Carta sobre la tolerancia y otros escritos (2 page)

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Authors: John Locke

Tags: #Tolerancia, #Liberalismo, #Empirismo, #Epistemología

Así, la jurisdicción del gobernante alcanza sólo estos derechos civiles y todo el interés civil se reduce al cuidado de estas cosas; no puede ser extendida, bajo ningún pretexto, a la salvación de las almas. Esto lo demostraran, considero, las siguientes consideraciones:

Ante todo, porque la atención hacia las almas no está mas al alcance del gobernante que de otros. No está confiado por Dios, ya que no aparece en parte alguna que Dios haya transferido autoridad religiosa a unos hombres sobre otros. Y no puede siquiera apelarse con sentimiento popular para que el gobernante detente este poder, que nadie puede abandonar El cuidado de la propia salvación para atender a prescripciones impuestas a los demás. Nadie puede creer conforme a los dictados de otro y toda la fuerza de la religión verdadera radica en la interna persuasión. Cuanto profeses de palabra, cuanto acto externo lleves a cabo, como no tengan la interna persuasión, no serán útiles a tu eterna salvación, sino, por el contrario, la perjudicarán, pues al ofrecer a Dios el culto que no crees adecuado, se agrega a los pecados que expiarán los ejércitos de la religión el de la hipocresía y el desprecio a la divina majestad.

En segundo lugar, el cuidado de las almas no puede ser del gobernante porque la fuerza de éste es exterior. La religión, por el contrarío, verdadera, salvadora consiste en la persuasión de la conciencia, sin la cual nada puede agradar a Dios. La naturaleza del entendimiento es que no puede ser obligado por la fuerza externa. Confiscación, tortura, cárcel, todo esto es inútil para que la mente humana cambie su juicio sobre las cosas.

Me puedes decir que el gobernante puede hacer uso de sus argumentos para llevar al heterodoxo a la verdad y ayudarlo a su salvación, es verdad, pero este poder es común a otros hombres. Si se adoctrina, si se instruye, si se corrige a quien falla mediante razones, obra según es propio de un hombre bueno. La condición de gobernante no obliga a negar su humanidad o su cristiandad. Mas una cosa es persuadir y otra es obligar; se lucha con argumentos y no se impone mediante edictos. El edicto nos remite al poder civil; lo otro, a la buena voluntad humana. Todos los hombres tienen facultad para exhortar o convencer a otros de error y mediante razones llevarlo a la verdad, mas dictar leyes y obligar por la espada es asunto del gobernante. Por ello, afirmo que el poder civil no debe lanzar mediante su ley civil artículos, dogmas o modos de adorar a Dios. Claro que la fuerza de las leyes termina si no van aparejadas de sanciones, pero si en materia de religión son establecidas, son altamente inoperantes y mínimamente prácticas para lograr la persuasión; y si alguien pretende, para la salvación de su alma, abrazar cualquier fe religiosa, resulta necesario que crea en su intimidad que es verdadera, de allí que cualquier sanción resulta impotente para persuadir el espíritu. Únicamente la ilustración operará cambios y la ilustración no procede de padecimientos corporales.

En tercer término, el cuidado espiritual no debe pertenecer al gobernante porque aunque el rigor logra convencer a la conciencia humana, este convencimiento no ayudaría a la salvación de las almas. En el país donde no hay más que una religión verdadera y un único camino que lleva al cielo, ¿qué esperanza existe de llevar a la gloria a un mayor número de hombres si se condiciona al mortal para que posponga la guía de su conciencia y abrace la forma de venerar de su señor conforme lo establecido a las leyes del país? Frente a la variedad de opiniones de los gobernantes sobre religión, resulta que sólo hay un estrecho camino, abierto a muy pocos, es decir, a quienes viven en una región. Mas lo que evidencia este absurdo y resulta indigno a Dios es que los hombres deberían su eterna salvación o desventura sólo al lugar de su nacimiento.

Entre otros muchos razonamientos que podrían esgrimirse con el mismo fin, éstos me parecen suficientes para convencer de que todo poder civil se refiere solamente a los intereses civiles y nada tienen que decir sobre asuntos de la vida futura.

Pensemos ahora lo que es la iglesia. Entiendo que es una asociación libre de hombres que de común acuerdo se reúnen públicamente para venerar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata a la divinidad y provechosa para la salvación de sus almas.

Puntualizo que es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de una iglesia, y de otro modo, la religión de los ancestros sería hereditaria a la par que se puede imaginar otro absurdo semejante. La cuestión se presenta así: nadie está ligado por la naturaleza a iglesia o secta alguna, sino que cada hombre se une a ellas voluntariamente, porque cree haber encontrado la verdad religiosa, el culto más sincero a Dios. La causa de su entrada en la comunidad es la esperanza de salvación y esta esperanza lo hace permanecer en esta fe. Si descubre algo erróneo en la doctrina, algo inadecuado en el culto, con la misma libertad que se ha unido debe desunirse, liberarse para siempre, ya que no puede haber más vínculos que los relacionados con la eterna salvación. Y una iglesia toma su fuerza de estos miembros voluntarios, congregados por este noble fin.

Investiguemos ahora el poder de esta iglesia y las leyes a que está sometida.

Puesto que una sociedad, por pequeña que sea y trivial el motivo que la haya creado, sea de filósofos y destinada al conocimiento, de comerciantes para negociar o de hombres libres para discutir, no puede subsistir si está desprovista de un código, es necesario que toda iglesia tenga el suyo: reglas para lugar y tiempo de reunión, condiciones para la admisión y exclusión de los miembros, fijación de las jerarquías, en fin, orden general de las cosas. Mas como se ha demostrado, se trata de una libre asociación, solamente la misma sociedad puede dictar leves o bien quienes hayan sido nombrados por la asociación y se encuentren autorizados para ello.

Me dirás que no puede ser verdadera la iglesia que no tenga obispo ni sacerdote con autoridad derivada de los apóstoles y existente gracias a la secuencia ininterrumpida.
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En primer lugar te pido que me muestres el edicto por el cual Cristo impuso esta ley a su iglesia y, sin pecar de indiscreto, tratándose de un asunto importante, pido que los términos de este edicto sean expresados. Más bien parece decirnos lo contrario la sentencia: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos" (Mateo, XXVIII 20). Tu mismo considerarás si falta algo en una reunión en donde participa Cristo para que esta sea una verdadera iglesia. Nada puede faltar para la verdadera salvación, lo cual es suficiente para nuestro propósito.

En Segundo lugar, quiero que observes que quienes pretenden que en la iglesia hay mandatarios instituidos por Cristo que se caractericen por una continuidad, difieren entre sí, Esta disensión no da siempre la libertad de elegir la iglesia que se prefiera.

En tercer lugar debo conceder que tengas un superior a tu cabeza, que éste se encuentre establecido por una secuencia tan larga como creas necesaria, pero tú deberás conceder que yo pueda unirme a la iglesia que crea mas necesaria a mi salvación. De esta manera todos tendremos en una libertad religiosa el legislador que elegimos.

Y, puesto que eres puntilloso respecto a las cuestiones de la verdadera iglesia, tomaré la libertad de preguntar si no sería más adecuado a una verdadera iglesia de Cristo establecer que las condiciones de su comunidad resulten de las enseñanzas del Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras, las cuales tienen siempre palabras expresas. Preguntar si esto no es más adecuado que imponer un credo a los demás es algo necesario para la profesión cristiana: invenciones o interpretaciones de las palabras divinas no pueden ser tomadas como la autoridad divina. Quien exija para su comunidad religiosa lo que Cristo no exige para la vida eterna, puede formar quizá una asociación acomodada a su opinión y beneficio, mas ¿cómo podrá llamarse iglesia de Cristo la que está fundada en leyes que no proceden de Cristo y de donde están excluidas personas que algún día serán recibidas en el reino celeste? No siendo éste lugar adecuado para indagar las características de la verdadera iglesia, quisiera sin embargo recordar a quienes con vehemencia polemizan en pro de las opiniones de su sociedad y exclaman, con no menor ruido que los efesios por su diosa,
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¡la iglesia, la iglesia! A éstos desearía recordarles que los verdaderos discípulos de Cristo han de padecer persecución y que no he leído en ningún lugar del Nuevo Testamento que la verdadera iglesia deba obligar por la fuerza, a hierro y fuego.

El culto público a Dios para obtener la vida eterna como se ha dicho, es la finalidad de una sociedad religiosa. Toda reunión eclesiástica debe tener en el fin de sus leyes solamente este aspecto y nada tiene que ser tratado en esta sociedad que se refiera a cosas mundanas, así como por ninguna causa ha de emplearse la fuerza, pues la fuerza pertenece al gobernante civil y ya existe jurisdicción para las cosas mundanas.

Dirás, ¿qué sanción práctica tendrán las leves eclesiásticas si no tienen jurisdicción? Te contesto: tienen la apropiada para ejercer no sobre el culto externo, sino la interna convicción. Las armas de esta sociedad, mediante las cuales los miembros se mantendrán unidos, son exhortaciones, consejos. Si mediante este medio no se corrigen los que violan los preceptos y rectificados quienes yerran, sólo queda arrojar de la sociedad a estas testarudas personas. Esta es la última y extrema fuerza de la autoridad religiosa, que no debe infligir ningún otro castigo sino la expulsión.

Habiendo determinado así estas cosas, investiguemos sobre los deberes a que obliga la tolerancia.

Ante todo debo sostener que ninguna iglesia está obligada a mantener en su seno, una persona que viola leyes de su sociedad, pues siendo el respeto a las leyes internas el único lazo que une a los miembros, la violación de aquéllas si queda impune minaría la estabilidad de la asociación. Mas hay que cuidar que la sentencia de excomunión no conlleve insultos y violencia por los cuales la persona excluida sea dañada en su cuerpo o en sus bienes, pues la fuerza, como se ha argumentado, pertenece al gobernante y no está permitida a ningún particular como no sea para repeler violencia injusta. Así, la excomunión no debe privar al excomulgado de sus bienes civiles, los cuales pertenecen al radio de acción del magistrado civil. La fuerza de la excomunión radica en que, por acuerdo de la sociedad, queda disuelta la unión que existía entre el cuerpo y uno de sus miembros. Y no se debe cometer injusticia civil contra el excomulgado si el ministro religioso le niega el pan y el vino en las celebraciones, el cual no ha sido comprado con su dinero, sino con el de otra gente.

En segundo lugar, ningún hombre puede atentar o disminuir los derechos civiles de otro por el hecho de que éste se declare ajeno a la religión y rito de aquél. Los derechos que le pertenecen como ciudadano deben rodearlo permanentemente, ya que no son asunto de religión. Trátese de un cristiano o un pagano, hay que evitar la violencia y la injusticia. Más aún, a la estrecha senda de la justicia hay que imponer los deberes de la benevolencia y la caridad, pues esto manda el Evangelio, esto enseña la razón además de la común hermandad de los hombres. Si un desdichado se aparta del camino, se aparta de su misma dicha y no comete nada contra ti y no has de castigarle en los bienes de esta vida, ya que será miserable en la otra.

Y lo dicho en torno a la tolerancia entre particulares debe ser extendido también a las iglesias, las cuales son entre sí como personas particulares, y ninguna tiene derecho sobre otra, ni en los casos en que el gobernante pertenezca a alguna, pues el Estado no puede dar a la iglesia ningún derecho ni ésta a aquél. Sea que el gobernante pertenezca a una comunidad o a otra, sea que se separe de ella, la iglesia en cuestión continuará siendo lo que era, una sociedad libre; no adquirirá el respaldo de la espada porque el gobernante venga a ella ni perderá el derecho de adoctrinar o excomulgar porque el gobernante se separe. Mas nunca puede, por el ingreso de nuevos miembros, adquirir autoridad sobre los ajenos a ella. La paz y la amistad y la justicia lo mismo entre particulares que entre iglesias deben ser cultivadas, sin privilegio de autoridad alguna.

Para aclarar esto mediante un ejemplo, supondremos dos iglesias, una de arminianos, otra de antiarminianos, residentes en Constantinopla. ¿Alguien favorecerá a alguna de ellas dotándola del derecho de despojar a los disidentes, mientras los turcos callan y ríen al ver la crueldad con que los cristianos atacan a los cristianos? Si una de las iglesias tiene el poder de tratar mal a la otra, pregunto: ¿a cuál pertenece el derecho y por qué? Se me responderá que la ortodoxa tiene el derecho contra la herética, lo cual no es decir nada a base de pomposas palabras, ya que cada iglesia es ortodoxa a sus propios ojos herética a ojos ajenos. Lo que una iglesia cree, cree que es verdadero y tiene a lo contrarío a su credo por error. La controversia entre iglesias acerca de la verdad de las doctrinas y las excelencias de su culto queda balanceada por ambas partes y no hay juez en Constantinopla o en otro lugar del mundo que pueda emitir una decisión, la cual pertenece sólo al juez supremo de todos los hombres, a quien también pertenece el castigo del que yerra. Reflexionen aquellos cuánto más pecan añadiendo injusticia, si no a su error, por cierto si a su orgullo, al maltratar sin temor y con insolencia a los servidores de otro señor que no son para nada responsables ante ellos.

Si pudiese ser manifiesto cuál de las iglesias contrarias se halla en el buen camino, no se añadiría con ello ningún derecho a los ortodoxos para despojar a los disidentes, porque las iglesias no tienen autoridad alguna sobre cuestiones mundanales ni el fuego y el hierro con instrumentos idóneos para convencer a las conciencias. Si supones que el gobernante favorece una de las iglesias y ofrece su espada a esa causa, de modo que pueda castigar a los heterodoxos, ¿quién dirá que este derecho u otro cualquiera puede venirle a una iglesia cristiana por un emperador turco? Un infiel, que no puede castigar a los cristianos por razón de los artículos de fe de éstos, no puede darles un derecho que él mismo no tiene. La misma razón hay que pensar para cualquier reino cristiano, pues el poder civil es el mismo y ni en manos de un príncipe cristiano ese poder puede extendérselo a la iglesia. Y es digno de considerar que quienes se erigen como los más violentos defensores de la verdad, enemigos del error, ardientes contra el cisma, casi nunca desbocan ese celo sino cuando el magistrado está de su parte. Donde está el favor del gobernante y con la seguridad del fuerte, violan la paz y caridad cristiana, aunque si no tienen apoyo civil, cultivan la recíproca tolerancia. Cuando no tienen de su lado fuerza civil, soportan con paciencia a su lado el contagio de la idolatría y la superstición, además de convivir con los heréticos a quien tanto detestan y temen. No emplean esfuerzo alguno para atacar errores gratos a la corte o al gobernante, lo cual seria necesario para difundir la verdad, tan necesario como la sutileza de las razones y el peso de los argumentos.

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