Casa desolada (98 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—¡Sir Leicester Dedlock!

El visitante entró en la sala mientras yo estaba todavía toda confusa y sin poderme mover. De haber podido, me habría escapado. En mi turbación, no tuve ni siquiera la presencia de ánimo para retirarme a la ventana junto a Ada, ni para saber siquiera dónde estaba. Oí mi nombre y vi que mi Tutor me estaba presentando antes de que pudiera sentarme en una silla.

—Siéntese, Sir Leicester, por favor.

—Señor Jarndyce —dijo Sir Leicester en respuesta mientras hacía una inclinación y se sentaba—, tengo el honor de venir aquí…

—Me hace usted a mí el honor, Sir Leicester.

—Gracias… de venir aquí camino de Lincolnshire para expresar mi pesar por el hecho de que cualquier motivo de enfrentamiento, por fuerte que sea, que tenga yo contra un caballero que…, que conoce usted y que ha sido su anfitrión, y a quien en consecuencia no voy a volver a mencionar, haya impedido a usted, y todavía más a unas señoritas bajo su protección y a su cargo, ver lo poco que pueda haber para agradar un gusto cortés y refinado en mi casa, Chesney Wold.

—Es usted muy amable, Sir Leicester, y en nombre de esas señoritas (que son las aquí presentes) y en el mío propio, se lo agradezco mucho.

—Es posible, señor Jarndyce, que el caballero a quien, por las razones que he mencionado, me abstengo de aludir más…, es posible, señor Jarndyce, que ese caballero me haya hecho el honor de comprender tan mal mi carácter como para inducir a usted a creer que mi personal de Lincolnshire no lo hubiera recibido a usted con la urbanidad y la cortesía que se les ha encargado muestren a todas las damas y todos los caballeros que se presenten en esa casa. Le ruego observe, señor mío, que la realidad es todo lo contrario.

Mi Tutor descartó delicadamente esa observación sin dar ninguna respuesta de palabra.

—Me ha dolido mucho, señor Jarndyce —continuó diciendo pomposamente Sir Leicester—. Le aseguro, señor mío, que me ha… dolido… mucho saber por el ama de llaves de Chesney Wold que un caballero que estaba en compañía de usted en aquella parte del condado y que parecería poseer un sentido refinado de las Bellas Artes también se vio impedido, por una causa similar, de examinar los cuadros de la familia con la calma, la atención, el cuidado que quizá hubiera deseado concederles, y que algunos de ellos quizá hubieran merecido —y sacó una tarjeta y leyó con mucha gravedad y cierta dificultad, con el monóculo puesto:— señor Hirrold… Herald… Harold… Skampling… Skumpling (perdón)… Skimpole.

—Éste es el señor Harold Skimpole —dijo mi Tutor, evidentemente sorprendido.

—¡Ah! —exclamó Sir Leicester—. Celebro mucho conocer al señor Skimpole y tener la oportunidad expresarle personalmente mi pesar. Espero, señor mío, que cuando vuelva usted a encontrarse en mi parte del condado no se sienta usted sometido a esos impedimentos.

—Es usted muy amable, Sir Leicester Dedlock. Con este aliento desde luego tendré el placer y el privilegio de visitar su hermosa casa. Los propietarios de mansiones como Chesney Wold —dijo el señor Skimpole con su aire habitual de felicidad y tranquilidad— son benefactores públicos. Tienen la bondad de mantener una serie de objetos deliciosos para la admiración y el placer de nosotros, los pobres, y si no aprovechamos toda la admiración y el placer que causa somos ingratos con nuestros benefactores.

Sir Leicester pareció aprobar mucho esta opinión.

—¿Es usted artista, señor mío?

—No —respondió el señor Skimpole—. Soy un hombre perfectamente ocioso. Un aficionado.

Sir Leicester pareció aprobar esto todavía más. Manifestó la esperanza de tener la fortuna de hallarse en Chesney Wold la próxima vez que el señor Skimpole fuera a Lincolnshire. El señor Skimpole se manifestó muy halagado y honrado.

—El señor Skimpole mencionó —continuó diciendo Sir Leicester al volver a dirigirse a mi Tutor—…, mencionó al ama de llaves, que como quizá observara es una sirvienta antigua y leal de la familia…

(«Eso fue cuando paseé por la casa el otro día, cuando fui a visitar a la señorita Summerson y la señorita Clare», nos explicó tranquilamente el señor Skimpole.)

—… que el amigo con quien había estado anteriormente allí era el señor Jarndyce —dijo Sir Leicester con una inclinación al portador de ese nombre—, y así fue como me enteré de la circunstancia por la que he expresado mi pesar. El que haya ocurrido algo así a cualquier caballero, señor Jarndyce, pero especialmente a un caballero a quien en tiempos conoció Lady Dedlock y que de hecho tiene un lejano parentesco con ella y por quien (como he sabido por Milady en persona) ella siente gran respeto, le aseguro que… me… causa… dolor.

—Le ruego no lo mencione más, Sir Leicester —interpuso mi Tutor—. Agradezco mucho su consideración, y estoy seguro de que todos los presentes sienten lo mismo. De hecho, el error fue mío, y debería ser yo quien me disculpara.

Yo no había levantado la vista ni una vez. No había mirado al visitante y ni siquiera me parecía haber escuchado la conversación. Me sorprende ver que puedo recordarla, pues mientras se celebraba no parecía hacerme ninguna impresión. Los oía hablar, pero me sentía tan confusa, y mi evasión instintiva de aquel caballero hacía que su presencia me resultara tan inquietante, que me pareció que no comprendía nada, debido a cómo me daba vueltas la cabeza y me palpitaba el corazón.

—He mencionado el asunto a Lady Dedlock —dijo Sir Leicester levantándose—, y Milady me dijo que había tenido el placer de cambiar unas palabras con el señor Jarndyce y sus pupilas con ocasión de un encuentro fortuito durante su estancia en los alrededores. Permítame, señor Jarndyce, repetir a usted y a estas señoritas las seguridades que ya he dado al señor Skimpole. Sin duda, las circunstancias me impiden decir que me resultaría grato saber que el señor Boythorn había favorecido mi casa con su presencia, pero esas circunstancias sólo se le aplican a él.

—Ya saben lo que siempre he opinado de él —dijo el señor Skimpole dirigiéndose animado a nosotras—: ¡Un simpático toro que está determinado a verlo todo de color de rojo!

Sir Leicester Dedlock tosió como si no le resultara posible oír otra palabra de alusión a tal individuo, y se despidió con grandes ceremonias y cortesías. Yo me fui a mi habitación a toda la velocidad posible, y me quedé en ella hasta que logré recuperar el control de mí misma. Me había sentido muy perturbada, pero celebré ver, al volver abajo, que únicamente se reían de mí por haber estado tímida y muda ante el gran baronet de Lincolnshire.

Yo ya había decidido que había llegado el momento de contar a mi tutor lo que sabía. La posibilidad de que me pusieran en contacto con mi madre, de que me llevaran a su casa, incluso de que el señor Skimpole, por distante que fuera su relación conmigo, fuera objeto de la amabilidad y el favor de su marido, me resultaba tan dolorosa que consideré que ya no podía orientarme sin la ayuda de mi Tutor.

Cuando nos retiramos a dormir y Ada y yo tuvimos nuestra conversación habitual en nuestra salita, volví a salir por mi puerta y busqué a mi Tutor entre sus libros.

Sabía que a aquella hora siempre se ponía a leer, y al acercarme vi que al pasillo salía la luz de su lámpara de lectura.

—¿Puedo pasar, Tutor?

—Claro, mujercita. ¿Qué pasa?

—No pasa nada. He pensado en aprovechar esta hora de reposo para decirle algo acerca de mí misma.

Me acercó una silla, cerró el libro y lo dejó a un lado y volvió hacia mí su rostro amable y atento. No pude dejar de observar que tenía aquella curiosa expresión que ya le había observado antes yo, aquella noche en que me dijo que él no tenía un problema que pudiera yo comprender fácilmente.

—Lo que te preocupa a ti, Esther querida —me dijo—, nos preocupa a todos. No puedes estar más dispuesta a hablar que yo a escucharte.

—Lo sé, Tutor. Pero necesito mucho su consejo y su apoyo. ¡Ay! No sabe usted cuánto lo necesito esta noche.

No parecía estar preparado para tanta gravedad de mi parte, e incluso me dio la sensación de sentirse un poco alarmado.

—No sabe cuánto deseaba hablar con usted —dije desde que estuvo aquí nuestro visitante.

—¡El visitante, querida mía! ¿Sir Leicester Dedlock?

—Sí.

Se cruzó de brazos y se quedó sentado mirándome con aire de enorme sorpresa, en espera de lo que iba a decir yo después. Yo no sabía cómo irlo preparando.

—¡La verdad, Esther, nuestro visitante y tú sois las dos últimas personas del mundo que se me hubiera ocurrido relacionar! —me dijo con una sonrisa.

—¡Ay, sí, Tutor! Ya lo sé. Y a mí también, hasta hace algún tiempo.

Se le borró la sonrisa de la cara, y puso un gesto más grave que antes. Fue a la puerta a ver si estaba cerrada (pero ya me había encargado yo de eso) y volvió a sentarse frente a mí.

—Tutor —le dije—, ¿recuerda usted cuando nos cayó encima la tormenta y Lady Dedlock le habló a usted de su hermana?

—Claro. Naturalmente.

—¿Y que le recordó a usted que ella y su hermana se habían enfrentado y «habían ido cada una por su lado»?

—Naturalmente.

—¿Por qué se separaron, Tutor?

Se le ensombreció el gesto al mirarme:

—¡Hija mía, qué preguntas! Nunca lo supe. Creo que nunca lo supo nadie más que ellas. ¡Quién podía saber qué secretos tenían aquellas dos mujeres, tan bellas y tan orgullosas! Ya has visto a Lady Dedlock. Si alguna vez hubieras visto a su hermana, sabrías que era tan decidida y tan altiva como ella.

—¡Ay, Tutor, la he visto muchísimas veces!

—¿Que la has visto? —hizo una pausa, mordiéndose el labio—. Entonces, Esther, cuando me hablaste de Boythorn hace mucho tiempo, y cuando te dije que casi se había casado una vez y que la dama no había muerto, pero que había muerto para él, y que todo aquello había influido en la vida ulterior de él…, ¿lo sabías todo y sabías quién era la dama?

—No, Tutor, —respondí, temerosa de la luz que iba abriéndose lentamente ante mí—. Y sigo sin saberlo.

—La hermana de Lady Dedlock.

—Y ¿por qué —apenas logré preguntarle—, por qué, Tutor, se lo ruego que me lo diga, por qué se separaron?

—Fue cuestión de ella, y mantuvo sus motivos encerrados en su corazón inflexible. Más tarde él conjeturó (pero no fue más que una conjetura) que algún daño sufrido por su altivo espíritu en el motivo que la llevó a enfrentarse con su hermana la había herido indeciblemente; pero ella le escribió que a partir de la fecha de aquella carta moría para él (y así ocurrió literalmente), y que aquella resolución era lo que le exigía su conocimiento del orgullo y el sentido del honor de él, que ella compartía. En consideración a esas características de él, e incluso por consideración de esas mismas características en ella, hacía el sacrificio, decía, y viviría con él y moriría con él. Me temo que hizo ambas cosas; desde luego, él nunca la volvió a ver ni oyó una palabra de ella a partir de aquel momento. Ni él ni nadie.

—¡Ay, Tutor, qué he hecho! —exclamé cediendo a mi dolor—. ¡Cuánta pena he causado inocentemente!

—¿Has causado tú, Esther?

—Sí, Tutor, inocentemente, pero no cabe duda. Esa hermana encerrada es mi primer recuerdo.

—¡No, no! —gritó asombrado.

—¡Sí, Tutor, sí! ¡Y su hermana es mi madre!

Yo le hubiera contado todo lo que decía la carta de mi madre, pero él no quiso escucharlo entonces. Me habló con tanto cariño y tanta sabiduría, y me explicó con tanta claridad todo lo que yo había pensado imperfectamente y esperado en mis mejores momentos, que, pese a toda la ferviente gratitud que había sentido por él a lo largo de tantos años, creo que nunca lo quise tanto, nunca le estuve tan agradecida en mi corazón como aquella noche. Y cuando me llevó a mi cuarto y se despidió de mí con un beso, y cuando por fin me acosté, lo único en que pensé fue en cómo podría jamás hacer lo suficiente, jamás ser lo bastante buena, cómo en mi modestia podía jamás olvidarme lo bastante de mí misma, consagrarme lo suficiente a él y ser lo suficientemente útil a los demás, como para demostrarle hasta qué punto lo bendecía y lo honraba.

44. La carta y la respuesta

Mi tutor me llamó a su habitación la mañana siguiente y entonces le dije lo que no le había contado la noche anterior. No había nada que hacer, me contestó, más que guardar el secreto y evitar más encuentros como el de ayer. Comprendía mis sentimientos y los compartía totalmente. Se encargó incluso de impedir que el señor Skimpole aprovechara la oportunidad. Había una persona cuyo nombre no necesitaba mencionarme a quien de momento le resultaba imposible aconsejar o ayudar. Ojalá pudiera, pero era imposible. Si los recelos de ella respecto del abogado al que había mencionado estaban justificados, cosa que no dudaba, temía que se descubriera todo. Lo conocía algo, tanto de vista como por reputación, y desde luego era un hombre peligroso. Pasara lo que pasara, me insistió reiteradamente con afecto y amabilidad preocupados, yo era inocente, igual que él, y ni él ni yo podíamos hacer nada.

—Y tampoco tengo entendido —me dijo— que nadie abrigue sospechas en relación contigo, querida mía. Es posible que existan muchas sospechas, pero sin relacionarse contigo.

—Puede que sea así con el abogado —repliqué—, pero desde que empezó esta preocupación me he acordado de otras dos personas —y le conté todo lo relativo al señor Guppy, quien yo temía hubiera abrigado vagas suposiciones cuando yo no entendía a qué se refería, pero en cuyo silencio tras nuestra última entrevista expresé total confianza.

—Bien —dijo mi Tutor—. Entonces podemos descontarlo de momento. ¿Quién es la otra?

Le recordé a la doncella francesa, y la forma tan insistente en que se me había ofrecido.

—¡Ja! —exclamó pensativo—, esa persona me alarma más que el pasante. Pero, después de todo, querida mía, no hacía más que buscar colocación. Hacía poco que os había visto a ti y a Ada, y era natural que le vinierais a la cabeza. No hizo más que proponerse como doncella tuya. No hizo nada más.

—Actuó de forma muy rara —dije.

—Sí, y actuó de forma muy rara cuando se sacó los zapatos y se mostró encantada con un paseo que podía haberla llevado a su lecho de muerte —comentó mi Tutor—. Sería una angustia y un tormento inútiles el ponerse a calcular con tantas posibilidades y probabilidades. Hay pocas circunstancias inofensivas que no puedan parecer preñadas de significados peligrosos si se pone uno a pensar así. Ten esperanzas, mujercita. No puede ser mejor de lo que ya eres; al saber todo esto, debes seguir siendo igual que eras antes de saberlo. Es lo mejor que puede hacer por todos nosotros. Y yo, al compartir el secreto contigo…

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