Casa desolada (91 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

El señor Guppy vuelve a cruzarse de brazos y a apoyarse en el parapeto, como si estuviera a punto de reanudar su interesante conversación.

—Te digo, amigo mío, que siguen en eso —comenta el señor Guppy—, y que siguen echando las cuentas, estudiando los documentos, examinando un montón de basuras tras otro. Como sigan así, dentro de siete años estarán igual que ahora.

—¿Y Small les ayuda?

—Small se ha marchado tras dar un preaviso de una semana. Le dijo a Kenge que los negocios de su abuelo eran demasiado para el anciano y a él le convendría dedicarse a ellos. Últimamente se habían enfriado las relaciones entre Small y yo por lo reservado que era él. Pero me dijo que tú y yo lo habíamos empezado, y a decir verdad yo no se lo podía discutir, porque tenía razón él, y volví a poner nuestras relaciones en el mismo pie que antes. Así es como me he enterado de lo que están tramando.

—¿No has ido a buscar nada?

—Tony —dice el señor Guppy, un tanto desconcertado—, no quiero ser reservado contigo, y la verdad es que no me gusta demasiado la casa, salvo cuando estoy contigo; por eso he propuesto esta pequeña cita para que nos llevemos tus cosas. ¡El reloj acaba de dar la hora! Tony —añade el señor Guppy, misteriosa y tiernamente elocuente—, es necesario convencerte una vez más de que circunstancias ajenas a mi voluntad han introducido una modificación melancólica en mis planes más acariciados, y en la imagen que no me ama y que te he mencionado anteriormente como a un buen amigo. Esa imagen se ha roto, y ese ídolo ha caído… Mi único deseo actualmente, en relación con los objetos que tenía yo la idea de llevar al Tribunal con tu ayuda como amigo, es dejarlos en paz y enterrarlos en el olvido. ¿Crees posible, crees en absoluto probable (y te lo pregunto como buen amigo, Tony), por tu conocimiento del personaje caprichoso, astuto y anciano, que cayó presa del… elemento Espontáneo, crees, Tony, probable en absoluto que él tuviera otra idea y colocara aquellas cartas en otra parte, después de la última vez en que lo viste vivo, y que no quedaran destruidas aquella noche?

El señor Weevle se queda reflexionando un momento. Niega con la cabeza. Opina decididamente que no.

—Tony —dice el señor Guppy mientras avanza hacia la plazoleta—, una vez más, entiéndeme como amigo. Sin entrar en más explicaciones, puedo repetir que el ídolo ha caído. No tengo ya más objetivo que el de enterrarlo en el olvido. Me he comprometido a ello. Me lo debo a mí mismo, y se lo debo también a esa imagen rota, así como a circunstancias ajenas a mi voluntad. Si me expresaras con un gesto, con un guiño, que has visto en alguna parte de tu antigua residencia algún papel parecido a los que buscábamos, los tiraría al fuego, te lo aseguro, bajo mi responsabilidad.

El señor Weevle asiente. El señor Guppy, muy elevado a sus propios ojos por haber formulado esas observaciones, con aire en parte forense y en parte romántico (pues este caballero siente pasión por hacerlo todo como si fuera un interrogatorio judicial, o afirmarlo todo como si fuera un alegato final o un discurso), acompaña dignamente a su amigo a la plazoleta.

Nunca, desde su fundación como plazoleta, ha habido en ella una bolsa de chismorreos, inagotable como la de Fortunato, comparable a la de la trapería. Infaliblemente, todas las mañanas a las ocho, llega a la esquina el señor Smallweed abuelo, al que meten en la tienda acompañado por la señora Smallweed, Judy y Bart, e infaliblemente se pasan en ella todo el día hasta las nueve de la noche, solazados con refacciones improvisadas, en cantidades no abundantes, que les traen de la casa de comidas de al lado, y buscan y registran, escarban y bucean entre los tesoros del finado. Mantienen tan en secreto la índole de esos tesoros que la plazoleta se siente enloquecer. En su delirio se imaginan monedas de a guinea que aparecen en teteras, monedas de a corona amontonadas en poncheras, sillas y colchones viejos llenos de billetes del Banco de Inglaterra. Compra el pliego de a seis peniques (con portada de vivos colores) del señor Daniel Dancer y su hermana, y también el del señor Elwes, de Suffolk
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y convierte todos los datos de esa narraciones auténticas en alusiones al señor Krook. Dos veces, cuando se llama al barrendero a que se lleve una carretada de papel viejo, cenizas y botellas rotas, la plazoleta entera se reúne a inspeccionar los cestos cuando salen. Muchas veces, los dos caballeros que escriben con plumillas infatigables en papel finísimo aparecen curioseando en la plazoleta, sin saludarse el uno al otro, pues su antigua sociedad se ha disuelto. El Sol introduce hábilmente en las veladas de la Armonía una nota relativa a lo que más interesa en estos momentos. Little Swills recibe grandes aplausos cuando introduce alusiones habladas al tema, y ese mismo vocalista añade improvisaciones ingeniosas en su repertorio habitual, como si hubiera recibido la inspiración divina. Incluso la señorita M. Melvilleson, en la vieja melodía caledoniana que dice «Todos de acuerdo», expresa el sentimiento de que «a los perros les gusta la chevecha» (sea lo que sea ese brebaje) con tal picardía y tal giro de la cabeza hacia la puerta de al lado que inmediatamente se advierte que significa que al señor Smallweed le encanta encontrar dinero, y todas las noches ha de bisar la canción. Pese a todo esto, la plazoleta no se entera de nada, y como informan la señora Piper y la señora Perkins ahora al antiguo pensionista, cuya aparición provoca la agitación general, se halla en estado de constante agitación para ver si logra descubrirlo todo y algo más.

El señor Weevle y el señor Guppy, sobre los que caen las miradas de toda la plazoleta, llaman a la puerta de la casa del finado, en estado de gran popularidad. Pero cuando contra lo que esperaba la plazoleta los dejan entrar, inmediatamente se hacen impopulares y se considera que no pueden ir a nada bueno.

Las persianas están más o menos echadas en toda la casa, y el piso bajo está lo bastante oscuro como para que hagan falta velas. Al pasar, acompañados a la trastienda por el más joven de los Smallweed, como acaban de llegar de la luz no pueden distinguir más que sombras y tinieblas, pero gradualmente disciernen al señor Smallweed abuelo, sentado en su silla al borde de un montón o una tumba de papel viejo, en el que está hurgando la virtuosa Judy como una sacristana, y a la señora Smallweed en el nivel más bajo de los alrededores, hundida en un montón de pedazos de papel, impreso y manuscrito, que parece estar formado por los cumplidos acumulados de que viene siendo objeto durante todo el día. Todo el grupo, incluido Small, está negro de polvo y de hollín, y tiene un aspecto demoníaco que no se ve precisamente aliviado por la traza general del aposento. Hay en éste más desechos y basuras que antes, y está todavía más sucio, si cabe; además, las huellas de su antiguo habitante le dan un aire fantasmal, agravado por los restos de su escritura con tiza en las paredes.

Cuando entran los visitantes, el señor Smallweed y Judy se cruzan simultáneamente de brazos y cesan en su búsqueda.

—¡Ajá! —grazna el anciano caballero—. ¡Cómo estamos, señores, cómo estamos! ¿Ha venido usted a buscar sus pertenencias, señor Weevle? Muy bien, muy bien. ¡Ja! ¡Ja! Si las hubiera usted dejado mucho tiempo más habríamos tenido que venderlas, caballero, para pagar los gastos de almacenaje. Se siente usted en su propia casa, ¿a que sí? ¡Me alegro de verle, me alegro de verle!

El señor Weevle le da las gracias y echa una ojeada a su alrededor. La mirada del señor Guppy sigue a la del señor Weevle. La mirada del señor Weevle vuelve atrás sin haber encontrado nada. La mirada del señor Guppy vuelve atrás y se encuentra con la del señor Smallweed. El simpático anciano sigue murmurando, como un instrumento cuya cuerda se estuviera acabando: «Cómo estamos, caba…, cómo esta…». Y cuando se le acaba la cuerda del todo cae en un silencio sonriente, momento en el que el señor Guppy siente un sobresalto al ver al señor Tulkinghorn, que está de pie en las tinieblas del fondo,, con las manos a la espalda.

—El caballero ha tenido la amabilidad de constituirse en mi abogado —dice el Abuelo Smallweed—. ¡No soy yo cliente digno de un caballero de tamaña distinción, pero ha sido muy amable conmigo!

El señor Guppy da un leve codazo a su amigo para que eche otro vistazo, hace una pequeña reverencia al señor Tulkinghorn, que le devuelve una leve inclinación de cabeza. El señor Tulkinghorn lo contempla todo como si no tuviera cosa mejor que hacer y se sintiera más bien divertido por la novedad.

—Diríase que hay bastantes pertenencias aquí, señor mío —observa el señor Guppy al señor Smallweed.

—¡Más que nada trapos y basura, amigo mío! ¡Trapos y basura! Yo y Bart y mi nieta Judy estamos tratando de levantar un inventario de lo que se puede vender. Pero todavía no hemos encontrado gran cosa, no… hemos… encon… ¡ah!

Al señor Smallweed se le ha vuelto a acabar la cuerda, mientras que la mirada del señor Weevle, seguida por la del señor Guppy, ha vuelto a recorrer la trastienda y ha regresado a su origen.

—Bueno caballero —dice el señor Weevle—, no queremos interrumpir más; si nos lo permite, vamos a subir.

—¡Vayan donde quieran, señores míos, donde quieran! Están ustedes en su casa. ¡Les ruego que se sientan en su casa!

Mientras suben, el señor Guppy levanta las cejas con un gesto inquisitivo y mira a Tony. Tony niega con la cabeza. Encuentran la vieja habitación triste y lúgubre, con las cenizas del fuego que ardía aquella memorable noche todavía en la chimenea descolorida. No sienten inclinación alguna a tocar nada, y al principio quitan el polvo de cada objeto con un soplido. Tampoco sienten deseos de prolongar su visita y envuelven todas las cosas transportables a toda velocidad, sin hablar nunca más que en susurros.

—Mira —dice Tony, dando un paso atrás—, ¡aquí vuelve esa gata asquerosa!

El señor Guppy se atrinchera tras una silla.

—Ya me ha hablado Small de ella. Aquella noche salió a saltos y arañándolo todo, como un dragón, y se salió al tejado y se pasó quince días por los tejados, y luego volvió a meterse por la chimenea, porque había adelgazado mucho. ¿Has visto cosa igual? Es como si lo supiera todo, ¿no? Es casi como si fuera Krook. ¡Zape! ¡Largo, demonio!

Lady Jane se queda en la puerta con su mueca de tigre que le va de oreja a oreja, y su cola cortada, y no da muestras de obedecer, pero cuando el señor Tulkinghorn tropieza con ella, la gata le escupe a los pantalones descoloridos y con un maullido de ira sigue subiendo con el lomo arqueado. Posiblemente vaya otra vez al tejado, para volver a bajar por la chimenea.

—Señor Guppy —dice el señor Tulkinghorn—, ¿puedo decirle una palabra?

El señor Guppy está ocupado en recoger la Galería de la Galaxia de las Bellezas Británicas de la pared y en depositar esas obras de arte en su vieja e indigna sombrerera.

—Caballero —responde, ruborizándose—, deseo actuar cortésmente con todos los miembros de la profesión, y en especial, naturalmente, con un miembro de ella tan conocido como usted, y si me permite añadirlo, señor mío, tan distinguido como usted. Pero, señor Tulkinghorn, debo estipular que si desea usted decirme algo, ese algo ha de decirse en presencia de mi amigo.

—¿Ah, sí? —comenta el señor Tulkinghorn.

—Sí, señor. Mis motivos no son en absoluto personales, pero para mí son más que suficientes.

—Sin duda, sin duda —el señor Tulkinghorn sigue tan imperturbable como la piedra de la chimenea a la que dirige sus palabras—. La cuestión no es de tanta importancia como para que necesite molestar a usted con la imposición de condiciones, señor Guppy. —Hace una pausa para sonreír, y su sonrisa es tan lúgubre y tan oxidada como sus calzones cortos—. He de felicitarlo, señor Guppy; es usted un joven afortunado, señor mío.

—Bastante, señor Tulkinghorn; no me quejo.

—¿Quejarse? Amistades en las altas esferas, ingreso en las grandes casas y acceso a damas elegantes! Le aseguro, señor Guppy, que hay gente en Londres que se daría con un canto en los dientes por estar en su posición.

El señor Guppy parece dispuesto a darse con lo que sea en la cara, cada vez más sonrojada, por hallarse él en la posición de esa gente, en lugar de donde está, y replica:

—Señor mío, mientras realice mi trabajo y atienda a los asuntos de Kenge y Carboy, a nadie le importa quiénes sean mis amigos y conocidos, ni a ningún miembro de la profesión tampoco, y eso incluye al señor Tulkinghorn, de los Fields. No tengo ninguna obligación de dar más explicaciones, y con todo el respeto debido a usted y sin ánimo de ofender… repito: sin animo de ofender…

—¡Naturalmente!

—… no me propongo darlas.

—Exactamente —dice el señor Tulkinghorn con un gesto calmoso—. Muy bien. Veo por esos retratos que se interesa usted mucho por el gran mundo.

Estas palabras las dirige al asombrado Tony, que reconoce esa pequeña debilidad.

—Es una virtud de la que carecen pocos ingleses —observa el señor Tulkinghorn. Está de pie en el reborde de la chimenea, con la espalda hacia ésta, y ahora se da la vuelta y se pone las gafas—. ¿Quién es ésta? «Lady Dedlock». ¡Ja! Muy buen parecido, en su estilo, pero le falta fuerza de carácter. ¡Les deseo muy buenos días, señores, muy buenos días!

Cuando se marcha, el señor Guppy, bañado en sudor, se apresta a terminar de desmontar la Galería de la Galaxia, concluyendo con Lady Dedlock.

—Tony —dice apresuradamente a su asombrado compañero—, vamos a terminar con esto cuanto antes y a largarnos de aquí. Sería inútil tratar de ocultarte a ti, Tony, que he tenido con una persona de esa elegante aristocracia, a quien tengo ahora en mi mano, una comunicación y una relación no divulgadas. Quizá hubiera un momento para que te lo revelase. Pero ya se acabó. Si todo ha de quedar enterrado en el olvido se debe tanto al juramento que he hecho como al ídolo roto y como a circunstancias ajenas a mi voluntad. ¡Te pido como amigo, por todo el interés de que has dado muestras por el gran mundo, y por cualquier pequeño favor que haya podido hacerte para sacarte de algún apurillo, que tú también lo entierres sin una palabra de curiosidad!

El señor Guppy formula este ruego en un estado muy próximo al frenesí forense, mientras su amigo da muestras de gran confusión con toda su cabellera e incluso con sus cultivadas patillas.

40. Noticias nacionales y locales

Inglaterra lleva unas semanas sumida en un estado terrible. Lord Coodle quería salir, Sir Thomas Doodle no quería entrar, y como no había nadie (digno de mención) en la Gran Bretaña más que Coodle y Doodle, no ha habido Gobierno. Menos mal que el encuentro hostil entre estos dos grandes hombres, que en cierto momento parecía inevitable, no se produjo, porque si ambas pistolas hubieran surtido efecto, y Coodle y Doodle se hubieran matado el uno al otro, cabe suponer que Inglaterra hubiera esperado a tener Gobierno hasta que el joven Coodle y el joven Doodle, que todavía visten de bata y medias largas, fueran adultos. Sin embargo, aquella escalofriante calamidad nacional se vio conjurada cuando Lord Coodle descubrió oportunamente que si en el calor del debate había dicho que despreciaba y vilipendiaba toda la innoble carrera de Sir Thomas Doodle, en realidad lo que había querido decir era que las diferencias de partido nunca lo inducirían a negar el testimonio de su más cálida admiración, y cuando en igual oportunidad, por la otra parte, Sir Thomas Doodle había dicho sincera y expresamente que, a su juicio, Lord Coodle pasaría a la posteridad como el más fiel reflejo de la virtud y la honorabilidad. Pero Inglaterra lleva varias semanas en la horrible situación de no tener un piloto (como expresó tan acertadamente Sir Leicester Dedlock) para capear el temporal, y lo más extraño del caso es que a Inglaterra no ha parecido preocuparle demasiado, sino que ha seguido comiendo y bebiendo y casándose y dando a sus hijos en matrimonio, como se hacía en la antigüedad, en los viejos tiempos antes del Diluvio. Pero Coodle advirtió el peligro, y Doodle advirtió el peligro, y todos sus seguidores y sus fieles tuvieron la percepción más clara posible del peligro. Por fin, Sir Thomas Doodle no sólo ha condescendido a entrar, sino que lo ha hecho en toda regla, y con él han entrado todos sus sobrinos, todos sus primos y todos sus cuñados. De manera que el viejo buque todavía tiene posibilidades.

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