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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (33 page)

—Gracias, señor… —dijo Jack—. No recuerdo su nombre.

—Parslow, señor, con su permiso.

Ahora Jack recordaba. El recomendado del comisario de marina, hijo de la viuda de un marino.

—¿Qué le ha pasado en la cara, señor Parslow? —le preguntó, observando la roja y profunda herida con hilachas pegadas que éste tenía en la mejilla y que iba desde la oreja a la barbilla.

—Me estaba afeitando, señor —dijo el señor Parslow con un orgullo que no podía esconder—. Me estaba afeitando, señor, y vino una enorme ola.

—Enséñesela al doctor; transmítale mis saludos y dígale que me complacería que viniera a tomar el té conmigo. ¿Por qué tiene puesta su mejor ropa?

—Me dijeron… creían que yo debía ser un ejemplo para la tripulación, señor, pues éste era mi primer día en la mar.

—Muy acertado. Sin embargo, yo me pondría ahora ropa para el mal tiempo. Dígame, ¿le han mandado a buscar la llave de la sobrequilla?

—Sí, señor, y la he buscado por todas partes. Bonden me dijo que era probable que la tuviera la hija del condestable; entonces le pregunté al señor Rolfe, pero me dijo que lo sentía, que no era un hombre casado.

—Bien, bien. ¿Tiene usted ropa para el mal tiempo?

—Bueno, señor, hay muchas cosas en mi baúl, en mi baúl
de barco,
que el tendero le dijo a mamá que debía traer. Y tengo el sombrero alquitranado de mi padre.

—El señor Babbington le enseñará lo que debe ponerse. Transmítale mis saludos y dígale que le enseñe lo que debe ponerse —dijo, recordando el trato bárbaro e inhumano del caballero en cuestión—. No se limpie la nariz con la manga, señor Parslow. No es de buena educación.

—No, señor. Le pido disculpas.

—Entonces vaya rápidamente. ¿Acaso soy una condenada niñera? —dijo en tono irritado, y luego pidió su chaqueta de lana.

En cubierta fue sorprendido por una ráfaga de lluvia mezclada con aguanieve y espuma. El viento era muy frío; había aumentado y ahora se llevaba la niebla, sustituyéndola por nubes bajas, bandas de nubes rezumantes, de color gris acero y negro, que traía desde el este, desde el horizonte. Una marejada no muy fuerte pero desagradable estaba formándose mientras subía la marea, y aunque el
Polychrest
mantenía su rumbo bastante bien, desplazaba mucha agua, y a pesar de que llevaba desplegado poco velamen, se movía como si tuviera desplegadas las sobrejuanetes. Era tan extravagante como temía; y además, no era demasiado estable. Había dos hombres al timón, y por la fuerza con que agarraban las cabillas estaba claro que luchaban duramente para evitar que el barco se pusiera contra el viento.

Estudió la tablilla de navegación, hizo un cálculo aproximado de su posición, añadió el triple de espacio para el abatimiento y decidió que virarían media hora más tarde, cuando las dos guardias estuvieran en cubierta. Tenía mucho espacio, y no había razón para molestar a los pocos buenos marineros que había a bordo, sobre todo porque el cielo estaba cambiando y su aspecto era terrible, amenazador; probablemente tendrían una noche atroz. Pronto mandaría bajar los mastelerillos y ponerlos sobre cubierta.

—Señor Parker —dijo—, ponga otro rizo en el velacho, por favor.

La llamada del contramaestre, el apresuramiento de los marineros; la andanada de órdenes a través de la bocina del señor Parker:

—¡A las drizas! ¡Sujetad esa braza! ¡Señor Malloch, dé un toque a esos marineros en las brazas!

Las vergas giraron en redondo, las velas dejaron de atrapar el viento y el
Polychrest
viró a la derecha, haciendo al mismo tiempo un movimiento tan retorcido que el timonel tuvo que abrazarse al timón para evitar que el barco se pusiera contra el viento. Parker continuó:

—¡Tirad! ¡Moveos! ¡Usted, señor, el que está en el penol! ¿Está dormido? ¿Va usted a pasar el puño alto de barlovento? ¡Mire lo que hace! ¿Va usted a guardar ese martillo? Señor Rossall, anote el nombre de ese hombre. ¡Amarrad!

En medio de los gritos, Jack observaba a los hombres que estaban arriba. El que estaba en el penol era el joven Haines, del
Lord Morninglon;
conocía su oficio, podría ser un buen capitán de la cofa del trinquete. Jack vio cómo se le deslizó el pie cuando iba hacia el mástil por los guindastes, pues en éstos faltaban barriletes.

—¡Quite al último marinero de la verga de popa! —dijo el primer oficial, con la cara roja de gritar—. Empiece con él, señor Malloch.

Era la misma tontería de siempre: el último hombre que quedaba fuera era el primero que se colocaba justamente en el penol. La marina era dura —tenía que ser dura—, pero no había necesidad de hacerla más dura todavía, desanimando a los marineros con buena disposición. La tripulación tendría mucho que hacer; era una lástima que desperdiciaran su fuerza pegándose unos a otros. Además, era fácil llegar a ser impopular reprendiendo a un oficial en público, fácil y desastroso a la larga.

—¡Barco a la vista! —gritó el serviola.

—¿Dónde?

—Justo a popa, señor.

El barco salía de una oscura y borrosa franja de lluvia medio helada y ya se veía su casco. Era una fragata que llevaba el mismo rumbo del
Polychrest y
se le acercaba muy rápidamente. ¿Francesa o inglesa? No estaba muy lejos de Cherburgo.

—Haga la señal secreta —dijo Jack—. Señor Parker, su catalejo, por favor.

Atrapó la fragata en el aro gris del objetivo, mientras se balanceaba para contrarrestar el movimiento del barco, que cabeceaba y vibraba; a su espalda, el cañón de barlovento del
Polychrest
disparó, y enseguida él vio aparecer la bandera azul y blanca a bordo de la fragata, ondeando hacia sotavento, y el humo del cañonazo de respuesta.

—Dígame nuestra posición —dijo, ahora relajado.

Dio órdenes de hacer barriletes a los guindastes, le pidió al señor Parker que le diera información sobre la fragata y, después de enviar a Haines a proa, se puso a observarla tranquilamente.

—Son tres, señor—dijo el señor Parker—. Y creo que la primera es la
Amethyst.

Eran tres y avanzaban en fila.

—Es la
Amethyst,
señor —dijo el guardiamarina encargado de las señales, con el libro acurrucado contra el pecho para protegerlo.

Las fragatas seguían la estela del barco, iban en su misma dirección. Pero el abatimiento del
Polychrest
era tal que al poco tiempo Jack ya no las veía de frente sino desde un ángulo. El ángulo aumentaba con alarmante velocidad, y cinco minutos después las veía por la aleta de barlovento. Éstas habían quitado los mastelerillos, pero todavía llevaban desplegadas las gavias, a las cuales su experta tripulación podría hacer un rizo en un momento. La primera de ellas era, en efecto, la
Amethyst;
la segunda era posiblemente la
Minerve,
aunque no estaba seguro; la tercera era la
Franchise,
una hermosa fragata de construcción francesa, con treinta y seis cañones, al mando de la cual estaba su viejo amigo Heneage Dundas, capitán de navío. Dundas había llegado a teniente cinco años después que él y había sido capitán de corbeta durante trece meses. Jack había bromeado con él muchas veces en la camareta de guardiamarinas e iba a hacerlo ahora otra vez. Allí estaba su amigo, subido a una carronada del alcázar, agitando su sombrero alegremente. Jack levantó el suyo y el viento soltó la cinta que ataba su rubio pelo, haciéndolo ondear en dirección noroeste. Como en respuesta, una serie de banderas fueron izadas rápidamente en el palo de mesana de la
Franchise.

—Alfabético, señor —dijo el guardiamarina, y deletreó la señal—. P, S… ¡Ya sé! Salmos; salmos CXLVII, 10.

—Entendido —dijo Jack, que no era un gran conocedor de la Biblia.

Dos cañonazos disparó la
Amethyst,
y las fragatas orzaron una tras otra, moviéndose como gálibos sobre una placa de cristal, virando en un espacio de idénticas dimensiones, manteniendo su posición como si estuvieran atadas unas a otras. Fue una maniobra sumamente bien realizada, a pesar de la marejada y el viento, el resultado de años de adiestramiento; la tripulación aunaba esfuerzos y los oficiales conocían su barco.

Jack sacudió la cabeza, mirando cómo las fragatas desaparecían en la oscuridad. Sonaron ocho campanadas.

—Señor Parker —dijo—, quitaremos los mastelerillos, los pondremos sobre cubierta y luego viraremos.

Cuando los mastelerillos estuvieran sobre cubierta ya no habría ningún amigo gracioso a quien mirar en la distancia.

—¿Cómo ha dicho, señor? —dijo Parker, moviendo nerviosamente la cabeza.

Jack repitió la orden y se fue al coronamiento, dejando que el primer oficial la ejecutara.

Mientras observaba la estela del
Polychrest
para comprobar su abatimiento, vio un pequeño pájaro negro aleteando débilmente justo sobre el agua, con las patas colgando. Éste quedó oculto por la aleta de babor, y cuando él corría para verlo bien tropezó con algo blando, algo parecido a una lapa, más o menos a la altura de las rodillas: era el joven Parslow bajo el sombrero alquitranado de su padre.

—Bien, señor Parslow —dijo, levantándolo—, veo que ahora sí está usted adecuadamente vestido. Se alegrará de ello. Baje corriendo y dígale al doctor que si quiere ver un petrel de tormenta sólo tiene que subir a cubierta.

No era un petrel de tormenta, sino un pariente mucho más raro, con patas amarillas; era tan raro que Stephen no pudo identificarlo hasta que se acercó, picoteando sobre una ola, y pudieron verse bien sus patas amarillas.

Stephen, observándolo atentamente, pensó: «Si la rareza y la magnitud de la tormenta son directamente proporcionales, nos espera un terrible huracán. Sin embargo, no diré nada».

Hubo un espantoso estruendo a proa; el mastelerillo de la juanete de proa cayó sobre cubierta con mucha más rapidez que en la eficiente fragata, dejando medio aturdido al señor Parker y haciendo a Jack realizar maniobras más propias de un petrel que de un marino. Durante la noche el viento fue rolando hasta soplar desde el norte; así se mantuvo, entre el noreste, el norte y el noroeste, sin que fuera posible llevar más que las gavias con todos los rizos, en el mejor de los casos, durante nueve días interminables, nueve días de lluvia, nieve, olas tremendamente altas y lucha constante por la supervivencia; nueve días en los que Jack rara vez dejó la cubierta y el joven Parslow no se cambió de ropa; nueve días virando, facheando, navegando velozmente con las perchas sin velamen, sin ver nunca el sol, sin conocer su posición a lo largo de más de cincuenta millas. Y cuando por fin un fuerte viento del sureste les permitió compensar su enorme abatimiento, las observaciones de mediodía indicaron que se encontraban en el mismo lugar de donde habían partido.

Al principio de la tormenta, el
Polychrest,
dando un bandazo, había escorado a sotavento, y el aturdido primer oficial se había caído por la escotilla cercana al palo mayor, haciéndose daño en un hombro. Por esa razón había pasado el resto del tiempo en su coy, con un gran dolor, y con el agua llegando casi hasta él muy a menudo. Jack, de un modo genérico, lamentaba que tuviera dolor, aunque le parecía justo que alguien a quien le gustaba tanto infligir dolor sintiera alguno; pero, por otra parte, estaba muy contento por la ausencia de Parker. Era un hombre incompetente, incompetente para una situación como aquella; era concienzudo y cumplía con su obligación en la forma en que la entendía, pero no era un marino.

El segundo oficial, Pullings, Rossall, el ayudante más veterano del segundo oficial, el contramaestre y el condestable eran marinos; también lo eran una docena de tripulantes. Babbington y Alien, otro veterano, iban por buen camino; y en cuanto al resto de la tripulación, sabían al menos qué tenían que halar cuando oían la orden. Aquella larga semana en medio de la tempestad, en la que habían estado a punto de hundirse dos veces cada día y todos se habían dado cuenta de ello, había supuesto un gran adiestramiento en poco tiempo, poco si se contaba según el calendario y no según su terrible miedo. Había aumentado su destreza para realizar maniobras de todo tipo, pero sobre todo para usar las bombas, que no habían parado ni una hora desde el segundo día de tempestad.

Ahora que avanzaban por el Canal, dejando atrás Punta Selsey, con una ligera brisa por la aleta y las juanetes desplegadas, con los hornillos de la cocina encendidos por fin y comida caliente en sus estómagos, Jack pensó que no harían mal papel cuando el
Polychrest
llegara a su puesto y estaba seguro de que éste no tardaría aunque tuviera que navegar con la marea todo el camino, algo no improbable dado que el viento estaba amainando. El barco no haría mal papel, aunque la tripulación era escasa, desde luego, pues había diecisiete hombres en la enfermería: dos hernias, cinco fuertes caídas con huesos rotos y el resto las habituales heridas en manos y piernas provocadas por perchas, poleas y cabos al caer. Un hombre de tierra adentro, un guantero desempleado de Shepton Mallet, se había caído por la borda, y un ladrón condenado por el tribunal de Winchester tenía la mirada fija, desvariaba y, enloquecido, daba gritos que se oían en Ushant. Sin embargo, ya no había mareos, e incluso los hombres reclutados en las cárceles del interior podían pasearse por cubierta sin ningún peligro para ellos ni para otros. La tripulación, en general, era deplorable; pero cuando hubiera tenido tiempo de adiestrarlos en el manejo de los cañones, no era imposible que llegara a hacer del
Polychrest
un navío de guerra pasable. Lo conocía bastante bien ahora; entre él y el segundo oficial (tenía en gran estima al señor Goodridge) habían elaborado un plan para navegar sacando el mayor partido de las cualidades que el barco tenía, y cuando pudiera cambiar la orientación de las vergas y poner proa al viento con los mástiles inclinados, éste navegaría mejor. Sin embargo, no le tenía cariño; era una embarcación mediocre, sumamente desagradable, complicada, que cabeceaba y se balanceaba mucho, y nada fiable. Le había decepcionado tan a menudo, cuando incluso una canoa hubiera estado a la altura de las circunstancias, que la satisfacción de ponerse a su mando había quedado reducida a nada. Él había navegado en viejas y toscas carracas, embarcaciones de movimientos lentos sin ninguna aparente virtud para un observador, pero siempre había encontrado excusas para ellas —eran los mejores barcos que había tenido la Marina por alguna cualidad especial—, y esto no le había pasado nunca antes. Esa deslealtad le provocaba tal desasosiego y era un sentimiento tan raro que había tardado en advertirlo, y cuando lo hizo —mientras paseaba por el alcázar después de una comida solitaria— fue tal su preocupación que se volvió hacia el guardiamarina de guardia, que permanecía inmóvil, aferrado a un candelero, y le dijo:

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