—Ay, querida mía —me respondió con un gesto sin esperanza—, lo puedes leer en toda esta habitación. Está escrito por todas partes.
Lo amonesté blandamente para que no se pusiera tan desanimado. Le dije que me había enterado por casualidad de que tenía problemas y había venido a consultarle qué era lo que más convenía hacer.
—Es muy propio de ti, Esther, pero inútil, así que es
impropio
de ti —me dijo, con una sonrisa melancólica—. Hoy salgo de permiso, tendría que marcharme dentro de una hora, y todo es para disimular que voy a vender mi despacho de oficial. ¡Bueno! Lo pasado, pasado está. De manera que esta vocación mía sigue el ejemplo de todas las demás. Ya sólo me falta haberme hecho clérigo para haber recorrido todas las profesiones.
—Richard —invoqué—, ¡no estarán tan desesperadas las cosas!
—Esther —me replicó—, sí que lo están. Estoy tan al borde del deshonor, que quienes son mis superiores en edad, saber y gobierno (como dice el catecismo) prefieren mucho más que me vaya a que me quede. Y tienen razón. Además de las deudas y de los acreedores y demás problemas, no valgo ni siquiera para este trabajo. No me importa, no me interesa, no me atrae, no me llama la atención más que una sola cosa. Si no hubiera estallado este asunto ahora —siguió diciendo, mientras rompía en pedazos la carta recién escrita y dejaba caer los papeles al suelo—, ¿cómo hubiera podido salir de Inglaterra? Me habrían destinado al extranjero, pero ¿cómo podría haberme ido? ¿Cómo podría, con mi experiencia de todo el asunto, confiar ni siquiera en Vholes, si no estaba yo encima de él?
Supongo que advirtió en mi gesto lo que iba a decir yo, pero me tomó la mano que le había puesto en el brazo y me la llevó a mi propia boca para impedirme hablar.
—¡No, señora Durden! Hay dos temas que prohibo, que estoy obligado a prohibir. El primero es John Jarndyce. El segundo, ya lo sabes. Dime que estoy loco, y te digo que ya no puedo impedirlo, que no puedo estar cuerdo. Pero no es eso; es lo único a lo que puedo dedicarme. Es una pena que se me convenciera para salirme de mi camino y tomar otro. ¡Sería más lógico abandonarlo ahora, al cabo de todo el tiempo, las preocupaciones y los dolores que le he consagrado! ¡Ah, sí, sería más lógico! Y además sería lo que desearía más de una persona, ¡pero no voy a hacerlo!
Estaba de tal humor que consideré mejor no aumentar su determinación (si es que algo podía aumentarla) oponiéndome a él. Saqué la carta de Ada y se la puse en la mano.
—¿Tengo que leerla ahora mismo? —preguntó.
Cuando le dije que sí, la puso en la mesa y, apoyándose la cabeza en una mano, empezó a leerla. No llevaba mucho tiempo de lectura cuando se llevó ambas manos a la cabeza, para que no le pudiera yo ver la cara. Al cabo de un rato se levantó, como si tuviera mala luz, y se acercó a la ventana. Allí terminó de leerla, dándome la espalda, y cuando la terminó y la volvió a doblar, se quedó un momento allí con la carta en la mano. Cuando volvió a su silla, vi que tenía lágrimas en los ojos.
—Naturalmente, Esther, ¿sabrás lo que dice aquí? —me preguntó con voz más tranquila, y al preguntármelo besó la carta.
—Sí, Richard.
—Me ofrece —continuó, golpeando el suelo con el pie— la pequeña herencia que tiene asegurada dentro de poco (tanto y tan poco como lo que he despilfarrado yo), y me pide y me ruega que la acepte, que ponga mis asuntos en orden con eso y que permanezca en el servicio.
—Yo sé que su mayor deseo es tu bienestar —le dije—, y, Richard, querido mío, Ada es una persona de corazón nobilísimo.
—De eso estoy seguro. Yo…, ¡ojalá me hubiera muerto!
Volvió a la ventana, descansó un brazo en ella y apoyó en él la cabeza. Me afectó mucho verlo así, pero como esperaba que se fuera relajando, permanecí en silencio. Mi experiencia era muy limitada; no estaba preparada en absoluto para que saliera de aquel estado de ánimo con nuevas manifestaciones de ser él el ofendido.
—Y ése es el corazón ante el cual el mismo John Jarndyce, al que de otro modo no se debe mencionar entre nosotros, intervino para separarlo de mí —dijo, indignado—. Y esta muchacha encantadora me hace este mismo ofrecimiento bajo el techo del mismo John Jarndyce, y con el consentimiento y la benévola connivencia del mismo John Jarndyce, estoy seguro, como nuevo truco para comprarme.
—¡Richard! —exclamé, levantándome de golpe—. ¡No estoy dispuesta a escuchar palabras tan lamentables! —La verdad era que me sentía muy enfadada con él, por primera vez en mi vida, pero no me duró más que un momento. Cuando vi que me miraba, tan joven, como pidiendo excusas, le llevé la mano al hombro y le dije—: Por favor, querido Richard, no me hables en ese tono. ¡Piénsalo!
Se hizo enormes reproches, y me dijo con gran generosidad que había actuado muy mal, y que me pedía perdón mil veces. Al oírlo me eché a reír, pero también a temblar un poco, pues me sentía bastante agitada tras mi cólera inicial.
—El aceptar este ofrecimiento, mi querida Esther —me dijo, sentándose a mi lado y reanudando nuestra conversación— (y una vez más, te lo ruego, perdóname, lo siento muchísimo), el aceptar el ofrecimiento de mi querida prima es imposible, huelga decirlo. Además, tengo cartas y documentos que podría mostrarte y que te convencerían de que aquí estoy acabado. Créeme que he acabado con la casaca roja. Pero sí es una cierta satisfacción que en medio de mis problemas y mis perplejidades pueda saber que al defender mis intereses, también estoy defendiendo los de Ada. Vholes está arrimando el hombro, y no puede evitar arrimarlo tanto por ella como por mí, ¡gracias a Dios!
Surgían en él esperanzas optimistas que le iluminaban el rostro, pero para mí aquello imprimía en su cara un tono más triste que antes.
—¡No, no! —exclamó Richard, exultante—. Aunque el último penique de la fortuna de Ada fuera mío, no se debería gastar ni una fracción en retenerme en algo para lo que no valgo, que no me puede interesar y de lo que estoy harto. Yo tengo que consagrarme a lo que promete un mejor rendimiento, y dedicarme a algo que le interesa más a ella. ¡No te inquietes por mí! Ahora no voy a ocuparme más que de una cosa, y Vholes y yo vamos a triunfar. No me faltarán los medios. Una vez liberado de mi despacho de oficial, podré arreglármelas con algunos pequeños usureros a los que no les interesa más que cobrar sus intereses, según me dice Vholes. En todo caso, debe de quedar un saldo a mi favor, pero así tendría algo más. ¡Vamos, vamos! Esther, tienes que llevarle una carta mía a Ada, y ambas debéis tener más confianza en mí, y no creer que soy ya un caso desesperado, querida mía.
No voy a repetir lo que le dije a Richard. Sé que fue algo pesado y nadie ha de suponer ni por un momento que fuera lo más prudente. Sólo le dije lo que me dictaba el corazón. Me escuchó con paciencia y sentimiento, pero advertí que era inútil decirle nada acerca de los dos temas que había proscrito. También advertí, y ya lo había experimentado antes en aquella misma entrevista, el sentido que tenía la observación de mi Tutor de que era todavía más perjudicial el utilizar la persuasión con Richard que el dejarlo con sus ideas.
En consecuencia, al final me vi obligada a preguntar a Richard si le importaría convencerme de que efectivamente él había terminado con todo aquello, como me había dicho, y si no sería más que una impresión. Me enseñó sin titubear una correspondencia en la cual quedaba perfectamente en claro que su retiro estaba organizado. Averigüé, por lo que me dijo, que el señor Vholes tenía copias de aquellos documentos y que había estado en consulta con él todo el tiempo. Salvo averiguar aquello y llevarle la carta de Ada, y ser (como iba a ser) la acompañante de Richard en su viaje de vuelta a Londres, no había logrado nada con mi desplazamiento. Lo reconocí ante mí misma de mala gana; le dije que me iría a mi hotel a esperarlo hasta que él viniera a buscarme, de manera que se puso una capa sobre los hombros y me acompañó a la puerta, y Charley y yo volvimos por la playa.
En un punto de ésta había un grupo de gente en torno a unos oficiales de la marina que estaban desembarcando de una lancha y que los rodeaban con grandes muestras de interés. Dije a Charley que debía de ser uno de los botes del gran buque de las Indias, y nos detuvimos a mirar. Los caballeros fueron llegando lentamente desde la orilla, hablándose en tono bienhumorado entre sí y con la gente que los rodeaba, y mirando en su derredor como si celebrasen estar otra vez en Inglaterra.
—¡Charley, Charley! —dije—. ¡Vámonos! —y me eché a correr a tal velocidad, que mi doncellita se quedó sorprendida.
Hasta que llegamos a nuestra habitación-camarote y tuve tiempo de recuperar el aliento, no empecé a pensar en por qué me había echado a correr así. Había reconocido que una de aquellas caras tostadas por el sol era la del señor Allan Woodcourt, y había temido que me reconociera. No quería que viese cómo había cambiado yo de aspecto. Me había visto tomada por sorpresa y me había fallado el valor.
Pero comprendía que eso no estaba bien, y me dije: «Hija mía, no hay motivo (no hay ni puede haber motivo) para que esto te resulte peor ahora que en otras ocasiones. Hoy eres la misma que hace un mes; no eres ni peor ni mejor. Esto no es digno de tus resoluciones; ¡recuérdalas, Esther, recuérdalas!». Me sentía muy temblorosa con tanta carrera, y al principio no logré calmarme, pero fui poniéndome mejor, y celebré comprenderlo.
El grupo llegó al hotel. Los oí hablar en la escalera. Estaba segura de que eran los mismos caballeros, porque reconocí sus voces… Es decir, reconocí la del señor Woodcourt. Yo seguía prefiriendo, con mucho, marcharme sin darme a conocer, pero estaba decidida a no hacerlo. «¡No, hija mía, no! ¡No, no, no!».
Me desaté las cintas del sombrero y me levanté el velo a medias (creo que quiero decir que lo dejé medio bajado, pero poco importa), y escribí en una de mis tarjetas que me hallaba allí, por casualidad, con el señor Richard Carstone, y se la hice llegar al señor Woodcourt. Éste subió inmediatamente. Le dije que celebraba encontrarme por casualidad entre las primeras personas que le daban la bienvenida a su regreso a Inglaterra. Y vi que me compadecía mucho.
—Desde que nos dejó usted, señor Woodcourt, ha tenido usted un naufragio y sufrido muchos peligros —le dije—, pero no podemos calificar todo eso de desgracia cuando le ha permitido ser tan útil y tan valiente. Lo hemos leído todo con gran interés. La primera noticia me llegó por su vieja paciente, la pobre señorita Flite, cuando me estaba recuperando de mi grave enfermedad.
—¡Ah, la pequeña señorita Flite! —comentó él—. ¿Sigue igual?
—Exactamente igual.
Ahora me sentía tan confiada, que no me importaba el velo, y lo dejé a un lado.
—Es maravilloso lo agradecida que le está, señor Woodcourt. Es una persona de lo más afectuoso, y le aseguro que tengo motivos para saberlo.
—¿Ya…, ya lo ha advertido usted? —me contestó—. Pues…, pues me alegro de saberlo. —Me tenía tanta lástima que apenas sí podía hablar.
—Le aseguro —respondí— que me sentí muy afectada por su solidaridad y su amabilidad en los momentos a los que me refiero.
—He lamentado mucho saber que había estado usted muy enferma.
—Estuve muy enferma.
—Pero ¿está usted totalmente recuperada?
—He recuperado totalmente la salud y el ánimo —dije—. Ya sabe usted lo bueno que es mi Tutor y qué vida tan feliz tenemos, y tengo todos los motivos del mundo para sentirme agradecida, sin tener nada más que desear.
Sentí como si él tuviera más compasión de mí de la que jamás había tenido yo misma. Aquello me imbuyó de más fortaleza y de una nueva calma, al ver que era yo quien se hallaba en la necesidad de darle seguridad. Le hablé de sus viajes de ida y de vuelta, y de sus planes futuros, y de su probable regreso a la India. Dijo que aquello era muy dudoso. No se había considerado más favorecido por la fortuna allí que aquí. Se había ido como un humilde médico de barco y había vuelto igual que se había ido. Mientras hablábamos, y yo me sentía contenta de haber aliviado (si puedo utilizar ese término) la impresión que había tenido al verme, entró Richard. Se había enterado abajo de quién estaba conmigo, Y ambos se saludaron con auténtica cordialidad.
Advertí, cuando terminaron los primeros saludos y hablaron de la carrera de Richard, que el señor Woodcourt comprendía que las cosas no iban bien. Lo miraba a menudo a la cara, como si viese en ella algo que le causaba dolor, y más de una vez se volvió a mirarme, como si tratase de averiguar si yo sabía cuál era la verdad. Pero Richard estaba en uno de sus momentos optimistas y de buen humor, y muy contento de volver a ver al señor Woodcourt, que siempre le había agradado.
Richard propuso que nos fuéramos todos juntos a Londres, pero como el señor Woodcourt tenía que quedarse algún tiempo más con su barco, no podía sumársenos. Sin embargo, cenó temprano con nosotros, y volvió tan pronto a recuperar su comportamiento habitual, que yo me sentí mucho más tranquila al pensar que había logrado aliviar su pena. Pero él no dejaba de preocuparse por Richard. Cuando la diligencia estaba casi lista y Richard bajó corriendo a ver su equipaje, me habló de él.
Yo no estaba segura de si tenía derecho a contar todo lo que había ocurrido, pero me referí en pocas palabras a su distanciamiento del señor Jarndyce y a cómo se había visto complicado en el malhadado pleito en Cancillería. El señor Woodcourt escuchó interesado y manifestó su pesar.
—He visto que lo observaba usted atentamente —dije—. ¿Cree usted que ha cambiado mucho?
—Ha cambiado —me contestó con un gesto de la cabeza.
Sentí que se me subía la sangre a la cara por primera vez, pero no fue más que una emoción momentánea. Volví la cabeza a un lado, y todo desapareció.
—No se trata —dijo el señor Woodcourt— de que esté más joven o más viejo, de que esté más delgado o más grueso, más pálido o más tostado, sino de que tiene una expresión muy singular en el rostro. Nunca he visto una expresión tan notable en una persona tan joven. No se puede decir que sea sólo de ansiedad o sólo de preocupación, pues se trata de ambas cosas al mismo tiempo, como una desesperación en agraz.
—¿No creerá usted que está enfermo? —pregunté.
—No. Tenía un aspecto muy sano.
—Tenemos motivos de sobra para saber que no puede estar muy tranquilo —continué diciendo—. Señor Woodcourt, ¿va usted a Londres?
—Mañana o pasado.