Raposa tuvo que hurgar en la cerradura durante varios minutos, cosa que realizó con cuidado, de rodillas y con la oreja pegada a la puerta. Por fin sonó un fuerte chasquido.
—Ya está —anunció mientras se ponía de pie, giraba el picaporte y empujaba. La puerta no se movió. Probó tirando de ella.
—Recuerdo que abría hacia dentro —dijo Bitterblue—. Y nunca vi que él tuviera que forcejear.
—Bien, pues hay algo que la bloquea, majestad —comentó Raposa, que pegó el hombro en la madera y empujó fuerte—. Estoy bastante segura de haber abierto la cerradura.
—Ah, mirad —dijo Helda, que señaló un punto en el centro de la puerta donde la afilada punta de un clavo asomaba a través de la superficie de la madera—. A lo mejor está entablada por dentro, majestad.
—Cerrada con llave y entablada —suspiró Bitterblue—. ¿A alguna de vosotras se le dan bien los laberintos?
Mientras Raposa y ella bajaban por la escalera de caracol que, en cierta ocasión, había conducido a Bitterblue al laberinto de Leck, la doncella graceling le explicó su teoría sobre los laberintos de caminos alternativos como ese: una vez que estabas dentro, había que elegir una mano, derecha o izquierda, apoyarla en la pared y, a continuación, seguir el laberinto todo el camino sin apartar esa mano del muro. Con el tiempo, uno llegaría al centro.
—Un guardia lo hizo así conmigo la última vez —comentó Bitterblue—. Pero no funcionará si resulta que empezamos por una pared que es de alguna de las islas, separada del resto del laberinto —añadió tras reflexionar—. Pondremos las manos en el muro de la mano derecha. Si acabamos donde empezamos, sabremos que es una isla. Entonces tomaremos el siguiente giro a la izquierda, y volveremos a poner las manos en el muro de la derecha. Eso funcionará. ¡Oh! —exclamó, consternada—. A menos que en el desvío hayamos ido a dar a otra isla. En ese caso, tendríamos que empezar todo de nuevo, además de recordar qué recorridos hemos hecho ya. Mierda. Deberíamos haber traído señales para ponerlas en el camino.
—¿Por qué no lo intentamos, majestad, y vemos qué tal funciona? —propuso Raposa.
Era muy desorientador. Los laberintos estaban hechos para Katsa, con su increíble sentido de orientación, o para Po, que veía a través de las paredes. Por suerte, Raposa había tenido la previsión de llevar un farol. Después de cuarenta y tres giros con las manos en la pared de la derecha, se encontraron con una puerta en medio del corredor.
La puerta, ni que decir tiene, estaba cerrada con llave.
—En fin —dijo Bitterblue mientras Raposa volvía a ponerse de rodillas y, con paciencia, comenzaba a hurgar con la ganzúa—, al menos sabemos que esta no puede estar entablada por dentro. A no ser que la persona entablara ambas puertas y después se quedara encerrada para morir, con lo que estaríamos a punto de encontrar un cadáver putrefacto —añadió y soltó una risita, divertida por su chanza morbosa—. O a no ser, claro —continuó con un gemido—, que exista una tercera vía para salir de los aposentos de Leck. Un pasadizo secreto que aún no hemos descubierto.
—¿Un pasadizo secreto, majestad? —dijo Raposa con aire absorto y la oreja pegada a la puerta.
—El castillo parece estar lleno de ellos, Raposa.
—No tenía ni idea, majestad.
Sonó un chasquido apagado. Cuando Raposa asió el picaporte y empujó, la puerta se abrió. Conteniendo la respiración y sin saber muy bien contra qué prepararse, pero de todos modos armándose de valor, Bitterblue entró al oscuro cuarto lleno de sombras altas. Las sombras tenían una forma tan humana que se le escapó un respingo.
—Esculturas, majestad —dijo a su espalda Raposa, tranquila—. Creo que son eso.
El cuarto olía a polvo y no tenía ventanas. Era cuadrado y cavernoso, sin muebles a excepción de un enorme armazón de cama vacío que había en el centro. Las esculturas, en pedestales, llenaban el resto del espacio; debía de haber unas cuarenta. Caminar entre ellas con Raposa y el farol era un poco como andar de noche entre los setos del patio mayor, porque se cernían igual de amenazadoras y daban la impresión de que estuvieran a punto de cobrar vida y empezar a caminar de un lado para otro.
Bitterblue se dio cuenta de que eran obra de Belagavia. Animales transformándose en otros, personas transformándose en animales o en montañas o en árboles, todos irradiando tal vitalidad, tal sensación de movimiento, que parecían vivos. Entonces el farol captó un extraño borrón de color y Bitterblue comprendió que había algo peculiar en esas esculturas. No solo algo peculiar, sino algo impropio: estaban salpicadas con pinturas chillonas; pinturas de las que había salpicones por toda la alfombra.
En esa habitación había esperado encontrar artilugios de tortura, tal vez. Una colección de cuchillos, manchas de sangre. Pero no deterioradas obras de arte colocadas encima de una alfombra estropeada y alrededor del armazón de madera de una cama.
«Destruía las esculturas en sus aposentos. ¿Por qué?».
Las paredes en derredor estaban cubiertas con tapices consecutivos: un prado de pasto que se transformaba en campo de flores silvestres, a continuación en un denso bosque de árboles, de nuevo en campo de flores silvestres, y de vuelta al prado de pasto con el que había empezado la secuencia. Bitterblue tocó el bosque de la pared para asegurarse de que no era real, sino un tapiz. Se levantó polvo y estornudó. Se fijó en un diminuto búho, de plumas turquesa y plata, dormido en las ramas de uno de los árboles.
En la pared del fondo del cuarto había una puerta. Conducía, nada menos, que a un cuarto de baño funcional, frío, corriente. Otra puerta daba a un vestidor vacío, salvo por el polvo. Bitterblue no paraba de estornudar.
Había un tercer acceso en la pared trasera, este un simple vano sin puerta, que llevaba a una escalera de caracol que subía. En lo alto de la escalera había una puerta tan tapada con tableros clavados que apenas se veía la madera de la puerta en sí. Bitterblue le dio varios golpes y llamó a voces a Helda. Cuando el ama respondió, su pregunta tuvo respuesta: esa era la escalera que ascendía a la sala de estar de sus aposentos y al tapiz con el caballo azul.
—Es espeluznante, ¿verdad? —le dijo a Raposa mientras descendían de nuevo por la escalera.
—Es fascinante, majestad —opinó la criada graceling, que se paró delante de la escultura más pequeña del cuarto y se la quedó mirando, embelesada.
Era una niña de unos dos años, arrodillada y con los brazos extendidos. Había una expresión en los ojos de la pequeña que daba a entender que hacía algo a sabiendas. Los brazos y las manos se estaban transformando en alas. De su fino cabello empezaban a brotar plumas, mientras que los dedos de los pies cobraban la forma de garras. Leck había manchado la cara de la escultura con un ancho trazo de pintura roja, pero con eso no había logrado mitigar la expresión de aquellos ojos.
«¿Por qué estropear algo tan hermoso? ¿Qué era lo que intentaba crear con tanto afán, sin conseguirlo?».
»¿Qué mundo trata de crear Runnemood? ¿Y por qué los dos tenían que crear sus mundos a través de la destrucción?».
P
or la mañana, llegó Madlen para vendarle de nuevo la herida del hombro, le dio medicinas y le ordenó, con instrucciones claras y específicas, que se las tomara todas, incluso las de sabor amargo, aunque tragarlas le diera náuseas.
—Ayudará a que los huesos se suelden bien, majestad, y más deprisa de lo que lo harían por sí solos —explicó—. ¿Está haciendo los ejercicios que le prescribí?
Bitterblue desayunó sin dejar de rezongar mientras el sol ascendía en el cielo, aunque apenas había claridad. Cuando se acercó a las ventanas para buscar la luz, descubrió un mundo de niebla. Esforzándose para distinguir las formas del jardín trasero, le pareció ver a una persona de pie en el muro del jardín. Esa persona lanzó algo al aire, algo pequeño, esbelto y blanco que se deslizó abriendo un surco en el denso velo de la bruma.
Era Po con su estúpido papel volador. Al reconocerlo, su primo alzó un brazo para saludarla; entonces perdió el equilibrio, agitó los brazos como aspas de molino y a continuación se cayó del muro. A saber cómo, logró impulsarse hacia el lado del jardín en lugar de caer al río. Y tanto que era Po; solo a él se le ocurriría ponerse a hacer ejercicios gimnásticos en el jardín trasero sin encontrarse aún bien del todo.
Bitterblue miró a Madlen y a Helda, que estaban sentadas a la mesa de la sala de estar y hablaban en murmullos mientras bebían de las tazas. Si Po se había escapado otra vez de la enfermería, no quería delatarlo.
—Me apetece tomar un poco el aire antes de ir al despacho —dijo—. Si Rood o Darby vienen a buscarme, decidles de mi parte que se vayan a paseo.
Este anuncio dio pie a una gran puesta en escena: la elección y colocación del pañuelo, la disposición de la espada, el acomodo de la capa por encima del brazo herido. Por fin, sintiéndose como una percha de ropas de abrigo, Bitterblue salió de sus aposentos. Helda le había arreglado la falda a semejanza de perneras de pantalón anchas y ondeantes, como las de Raposa, y el día anterior había conseguido encontrar tiempo, a saber cómo, para acoplar con botones la manga izquierda al vestido que llevaba puesto. Por lo visto, Bitterblue solo tenía que mencionar lo que quería llevar puesto para que Helda se lo presentara confeccionado al cabo de unos pocos días.
Salvo, por supuesto, la corona.
En el jardín se erguía lúgubre la escultura de la mujer transformándose en un puma, con la boca abierta en un grito petrificado. Volutas de niebla la abrazaron, fugaces, y enseguida se alejaron flotando.
«¿Cómo logró Belagavia crearle unos ojos tan vitales?». Entonces el reconocimiento se abrió paso en la mente de Bitterblue, que se fijó de forma consciente en los rasgos del rostro, en los ojos rebosantes de determinación y dolor. Esa figura era su madre.
Por alguna razón, constatarlo no la sorprendió. Ni lo hizo tampoco la tristeza que comportaba. Le parecía lógico; la escultura no solo guardaba parecido con Cinérea, sino que transmitía su esencia. Lo cual era de agradecer porque la reafirmaba en la certeza de que, por lo menos a ratos, sí había conocido a su madre tal como era.
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó Po, ya que Bitterblue se había llevado la lista que Teddy le había entregado de lores y damas culpables.
—¿Qué tienes tú? —le preguntó a su vez mientras se acercaba a su primo, refiriéndose al papel volador—. ¿Por qué estás lanzando esa cosa por el jardín?
Po se encogió de hombros.
—Me preguntaba cómo lo haría en el aire frío y húmedo —explicó.
—En el aire frío y húmedo —repitió Bitterblue.
—Sí.
—¿Cómo harías qué, exactamente?
—Volar, por supuesto; todo tiene que ver con los principios básicos del vuelo. Estudio a los pájaros, sobre todo cuando planean, y esta figura de papel es mi tentativa de estudiarlos más a fondo. Pero mis progresos son lentos. Mi gracia no está tan bien afinada como para captar todos los detalles de lo que ocurre en los pocos segundos que pasan antes de que se estrelle.
—Comprendo. ¿Y por qué haces esto?
Po se acodó en el muro.
—Katsa lleva un tiempo preguntándose si alguien sería capaz de crear unas alas para volar con ellas.
—¿A qué te refieres con lo de volar con ellas? —dijo Bitterblue, iracunda de repente.
—Sabes a qué me refiero.
—Y tú la animas a creer que se puede hacer.
—No me cabe duda de que se puede.
—¿Con qué propósito? —espetó Bitterblue.
Las cejas de Po se arquearon.
—El hecho en sí de volar sería el propósito, prima —respondió—. No te preocupes, que nadie va a esperar nunca que la reina lo haga.
No, me quedará el honor de preparar y presidir los funerales
, le transmitió con la mente.
Un asomo de sonrisa alegró el rostro de Po.
—Es tu turno —le dijo a Bitterblue—. ¿Qué me has traído?
—Quería leer los nombres de esta lista contigo —contestó mientras sacudía la hoja abierta en una mano—. Así, si alguna vez te enteras de algo sobre cualquiera de esas personas, podrás decírmelo.
—Te escucho.
—Un tal lord Stanpost, que vive a dos días a caballo al sur de la ciudad, fue el que proporcionó más niñas a Leck, sacadas de su hacienda —empezó Bitterblue—. Una tal lady Capelina lo sigue de cerca en el segundo puesto, pero ya ha muerto. En la comarca central de Monmar, los ciudadanos se mueren de hambre en un burgo gobernado por un lord llamado Markam, que los grava con unos impuestos inhumanos. Hay otros pocos nombres de nobles aquí —Bitterblue los enumeró—, pero la mitad de ellos han muerto, Po, y no los conozco por los nombres ni sé nada más de ellos aparte de las estadísticas que me proporcionan mis consejeros.
—Tampoco a mí me resultan conocidos los nombres —dijo Po—. Pero haré algunas averiguaciones en cuanto me sea posible. ¿Con quién has compartido esa lista?
—Con el capitán Smit, de la guardia monmarda. Le he dicho que busco conexiones entre Runnemood y esos nombres, y también que intente descubrir si fue Runnemood el que arregló el asesinato de Ivan o solo planeó la falsa acusación contra Zaf.
—¿Ivan?
—El ingeniero de cuya muerte Runnemood acusó a Zaf. La he compartido también con mis espías, solo para ver si consiguen información que concuerde con la de Smit.
—¿Es que no te fías de él?
—Ya no estoy segura de en quién puedo confiar, Po —dijo Bitterblue con un suspiro—. Aunque es un alivio hablar con la guardia monmarda respecto a los asesinatos de los buscadores de la verdad y por fin contar con su ayuda.
—Dale también la lista a Giddon cuando regrese de Elestia. Lleva fuera casi tres semanas; tendría que regresar pronto.
—Sí, me fío de Giddon.
—Sí —convino Po tras una pausa, con una expresión algo melancólica.
—¿Qué ocurre, Po? —le preguntó en voz queda—. Sabes que te perdonará con el tiempo.
—Oh, Escarabajito —dijo Po con un resoplido—. Me aterroriza pensar que tengo que decírselo a mi padre y a mis hermanos. Se encolerizarán más aún que Giddon.
—Ummm. ¿Ya has tomado en serio la decisión de contárselo?
—No —contestó su primo—. Antes quiero discutirlo a fondo con Katsa.
Bitterblue se tomó unos instantes para controlar mejor todas las opiniones y ansiedades que sabía que le estaba transmitiendo, incluidas sus preocupaciones sobre cómo transcurriría esa conversación y por qué Katsa no había vuelto todavía si lo único que estaba haciendo era explorar un túnel en alguna parte.