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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (22 page)

—Usted no debe disparar este cañón, señor. Debe arriar la bandera.

CAPÍTULO 6

A las ocho menos cinco Jack Aubrey cruzaba apresuradamente el patio de adoquines del Almirantazgo bajo la monótona lluvia, perseguido por la voz del cochero que le había llevado.

—¡Cuatro peniques! ¿Y usted se considera un caballero? Es usted un condenado marino con media paga que no tiene vergüenza.

Jack se encogió de hombros y, esquivando el chorro del canalón, entró rápidamente en el vestíbulo, atravesó la sala de espera principal y siguió hasta la pequeña oficina llamada «Sala del contramaestre», donde estaba citado nada menos que con el
First Lord.
La chimenea estaba empezando a tirar; se oía el agradable crepitar del fuego, cuyas rojas lenguas atravesaban el humo color ocre que subía en espiral y se unía fuera con la niebla también ocre. Él se detuvo de espaldas a la chimenea, mirando la lluvia y secándose el uniforme, el mejor que tenía, con un pañuelo. Bajo el poco iluminado arco de Whitehall pasaban algunas figuras, civiles con paraguas y oficiales expuestos a los elementos; creyó reconocer a dos o tres —sin duda, uno de ellos era Brand, del
Implacable—
pero estaba demasiado ocupado con el espeso barro que le cubría las hebillas de los zapatos para dedicarles mucha atención.

Estaba muy nervioso —cualquier marino que estuviera esperando para ver al
First Lord
estaría nervioso—, aunque pensaba menos en la futura entrevista que en obtener el mayor servicio de un simple pañuelo y en hacer consideraciones sobre la pobreza. Pensaba que ésta era una vieja conocida, casi una amiga, un estado más natural para un oficial de marina que la riqueza, pero le gustaba la riqueza, le encantaría volver a ser rico; sin embargo, así ya no tendría la satisfacción de haber podido arreglárselas, ni tampoco la sensación de triunfo al encontrar una guinea en el bolsillo de un viejo abrigo, ni la enorme tensión al darle la vuelta a una carta de la baraja. Había tenido que tomar un coche de alquiler porque el barro le llegaba hasta los tobillos y soplaba un condenado viento del suroeste; además, los buenos uniformes no crecían en los árboles, ni tampoco las medias de seda.

—Capitán Aubrey, señor —dijo el funcionario—, Su Señoría va a recibirlo ahora.

—¡Capitán Aubrey! ¡Qué alegría verle! —dijo lord Melville—. ¿Cómo está su padre?

—Muy bien, señor, gracias. Está encantado con el resultado de las elecciones, como todos nosotros. Pero le ruego que me perdone, milord, por no estar al corriente de todo. Quisiera felicitarle muy sinceramente por haber sido nombrado par.

—Es usted muy amable, muy amable —dijo lord Melville.

Luego Jack le preguntó cortésmente por lady Melville y Robert. Y él, tras responder a sus preguntas, continuó:

—Así que su viaje de vuelta a casa ha sido agitado.

—En efecto, milord —dijo Jack—. Pero me asombra que usted lo sepa.

—Es que ha salido en el periódico. Se publicó una carta de una pasajera a su familia, describiendo la captura y la recuperación del barco de la Compañía de Indias. Ella menciona su nombre; dice cosas estupendas de usted. Sibbald me la enseñó.

Esa condenada joven, esa Lamb, seguramente había mandado la carta con el guardacostas. ¡Y él se había apresurado a dejar Plymouth, con dinero prestado, sin saber que llegaría a un Londres lleno de policías alertados que le esperaban para arrestarle por no pagar las deudas, deseosos de encerrarlo en Fleet o Marshalsea
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para que se pudriera allí mientras la guerra continuaba, perdiendo así todas las oportunidades! Había conocido a muchos oficiales —Baines, Serocold…—cuyas carreras habían sido arruinadas por un policía. ¡Y él había estado pavoneándose por la ciudad vestido como si fuera el cumpleaños del Rey, con tantos alguaciles que podían reconocerlo! Al pensarlo sintió náuseas y escalofríos, y balbuceó:

—… muy asombrado… cogí una silla de posta en Plymouth y no pasé más de un par de horas en casa de mi padre… pensé que llegaría antes que las noticias.

Sin embargo, sus palabras debían de tener suficiente sentido, porque lord Melville le dijo con su acento escocés:

—Estoy seguro de que usted no escatimó esfuerzos. Pero me gustaría que hubiera venido mucho antes, semanas e incluso meses antes, cuando aún no se habían acabado los mejores navíos. Me hubiera gustado hacer algo por usted; al principio de la guerra había muchos mandos disponibles. Me ocuparé enseguida del asunto de su ascenso, como se me ha solicitado, pero no puedo darle esperanzas de que conseguirá un navío. No obstante, hay alguna posibilidad de entrar en el Servicio de defensa de puertos o en el Servicio de leva, ya que estamos ampliando ambos y se necesitan hombres activos y con empuje.

También, dado que éstos eran puestos en tierra, se necesitaban hombres solventes, amantes de las comodidades, sin ambición o cansados del mar, deseosos de cuidar de una especie de milicia de pescadores u ocuparse de la odiosa tarea del reclutamiento forzoso. Estaba claro que sería ahora o nunca, todo o nada. Una vez que aquel hombre de facciones duras, sentado al otro lado del escritorio, le hiciera una oferta en firme de un puesto en tierra, él ya no podría cambiar.

—Milord, me gustaría tener uno de los mejores navíos, un navío de línea, como a cualquier otro hombre —dijo Jack respetuosamente con toda la fuerza y la energía que pudo—, pero si tuviera cuatro trozos de madera que pudieran flotar, me sentiría feliz, muy feliz de navegar en ellos y realizar cualquier servicio en cualquier puerto del mundo como capitán o con cualquier otro cargo. He estado navegando desde que tenía catorce años, señor, y nunca he rechazado ninguna misión que Sus Señorías hayan tenido a bien encomendarme. Me atrevo a asegurarle que no lamentará su decisión, señor. Lo que deseo es estar de nuevo en la mar.

—¡Oh! —dijo lord Melville con expresión meditabunda, fijando en Jack su mirada gris—. ¿Entonces no pone usted ninguna condición? Sus amigos han insistido mucho en que usted fuera nombrado capitán de navío por su combate con el
Cacafuego.

—Ninguna en absoluto, milord —dijo Jack, y luego guardó silencio. Sintió deseos de contarle que la última vez que había estado en esa habitación se le había ocurrido usar la inadecuada palabra «petición»; sin embargo, lo pensó mejor y siguió guardando silencio, con una mirada seria y atenta que pudo mantener más fácilmente que un año atrás, a pesar de que sentía por Saint Vincent un respeto mucho mayor que el que podía sentir por un civil.

—Bien —dijo el
First Lord
después de una pausa—. Pero no puedo prometerle nada. Usted no tiene idea del número de solicitudes, de los intereses que hay en juego, que deben considerarse…aunque puede haber una remota posibilidad… Venga a verme la próxima semana. Entretanto me ocuparé de ese asunto del ascenso, aunque la lista de capitanes de navío, desgraciadamente, está sobrecargada; y también analizaré las posibilidades. Venga a verme el miércoles. Pero escúcheme bien, si logro encontrarle algo no será un navío de los mejores; eso es lo único que puedo prometerle. Y esto no supone en absoluto un compromiso por mi parte.

Jack se puso de pie y agradeció a Su Señoría que hubiera tenido la bondad de recibirlo. Lord Melville le dijo en un tono informal:

—Probablemente nos veamos en casa de lady Keith esta noche. Si tengo tiempo pasaré por allí.

—Me gustaría muchísimo, milord —dijo Jack.

—Tenga usted muy buenos días —dijo lord Melville, tocando una campanilla y mirando ansioso a la puerta interior.

—Parece usted muy alegre, señor —dijo el conserje, escrutando el rostro de Jack con sus ojos cansados y enrojecidos.

«Muy alegre» era una exageración; «moderadamente satisfecho» era más exacto. Pero de todos modos, tenía una expresión completamente diferente a la de un oficial que hubiera recibido una rotunda negativa.

—Sí que lo estoy, Tom —dijo Jack—. He ido andando esta mañana desde Hampstead hasta Seven Dials. No hay nada como un paseo matutino para entonarse uno.

—¿Ha conseguido algún barco, señor? —preguntó Tom.

Esa historia del paseo matutino no le convencía. Era un viejo astuto y amistoso; conocía a Jack desde antes de que se afeitara por primera vez, como a casi todos los oficiales de la Armada con un cargo inferior a almirante, y tenía derecho a una propina si se conseguía algún barco cuando estaba de servicio.

—No, no exactamente, Tom —dijo Jack.

Miraba con atención hacia el exterior del vestíbulo y la sala; una multitud empapada cruzaba de un lado a otro frente a Whitehall. Las agitadas aguas del Canal estarían llenas de barcos; ¿y cuántos cruceros, barcos corsarios y quechemarines se esconderían entre ellos? ¿Cuántos escollos estarían ocultos? ¿Cuántos malvados?

—No —repitió—. Pero te diré una cosa, Tom: he salido sin mi capa y sin dinero. ¿Puedes llamar un coche y prestarme media guinea?

Tom no se había formado ninguna idea sobre la capacidad de juicio y las dotes administrativas de los oficiales de marina en tierra; no le sorprendió que Jack hubiera salido sin las cosas más corrientes y necesarias en la vida. Leía en la expresión de Jack que iba a conseguir algo; y si éste entraba en el Servicio de defensa de puertos tendría que acudir a otra docena de citas, incluso aunque no le nombraran capitán de navío. Le dio la pequeña moneda en secreto, con una expresiva mirada, y llamó un coche.

Jack se hundió en el coche con el sombrero calado hasta la nariz y se acurrucó en una esquina, mirando furtivamente a través de los cristales llenos de barro. Su figura, extrañamente deformada, llamaba la atención y daba lugar a comentarios cada vez que el caballo dejaba de ir al trote y andaba a paso más lento. Todos los hombres corpulentos le parecían alguaciles, y al verlos pensaba: «Condenado atajo de bastardos. ¡Dios mío, qué vida! ¡Tener que esconder siempre la cabeza bajo el ala! ¡Qué vida!». Pasaban por su lado hombres de rostro taciturno, apresurándose hacia sus deprimentes trabajos, formando una masa gris. Iban mojados, con frío, ansiosos, abriéndose paso a codazos y empujones, como en un horrible sueño, y la presencia entre ellos de alguna que otra dependienta o sirvienta hacía todo aquello más desgarrador y patético.

Un convoy de carros de heno bajaba por el camino de Hampstead, conducido por campesinos que llevaban largos látigos. Tanto los látigos como las colas y las crines de los caballos y los guardapolvos de los campesinos estaban adornados con cintas, y en la penumbra resaltaban las mofletudas caras de éstos, rojas y resplandecientes. Jack recordó una cita que había aprendido en sus lejanos años de colegio:
O fortunatos nimium, sua si bona norint, agricolas.
Luego pensó: «¡Vaya, qué frase tan buena! ¡Cuánto me gustaría que Stephen hubiera estado aquí para que la escuchara! Pero tendré la satisfacción de decírsela dentro de poco». Iba a tener mucho tiempo para decírsela, pues por la tarde deberían volver por aquel mismo camino para ir a la recepción que ofrecía Queenie, y probablemente tendrían la oportunidad de ver a algunos campesinos entre tanta gente digna de compasión.

* * *

—¿Quieres hablarme de tu entrevista ahora? —dijo Stephen, dejando a un lado su informe y mirando a Jack con tanta atención como el viejo conserje.

—No estuvo muy mal. Y después de haber tenido tiempo de pensar en ella detenidamente, me parece que no estuvo mal en absoluto. Creo que me ascenderán o me darán un barco, una cosa o la otra. Si me nombran capitán de navío, siempre existe la posibilidad, con el tiempo, de conseguir un navío o algún mando como suplente; y si me dan una corbeta, bueno, allá voy.

—¿Qué es un mando como suplente?

—Cuando un capitán de navío está enfermo o desea permanecer en tierra durante un tiempo —esto ocurre a menudo cuando son pares o miembros del Parlamento—, el mando de su navío, durante el tiempo establecido, se le da a otro capitán de navío con media paga. ¿Quieres que te cuente la entrevista desde el principio?

—Sí, por favor.

—Empezó muy bien. El
First Lord
dijo que se alegraba de verme. Ningún otro
First Lord
antes que él se había alegrado de verme o, al menos, todos se las habían arreglado para contener su alegría. ¿Queda café en esa cafetera, Stephen?

—No. Pero podrás tomarte una cerveza dentro de poco; son casi las dos.

—Bueno, empezó muy bien, pero luego cambió de la forma más horrible que pueda imaginarse. Él puso una expresión triste y me dijo que era una lástima que hubiera llegado tan tarde porque «le habría gustado hacer algo por mí». Me sentí descorazonado cuando me habló del Servicio de defensa de puertos y el Servicio de leva, y comprendí que debía cortarle antes de que me hiciera una oferta concreta.

—¿Por qué?

—Porque no sería posible rechazarla. Si uno rechaza un barco porque no le parece adecuado —por ejemplo, porque está en el puerto militar de las Antillas y a uno no le gusta el jurel, el pescado que comen allí— uno queda marcado con una cruz y nunca puede volver a conseguir un nombramiento. A ellos no les gusta que uno escoja. El bien de la Armada debe ser lo primero, dicen; y tienen toda la razón. Además, no podía decirle que odio el Servicio de guardacostas y el Servicio de leva y que, en cualquier caso, aceptando cualquiera de los dos no podría evitar que me metieran en la cárcel.

—¿Así que pudiste evadir la oferta?

—Sí. Renuncié a mi petición de ascenso y le dije que cualquier cosa que flotara sería buena para mí. No expresé esto con demasiadas palabras, pero él lo entendió enseguida, y después de unos instantes de reflexión y vacilación habló de una «remota posibilidad» y me dijo que volviera la próxima semana. También se ocupará del asunto de mi ascenso. Aunque no existe ningún compromiso por su parte, debo ir a verlo de nuevo la próxima semana. Viniendo de un hombre como lord Melville, esto me parece muy bueno.

—A mí también, querido amigo —dijo Stephen con la mayor convicción que pudo, una gran convicción, porque también había tratado asuntos con el caballero en cuestión en años anteriores, cuando éste era el jefe de los fondos secretos—. A mí también. Ahora comamos y bebamos y pongámonos alegres. Hay salchichas en el escritorio y cerveza en la jarra verde. Yo me regalaré con una tostada con queso.

Los corsarios franceses le habían quitado su reloj Bréguet, así como la mayoría de su ropa, sus instrumentos y sus libros, pero su estómago era tan exacto como un reloj. Y cuando se sentaron a la pequeña mesa junto al fuego para comer, el reloj de la iglesia dio la hora. La tripulación del veloz
Bellone
también le había quitado el dinero que traía de España —que era lo más importante, lo más preciado para él y para Jack— y desde que habían desembarcado en Plymouth estaban viviendo del dinero conseguido con una letra que el padre de Jack había negociado laboriosamente mientras ellos esperaban en sus caballos. Y tenían la esperanza de poder descontar otra girada a nombre de un comerciante de Barcelona llamado Mendoza, poco conocido en la bolsa de Londres.

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