Casa desolada (93 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Aparece Mercurio con el café, e informa inmediatamente a Sir Leicester de que ha llegado el señor Tulkinghorn, que está cenando. Milady vuelve la cabeza hacia la sala por un momento, y luego vuelve a quedarse mirando al parque.

Volumnia está encantada de saber que ha llegado su Maravilla. ¡Es un ser tan original, tan inmutable, un ser tan inmenso, que sabe todo género de cosas y no habla nunca de ellas! Volumnia está convencida de que debe de ser francmasón. Seguro que es el jefe de su logia y se pone mandiles y es el perfecto ídolo de todos, que llevan candelabros y escuadras. La bella Dedlock hace estas observaciones animadas con su tono juvenil habitual, mientras teje un bolso de punto.

—No ha venido ni una vez —añade— desde que llegué yo. Os aseguro que he pensado que iba a morirme de pena. Casi me llegué a creer que se había muerto.

Puede que sea la oscuridad cada vez mayor de la tarde, o la oscuridad todavía mayor que siente en su corazón, pero a Lady Dedlock le pasa una sombra por la cara, como si pensara: «¡Ojalá!».

—El señor Tulkinghorn —dice Sir Leicester— siempre será bien acogido aquí, y será discreto dondequiera que se halle. Es una persona muy valiosa, y merecidamente respetada.

El primo debilitado supone que «Es un tipo inmensamente rico, qué maravilloso».

—Si el país prospera, él también —dice Sir Leicester—, sin duda. Naturalmente, está muy bien pagado, y se relaciona con la sociedad más alta casi en pie de igualdad.

Todo el mundo se sobresalta, porque ha sonado un disparo cerca.

—Dios mío, ¿qué es eso? —pregunta Volumnia; con su gritito sofocado.

—Una rata —dice Milady—, y la han matado.

Entra el señor Tulkinghorn, seguido por dos mercurios con lámparas y velas.

—No, no —dice Sir Leicester—, creo que no. Milady, ¿tienes algo que objetar a la media luz?

Por el contrario, Milady la prefiere.

—¿Volumnia?

¡Oh! No hay nada que le parezca tan delicioso a Volumnia como estar charlando sentada en la oscuridad.

—Entonces que se las lleven —ordena Sir Leicester—. Perdone, Tulkinghorn. ¿Cómo le va?

El señor Tulkinghorn avanza con su calma de costumbre, hace una reverencia de pasada a Milady, estrecha la mano de Sir Leicester y se hunde en la silla que le corresponde cuando tiene algo que comunicar, frente a la mesita de la prensa del Baronet. Sir Leicester teme que como Milady no está muy bien, le dé frío en esa ventana abierta. Milady se lo agradece, pero prefiere seguir sentada ahí para tomar el aire. Sir Leicester se levanta, le pone el chal y vuelve a su asiento. Entre tanto, el señor Tulkinghorn toma un poquito de rapé.

—Bien —pregunta Sir Leicester—, ¿cómo ha ido la elección?

—Pues mal desde el principio. Ni una posibilidad. Han sacado sus dos candidatos. Los han derrotado totalmente a ustedes. Tres a uno.

Parte de la política y de la destreza del señor Tulkinghorn es que no tiene opiniones políticas. Por eso dice que «ustedes» han salido derrotados, y no «nosotros».

Sir Leicester se encoleriza majestuosamente. Volumnia nunca ha oído cosa igual. El primo debilitado sostiene que «eso es lo que pasa, ya sabéis, cuando se da el voto al… populacho».

—Claro, es la circunscripción —continúa diciendo el señor Tulkinghorn, en medio de la oscuridad, que cae a velocidad cada vez mayor— donde querían presentar al hijo de la señora Rouncewell.

—Propuesta que, como me informó usted acertadamente en su momento, él tuvo el buen gusto y la inteligencia de no aceptar —observa Sir Leicester—. No puedo decir que apruebe en absoluto los sentimientos expresados por el señor Rouncewell cuando pasó una media hora en este salón, pero su decisión tenía un carácter ponderado, que celebro reconocer.

—¡Ja! —comenta el señor Tulkinghorn—, pero eso no le impidió participar muy activamente en estas elecciones. Se oye claramente que Sir Leicester da un respingo antes de decir:

—¿He comprendido bien? ¿Ha dicho usted que el señor Rouncewell había participado muy activamente en estas elecciones?

—Con una actividad extraordinaria.

—En contra…

—Ay, sí, en contra de ustedes. Es muy buen orador. Claro y penetrante. Ha hecho mucho daño, y tiene gran influencia. En el aspecto de la gestión del trabajo ha sido el principal organizador.

Es evidente para todos los reunidos, aunque nadie pueda verlo, que Sir Leicester está mirando ante sí con aire majestuoso.

—Y, además —señala el señor Tulkinghorn como para terminar—, su hijo lo ayudó mucho.

—¿Su hijo, señor mío? —repite Sir Leicester con una cortesía helada.

—Su hijo.

—¿El hijo que deseaba casarse con la joven que se halla al servicio de Milady?

—Ese hijo. Es el único que tiene.

—Entonces, por mi honor —exclama Sir Leicester tras una pausa terrorífica, durante la cual se le ha oído dar otro respingo y se ha sentido que se quedaba con la mirada fija—, entonces, por mi honor, por mi vida, por mi reputación y mis principios, es que se han roto los diques de la sociedad y las aguas han…, ¡ejem!…, borrado los hitos del marco de la cohesión que mantiene las cosas en orden!

Estallido general de indignación entre los primos. Volumnia cree que verdaderamente ya es hora, sabéis, de que alguien con poder intervenga y haga algo con decisión. El primo debilitado cree que «el país, ya sabéis, se está yendo al D-I-A-B-L-O a paso de carga».

—Ruego —dice Sir Leicester— que no sigamos comentando esa circunstancia. Todo comentario es superfluo. Milady, permíteme sugerirte con respecto a esa muchacha…

—No tengo ninguna intención —observa Milady desde su ventana, en voz baja, pero decidida— de privarme de ella.

—No era eso lo que iba a decir —replica Sir Leicester—. Celebro saberlo. Iba a sugerirte que, como la consideras digna de tu protección, ejercieras tu influencia para alejarla de esas manos peligrosas. Podrías mostrarle qué violencia haría esa relación a sus deberes y sus principios, y podrías reservarla para un destino mejor. Podrías señalarle que, con el tiempo, probablemente encontraría en Chesney Wold un marido que no… —añade Sir Leicester tras un momento de reflexión— la arrancaría de los altares de sus antepasados.

Brinda esas observaciones con su cortesía acostumbrada y con la deferencia con la que siempre se dirige a su esposa. Ésta se limita a mover la cabeza en respuesta. Está saliendo la luna, y desde donde está sentada ella, es como un riachuelo de luz pálida y fría que le enmarca la cabeza.

—Merece la pena señalar, sin embargo —dice el señor Tulkinghorn—, que, a su estilo, esa gente es muy, pero que muy orgullosa.

—¿Orgullosa? —Sir Leicester no da crédito a sus oídos.

—No me sorprendería que todos ellos abandonaran voluntariamente a la muchacha (sí, su enamorado y todos ellos), en lugar de abandonarlos ella, de suponer que ella siguiera en Chesney Wold en estas circunstancias.

—¡Bueno! —dice Sir Leicester con voz trémula—. ¡Bueno! Usted debe saberlo, señor Tulkinghorn. Ha estado usted con ellos.

—De verdad, Sir Leicester —responde el abogado—, me limito a hacer constar un hecho. Pero sí les podría contar una historia… Con el permiso de Lady Dedlock.

Lo concede con un gesto de asentimiento, y Volumnia está encantada. ¡Una historia! ¡Ay, por fin va a contar algo! ¿Habrá un fantasma? (espera Volumnia).

—No. De personajes de carne y hueso. —El señor Tulkinghorn se interrumpe brevemente y repite, con un pequeño énfasis superpuesto a su monotonía habitual—: De carne y hueso, señorita Dedlock. Sir Leicester, se trata de algo que no he sabido hasta hace muy poco. Es muy breve. Constituye un ejemplo de lo que acabo de decir. De momento no mencionaré nombres. Espero que Lady Dedlock no me considere maleducado.

A la luz del fuego, que está muy bajo, puede verse cómo mira él hacia la luna. A la luz de la luna se puede ver a Lady Dedlock, totalmente inmóvil.

—Un conciudadano de este señor Rouncewell, una persona, según me han dicho, en circunstancias exactamente iguales, tuvo la buena fortuna de tener una hija que atrajo la atención de una gran dama. Hablo de una dama, verdaderamente grande, no sólo grande para él, sino casada con un caballero de la misma condición que usted, Sir Leicester.

Sir Leicester dice, condescendiente:

—Sí, señor Tulkinghorn —implicando que entonces debe de haber parecido de unas dimensiones morales muy considerables, a ojos de un metalúrgico.

—La dama era rica y bella, y se aficionó a la muchacha, la trató con gran amabilidad y la tenía siempre a su lado. Y aquella dama tenía un secreto bajo toda su grandeza, que había mantenido desde hacía muchos años. De hecho, en sus años mozos había estado prometida en matrimonio con un pícaro capitán del Ejército, que era incapaz de llegar a nada. No llegó a casarse con él, pero tuvo descendencia del capitán.

A la luz de la lumbre, puede verse cómo mira él hacia la luna. A la luz de la luna, puede verse de perfil a Lady Dedlock, totalmente impasible.

—Al morir el capitán, ella se creyó totalmente a salvo, pero sucedió una serie de circunstancias con las que no voy a aburrirlos, que llevaron a que se descubriera el asunto. Según me han contado la historia, todo comenzó un día con una imprudencia de ella, al verse sorprendida por algo, lo cual demuestra lo difícil que es incluso para los más firmes de nosotros (pues ella era muy firme) el mantenerse siempre alerta. Se produjeron grandes problemas domésticos, grandes sorpresas. Dejo a su imaginación; Sir Leicester, el dolor del marido. Pero ahora no estamos hablando de eso. Cuando el paisano del señor Rouncewell se enteró de la revelación, no permitió que la muchacha siguiera estando protegida y honrada, igual que no hubiera sufrido que la atropellaran delante de él. Tal fue su orgullo que se la llevó indignado, como si la arrancara a la vergüenza y la deshonra. No comprendía el honor que les había hecho a él y a su hija la condescendencia de la dama; no lo comprendía en absoluto. Lo que hacía era lamentar la posición de la muchacha, como si la dama hubiera sido la más plebeya de las plebeyas. Ésa es la historia. Espero que Lady Dedlock disculpe lo triste que es.

Hay varias opiniones sobre el fondo de la historia, que entran más o menos en conflicto con la de Volumnia. Esa bella jovenzuela no puede creer que jamás haya existido una dama así, y rechaza toda la historia del principio al fin. La mayoría se siente inclinada a apoyar los sentimientos del primo debilitado, que los expresa en pocas palabras: «No hay derecho…, paisano infernal de Rouncewell». Sir Leicester se remonta vagamente a Wat Tyler y organiza una secuencia de acontecimientos conforme a sus propios planes.

En total, no se conversa demasiado, pues en Chesney Wold se han estado acostando tarde desde que empezaron los gastos necesarios en otras partes, y ésta es la primera noche en que la familia ha estado sola. Son más de las diez cuando Sir Leicester pide al señor Tulkinghorn que llame para pedir velas. Para entonces, el riachuelo de la luna se ha convertido en un lago, y entonces es cuando Lady Dedlock se mueve por primera vez, se levanta y se acerca a la mesa a buscar un vaso de agua. Los primos guiñan los ojos como murciélagos a la luz de las velas cuando se apresuran a dárselo, y Volumnia (siempre dispuesta a tomar algo mejor si está disponible) toma otro, un sorbito diminuto del cual le resulta suficiente; Lady Dedlock, siempre amable y compuesta, contemplada por miradas de admiración, recorre lentamente la larga perspectiva junto a esa Ninfa, y la comparación entre la una y la otra no es precisamente favorable para Volumnia.

41. En la habitación del Sr. Tulkinghorn

El señor Tulkinghorn llega a su habitación de la torreta, un tanto cansado por la subida, aunque la ha hecho despacio. Lleva en la cara una expresión como si acabara de descargarse mentalmente de una cuestión grave y, en su estilo introvertido, estuviera satisfecho. El decir de alguien tan severa y estrictamente autocontrolado que está triunfante sería hacerle una injusticia tan grave como decir que sufre de mal de amores o de alguna debilidad romántica. Quizá dé una sensación de mayor poder cuando se aprieta una de las muñecas surcadas de venas abultadas con la otra mano y, con ambas así a la espalda, se pasea en silencio arriba y abajo.

En la habitación hay una mesa escritorio de gran capacidad, con un montón bastante grande de papeles. La lámpara verde está encendida, sus gafas de leer están en la mesa, el sillón está puesto al lado, y da la sensación de que va a dedicar una hora más o menos a todo lo que reclama su atención antes de acostarse. Pero da la casualidad de que no está pensando en el trabajo. Tras echar un vistazo a los documentos que lo esperan (e inclinar la cabeza junto a la mesa, pues la visión del anciano para leer manuscritos o impresos por la noche es bastante defectuosa), abre la puertaventana y sale a la terraza. Allí sigue paseándose arriba y abajo, con la misma actitud, para calmarse, si es que un hombre tan pausado necesita calmarse, después de la historia que ha relatado en el piso de abajo.

Hubo épocas en que hombres tan sabios como el señor Tulkinghorn se paseaban por las terrazas de las torretas a la luz de las estrellas y miraban al cielo para leer su fortuna en él. Esta noche se ven miríadas de estrellas, aunque su brillo se ve eclipsado por el esplendor de la luna. Si está buscando su propia estrella mientras da vueltas metódicamente por la terraza, debería ser una estrella pálida para tener una representación tan descolorida ahí abajo. Si está buscando su destino, es posible que se halle escrito en otros caracteres y más cerca de él.

Mientras se pasea por la terraza, probablemente con los ojos tan por encima de sus pensamientos como lo están por encima de la Tierra, de pronto se ve detenido al pasar junto a la ventana por dos ojos que tropiezan con los suyos. El techo de su habitación es bastante bajo, y la parte más alta de la puerta, que está frente a la ventana, es de cristal. También hay una doble puerta acolchada, pero como la noche es cálida, no la cerró cuando subió. Esos ojos que tropiezan con los suyos miran por el cristal desde el pasillo de afuera. Él los conoce bien. Hace muchos años que no se le subía la sangre a la cara de manera tan repentina y tan roja como cuando reconoce a Lady Dedlock.

Entra en la habitación, y también entra ella, que cierra ambas puertas tras de sí. Tiene ella en la mirada una inquietud furiosa (¿es miedo o es ira?). En cuanto al porte y todo lo demás, tiene el mismo aspecto que tenía hace dos horas, en el piso de abajo.

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