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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (31 page)

—¡Trufas! —exclamó Stephen, atareado con el monumental pastel, el plato especial de la señora Pullings, su obra maestra (gallina y faisán deshuesados, con un abundante relleno de trufas, en una gelatina hecha con su propia sangre, vino de Madeira y patas de ternera), sosteniendo una con el tenedor—. ¡Trufas! Mi estimada señora, ¿dónde ha encontrado usted estas magníficas trufas?

—¿Las del relleno, señor? Nosotros les damos otro nombre. Pullings tiene una vieja cerdita, a la que le han quitado los ovarios, que las saca a montones a la orilla del bosque.

Trufas, morillas, pies azules y orejas de judío (muy saludables si no se caía en —el exceso, y aun así, sólo algunos casos de convulsiones, cierta rigidez en el cuello dos o tres días; no tenía sentido quejarse) ocuparon a Stephen y la señora Pullings hasta que desapareció el mantel, las mujeres se retiraron y el oporto comenzó su ronda. Para entonces los rangos se habían igualado; al menos uno de los jóvenes tenía la grandeza, la majestuosidad, la importancia de un almirante, y Jack volvía a ser el alegre teniente de poco tiempo atrás, pues la embriaguez y aquella confusión a la luz de las velas habían hecho desaparecer su profunda preocupación por lo que el
Polychrest
haría en un temporal con toda aquella superestructura, y por su lastre, su equilibrio, su construcción, su tripulación y sus pertrechos.

Habían brindado por el Rey y el
First Lord
(Pullings había gritado: «¡Bendito sea!»), y por lord Nelson con tres vivas; por las esposas y las novias, por la señorita Chubb (la joven de piel rosada) y otras señoritas. Habían llevado al viejo señor Pullings a la cama. Y ahora cantaban:

Vamos a chillar y vociferar como auténticos marineros británicos, vamos a bordear las costas y surcar los mares hasta tocar las aguas poco profundas del Canal de nuestra querida Inglaterra: desde Ushant a Scilly, treinta y cinco leguas.

Pusimos nuestro barco en facha cuando el viento soplaba del suroeste, compañeros, pusimos nuestro barco en facha para tocar las aguas poco profundas.

Entonces la gavia mayor se hinchó y arribamos, compañeros, y directo al Canal nos dirigimos.

Vamos a chillar y vociferar…

Había un enorme jaleo, y sólo Stephen notó que la puerta se abría justo lo suficiente para que asomara la cara de Scriven, quien tenía una mirada inquisitiva; entonces cogió a Jack por el codo para advertirle. Y el alboroto continuaba todavía cuando la puerta se abrió de par en par y los alguaciles entraron precipitadamente.

—Pullings, sujete a ese canalla que lleva la porra —gritó Stephen, tirando una silla a las piernas de los alguaciles y agarrando por la cintura al tipo de la nariz rota.

Jack corrió a la ventana, saltó y se subió al alféizar, donde permaneció manteniendo el equilibrio. A sus espaldas los alguaciles forcejeaban en medio de la confusión y alargaban sus porras con absurdo afán, tratando de alcanzarle, sin hacer caso de los brazos que les rodeaban la cintura, el pecho y las rodillas, obstaculizándoles el paso. Eran tipos muy fuertes y determinados; la recompensa era alta y se acercaban a la ventana abierta luchando con ahínco; un toque equivalía a un arresto legal.

Un salto y escaparía; pero el jefe de los alguaciles era ladino, había apostado a un grupo de hombres fuera, que ahora miraban ansiosos hacia arriba y gritaban: «¡Salte, señor! ¡Amortiguaremos su caída! ¡Sólo es un piso!». Se agarró a la ventana y estiró la cabeza, recorrió con la vista toda la calle hasta la orilla del mar —podía ver cómo brillaba el agua— y el lugar donde la tripulación del
Polychrest
debía de estar bebiendo la cerveza que Pullings les había mandado junto con un cochinillo; y podía confiar en Bonden, sin duda. Se llenó los pulmones y gritó «¡Polychrest!» tan alto que el eco que llegó desde Portsmouth cortó en seco la agradable charla en la lancha.

—¡Polychrest!

—¿Señor? —la voz de Bonden llegó a través de la húmeda penumbra.

—¡Corra a la posada, rápido! ¡En la parte alta de la calle! ¡Traiga los tablones!

—Sí, sí, señor.

En un momento la lancha se quedó vacía. Los tablones, unos trozos de madera largos para apoyar los pies en un bote, indicaban jaleo. El capitán seguramente estaba reclutando a algunos marineros por la fuerza, y ellos, que también habían sido reclutados por la fuerza, no querían perderse ni un minuto de diversión.

Los pasos resonaban al final de la calle y se acercaban; después un crujido de sillas rotas, juramentos y una confusa pelea.

—¡Aquí, aquí! ¡Justo debajo de la ventana! —gritó Jack.

Se colocaron allí, jadeantes, con la boca abierta, un poco atontados.

—¡Haced un círculo! ¡Sostenedlos por abajo! —dijo.

Luego saltó, e incorporándose gritó:

—¡Corramos al bote! ¡Echad una mano, echad una mano!

En un primer momento, el grupo de hombres que estaba en la calle vaciló, pero cuando los alguaciles, con su jefe a la cabeza, salieron corriendo de la posada, gritando: «¡Alto, en nombre de la ley! ¡Alto, en nombre de la ley!», se acercaron, y la estrecha calle se llenó del ruido de fuertes puñetazos, gruñidos y golpes de tablones de madera. Los marineros, y Jack en medio de ellos, se abrían camino rápidamente en dirección al mar.

—¡Alto, en nombre de la ley! —gritó el alguacil de nuevo, haciendo un intento desesperado de abrirse paso.

—…la ley! —gritaron los marineros.

Y Bonden, luchando cuerpo a cuerpo con el alguacil, le arrebató la porra y la lanzó calle abajo, hacia el mar, diciendo:

—Ahora has perdido tu autoridad, amigo. Ahora puedo pegarte, así que ten cuidado, amigo, te lo advierto. Ten cuidado o te arrepentirás, amigo.

El alguacil gruñó, sacó su sable y se abalanzó hacia Jack.

—Listo ¿eh? —dijo Bonden, y le dio con el tablón en la cabeza, haciéndole caer en el barro, donde Pullings y sus amigos le pisotearon al salir en tropel de la posada.

Al ver esto, el grupo se dispersó; corrían gritando que tenían que ir a buscar a sus amigos, a la guardia, a los militares y dejaron a dos de los suyos tumbados en el suelo.

—Señor Pullings, traiga por la fuerza a esos hombres, por favor —dijo Jack desde el bote—. Y a ese tipo que está en el barro. ¿Dos más? Estupendo. ¿Estamos todos a bordo? ¿Dónde está el doctor? Llamad al doctor. ¡Ah, estás ahí! ¡Desatracad! Todos juntos, ahora, a ciar. ¡Ciar rápido! Ese será, sin duda, un excelente marinero, después que se haya habituado a nuestras costumbres; es un hombre realmente perseverante.

Cuando sonaron las dos campanadas de la guardia de mañana, el
Polychrest
se deslizaba despacio por el mar frío y gris, con un viento frío y gris, pues aprovechando que a medianoche éste había rolado al sureste, Jack había ordenado soltar amarras sin perder ni un minuto (en aquella época del año un barco podía estar detenido por el viento en el Canal durante semanas), a pesar de que la marea estaba subiendo. El viento era suave, insuficiente para disipar la niebla o para levantar más de un rizo en la superficie ondulada del mar, y el
Polychrest
podía tener desplegada gran cantidad de velamen; sin embargo, apenas llevaba desplegadas más velas que las gavias y navegaba tan despacio que en su costado el agua hacía sólo un ligero rumor.

La alta y oscura figura de su capitán, que parecía mucho más corpulenta con la ropa para el mal tiempo, permanecía en el costado de barlovento del alcázar. Tras oír el sonido de la corredera al caer, los gritos «¡girar!» y «¡parar!», y el ruido que ésta hizo al subir a bordo de nuevo, se volvió y dijo:

—¿Qué tenemos, señor Babbington?

—Dos nudos y tres brazas, con su permiso, señor.

Jack asintió con la cabeza. Allí en la oscuridad, en algún lugar por la amura de babor, estaría Punta Selsey, y dentro de poco tendría que virar; aún tenía mucho espacio, pues el persistente ruido de las bocinas de los barcos pesqueros, a sotavento, indicaba que la costa estaba a más de una milla. Por el lado de alta mar se oía el estruendo de un cañón cada pocos minutos —sin duda, un navío de guerra que iba a Portsmouth en dirección contraria— y la carronada de proa del
Polychrest
respondía regularmente con cargas reducidas. Jack pensó: «Por la mañana habrá al menos cuatro hombres que sepan cómo manejar una».

Por una parte, era mala suerte que su primer contacto con el
Polychrest
tuviera lugar cuando no se veía el horizonte, cuando no podía distinguirse dónde se separaban el mar y el aire; pero no lo lamentaba, después de todo, pues podía ganar al menos algunas horas y dejar atrás Gosport, su suciedad y sus posibles complicaciones; además, ardía en deseos de saber cómo podría gobernarse el
Polychrest
en alta mar desde la primera vez que lo había visto. El barco, al elevarse con el oleaje, tenía un movimiento muy extraño, parecido al nervioso respingo y el estremecimiento de un caballo al espantarse, un balanceo con ligeras contorsiones que él no había notado nunca antes.

El señor Goodridge, el segundo oficial, de pie junto al oficial de derrota que gobernaba el barco, podía verse gracias a la luz de la bitácora. Era un hombre reservado, ya mayor y de gran experiencia, que había sido segundo oficial de un navío de línea. Le habían degradado por discutir con el capellán y le habían rehabilitado poco tiempo atrás, por eso estaba tan atento al comportamiento del
Polychrest como
el capitán.

—¿Qué le parece, señor Goodridge? —preguntó Jack, acercándose al timón.

—Bueno, señor, nunca he notado una resistencia tan fuerte.

Jack cogió el timón; en efecto, incluso navegando a aquella velocidad se sentía una fuerte y continua presión mientras el
Polychrest
ponía la proa contra el viento. Lo dejó seguir a su ritmo; y justo antes de que las velas empezaran a flamear, la resistencia cesó, Jack dejó de sentir en sus manos la vibración del timón, y el ritmo del extraño movimiento de tirabuzón cambió por completo. No podía entender aquello, y permaneció allí, desconcertado, mientras poco a poco volvía a llevar el
Polychrest
a su rumbo. Parecía que éste tenía dos centros de rotación, dos pivotes, si no tres. Desde luego, el foque, la trinquete y la sobremesana con un rizo hacían lenta su marcha, pero ese no era el problema, eso no justificaba la escasa fuerza del timón, la repentina falta de respuesta.

—Tres pulgadas en la sentina, señor —dijo el ayudante del carpintero, haciendo su informe de rutina.

—Tres pulgadas de agua en la sentina, con su permiso, señor —dijo el segundo oficial.

—Muy bien —dijo Jack.

Era una cantidad insignificante. No se había probado el barco antes y no se sabía cómo respondería en una marejada, pero al menos se comprobaba que aquellas extrañas quillas movibles y la indescriptible peculiaridad de su construcción no permitían que el agua entrara a raudales; ese era un pensamiento tranquilizador, porque él tenía dudas.

—Seguro que encontraremos la orientación que le venga mejor —le dijo al segundo oficial y se dirigió de nuevo al pasamanos.

Trató de recrear, medio conscientemente, sus paseos por el alcázar en la pequeña
Sophie,
y su mente, que estaba agotada debido a la fiesta de Pullings, el confuso y largo proceso de desatracar con el escobén del ancla sucio y la ansiedad por avanzar por un camino abarrotado, volvió a hacer consideraciones sobre las fuerzas que actúan sobre una embarcación.

Los fuegos de la cocina recién encendidos provocaron un poco de humo que, en forma de remolino, se alejó hacia popa junto con el olor a gachas, y al mismo tiempo, Jack oyó cómo las bombas de proa empezaban a funcionar. Iba de un lado a otro, de un lado a otro, con las manos tras la espalda y la barbilla metida bajo el impermeable para protegerse del aire cortante; de un lado a otro. La figura del
Polychrest
estaba tan clara en su mente como si tuviera el modelo a la luz de una lámpara, y él analizaba su reacción a la influencia de la creciente marea, el embate del viento sobre los costados y los profundos remolinos que se formaban bajo los timones tan extrañamente colocados…

Los hombres de la guardia de popa, con sus cubos, iban salpicando de agua el alcázar, evitando interponerse en su camino; y detrás iban los que llevaban la piedra arenisca. El contramaestre estaba en cubierta. Su nombre era Malloch; era un tipo joven, bajito, de aspecto feroz, y había sido ayudante de contramaestre en el destrozado
Ixion.
Jack oyó su grito y el fuerte golpe de su vara cuando comenzó a pegarle a un marinero del castillo. Y todo el tiempo se oían a intervalos el estampido de la carronada, el cañón del navío de guerra ahora lejano, las bocinas cercanas al puerto y la cantinela del marinero halando el escandallo en las cadenas: «marca nueve… nueve menos un cuarto».

La inclinación de los mástiles era de gran importancia, desde luego. Jack era un marino más intuitivo que científico, y en su representación mental del
Polychrest
los brandales iban tensándose hasta que los mástiles formaban un ángulo recto y una voz interior decía: «¡Amarrar!». La piedra arenisca comenzó su incesante pulido; a las cubiertas no les venía mal, después de los daños provocados por el apresurado equipamiento. Esos ruidos y olores le resultaban tan familiares y hasta tal punto todas esas dificultades formaban parte de ese mundo que conocía desde la niñez que le parecía haber vuelto a su verdadero elemento. No es que le desagradara estar en tierra —un lugar estupendo, con tantos juegos, tanta diversión—, pero allí las dificultades y las complicaciones eran muy vagas e imprecisas, se sucedían una tras otra, no tenían fin; ningún hombre podía dominarlas. Aquí, aunque la vida era realmente bastante compleja, podía al menos tratar de enfrentarse a cualquier cosa. La vida en la mar tenía la gran ventaja de que… algo no iba bien. Trató de averiguar qué era, mirando con atención a proa y a popa, ahora bajo la luz grisácea del naciente día. Los barcos pesqueros que habían seguido un rumbo paralelo ahora estaban a popa; su melancólico gemido parecía provenir de la propia estela del
Polychrest.
La Punta ya no debía de estar lejos. Había que virar. Escoger ese momento era terriblemente inoportuno, pues toda la tripulación estaba ocupada; habría preferido esperar hasta que el grupo que descansaba abajo estuviera en cubierta, pero si lo hacía, el barco podría estar más abatido de lo adecuado, y sólo un tonto se arriesgaría por dar importancia al orden.

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