Capitán de navío (23 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Ahora se alojaban en una casa de campo, con postigos verdes y una madreselva encima de la puerta, que estaba en un lugar idílico —idílico sólo en verano— cerca de Heath
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. Cuidaban de sí mismos y vivían con mucha economía; y no había mayor prueba de su amistad que la armonía que aún existía entre los dos a pesar de sus hábitos domésticos tan diferentes. En opinión de Jack, Stephen no estaba muy lejos de ser un marrano; sobre su mesa se amontonaban papeles, pedazos de pan viejo untados de ajo, navajas de afeitar y ropa interior mugrienta. Y por la apariencia de su peluca canosa que servía ahora de cubretetera al cazo de la leche, estaba claro que había desayunado mermelada.

Jack se quitó la chaqueta, se ató un delantal a la cintura, cubriéndose los calzones y llevó los platos a la trascocina.

—Mi plato y mi taza pueden usarse otra vez —dijo Stephen desde el otro lado de la puerta— porque los he soplado. Jack, quisiera que dejaras ese cazo de leche. Está muy limpio. ¿Hay algo más limpio y más sano que la leche caliente? ¿Quieres que seque yo?

—¡No, no! —dijo Jack, que había visto cómo lo hacía—. No hay espacio… ya casi he terminado. Ocúpate tú del fuego, ¿quieres?

—Podríamos tocar algo de música —dijo Stephen—. El piano de tu amigo tiene un tono tolerable y he encontrado una flauta travesera. ¿Qué estás haciendo ahora?

—Fregando la cocina. En cinco minutos ya estoy contigo.

—Te pareces a Noé en medio del diluvio. Tu constante atención a la limpieza y tu enorme preocupación por la suciedad —dijo Stephen junto al fuego, moviendo la cabeza de un lado a otro— tienen algo de superstición brahmánica. No están muy lejos de convertirse en algo peligroso, en una psicosis.

—Eso me preocupa. ¿Es acaso contagioso? —dijo, con una mirada alegre y maliciosa que su amigo no vio. Luego fue hasta la puerta y se detuvo con el delantal bajo el brazo—. Y bien, señor, ¿dónde está su flauta? ¿Qué vamos a tocar?

Se sentó al pequeño piano cuadrado y desplazando sus dedos de un lado a otro cantó:

Esos españoles unos cerdos son,

dueños quisieran ser de Gibraltar y Puerto Mahón.

Y luego continuó:

—Por supuesto que querrían ser sus dueños. De Gibraltar, quiero decir.

Pasó de una melodía a otra con un abstracto rasgueo, mientras Stephen le acompañaba con el suave sonido de la flauta; y finalmente, de ese rasgueo emergió el adagio de la sonata de Hummel.

Stephen, escuchando un pasaje mal ejecutado, se preguntó: «¿Será su sencillez la que le hace tocar así? Juraría que sabe lo que es la música; le da más valor a la música que a casi todas las demás cosas. Pero ahí está, tocando esto con la suavidad de la mantequilla, como en broma. ¡Jesús, María y José! Y una inversión será peor… Es peor… una indulgencia sentimental. Se esmera, tiene buena voluntad y aplicación, y a pesar de todo no puede hacer salir de su violín nada original, excepto por equivocación. En el piano es peor, pues las notas son más marcadas. Al oírlo, cualquiera diría que es una mujer la que toca, una mujer de doscientas veinticinco libras. Su rostro, sin embargo, no expresa otro sentimiento que el sufrimiento. Creo que está sufriendo mucho. La forma en que toca se parece mucho a la de Sophia. ¿Se dará cuenta de esto? ¿Será consciente de que la está imitando? No sé; de todos modos, sus estilos son muy parecidos, es decir, su falta de estilo. Tal vez es desconfianza, la sensación de que
ellos
no pueden pasar de unos límites modestos. Ellos se parecen mucho. Y puesto que Jack, sabiendo lo que es realmente la música, puede tocar como un simplón, es posible que Sophia, tocando como una mentecata… Tal vez la juzgo mal. Tal vez su caso sea como el del hombre dotado de auténtica vena poética que sólo se manifiesta cuando vuelven a florecer los prados; será una cuestión de canales bloqueados. ¡Dios mío! Está tremendamente emocionado. ¡Cuánto me gustaría que no llegara a derramar esas lágrimas! Es una gran persona, le quiero mucho; pero es un inglés, ni más ni menos… emocional y lacrimoso».

—¡Jack, Jack! —gritó—. Te has equivocado en la segunda variación.

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó nerviosamente—. ¿Por qué me interrumpes, Stephen?

—Escucha. Es así —dijo Stephen, inclinándose hacia él mientras tocaba.

—No, no lo es —dijo Jack—. Yo la había tocado bien.

Comenzó a pasearse por la habitación, llenándola con su enorme figura, que ahora parecía agrandada por la emoción. Miraba a Stephen de un modo extraño, pero después de uno o dos paseos más le sonrió y le dijo:

—¡Vamos! Improvisemos como cuando estábamos cerca de Creta. ¿Con qué melodía empezamos?

—¿Te sabes
Día de san Patricio
?

—¿Cómo es? (Stephen la tocó.) ¡Ah, esa! Desde luego que la conozco, pero nosotros le llamamos
Bacon con verduras.

—Me niego a interpretar
Bacon con verduras.
Empecemos con
El fantasma del calcetero
y ya veremos adonde llegamos.

Las notas se entrelazaban; una balada y sus variaciones llevaban a otra. El piano daba la pauta a la flauta y luego a la inversa. A veces ellos también cantaban las canciones que se repetían en el castillo y que habían oído tan a menudo en la mar.

Venid valientes marineros que trabajáis en cubierta con afán

escuchad esta historia verdadera que os quiero contar

sobre el Litchfield que naufragó

frente la costa berberisca cuando el día comenzó.

—Ya apenas hay luz —dijo Stephen, apartando la flauta de los labios.

—Frente a la costa berberisca cuando el día comenzó
—cantó Jack de nuevo y miró por la ventana—. ¡Oh, la luz es mortecina! Sin embargo, la lluvia ha cesado, gracias a Dios. El viento ha rolado al este… un poco al noreste. Tendremos un paseo seco.

—¿Dónde vamos?

—A la fiesta de Queeney, desde luego. De lady Keith —dijo Jack, y Stephen miró dubitativo su chaqueta—. Tu chaqueta se verá muy bien a la luz de las velas, y mejor aún cuando el botón del medio esté cosido. Quítatela y pásame ese costurero. Lo haré muy rápidamente, mientras te pones una corbata y un par de medias… de seda, claro. Queenie me dio este costurero la primera vez que me hice a la mar.

Pasó el hilo varias veces por la base del botón y luego lo cortó con los dientes cerca de la tela. Entonces continuó:

—Ahora retocaremos tu peluca; un poco de harina y estará a la moda. Ahora te cepillaré la chaqueta… Espléndido. Estás bien arreglado para asistir a una recepción, te doy mi palabra de honor.

—¿Por qué te pones esa horrorosa capa?

—¡Dios mío! —gritó Jack, poniéndole a Stephen la mano en el pecho—. No te lo había dicho. Una de las señoritas Lamb escribió a su familia una carta en la que menciona mi nombre, y fue publicada en el periódico. Y ese cabrón del gobernador habrá mandado a sus hombres tras de mí. Tengo que taparme la boca y bajarme el sombrero; y tal vez tengamos que alquilar un coche cuando entremos a la ciudad.

—¿Tienes que ir? ¿Merece la pena correr el riesgo de que te lleven al Tribunal Supremo y te metan en prisión por una noche de diversión?

—Sí. Lord Melville estará allí; y tengo que ver a Queenie. Aunque no la quisiera tanto, iría porque debo tener en cuenta mis intereses navales, y allí estarán el almirante y media docena más de hombres importantes. Vamos, puedo contarte las cosas mientras andamos. La tarta de la fiesta es excelente también.

—He oído el chillido de un pipistrelo. ¡Escucha! ¡No te muevas! Ahí está otra vez. Es prodigioso encontrarlo ahora que el año está tan avanzado.

—¿Significa eso buena suerte? —preguntó Jack, aguzando el oído para escuchar el sonido—. Un buen presagio, me parece. Pero, ¿podemos continuar ahora? ¿Podemos ganar un poco de velocidad y avanzar?

Llegaron a la calle Upper Brook, que estaba rebosante. Entre faroles y antorchas había una marea de coches esperando dejar pasajeros en el número tres y otra a contracorriente que intentaba pasar al número ocho, donde la señora Damer recibía a sus amigos. Una densa multitud se agolpaba en las aceras para ver a los invitados y hacer comentarios sobre sus vestidos, y niños descalzos abrían solícitos las puertas de los coches o se subían de un salto a la parte trasera o pasaban corriendo y gritando entre los caballos por diversión, para huir del horrible tedio, la ansiedad y el desánimo. Jack quería pasar directamente del coche a la escalinata, pero en la entrada, apiñados como abejas en un panal e impidiendo el paso, había montones de tontos que habían llegado a pie o habían bajado de sus coches en la esquina de la plaza Grosvenor.

Se sentó al borde del asiento, buscando con la mirada un hueco entre ellos. El arresto por no pagar las deudas era muy corriente; él lo sabía muy bien, y tenía varios amigos que habían sido encarcelados y desde la prisión lanzaban lastimeras quejas. No obstante, nunca lo había experimentado personalmente, y su conocimiento del proceso y de la ley era superficial. Los domingos eran días seguros, no le cabía duda, y quizás también el cumpleaños del Rey. Sabía que los pares no podían ser arrestados y que algunos lugares, como los distritos de Savoy y Whitefriars, eran como santuarios; esperaba que la casa de lord Keith tuviera las mismas cualidades de éstos. Miraba fijamente, con ansiedad, hacia la puerta abierta y las luces del interior.

—Vamos, señor gobernador —dijo el cochero.

—Cuidado con el estribo, Señoría —dijo un chico, sujetando la puerta.

—¡Vamos, mueve el trasero! —gritó el cochero que estaba detrás—. No te quedes plantado como un árbol.

Jack no pudo evitarlo. Bajó y se quedó en la acera junto a Stephen, entre la multitud que apenas se movía, subiéndose la capa para cubrirse más la cara.

—Es el emperador de Marruecos —dijo una prostituta rubia pintarrajeada.

—Es el gigante polaco de Astley.

—Enséñanos la cara, guapo.

—Levanta la cabeza, amigo.

Unos pensaban que era un extranjero, un cerdo francés o un turco; otros que era el poeta Moore o mamá Shipton con disfraz. Se dirigió hacia la entrada iluminada caminando con dificultad, y al sentir una mano posarse en su hombro se volvió con gran ferocidad, algo que agradó a la multitud más que cualquier otra cosa que había visto hasta entonces, a excepción de la caída de la señorita Rankin, que al pisarse las enaguas quedó tumbada en el suelo cuan larga era.

—¡Aubrey! Jack Aubrey! —exclamó Dundas, su viejo compañero de tripulación Heneage Dundas—. Enseguida te reconocí de espaldas; te habría reconocido en cualquier parte. ¿Cómo estás? Parece que tienes fiebre. Doctor Maturin, ¿cómo está usted? ¿Van a entrar aquí? Yo también. ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo te va, Jack?

A Dundas le habían ascendido recientemente a capitán de navío al mando del
Franchise,
de treinta y seis cañones; se sentía contento por todo, y con su charla alegre y animada fue llevándoles por la acera y escaleras arriba hasta el vestíbulo.

Era una recepción eminentemente naval, pero lady Keith también solía invitar a políticos y era amiga de muchas personas interesantes. Jack dejó a Stephen conversando con un caballero que había descubierto el boro adamantino, atravesó el enorme comedor y la galería, en la que había menos gente, y llegó hasta una habitación abovedada donde estaba preparado el bufet; había vino de Constanza, pastelillos de carne, tartas, más vino de Constanza. Allí le encontró lady Keith, quien venía acompañada de un hombre robusto con una chaqueta azul claro de botones plateados.

—Jack, querido, quiero presentarte al señor Canning. El capitán Aubrey, de la Armada.

A Jack le gustó el aspecto de aquel hombre inmediatamente, y mientras cruzaban las primeras fórmulas de cortesía carentes de significado, ese sentimiento se intensificó. Canning era ancho de espaldas, y aunque no era tan alto como Jack, por el modo de erguir la cabeza, adelantando la barbilla, y de inclinar la espalda, parecía más corpulento y más fuerte. Dejaba al descubierto su propio pelo o, mejor dicho, lo le quedaba de él, pues a pesar de tener sólo treinta y tantos años tenía una brillante calva rodeada de pequeños rizos que le asemejaba a un emperador romano gordo y jovial. Su rostro tenía una expresión benévola y alegre que, sin embargo, dejaba traslucir una enorme fuerza latente, y Jack, mientras le recomendaba con buena voluntad «uno de estos deliciosos pastelitos» y un vaso de vino de Constanza, pensaba que era un tipo duro para enfrentarse con él.

El señor Canning era un comerciante de Bristol. Cuando Jack se enteró de esto se sorprendió mucho, pues nunca había conocido a un comerciante que no estuviera relacionado con sus negocios. Conocía a algunos banqueros y asesores financieros, y le parecían criaturas débiles e insensibles, pertenecientes a un orden inferior; pero era imposible sentirse superior al señor Canning.

—Estoy contentísimo de haber podido conocerle, capitán Aubrey —dijo Canning, y rápidamente se comió dos pastelillos más—, porque desde hace años oigo hablar de usted con admiración, y ayer mismo leí algunas cosas sobre usted en el periódico. En 1801 le escribí una carta para expresarle lo que opinaba de su combate contra el
Cacafuego
y estuve a punto de enviársela; en verdad, se la habría mandado si le hubiera conocido de vista o hubiéramos tenido un amigo común, pero puesto que yo era un perfecto extraño, me parecía un enorme atrevimiento hacerlo. Y, después de todo, ¿qué valor iban a tener mis elogios si eran sólo fruto de la admiración de un ignorante?

Jack le expresó su agradecimiento.

—Muy amable… La tripulación era excelente… El capitán español dispuso a sus hombres de manera desacertada.

—Sin embargo, tal vez no sea tan ignorante —siguió Canning—. He armado algunos barcos corsarios en la pasada guerra y navegué a bordo de ellos en dos ocasiones, una hasta Goree y otra hasta Bermudas, así que tengo al menos una ligera idea de lo que es la mar. No hay comparación posible, desde luego, pero al menos puedo hacerme una ligera idea de lo que es una batalla.

—¿Ha servido usted en la Marina, señor? —preguntó Jack.

—¿Yo? ¡Oh, no! Soy judío —dijo Canning con una mirada muy alegre.

—¡Oh! —dijo Jack.

Se volvió para sacudirse la nariz. Entonces vio a lord Melville, que le miraba desde el umbral de la puerta, y saludándole con una inclinación de cabeza le dijo:

—Buenas noches.

—En esta guerra he armado siete, y el octavo está en los astilleros. Esto me hace recordar el
Bellone,
de Burdeos, que capturó dos de mis barcos mercantes cuando estalló la guerra y, además, mi mejor barco corsario, de dieciocho cañones de doce, antes de apresarles a ustedes y al barco de la Compañía de Indias. Tiene excelentes características para la navegación, ¿verdad?

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