, majestad? Estaba obsesionado con el arte y los artistas. Quizá quería que usted lo estuviese también.

—¿Obsesionado? ¿De verdad?

—Majestad, ¿es que camina usted por el castillo con los ojos cerrados? —sugirió Deceso.

Bitterblue se apretó las sienes y contó hasta diez.

—Deceso —dijo después—. ¿Qué opinarías de que le entregara unos cuantos de estos libros reescritos a un amigo que tiene una prensa?

—Majestad —respondió Deceso tras parpadear sorprendido—, estos manuscritos, como todo cuanto hay en esta biblioteca, son suyos para hacer con ellos lo que le plazca. —Hizo un breve silencio—. Mi anhelo es que descubra que desea entregarle todos ellos a ese amigo.

Bitterblue estrechó los ojos para observar al bibliotecario.

—Querría mantener en secreto esta cesión, en consideración a mi amigo y su seguridad —le dijo—. Al menos hasta que encontremos a Runnemood y se haya aclarado todo este misterio. Guardarás el secreto, ¿verdad, Deceso?

—Desde luego que sí, majestad —exclamó el bibliotecario; saltaba a la vista que se sentía insultado por tal pregunta. Soltó el libro sobre el proceso artístico en el escritorio y se retiró con un resoplido enfurruñado.

—Estoy preocupada por Teddy y Zaf —le confesó Bitterblue a Helda más tarde—. ¿Sería poco razonable pedirle a mi guardia lenita de las puertas que prescindiera de unos cuantos hombres para que velaran por su seguridad?

—Pues claro que no, majestad. Harían todo lo que les pidiera.

—Sé que harían lo que les ordenara. Lo cual no hace que mi orden sea razonable.

—Me refiero a que lo harán por lealtad, majestad, no por obligación —la reprendió Helda—. Se preocupan por usted y por sus inquietudes. Supongo que es consciente de que gracias a ellos supe desde el principio que se escabullía del castillo, ¿verdad? Me lo advertían siempre.

Bitterblue asimiló aquella revelación con cierto azoramiento.

—Se suponía que no me reconocerían —susurró.

—Llevan ocho años cuidando de usted, majestad. ¿De verdad pensaba que no conocían al dedillo su actitud, su forma de caminar, su voz?

«He pasado delante de ellos incontables veces —pensó Bitterblue—, viendo nada más que cuerpos apostados junto a una puerta. Me gusta su presencia porque me recuerdan a mi madre por el físico y por la forma de hablar».

—A ver si espabilo de una vez —rezongó.

—¿Perdón, majestad?

—¿Cuántas cosas más hay que se me escapan, Helda?

Bitterblue estaba en los aposentos del ama porque quería echar un vistazo a todos los pañuelos que Helda seguía sacando del fondo de su armario para que Bitterblue se tapara las contusiones.

—No lo entiendo —continuó mientras el ama abría más las puertas y dejaba a la vista estanterías llenas de telas que llegaban como flechas de remembranzas a su corazón—. No sabía que los tenías. ¿Por qué los guardaste?

—Cuando vine para estar a su servicio, majestad —respondió Helda mientras sacaba pañuelos y los colgaba para que Bitterblue los tocara, maravillada—, descubrí que la servidumbre asignada a esa tarea había llevado a cabo una limpieza demasiado entusiasta en los armarios de su madre. El rey Ror había salvado unas cuantas cosas que identificó como lenitas; los pañuelos, por ejemplo, así como cualquier cosa que tuviera valor, majestad. Pero del resto, como vestidos, capas, zapatos, no quedaba ni rastro. Recogí lo que se había salvado. Puse las joyas en su baúl, como usted sabe, y decidí guardar los pañuelos para cuando fuera mayor. Lamento que haya sido la necesidad de tapar las marcas de un ataque lo que hizo que me acordara de ellos, majestad —añadió.

—Así es como funciona la memoria —comentó en voz queda Bitterblue—. Los recuerdos desaparecen sin permiso, y después regresan del mismo modo, sin preguntarnos. —A veces volvían incompletos y deformados.

Aquel era un aspecto de la memoria al que Bitterblue había intentado resignarse últimamente, uno tan doloroso que aún no había logrado afrontarlo por completo. Sus recuerdos de Cinérea eran una serie de retazos. Muchos de ellos eran momentos que habían ocurrido en presencia de Leck, lo cual significaba que sus facultades mentales estaban mermadas. Cuando estuvieron solas pasaron gran parte de ese tiempo luchando para despejar la bruma mental del rey. Leck no solo le había arrebatado a su madre al matarla: también se la había robado antes. Bitterblue no alcanzaba a imaginar qué clase de persona sería Cinérea en la actualidad si estuviera viva. No era justo que se descubriera a veces dudando de hasta qué punto había llegado a conocer a su madre.

Incluso los aposentos de Helda, el sencillo y pequeño dormitorio en verde y el cuarto de baño en color turquesa la desconcertaban, porque habían sido su dormitorio y su cuarto de baño en vida de Cinérea. Cerrando la puerta para que Leck no entrara, su madre la había bañado en la que era ahora la tina turquesa de Helda y le hablaba de todo tipo de cosas. Del Burgo de Ror, donde había vivido en el castillo del rey, el edificio más grande del mundo, con cúpulas y altas torres que se elevaban hacia el cielo por encima del mar de Lenidia. De su padre, de sus hermanos y hermanas, sobrinas y sobrinos. De su hermano mayor, Ror, el rey. De las personas a las que echaba de menos y que no conocían a Bitterblue, pero que algún día la conocerían. De sus anillos, que irradiaban destellos en el agua.

«Todo eso era real», pensó con obstinación.

Recordaba un punto áspero en una de las teselas de la tina que le había arañado el brazo de vez en cuando. Recordaba que se lo señalaba a su madre. Se acercó a la bañera y encontró de inmediato la pequeña irregularidad.

—Ahí está —dijo, mientras le pasaba el dedo por encima con una especie de feroz triunfo.

Fueron esos minutos pasados en el cuarto de Helda, evocando sensaciones de otro tiempo, lo que indujo a Bitterblue a sentir curiosidad sobre otra pieza del rompecabezas que faltaba, y se preguntó si serviría para responder a cualquiera de sus preguntas. Por fin, decidió que quería ver los aposentos que habían pertenecido a Leck.

El caballo del tapiz que cubría la puerta en la sala de estar tenía unos ojos verdes y tristes que parecían mirar a los de Bitterblue con fijeza. El copete que le colgaba sobre los ojos tenía un color azul que tiraba más a violeta que al azul oscuro y profundo del resto del pelaje, y le recordó a Zaf. Helda la ayudó a apartar a un lado el tapiz.

El examen de la puerta que había detrás no les llevó mucho tiempo. Era de madera sólida, recia, bien encajada en el marco, y parecía que estaba cerrada con llave. Había un ojo de cerradura, y Bitterblue recordó que Leck usaba una llave para abrirla.

—¿A quién conocemos que sepa forzar cerraduras? —preguntó—. No he visto a Zaf hacerlo nunca, pero lo creo muy capaz. O… me pregunto si Po podría encontrar la llave.

—Majestad —dijo una voz a sus espaldas, haciendo que Bitterblue diera un brinco de sobresalto.

Se volvió y encontró a Raposa en la entrada.

—No he oído abrirse las puertas —instó Bitterblue.

—Perdón, majestad; no era mi intención alarmarla —se disculpó Raposa mientras entraba—. Por si le sirve de algo, majestad, tengo unas ganzúas que he aprendido a usar. Pensé que sería una habilidad práctica para una espía —aclaró, un poco a la defensiva, cuando Helda la observó con las cejas enarcadas—. La idea fue de Ornik.

—Parece que estás entablando una gran amistad con el joven y apuesto herrero —comentó el ama con voz inexpresiva—. Pero recuerda, Raposa, que, aunque él es aliado del Consejo y nos ha ayudado con el asunto de la corona, no es un espía. No tiene por qué compartir tu información.

—Por supuesto que no, Helda —contestó Raposa con aire de sentirse un poco ofendida.

—Veamos, ¿tienes aquí esas ganzúas? —preguntó Bitterblue.

La doncella graceling sacó de un bolsillo un cordel del que colgaban un surtido de limas, alambres y ganchos atados en manojo para que no tintinearan. Cuando soltó el atado, Bitterblue vio que el metal estaba arañado y áspero en algunos sitios, pero limpio de óxido.

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