Categoría 7 (23 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

—Es muy conveniente que la parte de construcción de la empresa compense a veces la parte de inversiones —continuó—. Pero cuando ese tipo de cosas suceden, especialmente en un grupo, como fue el caso, brilla como una gran señal roja anunciando «dame una patada» frente a sus ojos. —Dejó escapar un pesado suspiro—. Ya sabes que no me gusta tener que «controlarte», Kate, y por ello te dejo sola. Pero tengo que advertirte, cariño. Estás en su punto de mira, y ése no es un buen sitio.

—¿Pero tú no quieres que yo intente resolver el problema?

Ella no acababa de creérselo, y él hubiera preferido que no fuera así. Que fuera tan condenadamente obstinada era sólo una parte de su problema. No saber mantener la boca cerrada era la otra.

—Así es. No quiero —dijo.

—¿Por qué no?

«Por el amor de Dios, mujer, basta ya».

—Es una cuestión de perspectiva, Kate. Una perspectiva es que existió una variable ambiental en cada una de esas tormentas que no fue detectada. —Hizo una pausa—. Otra es que la única constante en esas tres tormentas fue la meteoróloga. —Tomó otro trago de aquel endemoniado licor e intentó parecer comprensivo.

Ella agitó su larga cabellera por encima de sus hombros y mantuvo la vista firme, pero la mano que aferraba el lápiz tenía los nudillos blancos.

Era un buen comienzo.

—Termina con los preámbulos, Davis Lee. ¿Estoy ya en la lista de salida? —exigió saber tras un instante.

—Todavía no. No ha sucedido con la suficiente frecuencia. Pero la próxima vez podría ser suficiente.

—¿Qué debo hacer?

—Presta atención a lo importante, Kate, y eso es el futuro. Sigue adelante. La palabra es «concentración».

Ella dejó escapar un sonoro suspiro, tomó la taza y se la llevó a los labios.

—Si me concentro más, mis ojos se fusionarán en uno solo —murmuró.

«Misión cumplida».

Davis Lee se puso de pie, luego se agachó a recoger su bolsa con una mano y el whisky con la otra.

—Agáchate y ocúltate, Kate. No tengo ni idea de qué mierda es lo que haces, así que no puedo decirte cómo hacerlo mejor. Compra algún software nuevo. O algún hardware. Contrata a otro licenciado universitario. Pero permanece oculta entre la maleza e intenta asegurarte de que no vuelva a suceder. Sería una lástima perderte.

Salió de la oficina, cruzó la silenciosa y en su mayor parte vacía sala de operaciones que la flanqueaba y se dirigió a la cocina, en donde vació el resto del whisky en el fregadero y lavó la taza. Cuando volvió a su despacho, en el otro extremo de la planta, cerró la puerta y se sirvió un trago de verdad en los vasos de Baccarat, bajos, pesados, que él prefería. Acomodándose en su silla, dejó que aquel regalo de Dios a los sureños se deslizara por su garganta y se giró para ver cómo la ciudad oscura despertaba a la vida.

«¿Por qué demonios Kate estaba haciendo nudos en sus medias?». Toda aquella conversación había sido una mierda, diseñada para sacudirla un poco. A Carter le importaba un rábano que se le hubieran pasado esas tormentas, pero ella se había metido en aquella situación al dedicarse a investigarlo. No podía saber si funcionaría. Aquella mujer era una luchadora callejera. Un perro de presa que no abandonaría el campo, aunque no hubiera qué cazar.

Ella detestaba perder, detestaba fracasar. Podía ser impredecible, pero sus resultados eran muy consistentes, lo que hacía que los márgenes de beneficio de la firma fueran también consistentemente altos. Por eso, ella debería concentrarse en su trabajo y no en agitar con los dedos agua que tendría que dejar correr. No podía permitirse el lujo de perderla, pero no estaba dispuesto a dejárselo saber. No había razones para permitir que se volviera engreída.

Davis Lee agitó su vaso, casi sin prestar atención a los dos cubitos de hielo artificiales que chocaban sordamente contra el cristal. El hielo de verdad sonaría mejor, pero él prefería el sabor del oro líquido sin contaminar.

Más tarde o más temprano, Kate se daría cuenta de que a Carter Thompson no le importaba el fracaso ocasional en tanto que se beneficiara a lo largo del camino. Y resultaba extraño que no sucediera así.

La historia de Carter era la de un pobre muchacho granjero de Iowa que se costeó sus estudios trabajando en la construcción hasta que comenzó a recibir suficientes becas y subvenciones para mantenerse. Pero tras diez años en un trabajo sin perspectivas de futuro, de nivel intermedio, como burócrata de la NO A A, dejó el mal pagado trabajo gubernamental para dirigir sus expectativas a actividades más lucrativas, con una pequeña compañía constructora. Una elección extraña para un meteorólogo que había estudiado en la Universidad de Chicago, pero tenía que haber sido la única opción que encontró. ¿Qué persona razonable lo hubiera contratado? Detrás de la fachada del campesino inocente, era un bastardo arrogante. Sin embargo, el duro trabajo lo había convertido en el humilde multimillonario que hoy era.

Carter Thomson era el «hombre normal» que había alcanzado el sueño americano.

Ésa era la historia que el Departamento de Relaciones Públicas escupía a intervalos regulares. Tenía que ser una mentira, aunque, hasta ese momento, Davis Lee no había encontrado agujero alguno en semejante discurso.

Cierta o no, no podía negarse que la historia poseía un cierto elemento de genialidad. Los conocimientos sobre el clima que Carter había adquirido le habían permitido transformar su pequeña empresa constructora en una importante compañía en la escena internacional, en apenas diez años, especializándose en movilizaciones de emergencia para zonas de desastre.

«Halliburton con un buen corazón». Así lo llamaba la prensa liberal, cosa que no molestaba a Carter. Lo cierto es que Carter Thompson se había vuelto asquerosamente rico gracias a las dificultades de mucha gente y, sin embargo, no había una sola queja entre la opinión pública. Nadie protestaba delante de sus oficinas; no había organizaciones de víctimas quejándose cuando el gobierno le concedía a su compañía contratos sin competencia por cientos de millones de dólares. No, el país lo reverenciaba porque él no se escondía entre bambalinas, afectado, un ejecutivo con trajes de Armani que nadie veía nunca. Al igual que Bill Gates, Carter le había dado al país un rostro para representar a la compañía, un rostro que se asemejaba a aquel viejo bonachón de la calle que te ayudaba a cambiar una rueda, que iba a misa los domingos, tomaba Budweiser de lata y hacía de Santa Claus todos los años para los niños del hospital local.

América había aceptado a Carter como una especie de héroe popular porque él prefería las camisas de franela por encima de los puños franceses y daba la impresión de ser humilde y estar todavía algo sorprendido por su éxito. Y, como bien sabía Davis Lee, el que contara con la aprobación del pueblo americano podía conducir a las masas, neutralizarlas y transformarlas en un ilógico pero adorable festival de amor, y poseía el tipo de instinto para los negocios que él no podía sino respetar.

Además, aquel hombre también se había convertido en una poderosa fuerza del sector privado en el horizonte de la política: había irritado a los republicanos dándoles mucho dinero y luego quejándose de sus decisiones políticas, y había enojado a los demócratas poniéndose de su lado sin proporcionarles fondos por el privilegio de hacerlo. Sin embargo, los políticos se lo disputaban puesto que el electorado lo quería. En Washington, ésa era la única moneda que tenía valor.

Habiendo contactado con Carter bajo los auspicios de un proyecto de investigación de una universidad, Davis Lee había ascendido paulatinamente en la apreciación de su jefe. Cuando concluyó el proyecto, le habían ofrecido el puesto de jefe de estrategias de Carter, y siguiendo sus emprendedoras ideas, Carter había lanzado su compañía de inversiones.

La impresión generalizada desde fuera era que Davis Lee era un adorno, tal vez el hijo que el empresario nunca había tenido, una joven promesa que podía darle a Carter, hombre de pueblo, las conexiones políticas y sociales y una imagen lustrosa que el propio Carter nunca podría alcanzar. No era particularmente halagador, pero pocos, fuera de Carter y Davis Lee comprendía la realidad: Carter era un hombre con secretos. Y Davis Lee conocía la mayoría de esos secretos y cómo protegerlos.

Estaban los obvios, como la voz tranquila y reposada que ocultaba un odio por el presidente tan profundo y duradero como el barro de Iowa por el que habían tenido que caminar la semana anterior, y el cuidado y aparentemente sencillo vocabulario que Carter usaba para ocultar una vanidad intelectual que se había hinchado más allá de toda proporción. Pero también existían otros secretos, más profundos, más oscuros, y el único modo de descubrirlos era examinar al hombre.

Davis Lee había descubierto que Carter Thompson era tremendamente ambicioso. Altamente disciplinado y con la paciencia mecánica de un científico capacitado, había mantenido esas ambiciones bajo un férreo control hasta que sus empresas alcanzaron una elevada rentabilidad, hasta que entró en el Fortune 500, y después en el 400. Pero no era dinero lo que Carter ambicionaba. Casi no sabía qué hacer con él. Buena parte de su dinero lo repartía.

No. El dinero no motivaba a Carter. Carter quería poder.

Y para ser más exactos, quería la presidencia.

Esto último le había resultado evidente a Davis Lee, sobre todo, después de que Winslon Benson fuera elegido hacía casi tres años. En aquel momento, la vida cambió. Carter se transformó en un hombre con un propósito. Su filantropía se había vuelto ridícula cuando aumentaron las ganancias de sus empresas. Ambas cosas elevaron también su perfil público y ahora quería tomar más decisiones. Todas las decisiones.

Davis Lee tenía intención de hacer todo lo que estuviera en su mano para llevar a Carter a la Casa Blanca y a sí mismo al Ala Oeste. Jefe de gabinete, tal vez. No sonaba mal.

Puso los pies sobre el marco de la ventana y alzó su vaso hacia la estatua de la Libertad. «Sonaba muy bien».

Capítulo 21

Viernes, 13 de julio, 19:45 h, Upper East Side, Nueva York.

Win miró la hora mientras se colocaba el pesado Rolex en la muñeca y lo ajustaba. Dentro de tres horas necesitaba volver a Washington y dentro de treinta minutos debía atravesar la ciudad para aparecer en la fiesta de cumpleaños de una supermodelo. Miró a Elle, que todavía estaba en la cama, cubriéndose recatadamente con las sábanas, que, sin embargo, marcaban cada centímetro de su cuerpo.

—Lamento no poder llevarte a cenar. Ya llego tarde —murmuró mientras se colocaba un gemelo.

—¿Cuándo vuelves?

Su voz no reflejaba emoción alguna. Ella era una experta en hacer que todo pareciera tranquilo. Aunque no hubiera sido tranquilo en absoluto diez minutos antes. Había mordido y arañado, actuado con un punto de locura, como si fuera la última vez, y ella lo sabía. No tenía por qué serlo necesariamente. Win trataba de no alejarse nunca de algo bueno, especialmente si era gratis.

El se tragó una sonrisa de satisfacción. No hacía falta mucho para meterse bajo la piel de esa apariencia de princesa de hielo y convertirla en algo ardiente y sucio. Al menos, a él no le costaba mucho, y no le importaba lo más mínimo cuánto le costara a otros tíos. Si es que había otros. Elle era estúpidamente leal, y probablemente nunca se le había ocurrido que la lealtad era una opción, como todo lo demás en la vida.

—No podría decirte. Este viaje ha sido totalmente espontáneo. —Ni siquiera se molestó en mirarla mientras se alisaba los faldones de su camisa y se abrochaba el pantalón—. Me voy a París a finales de la semana que viene para esas conferencias sobre comercio exterior. Estaré fuera unos diez días. Es una pena que no puedas ir, aunque sólo fuese un fin de semana. Estoy seguro que me gustaría un poco de rock and roll cuando todo termine.

—No he dicho que no pudiera.

Él se volvió a mirarla y le sonrió.

—Tienes mucho trabajo que hacer aquí, Elle, y no puedo permitirme el lujo de que faltes cuatro días.

Ella se acomodó y se puso de espaldas, recostándose sobre las almohadas, apartando su sedoso cabello de su rostro.

—Puede que para entonces haya terminado.

—¿Para cuándo?

—Dentro de pocas semanas.

—No lo creo.

Su rostro se endureció, pero su voz permaneció tranquila.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque terminarás cuando yo diga que has terminado, por eso —dijo sin titubear.

—¿Cuál es el verdadero motivo de lo que estoy haciendo, Win?

Otras mujeres, en esta situación, se habrían irritado, pero no Elle. Ella sería realmente una gran ayuda una vez que se sobrepusiera a su confianza y credulidad. Era lo único poco sofisticado de su persona. Y era muy poco profesional.

—¿No lo sabes?

Ella dejó escapar un suspiro que reveló algo de su exasperación.

—Mira, sé que tiene que haber algo más que tratar de encontrar, simplemente, algún trapo sucio de Carter Thompson. Es un hombre de negocios del interior del país y un amante de la naturaleza en sus ratos libres, y la gente lo adora. Comprendo que quieras neutralizar una posible amenaza, pero ¿qué esperas que encuentre? No hay amantes que descubrir, ni malos acuerdos comerciales, ni acciones deshonestas, ni actividades criminales. Ese tipo jamás ha fumado un cigarrillo, ni ha visto pornografía o bebido algo más fuerte que café. —Se encogió de hombros, mostrando su irritación, que probablemente era mucho mayor que lo que el gesto sugería—. Si supiera exactamente lo que quieres podría ayudarme a sintetizar las cosas y poder hacerme una idea del panorama general. Por ahora, me limito a recopilar datos e impresiones, Win. Dame información suficiente para que pueda dar a lo que tengo una apariencia de, no sé, coherencia. —Ella apartó la sábana y deslizó las piernas hacia su lado de la cama en un solo movimiento que a él le pareció elegante y erótico, y supo que no le costaría mucho que le convenciera para que se olvidará de la fiesta de cumpleaños.

Aún sentada en el lecho, Elle se inclinó para recoger su vestido del suelo, y ponérselo, alisar sus cabellos, hacer una especie de moño con ellos y sujetarlo con un prendedor.

Se dirigió hacia él, sin la más mínima señal de juego o de deseo en su rostro, sólo irritación. Fuera de su alcance, se detuvo y reclinó uno de sus delgados hombros contra la puerta cerrada de la habitación.

—¿Y? ¿Vas a decirme cuál es realmente la fascinación que sientes por Carter Thompson? Es un gran contribuyente aunque sea crítico con tu padre. ¿Por qué le dedicas tanto tiempo y dinero?

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