Categoría 7 (22 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Él respondió asintiendo a su vez, sonriendo satisfecho.

—Me alegra que nos entendamos. Sabes a quién llamar si necesitas algo.

—Sí, lo sé. Gracias —respondió secamente. «Maureen Dowd, la fan más grande de tu padre».

Su sonrisa se amplió y ella sintió el familiar e inútil cambio de humor mientras él parecía deshacerse de la conversación. Sólo hicieron falta unos pocos pasos para acortar la distancia que los separaba. Ella se opuso con un temblor y retrocedió un paso.

—Ahora que hemos terminado con los negocios, me encanta volver a verte, Ellie May —dijo, usando el sobrenombre que le había puesto cuando eran novios. Ella lo detestaba.

Él la atrajo hacia su pecho, ignorando su resistencia.

—Win, no.

—Oh, vamos. Elle. No seas chiquilla. Los negocios son negocios, pero esto… —Inclinó su rostro hacia el suyo con un frío dedo bajo su barbilla, y luego pasó el nudillo por el borde de su mandíbula—. Esto no son negocios, ¿verdad?

Deslizó su otra mano por sus cabellos y soltó el prendedor que los sostenía en un recatado moño. Sus ojos habían adquirido una calidez familiar que era imposible de malinterpretar.

El antiguo deseo y un más reciente desprecio combatieron en su interior, pero sabía que ninguno saldría victorioso. El hombre que ponía las manos sobre ella tenía una expresión que le gustaba repetir, y ésta era: «Win gana». Elle sabía por experiencia que esa afirmación era algo más que un juego de palabras. Era una profecía que se alimentaba a sí misma. Win rara vez perdía y, con frecuencia, la pérdida era sólo temporal.

—Tengo casi una hora libre antes de marcharme —murmuró, su boca rozándole el oído mientras una mano se deslizaba por detrás de ella y la agarraba por la cintura—. Tiempo suficiente para una copa. U otra cosa.

Capítulo 20

Viernes, 13 de julio, 19:20 h, Distrito Financiero, Nueva York.

Como muchos de los días de ese verano, aquél había estado deliciosamente despejado. El cielo de Nueva York había desplegado su mejor azul para mantener contentos a los turistas, y las únicas nubes que se vislumbraban habían comenzado como estelas de vapor. Vientos lentos en las altas capas de la atmósfera las habían desplumado lentamente a lo largo del día, transformando los cielos en un lienzo de elevadas nubes
cirrus castellanas
, que algún antiguo, con espíritu poético, había bautizado como «cola de yegua». Se extendían frente al sol del ocaso, listas para ser pintadas con colores del extremo más cálido del espectro. Sería una noche fantástica. Se formarían largas colas para esperar los carruajes de Central Park, y de Harlem a TriBeCa las calles rebosarían de vida mientras la ciudad se recuperaba del calor diurno y dejaba que la noche la refrescara.

Kate se apartó de la ventana, treinta pisos sobre Wall Street y del enorme agujero cerca de ella, y volvió a mirar los documentos en la pantalla de su ordenador. Le quedaban por lo menos unas horas de lectura delante de ella y cálculos que realizar, pero todo eso podría esperar hasta el día siguiente. Tenía que reunirse con unos amigos y escuchar algo de música.

Al estar tan cerca del agua, haría calor en Battery Park pero soplaría una agradable brisa, y ella iba a disfrutar de la noche.

Si la música no resultaba ser buena, al menos la conversación sí lo sería. E incluso iba a realizar una buena acción al presentarle a Elle a alguna gente nueva. Sintiéndose satisfecha de sí misma, Kate comenzó a cerrar los archivos y a apagar su ordenador.

Desde la breve conversación con Davis Lee en la fiesta de Iowa, en la que él le había dado permiso para presentar su ponencia, ella había estado tomando notas y haciendo cálculos para su exposición en todos los momentos que le quedaban libres. Las tres tormentas que habían dado origen a su artículo parecerían vulgares al común de la gente, y tal vez, a primera vista, a la mayoría de los meteorólogos. Después de todo, una granizada en Montana, una inundación en Minnesota y una tormenta de viento en Oklahoma no eran nada fuera de lo común dada la época del año y la ubicación geográfica. Por ello, probablemente nadie se había ocupado de ellas, pensó con irritación. Pero le habían costado a sus analistas financieros varias llamadas, y eso nunca era un asunto trivial. Coriolis no había alcanzado su buena reputación por hacer malos cálculos, sino por sus actuaciones. De calidad, fiables y consistentes, dependía de la habilidad de su grupo para dar a los operadores de bolsa el consejo adecuado dentro del lapso de tiempo adecuado.

Los primeros ensayos para su exposición habían resultado cinco minutos más breves del tiempo estipulado. Ella siempre hablaba demasiado rápido cuando estaba nerviosa, y tener que hablar delante de un numeroso grupo de gente siempre la ponía nerviosa. Y si se había quedado cinco minutos escasa mientras hablaba frente al espejo del lavabo, eso podía traducirse en unos quince minutos delante de una multitud. Por eso, había decidido incluir los datos sobre la tormenta del Caribe que casi había derribado a Richard del tejado y, debido a las coincidencias, aunque fueran trágicas, también mencionaba la extraña tormenta que había tenido lugar en el Valle de la Muerte. Y ahora podía añadir la intensificación de
Simone
. Confiaba en que lo que dijera sirviera para dejar intrigada a alguna otra mente. Alguien con alguna respuesta.

—Querida, necesitas un hombre.

Kate sonrió al oír la voz de profundo acento sureño de Davis Lee y se dio la vuelta para quedar frente a él. Por lo que se refería a jefes, ella no podía pedir uno mejor. Era de trato sencillo, pagaba mucho dinero por lo que a ella le encantaba hacer y se mantenía apartado de su camino.

—No necesito un hombre; necesito una esposa. Los hombres sólo traen problemas. Necesito a June Cleaver.

Él se rió, entró en el despacho y se acomodó en la misma silla en la que Elle se había sentado horas antes. Era la única que no estaba cubierta con un montón de carpetas manila, informes y copias de mapas.

—¿Qué es lo que la está entreteniendo hasta tan tarde, señorita Kate?

—Notas sobre las tormentas misteriosas.

Él sacudió lentamente la cabeza.

—Espero que presentar este trabajo signifique que te resignas, Kate. Casi puedo garantizarte que habrá otras más adelante que te resultarán igual de extrañas —dijo, estirando sus largas piernas hacia delante.

El comentario hizo que ella frunciera el ceño por un instante, pero se contuvo y lo miró de arriba abajo.

—¿Dónde has estado? ¿Reuniones con clientes?

Él asintió, con expresión aburrida o cansada, dejando escapar un suspiro. Todo lo que tenía, desde su traje a sus zapatos era conservador y posiblemente hecho a medida. Rezumaba confianza y buen gusto y era, centímetro a centímetro un hombre de Wall Street.

Ella señaló hacia la bolsa de deporte de cuero que bloqueaba la entrada de su oficina.

—¿Has llegado directamente desde el Kennedy una noche de viernes y tú crees que no necesito vida social?

—Acabo de llegar de Westchester. Un aeropuerto más pequeño, para vuelos más cortos. Y sí, yo creo que necesitas un poco de vida social. Voy a salir más tarde. Apuesto a que tú no.

Cruzando los brazos sobre el pecho, Kate se reclinó en su silla.

—Pues resulta que sí voy a salir.

—Me alegra saberlo, porque mucho trabajo y nada de diversión hacen de Kate…

—No soy aburrida, estoy decidida, Davis Lee. Hay algo muy extraño en esas tres tormentas,
más allá del hecho de que no supe predecirlas
—dijo, alzando una mano para silenciar su argumento antes de que pudiera formularlo—. Pero ese hecho, ya de por sí, es un tema serio, porque, ante todo, no me gusta cometer errores. Segundo, si puedo averiguar por qué no conseguí detectarlas, seré capaz de atinar mejor la próxima vez que se repitan esas condiciones. Tercero, me gusta mantener mi credibilidad en este barrio. Y cuarto, la compañía perdió dinero por mi incapacidad para predecirlas.

—¿La compañía ocupa el cuarto lugar en la lista? Pensé que eras mujer de la compañía.

—¿Davis Lee?

Suspiró, se restregó los ojos, y luego se rió en silencio.

—De pequeña debes haber sido un infierno sobre ruedas.

—Ni te lo imaginas. Por eso yo creo que esto de ahora es lo típico. —Buscó en el último cajón de su mesa y sacó una botella tres cuartos de Macallan y observó cómo Davis Lee enarcaba las cejas.

—Bueno, caray. Justo cuando creía que ya no podrías volver a sorprenderme.

—¿Te apetece?

—En general, soy hombre de bourbon, cariño, pero haré una excepción. No estoy seguro de cuál es la primera pregunta que debo hacer, ¿por qué la tienes aquí o qué pasa con lo que falta de la botella?

Ella se rió.

—¿Por qué no vas a la cocina y traes unas tazas de café y un poco de hielo y luego te contesto?

Él hizo lo que le habían pedido y volvió a sentarse.

—Fue un regalo de Navidad —admitió, sirviendo dos generosos chorros en las tazas—. Y el que me lo regaló se bebió lo que falta. Yo no soy muy bebedora.

—Eso es una vergüenza. —Aceptó la taza que le ofrecía con una inclinación de cabeza—. ¿Cómo podré entonces aprovecharme de ti?

—Como lo haría cualquier otro tío. Encandílame con regalos caros y emborráchame de lujos —replicó secamente—. Ahora, ¿quieres escuchar algo más sobre las misteriosas tormentas? ¿O hay alguna otra cosa de la que querrías hablar?

—Un poco de ambas.

—No seas críptico.

Tomó un trago de su taza, luego la dejó sobre un montón de papeles junto a su silla.

—Desde que te empeñaste en esa especie de camino confesional, no he de mentirte, Kate. No a todos se les escaparon esas tormentas.

El hombre cuyos ojos la miraban era el verdadero Davis Lee, el genio de las finanzas y el avezado político con el pedigrí de un aristócrata de Georgia y los instintos de supervivencia de una rata de alcantarilla. Ése era el Davis Lee en quien ella confiaba.

Habitualmente.

En ese momento, algo en su tono la puso en alerta, y como una brisa fresca en un día caluroso, fue inesperado y desagradable.

—¿Qué quieres decir con no todos? —preguntó.

—Hubo uno o dos negocios hechos en contra de tus consejos. Negocios exitosos.

Ese escalofrío, esa brisa desconcertante volvió a rozarla. Esta vez tiritó.

—¿Negocios de quién?

Dejó caer una mirada sobre ella.

—Míos.

Esa palabra bien podía haber sido una bofetada en plena cara. Ella se enderezó de golpe en la silla.

—¿Tú realizaste operaciones en contra de mis consejos? ¿Tú?

—No te sorprendas tanto. Me crié en una granja. Sé algunas cosas sobre el clima.

—Disculpa mi franqueza, Davis Lee, pero no sabes una mierda sobre clima —protestó, sin importarle que su expresión pasara de cansada a irritada ante su brusca declaración—. ¿Qué fue lo que te hizo desoír mis consejos?

—Kate…

—No seas condescendiente, Davis Lee. Éstas no son buenas noticias. Quiero respuestas.

—Las únicas respuestas que importan son los resultados.

Se miraron durante un largo instante. Su advertencia poco sutil en nada cambió sus ideas. Ella sabía
—sabía
— que había algo muy extraño en esas tormentas, pero buscar ese algo no era razón suficiente para amenazarla. O no debería serlo.

Pensó en la advertencia de Richard, y resistiendo un escalofrío, apartó la mirada y observó el cielo que se oscurecía a través de la ventana.

Kate parecía como si hubiera acabado una carrera, como si hubiera demasiada adrenalina y no suficiente oxígeno en su sangre. Eso estaba bien. Él la dejaría cocerse en su propio jugo durante tanto tiempo como fuera necesario.

Davis Lee se reclinó en su silla en el despacho de Kate y tomó otro trago de whisky. Le resultaba incomprensible que alguien pudiera beber aquel brebaje. Olía peor que un establo y sabía a queroseno. Un bourbon bueno y suave, con el Elijah Craig de dieciocho años, que lo esperaba en su propia oficina, era lo que hubiera preferido, pero iba en contra de la naturaleza de un sureño rechazar una invitación hospitalaria. Además, tenía asuntos que discutir, y este tipo de asuntos se resolvían mejor con un vaso en la mano y sin testigos.

—¿Cuáles fueron los resultados? —preguntó ella finalmente, volviéndose hacia él.

—No conseguimos mucho en los avisos. Del otro lado hicieron algo de dinero.

El «otro lado» era Ingeniería Coriolis S.A., la empresa principal de la firma de inversiones para la que Kate trabajaba, Administraciones Coriolis. Ingeniería Coriolis se especializaba en limpiar y reconstruir áreas afectadas por desastres, por lo que sus informes llegaban a las mesas de sus planificadores.

Su sorpresa se fue evaporando. Se dejó caer en su silla y tomó un lápiz para juguetear con él.

—¿Les dijiste qué estabas haciendo?

—No, pero se revolvieron cuando se enteraron.

Ella permaneció inmóvil durante casi un minuto.

—Entonces todos los meteorólogos del personal no vieron venir estas tormentas y tú…

Había una delgada línea entre la tozudez y la estupidez, y Kate estaba más cerca de cruzarla de lo que nunca había imaginado. Él negó con la cabeza y se llevó la taza de whisky a sus labios.

—Kate, no le busques tres pies al gato. No te ayudará en nada, tampoco en tu carrera —respondió antes de beber, y observó cómo ella volvía a sentarse erguida.

«Bueno, eso le había dado de lleno».

—¿Mi
carrera
? Davis Lee…

—Fue Carter el que observó tus errores, Kate —mintió sin preámbulo alguno y la observó retroceder como si la hubiera azuzado con un látigo. Abrió sorprendida sus ojos castaños y comenzó a prepararse de inmediato para otra pelea.

—¿Qué quieres decir con que él los «observó»? —exigió.

«Esa personalidad explosiva le sentaría mejor a una pelirroja que a una rubia», pensó con pereza. Dejó la taza sobre el desordenado escritorio, cruzó las manos detrás de su cabeza como si se estuviera acomodando para una charla y sostuvo su mirada, con los párpados entrecerrados, en la de ella.

—Él revisa todas las cosas. Investiga algunas. Siempre lo ha hecho. —Se encogió de hombros—. Hizo un seguimiento de esas tormentas y no estuvo de acuerdo con tu opinión.

Como había anticipado, ella permaneció inmóvil. Sin duda estaba calculando las posibilidades de conservar su trabajo.

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