Blasfemia (50 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

En el suelo vio un conejo quemado. Al empujarlo con el pie, el animal sufrió una convulsión y se quedó apoyado en el lomo, con los flancos subiendo y bajando, y los ojos dilatados de miedo.

—¡Doke! —gritó Eddy.

Después se preguntó: «¿Quién es Doke?».

—Ayúdame, Jesús —gimió. Se arrodilló, temblando, y levantó las manos unidas hacia el cielo. El humo se arremolinaba en torno a él. Tosió, con los ojos llorosos—. Ayúdame, Jesús.

Nada. Algo tronó en la lejanía. A la derecha, el parpadeo era cada vez más alto, como una garra de color naranja que rascaba el cielo. El suelo empezó a vibrar.

—¡Jesús! ¡Ayúdame!

Eddy rezaba con fervor, pero no respondió ninguna voz, ni una sola palabra; no oyó nada dentro de su cabeza.

—¡Sálvame, Señor Jesucristo! —rogó.

De pronto surgió otra forma en la oscuridad. Se levantó, abrumado de alivio.

—¡Estoy aquí, Jesús! ¡Ayúdame!

—Ya te veo —dijo una voz.

—¡Gracias, gracias! ¡En el nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo!

—Sí —asintió la voz.

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?

—Precioso… —dijo la figura que se cernía sobre él.

Eddy sollozaba de alivio. Volvió a toser con fuerza en su pañuelo hecho jirones, dejando una mancha de esputo negro. —Precioso… Te llevaré a un lugar precioso.

—¡Sí, por favor, sácame de aquí!

Eddy tendió las manos.

—Aquí debajo es tan bonito…

De pronto, el resplandor rojizo del fuego de la derecha se volvió más intenso, e irradió una luz espantosa en el espesor de la bruma. La figura, teñida de rojo mate, se acercó. Ahora Eddy veía su cara, el pañuelo en la cabeza, las largas trenzas sobre los hombros, una de ellas deshecha, los ojos oscuros y velados, la frente ancha…

¡Lorenzo!

—Tú… —Retrocedió—. Pero… si estás… muerto. Te vi morir.

—¿Morir? Los muertos nunca mueren. Ya lo sabes. Los muertos siguen viviendo, quemados y torturados por el Dios que los creó. El Dios del amor. Quemados por haber dudado de Él, por haber sentido confusión, titubeos o rebelión; atormentados por su Padre y Creador por no creer en Él. Ven… te lo enseñaré…

La figura tendió una mano, con una sonrisa atroz. Fue entonces cuando Eddy se fijó en la sangre; tenía la ropa empapada de sangre a partir del cuello hacia abajo, como si le hubieran remojado en ella.

—No… Apártate de mí… —Retrocedió—. Ayúdame, Jesús…

—Te ayudaré yo… Soy yo quien te guiará hasta ese lugar tan bueno y agradable…

Bajo los pies de Eddy el suelo tembló y se abrió, convertido bruscamente en unos altos hornos que rugían, resplandeciendo con un fulgor anaranjado. Eddy cayó y cayó en el horrible calor, el imposible calor…

Abrió la boca para gritar, pero no salió ningún sonido.

Ninguno en absoluto.

80

Lockwood echó un vistazo al gran reloj que estaba colgado detrás del presidente, en la pared de madera. Las ocho de la mañana. Ya había salido el sol, y la gente se iba a trabajar; el tráfico de la Beltway se movía con su acostumbrada velocidad de caracol.

Allí había estado él el día anterior, en un atasco de la Beltway, con el aire acondicionado a tope y escuchando la voz de Steve Inskeep por la Radio Pública Nacional.

Pero el mundo había cambiado.

La Guardia Nacional había aterrizado en Red Mesa a la hora estipulada, a las 4.45 de la madrugada, a unos cinco kilómetros del antiguo emplazamiento del
Isabella
, pero ya no era la misma misión. El asalto se había convertido en una operación de rescate: rescatar y evacuar heridos, y sacar los cadáveres esparcidos por Red Mesa. El fuego se había vuelto incontrolable. La mesa, que recorría una infinidad de vetas de carbón bituminoso, probablemente ardería durante un siglo, hasta que desapareciese la montaña.

El
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ya no existía. La máquina de los cuarenta mil millones de dólares era un amasijo de chatarra disperso en llamas, y lanzado al desierto por el precipicio.

El presidente entró en la sala de crisis. Todos se levantaron.

—Sentaos —gruñó, estampando unos papeles en la mesa antes de tomar asiento a su vez.

Había dormido dos horas, pero para lo único que había servido el breve descanso fue para empeorar su estado de ánimo.

—¿Estamos preparados? —preguntó.

Pulsó un botón de su sillón y apareció en el monitor el pulcro rostro del director del FBI; su pelo salpicado de canas se mantenía perfecto, y su traje seguía inmaculado.

—Ponnos al día, Jack.

—Sí, señor presidente. La situación está controlada.

Los labios del presidente se tensaron con escepticismo.

—Hemos evacuado la mesa. Estamos trasladando a los heridos a hospitales de la zona. Lamento decir que todo apunta a que nuestra Unidad de Rescate de Rehenes al completo ha perdido la vida en el conflicto.

—¿Y los científicos? —preguntó el presidente.

—El equipo científico parece haber desaparecido.

El presidente se llevó las manos a la cabeza.

—¿No sabemos nada de los científicos?

—Ni rastro. Puede que algunos escaparan por las antiguas minas en el momento del asalto, y es posible que les pillase la explosión, el fuego y el derrumbamiento de las minas. La opinión general es que no han sobrevivido.

El presidente seguía sujetándose la cabeza con las manos.

—Todavía no tenemos información sobre lo sucedido ni sobre cuál fue la razón de que el
Isabella
se quedara incomunicado. Es posible que estuviera relacionado con el ataque. No lo sabemos. Hemos sacado centenares de cadáveres, enteros y a trozos, muchos de ellos irreconocibles. Todavía estamos buscando el cadáver de Russell Eddy, el predicador con un grave trastorno mental que incitó por internet a toda esa gente. Quizá necesitemos semanas, o incluso meses, para localizar e identificar a todos los muertos. Algunos nunca aparecerán.

—¿Y Spates? —preguntó el presidente.

—Lo hemos detenido y le están interrogando. Me han informado de que colabora. También hemos detenido a Booker Crawley, del bufete de la calle K Crawley & Stratham.

—¿Del grupo de presión? —El presidente levantó la cabeza—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?

—Pagó en secreto a Spates para que predicara contra el Isabella, y de ese modo sacar más dinero a su cliente, la nación navajo.

El presidente sacudió la cabeza, atónito.

Galdone, el jefe de campaña, cambió la postura de sus muchos kilos. Parecía haber dormido con el traje azul puesto, y haber encerado su Buick con la corbata. Necesitaba un afeitado. «Un ser absolutamente odioso», pensó Lockwood. Se estaba preparando para hablar. Todos miraron su figura de oráculo.

—Señor presidente —dijo—, tenemos que dar una versión de los hechos. Mientras estamos aquí hablando, la columna de humo sobre el desierto sale en todos los informativos, y el país espera respuestas. Afortunadamente, el aislamiento de Red Mesa y nuestra rapidez en cerrar el espacio aereo y bloquear el acceso por carretera, han reducido al mínimo la presencia de la prensa, que no ha podido retransmitir los detalles más truculentos. Todavía podemos convertir este desastre en una historia a la medida del votante, que pueda granjearnos la aprobación pública.

—¿Cómo? —preguntó el presidente.

—Alguien tiene que pagar los platos rotos —dijo Lockwood sin rodeos.

Galdone le sonrió indulgentemente.

—Es cierto que cualquier historia necesita un malo, pero nosotros ya tenemos dos: Spates y Crawley, auténticos malos de película. Uno es un telepredicador putero e hipócrita, y el otro un representante de un grupo de presión, melifluo y maquinador. Por no hablar del loco de Eddy. No, lo que realmente necesitamos para esta historia es un héroe.

—De acuerdo, pero ¿quién es el héroe? —preguntó el presidente.

—Usted no puede ser, señor presidente. La opinión pública no lo creería. Tampoco puede ser el director del FBI, que ha perdido a su unidad. Ni nadie del Departamento de Energía, que son quienes metieron la pata con el
Isabella
desde el principio. Tampoco puede ser ninguno de los científicos, porque parece que están muertos. Ni un funcionario político, como Roger Morton o yo. Eso no se lo creería nadie.

Los ojos inquietos de Galdone se detuvieron en Lockwood.

—Hay una persona que se dio cuenta del problema antes que nadie: usted, Lockwood. Un hombre de gran sabiduría y clarividencia, que actuó con decisión para corregir un problema que solo vieron venir usted y el presidente. Todos los demás estaban en babia: el Congreso, el FBI, el Departamento de Energía, yo, Roger… Todos. Usted ha sido decisivo en todo el desarrollo de los hechos. Sensato, informado, confidente de los científicos martirizados… Ha sido crucial para solucionar la situación.

—Gordon —atajó el presidente con incredulidad—, hemos hecho explosionar una montaña.

—¡Pero ha abordado las consecuencias estupendamente! —dijo Galdone—. Señores, el desastre del
Isabella
no ha sido un Katrina que se ha arrastrado durante meses. Señor presidente, usted y Lockwood han matado o encerrado a los malos, y han puesto orden en la catástrofe. ¡Todo en una noche! La mesa está controlada por la Guardia Nacional.

—¿Controlada? —le interrumpió el presidente—. Si parece la cara oculta de la luna…

—Está controlada. —La voz de Galdone se impuso a la del presidente—. Todo ello gracias a su firmeza y a su capacidad de decisión, señor presidente, y al respaldo inestimable y fundamental de su asesor científico y hombre de confianza, elegido por usted personalmente: el doctor Stanton Lockwood.

La mirada de Galdone se posó en Lockwood.

—Ya tienen la historia, señores. No la olvidemos. —Ladeó la cabeza, abultando todavía con más pliegues su grueso cuello, y miró a Lockwood—. Stan, ¿estás preparado?

Lockwood se dio cuenta de que por fin había llegado. Ya era uno de ellos.

—Totalmente —dijo, y sonrió.

81

A mediodía, Ford y el grupo de jinetes salieron de los enebros y cruzaron los pastos de una pequeña granja navajo. Después de diez horas a caballo, Ford tenía todo el cuerpo magullado; le dolían las costillas rotas, y su cabeza estaba a punto de estallar; también un ojo tan hinchado que no podía abrirlo, y los dientes de delante descascarillados.

La casa de la hermana de Begay era un remanso de paz y tranquilidad: una cabaña de troncos, con cortinas rojas, al lado de un grupo de álamos muy recios, justo a la orilla de Laguna Creek. Detrás de la cabaña, la hermana tenía una vieja caravana Airstream, con la chapa de aluminio pelada por el viento, el sol y la arena. Un rebaño de ovejas se agitaba y balaba en un redil, y en un corral bufaba y piafaba un caballo. También había dos campos de maíz regados, separados con una alambrada de cuatro alambres, y un depósito de agua para los animales, con una bomba de viento que crujía alegremente con la fuerte brisa. Por el lado del depósito, una escalera de madera desgastada por la intemperie daba acceso a un trampolín. Había dos camionetas aparcadas en la sombra. Por las ventanas de la cabaña se oía una emisora de música country.

Desmontaron en silencio, exhaustos, y cepillaron los caballos. Una mujer con pantalones vaqueros, delgada, con el pelo largo y negro, salió de la caravana y abrazó a Begay.

—Mi hermana, Regina —dijo él, presentándosela a los demás. Ella les ayudó con los caballos.

—Necesitan un buen baño —dijo—. Usaremos el depósito. Primero las señoras, y después los caballeros. Cuando me ha llamado Nelson he buscado ropa limpia. Está a punto en la caravana. No se quejen si no es de su talla. He oído que en Cow Springs vuelve a estar abierta la carretera, así que Nelson y yo les llevaremos en coche a Flagstaff en cuanto se haya puesto el sol.

Les miró muy seria, como si nunca hubiera visto a nadie en tan pésimo estado, lo cual era perfectamente posible.

—Comeremos dentro una hora.

Durante todo el día habían volado helicópteros que iban o volvían de la mesa incendiada. Pasó uno. Regina lo miró con una mueca.

—¿Dónde estaban cuando hacían falta?

Después de comer, Ford y Kate se sentaron a la sombra de un álamo, detrás de los corrales, y vieron pacer a los caballos. El arroyo corría perezosamente por su lecho de piedras. El sol estaba bajo. Al sur, Ford vio la columna de humo que subía de Red Mesa, un pilar negro y torcido que se iba ampliando hasta cubrir la atmósfera con un manto marrón que se extendía por todo el horizonte.

Se quedaron mucho rato sin hablar. Era el primer momento que pasaban a solas.

Ford rodeó con un brazo la espalda de Kate.

—¿Cómo estás?

Kate sacudió la cabeza sin decir nada, pasándose un pañuelo limpio por los ojos. Permanecieron un buen rato sentados a la sombra sin hablar, mientras zumbaban las abejas, que volaban hacia las colmenas del final del campo. Los demás científicos estaban en la cabaña escuchando la radio, que emitía continuamente noticias sobre el desastre. El aire plácido llevó hasta ellos la voz débil y metálica del presentador.

—Somos los muertos de los que más se habla en todo el país —dijo Ford—. Quizá deberíamos habernos entregado a la Guardia Nacional.

—No podemos fiarnos de ellos, ya lo sabes —le recordó Kate—. Pero se enterarán de la verdad cuando lleguemos a Flagstaff, como el resto del país. —Levantó la cabeza, se secó los ojos y metió una mano en el bolsillo. Sacó un fajo sucio de papel de impresora—. Cuando enseñemos esto al mundo.

Ford se lo quedó mirando con cara de sorpresa.

—¿De dónde lo has sacado?

—Me lo dio Gregory cuando le abracé. —Kate lo desdobló y lo alisó sobre su rodilla—. Las palabras de Dios, impresas.

Ford no sabía cómo empezar a contarle lo que llevaba varias horas ensayando mentalmente. Optó por hacer una pregunta.

—¿Qué harás con esto?

—Tenemos que hacerlo público, contar nuestra historia. El mundo tiene que saberlo. Wyman, cuando lleguemos a Flagstaff organizaremos una rueda de prensa, para anunciarlo. Según la ra-dio, todos nos dan por muertos. Ahora mismo la atención mundial está pendiente de lo que ocurre en Red Mesa. Piensa en el impacto que tendrá.

Su hermosa cara, tan cansada y magullada, nunca había parecido tan llena de vida. —Anunciar… ¿qué? Le miró como si se hubiera vuelto loco.

—Lo que ha pasado. El descubrimiento científico de… —Solo titubeó un momento antes de pronunciar la palabra, que dijo con gran convicción—. Dios.

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