Casa desolada (104 page)

Read Casa desolada Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—No le agrada a nadie, caballero —responde el señor George.

—Estoy convencido de que no se quedaría mucho tiempo en ninguno de esos sitios, pues está dominado por un terror extraordinario de la persona que le ordenó que se mantuviera lejos de aquí; en su ignorancia, cree que esa persona está en todas partes y que lo sabe todo.

—Perdóneme usted, caballero —dice el señor George—, pero no ha mencionado usted cómo se llama esa persona. ¿Es algún secreto, caballero?

—El chico dice que sí. Pero se llama Bucket.

—¿Bucket el detective, caballero?

—Exactamente.

—Pues yo lo conozco, caballero —replica el soldado tras exhalar una columna de humo y abombar el pecho—, y el chico no se equivoca en el sentido de que sin duda se trata de… un tipo extraño —y el señor George tras decir esto, fuma profundamente y contempla en silencio a la señorita Flite.

—Bien, pues lo que yo desearía es que por lo menos el señor Jarndyce y la señorita Summerson supieran que éste Jo, que cuenta una historia tan rara, ha vuelto a reaparecer, y que pudieran hablar con él, si es que lo desean. Por eso quiero que, de momento, se encuentre alojado en algún lugar modesto mantenido por personas decentes que quisieran recibirlo. Como ve usted, señor George —dice Allan, siguiendo la mirada del soldado hacia la entrada—, Jo no ha tenido mucho trato con personas decentes. De ahí la dificultad. ¿Conoce usted por causalidad a alguien de por aquí que estuviera dispuesto a acogerlo durante un tiempo si yo pago por adelantado?

Al mismo tiempo que lo pregunta se da cuenta de que hay un hombrecillo de cara sucia al lado del soldado, que mira hacia arriba, con cara y gesto enrevesados, a la cara del soldado. Tras unas cuantas chupadas a la pipa, el soldado mira de lado al hombrecillo, y éste le hace un guiño al soldado.

—Pues bien, señor mío —dice el soldado—, le puedo asegurar que estoy dispuesto a darme con un canto en los dientes si ello puede agradar a la señorita Summerson, y en consecuencia considero un privilegio hacer un favor a esa señorita, por pequeño que sea. Claro está, señor mío, que aquí Phil y yo somos un tanto bohemios. Ya ve usted este lugar. Si quiere usted, el chico puede ocupar un rincón tranquilo. No se cobra nada, más que el rancho. La verdad señor mío, es que no andamos muy prósperos. Nos pueden desahuciar en cualquier momento. Sin embargo, caballero, dentro de las limitaciones del lugar, y mientras esté a nuestra disposición, también lo está a la suya.

Con un gesto amplio de su pipa, el señor George pone todo el edificio a disposición de su visitante.

—Doy por seguro, caballero —añade—, que como pertenece usted a la profesión médica, está usted seguro de este pobre sujeto no es víctima de ninguna infección. Allan está totalmente seguro de ello.

—Porque, caballero —dice el señor George con un gesto pesaroso de la cabeza—, de eso ya hemos tenido más que demasiado.

Su nuevo conocido le hace eco con un gesto no menos pesaroso.

—Sin embargo, estoy obligado a decir a usted —observa Allan, tras repetir su anterior garantía—, que el muchacho está deplorablemente debilitado y desnutrido, y que quizá (aunque no puedo asegurarlo) esté demasiado mal como para que pueda recuperarse.

—¿Cree usted que corre peligro, caballero? —pregunta el soldado.

—Sí, mucho me lo temo.

—Entonces, caballero —responde el soldado con gesto decisivo—, me parece (dado que yo también soy muy dado al vagabundeo) que cuanto antes entre de la calle, mejor. ¡Eh, Phil! ¡Haz que entre!

El señor Squod zarpa oblicuamente a cumplir la orden, y el soldado, que ha terminado la pipa, la deja a un lado. Entra Jo. No es uno de los indios tockahupo de la señora Pardiggle; no es una de las ovejas de la señora Jellyby, pues no tiene nada que ver con Borriobula-Gha; no es alguien que enternezca gracias a la distancia y a la ignorancia [no puede tranquilizar ni ablandar a nadie, como pretexto distante para no intervenir en lo que anda mal a la vuelta de la esquina]; no es un auténtico salvaje exótico: es un producto auténticamente nacional. Está sucio, es feo, desagrada desde todos los puntos de vistas; es físicamente un ser vulgar de las más vulgares calles; no es un pagano más que de alma. La suciedad que lo recubre es local, los parásitos que lo consumen son locales; las llagas que tiene son locales; la ignorancia nativa, el producto del suelo y del clima ingleses hacen que su naturaleza inmortal sea inferior a la de las bestias que perecen
[88]
. ¡Muéstrate, Jo, tal y como eres! Desde la planta de los pies hasta la coronilla no tienes nada de interesante.

Entra, arrastrando los pies, en la galería del señor George y se queda ahí acurrucado, mirando el suelo. Parece comprender que los otros tienen una tendencia a rehuirlo, en parte por lo que es y en parte por lo que ha causado. También él los rehuye. No pertenece al mismo orden de cosas ni al mismo lugar de la creación. No pertenece a ningún orden ni a ningún lugar; no pertenece a los animales ni a la humanidad.

—¡Vamos, Jo! —dice Allan—. Éste es el señor George.

Jo sigue mirando un rato al suelo, después levanta la vista y vuelve a bajarla.

—Es un buen amigo tuyo, porque te va a dar alojamiento aquí.

Jo hace un gesto con la mano, como esbozando una reverencia. Tras un rato de reflexión, unos tropezones atrás y adelante, y un cambio del pie en el que está apoyado, susurra que «muchas gracias».

—Aquí estarás bien y a salvo. Por ahora no tienes más que obedecer lo que te digan e irte recuperando. Y no te olvides de decirnos la verdad en todo, Jo, pase lo que pase.

—Que me muera si no, caballero —dice Jo, que vuelve a su expresión favorita—. No he hecho

más que lo que
usté
sabe,

meterme en líos. Yo nunca me he metido en líos, señor, menos que no sé

y lo del hambre que paso.

—Te creo. Ahora, escucha al señor George. Ya veo que te va a decir algo.

—Caballero, lo único que pretendía yo —observa el señor George, notablemente robusto y tieso— era señalarle dónde puede acostarse y dormir todo lo que quiera. Bueno, mira aquí —y mientras el soldado va hablando los lleva al otro extremo de la galería, y abre uno de los pequeños cubículos—, ¡ya ves! Aquí tienes un colchón y aquí puedes quedarte mientras te portes bien, mientras el señor…, con su permiso, caballero —dice en tono de excusa mientras lee la tarjeta que acaba de pasarle Allan—, mientras quiera el señor Woodcourt. No te asustes si oyes tiros; van al blanco, y no a ti. Bueno, hay otra cosa que quiero recomendar, caballero —dice el soldado, volviéndose hacia su visitante—. ¡Phil, ven!

Phil se acerca conforme a su táctica habitual.

—Éste, caballero, es un hombre al que encontraron en el arroyo cuando era niño. Por lo tanto, es de prever que se interese naturalmente por esta pobre criatura. Así es, ¿no, Phil?

—Desde luego que sí, no faltaba más, jefe —responde Phil.

—Pues estaba yo pensando, caballero —continúa el señor George, con una especie de confianza marcial, como si estuviera dando su opinión en un consejo de guerra en plena campaña—, que si este hombre lo llevara a darse un baño, y se gastara unos chelines en comprarle algo de ropa barata…

—Señor George, mi amable amigo —le interrumpe Allan, que se saca la cartera—, ése es precisamente el favor que quería pedirle a usted.

Inmediatamente se envía a Phil Squod y a Jo en busca de atavíos. La señorita Flite, totalmente encantada con su éxito, se apresura a dirigirse a los Tribunales, pues teme mucho que, si no lo hace, su gran amigo el Canciller se sienta inquieto por ella, o que pronuncie el fallo tanto tiempo esperado mientras ella está ausente, y observa que: «¡Y ya saben mis queridos médico y general, que al cabo de tantos años sería absurdamente lamentable!». Allan aprovecha la oportunidad para ir a buscar unos reconstituyentes, y cuando los consigue cerca, vuelve en seguida y se encuentra con que el soldado se está paseando por la galería, y se pone a su paso.

—Entiendo, caballero —dice el señor George—, que la señorita Summerson está bastante bien, ¿no?

Eso parece.

—Pero, usted no es pariente suyo, ¿verdad, caballero?

Parece que no.

—Excuse mi aparente curiosidad —dice el señor George—. Me pareció probable que se interesara usted por este pobre chico más de lo corriente porque por desgracia la señorita Summerson se interesó tanto por él. Eso es lo que me pasa a mí, caballero, se lo asegura.

—Y a mí, señor George.

El soldado mira de lado a las mejillas tostadas de Allan y a sus ojos oscuros y brillantes, mide rápidamente su peso y su estatura y parece darle su aprobación.

—Desde que salió usted, caballero, he estado pensando en que sin duda conozco el despacho de Lincoln’s Inn Fields al que llevó Bucket al muchacho, según el relato de éste. Aunque él no sabe de quién se trata, le puedo decir quién es. Es Tulkinghorn. Ése es.

Allan lo mira con gesto interrogante y repite el nombre.

—Tulkinghorn. Así se llama, sí, señor. Lo conozco y sé que ha estado en contacto con Bucket antes, en relación con una persona fallecida que le había ofendido en algo. Sé quién es, sí, señor. Para desgracia mía.

Allan, naturalmente, pregunta qué género de persona es.

—¡Qué género de persona! ¿Quiere usted decir qué aspecto tiene?

—No, eso creo que ya lo entiendo. Quiero decir para tratar con él. ¿Qué género de persona, en general?

—Bueno, caballero, pues le diré —contesta el soldado, que se detiene y se cruza los brazos encima del ancho pecho, tan airado que la cara se le enrojece y enciende entera— que es un género endemoniadamente malo de persona. Es el género de persona al qué le gusta la tortura lenta. No tiene más sentimientos que un pedazo de carbón. Es un género de persona (¡por Jove!) que me ha causado más preocupaciones y más intranquilidad y más descontento conmigo mismo que todas las demás personas que conozco juntas. ¡Ése es el género de persona que es el señor Tulkinghorn!

—Lamento mucho —dice Allan— haberme referido a algo tan doloroso.

—¿Doloroso? —El soldado separa todavía más las piernas, se humedece la palma de la mano con la lengua y se la lleva a un bigote imaginario—. No es culpa suya, caballero, pero júzguelo. Tiene un poder sobre mí. Es precisamente la persona que mencioné hace un momento en el sentido de que podía desahuciarnos de un momento al otro. Me tiene sometido a una incertidumbre constante. Ni me ataca ni me deja en paz. Si tengo que hacerle un pago, o pedirle un plazo, no me ve ni me oye: me pasa a Melchisedech de Clifford's Inn, y Melchisedech de Clifford's Inn vuelve a pasarme a él, y así me tiene siempre pendiente de él, como si yo estuviera hecho de la misma madera que él. Pero, fíjese, ¡me paso prácticamente la mitad de la vida esperando y llamando a su puerta! ¿Qué le importa a él? Nada. Para él soy como el pedazo de carbón con el que lo he comparado alguna vez. Me pincha y me irrita hasta que… ¡Bah! ¡Bobadas! Estoy divagando, señor Woodcourt —y el soldado vuelve a echarse a andar—; lo único que digo es que es un viejo, pero yo celebro no tener ya una oportunidad de meterle las espuelas a mi caballo y combatir con él en campo abierto. Porque si tuviera esa oportunidad cuando me pone como me pone, ¡le juro que lo atravesaría, caballero!

El señor George se ha excitado tanto que considera necesario limpiarse la frente con la manga de la camisa. Incluso cuando aventa su ira silbando el Himno Nacional, todavía sigue haciendo involuntariamente sacudidas de cabeza, y el pecho le palpita; por no mencionar algunos ajustes apresurados del cuello de la camisa con ambas manos, como si no estuviera lo bastante abierto para impedir que se sofoque. En resumen, Allan Woodcourt no abriga ninguna duda acerca de la probabilidad de que el señor Tulkinghorn quedara atravesado en el campo abierto mencionado.

Poco después llegan Jo y su guía, y Phil lleva cuidadosamente a Jo a su colchón; Allan, tras administrar minuciosamente los medicamentos por su propia mano, confía a Phil todos los medios y las instrucciones que hacen falta. La mañana ya está bien entrada. Allan va a su alojamiento y a desayunar, y después, sin tratar de descansar, va a ver al señor Jarndyce para comunicarle su descubrimiento.

El señor Jarndyce vuelve solo con él y le dice confidencialmente que hay motivos para mantener en el margen secreto este asunto, por el que manifiesta gran interés. Jo repite al señor Jarndyce básicamente lo mismo que ha dicho por la mañana, sin ninguna variación material. Lo único que ocurre es que ese pozo suyo es más hondo, y le resulta más difícil salir de él.

—Déjenme quedarme aquí y que no me persigan más —tartamudea Jo—, y me hagan el favor de si alguien pasa por donde yo barría antes,
na
más que
dicirle
al señor Snagsby que Jo, que ya conoce él, va y circula como está mandado, y se lo agradeceré mucho más
entoavía
que lo estoy ya, si es que los
probes
podemos estar agradecidos.

En el día o los dos días siguientes se refiere tantas veces al papelero de los tribunales que Allan, tras consultar al señor Jarndyce, decide, llevado de su buen corazón, ir a la plazoleta de Cook, y cuanto antes, porque el pozo está cada vez más hondo.

A la plazoleta de Cook, pues, encamina sus pasos. El señor Snagsby está tras el mostrador, con su guardapolvos gris y sus manguitos, inspeccionando un contrato en varias hojas que le acaba de llegar del copista: una meseta inmensa de letra cancilleresca sobre pergamino, con un alto de vez en cuando de letra gruesa para romper esa terrible monotonía e impedir que el viajero se desespere. El señor Snagsby se detiene en uno de esos oasis de tinta y saluda al recién llegado con su tos de preparación general para el negocio.

—¿No me recuerda, señor Snagsby?

Al papelero le empiezan a dar palpitaciones, pues nunca ha olvidado sus viejas aprensiones. Lo único que puede hacer es responder:

—No, señor, no puedo decir que lo recuerde. Yo diría, por no andarme con circunloquios que nunca le he visto a usted hasta ahora, señor mío.

—Dos veces —responde Allan Woodcourt—. Una vez ante el lecho de muerto de un pobre hombre y otra… «¡Por fin ha llegado!», piensa el pobre papelero al recordar. «¡Ahora la nube se ha cargado y va a romper!». Pero tiene la suficiente presencia de ánimo para llevar a su visitante a la trastienda y cerrar la puerta.

Other books

Hearts Are Wild by Patrice Michelle, Cheyenne McCray, Nelissa Donovan
The Transformation of the World by Camiller, Patrick, Osterhammel, Jrgen
Ghost Price by Jonathan Moeller
To Seduce an Angel by Kate Moore
The Fortune Hunter by Jo Ann Ferguson
Death on a Platter by Elaine Viets
The Forever Man by Gordon R. Dickson
The True Adventures of Nicolo Zen by Nicholas Christopher