Categoría 7 (27 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

—¿Acaso has leído mi trabajo? Ése sobre las tormentas.

«No, otra vez con esa mierda».

—Le eché una ojeada al resumen. No me vas a hacer un examen, ¿verdad? —dijo por encima del borde de su vaso.

—No. Sólo quería hacerte saber que, en la versión definitiva, he introducido algunos cambios de última hora. —Ella dudó durante un segundo y luego lo miró a los ojos con algo parecido al desafío—. Le envié un correo electrónico a Carter con una copia para él y otra para ti.

Las noticias cayeron en su estómago con un golpe que no se molestó en analizar. Dejó el pesado vaso sobre el posavasos sin tomar un trago y la miró fijamente.

—¿Qué has hecho qué? ¿Por qué demonios has hecho eso?

Ella se encogió de hombros.

—Dijiste que me estaba observando. Por eso yo…

—¿Querías recordarle tus meteduras de pata? —la interrumpió Davis Lee. «Que nuestra meteoróloga jefe presente teorías conspirativas sobre el clima al jefe de la compañía es la última jodida cosa que necesito».

Ella se estremeció al oír su tono y un destello de rabia apareció en sus ojos.

—El tiene un doctorado en meteorología, Davis Lee. Entenderá perfectamente el significado del trabajo. Creo que es importante para mi carrera que comprenda que no estoy dejando caer la pelota, que sé lo que estoy haciendo y que tomo mi trabajo en serio y…

Él golpeó con el puño el brazo forrado en cuero de su silla y la hizo callar con una mirada.

—Por el amor de Dios, Kate, él no necesita que lo molestes con esa mierda. Te he dicho que sólo se preocupa por los resultados. No te pagamos para que seas una académica testaruda. Eres una analista. ¿Acaso crees que él espera que hagas una demostración de tu diligencia? Pues lamento contradecirte. Va a pensar que estás cometiendo errores porque te distraes durante el horario de trabajo. Afortunadamente, eso sólo sucederá si lee el maldito correo, lo que por tu bien, espero que no haga.

—Puede que le interese más de lo que tú piensas —replicó ella—. Ha escrito trabajos sobre asuntos similares, y puede que, no sólo esté interesado sino que es posible que tenga algunas respuestas.

Él se quedó helado.

—¿Qué dices?

—Ha escrito trabajos sobre manipulación climática. —Sus ojos reflejaron una chispa de rebeldía y su cuerpo se puso tenso.

«Maldita sea. O esos trabajos no son muy difíciles de encontrar o Elle necesita un curso intensivo sobre cómo mantener la boca cerrada».

Se obligó a tragarse la ira y desechó su comentario con una mirada exasperada.

—¿De dónde has sacado ese material, Kate?

—Fue citado en libros, Davis Lee, hace años.

«Mierda». Respiró profundamente.

—¿Me estás diciendo que citas a Carter en tu trabajo?

—No, no lo he hecho.

Se puso de pie y se frotó la nuca, frustrado. Carter leería, con seguridad, esa maldita ponencia y entonces habría una investigación. Eso significaba que
él
iba a tener que leerlo primero.

—¿Cuándo vuelves?

—Mañana por la tarde.

—Bien. Hablaremos el lunes y podrás contarme qué comentarios han hecho los cerebros ilustrados sobre tu «intelectualización». —Dejó escapar un pesado suspiro mientras los altavoces de su monitor dejaban escapar un suave campanilleo anunciando la llegada de otro correo electrónico. Al ver el título del mismo, murmuró—: Tengo que ocuparme de esto.

Kate no esperó a que se lo dijeran dos veces. Le dijo adiós y huyó del despacho.

Jueves, 19 de julio, 17:10 h, Campbellton, Iowa.

«Esto es intolerable».

La furia invadió a Carter mientas éste se apartaba del monitor del ordenador que tenía sobre su mesa, se ponía de pie y se dirigía hacia la ventana que daba a los campos. Éstos se veían exuberantes bajo el sol de la tarde, evidencia de un verano perfecto.

Pero, en ese momento, eso poco importaba. Lo que le preocupaba es que alguien había empezado a establecer conexiones. Alguien de su empresa. Alguien que tenía relación con su pasado.

«El autor quiere agradecer al doctor Richard Carlisle su ayuda en la preparación de este trabajo».

Respiró profundamente y cerró los ojos en un esfuerzo por controlar su ira.

«Cómo se atreve Richard a romper el solemne juramento que hizo de proteger los secretos de su país».

Hacerlo era traición. Richard había traicionado su confianza también a título personal, al hablar con Kate Sherman, entre todas las personas posibles. Y ella había comenzado a revolver el avispero.

Eso era imperdonable.

Volviendo a respirar profundamente, Carter se obligó a reconocer que la balanza estaba empezando a inclinarse hacia el otro lado. Ya no contaba con todo el tiempo del mundo a su disposición o con la privacidad. Había llegado el momento de tomar el guante que el presidente le había lanzado y dejar bien clara su postura.

Agarró uno de los móviles del borde de su escritorio y marcó un número. Raoul respondió al segundo tintineo.

—Cambio de planes —ordenó Carter y anunció una serie de coordenadas—. Quiero que se lleve a cabo dentro de las próximas veinticuatro horas.

No tuvo que esperar una respuesta antes de cortar.
Simone
iba a ocupar un lugar en la historia de los Estados Unidos, y Richard Carlisle, Kate Sherman y Winslow Benson estaban a punto de recibir su merecido.

Carter apretó el botón del interfono del teléfono.

—Betty, llama a todas las chicas y diles que quiero que vengan a casa este fin de semana. Sin excusas. Envía el avión a buscarlas. Y tendré que estar en Nueva York el sábado por la tarde. Házselo saber a Jack, ¿vale? —dijo con sencillez y calma, refiriéndose al piloto de la empresa.

—De inmediato, señor Thompson. ¿Algún problema?

—No por mucho tiempo —respondió. Y no tuvo que fingir una sonrisa.

Capítulo 28

Arrasar lentamente las pequeñas islas de las Bahamas no provocó una disminución en la intensidad de
Simone
, y tan pronto como su ojo regresó a aguas cálidas y más profundas, la tormenta volvió a detenerse, haciéndose más voraz cuanto más tiempo pasaba detenida. El calor tropical alimentaba la insaciable maquinara de
Simone
,tensando su vórtice y aumentando la rotación, lo que a su vez incrementaba la velocidad del viento y disminuía la presión barométrica.

Montañas de agua se abrieron paso por entre el oleaje, que brillaba en la oscuridad previa al amanecer como obsidiana veteada de plata. Al sumarse a la marea alta de la mañana y a la atracción de una luna menguante, el mar embravecido cayó sobre las playas de Florida y sus edificios, hiriendo a unos cuantos estúpidos en busca de emociones fuertes que se encontraban en las costas iluminadas por las estrellas. Las embarcaciones de mercancías y de placer se alejaron sin perder de vista la costa hacia el Norte, recalando en embarcaderos inusuales de los cuales nunca saldrían intactas. Los tejados se abrieron hospitalarios ante el viento, y las ventanas, sin apuntalar, temblaron. Toda superficie que trataba de frenar los movimientos del aire cargado de arena y agua pronto mostró las profundas y oscuras marcas de su inútil resistencia.

Los caminos en dirección al norte a lo largo de los cayos y de tierra firme rebosaron de nuevos escépticos, cuyo fanfarrón coraje pronto sufrió el embate del tiempo. Intentaron encontrar refugio demasiado tarde y, sin embargo, fueron testigos de la total e indiscriminada brutalidad de la naturaleza. Cientos de manos de nudillos apretados se aferraron a los volantes de sus coches, mientras que sus conductores, antes confiados, avanzaban entre la cegadora lluvia y los vientos laterales, luchando por mantener la estabilidad. A pesar de sus esfuerzos y oraciones, sus vehículos resbalaron y giraron por las carreteras inundadas por las lluvias y el agua del mar. Cientos de ojos se desorbitaron horrorizados cuando los vehículos que iban delante, detrás y a sus laterales fueron alzados y girados, algunos sobre otros coches, otros sobre los petriles, y otros sobre ellos, estrellándolos en enormes montañas como de cemento, endurecidas por la tormenta, en su descenso hacia la fracturada e hirviente superficie del estrecho de Florida.

Las poblaciones más alejadas de la línea costera miraban la creciente espiral en sus aparatos de televisión y en las pantallas de sus ordenadores, observando cómo el filo de guadaña rojo giraba enloquecido, sabiendo que lo peor aún no había tenido lugar, rezando para que no tuvieran la oportunidad de experimentarlo, pero cargando, sin embargo, sus coches con sus pertenencias.

A medida que los vientos y el mar se embravecían y fortalecían, la caprichosa
Simone
giró ligeramente, alejándose de la costa que disminuiría su fuerza. Habiéndose asegurado ahora de cuidados y alimentos constantes, continuó su destructiva y cansina marcha, paralela a la costa, en las aguas costeras profundas, flirteando con la humanidad como tan sólo un desastre inminente puede hacerlo, y destruyendo todo lo que se atreviera a cruzarse en su camino.

Capítulo 29

Viernes, 20 de julio, 8:26 h, Washington, D.C.

Kate examinó su reloj. Sólo había transcurrido un minuto desde la última vez que lo hiciera.

«Maldición».

Ella no había calculado que tendría que esperar diez minutos por un ascensor. Era uno de los motivos por los que siempre se alojaba en un piso inferior al décimo en los hoteles. Sabía que podía lidiar con diez pisos de escaleras. Pero ¿con traje y tacones altos? Ya se iba a poner suficientemente nerviosa de pie delante de los conferenciantes cuando expusiera su trabajo. No quería llegar sin aliento y sudorosa antes de empezar.

Volvió a mirar su reloj. Había transcurrido otro minuto, lo que significaba que ahora sólo faltaban cinco minutos para que empezara su ponencia. Ella quería estar ya en la sala, sonriendo serena a las pobres almas que no tenían nada mejor que hacer que prestarle atención a las ocho y media de la mañana. Con algo de suerte, estarían medio dormidos y se concentrarían más en el café que en ella, y no se percatarían del temblor de su voz.

«Bueno. Mejor llegar sudorosa y sin aliento que demasiado tarde».

Aferrando el maletín con su ordenador portátil en la otra mano, Kate se dirigió hacia las escaleras. No había dado tres pasos cuando oyó una campanilla y se abrieron las puertas del ascensor. Sin perder tiempo, se lanzó al ascensor vacío y apretó el botón del vestíbulo y el de cerrar la puerta simultáneamente.

Kate entró en la pequeña sala de conferencias e intentó mantener un paso digno mientras avanzaba por el pasillo central. La moderadora la observó desde detrás del estrado, frunciendo el entrecejo por detrás de sus gafas de color rojo. Por supuesto, todos los ocupantes de la sala habían girado sus cabezas al oír el ruido de la puerta y ahora la estaban observando.

«¿Por qué hago esto?».

Se obligó a sonreír mientras se dirigía hacia el frente de la sala. La mujer detrás del micrófono no le devolvió la sonrisa. De hecho, parecía estar aún más irritada.

—Perdón por llegar tarde. El ascensor ha tardado una eternidad —susurró Kate, depositando el maletín con su ordenador en una pequeña mesa junto al estrado.

—¿Está lista? —respondió la mujer con una voz que no se parecía en nada a un susurro. Pareció resonar en el empapelado con dibujos de pájaros, y Kate tuvo que resistir la tentación de mirar hacia arriba para ver si los cristales falsos de los candelabros estaban tintineando.

A punto de disculparse de nuevo con la Gorgona de vestido de lino verde limón, Kate recordó que ella no sólo era la conferenciante, sino que era oriunda de Brooklyn. Dejó de hacer lo que estaba haciendo durante un minuto, y luego lanzó una mirada intencionada a la mujer.

—No del todo —le respondió casi al mismo volumen.

La mirada que le devolvió la mujer congeló al instante el sudor que había comenzado a humedecerle el cabello. Kate se enderezó y volvió a ocuparse de preparar su ordenador. Un momento después se volvió hacia la mujer y enarcó una ceja mientras esbozaba una sonrisa dolorosamente artificial.

—Entonces, ¿va usted a presentarme o tendré que hacerlo yo misma?

Viernes, 20 de julio, 8:36 h, Washington, D.C.

Las tormentas que
Simone
había dejado caer a su paso habían comenzado, finalmente, a afectar a toda la zona y el tráfico se había convertido en un completo infierno mientras Jake regresaba de Reston por las mismas carreteras con el resto de la población de Virgina del Norte. Unos cuantos árboles habían caído en cruces estratégicos del lado de Maryland en Beltway, la autopista de circunvalación, y eso había causado una cadena de atascos inmediata. Después de diez años en la zona de Washington, ya estaba familiarizado con la situación. Incluso uno o dos problemas menores en alguna de las carreteras de acceso y las entradas o salidas de Beltway causó más de un atasco. Los conductores irritados se veían obligados a interrumpir sus costumbres habituales y concentrarse en la conducción, tomando decisiones, en vez de afeitarse, maquillarse o hacer llamadas telefónicas mientras conducían entre el denso tráfico por seis carriles a cien kilómetros por hora…

Tomó otro trago del amargo café del hotel y frunció los labios. Después de todo, el viaje no lo había dejado de muy buen humor. Sin mencionar el hecho de que el conferenciante, que seguramente sólo había tenido que lidiar con algunos pasillos y un ascensor, aún no había aparecido.

«Menos mal que he llegado temprano».

Estaba a punto de asomar a su rostro una expresión de profunda insatisfacción cuando vio a una mujer deslizarse a toda velocidad por el pasillo central de la sala, con los cabellos flotando a su paso, como si se tratara de sus corrientes de aire personales. Su ceño fruncido fue reemplazado por una risa sofocada cuando escuchó el breve intercambio con la moderadora.

Con una expresión bastante irritada, la moderadora se acercó al micrófono.

—Buenos días, señoras y señores. Bienvenidos a la ponencia titulada
Anomalías extremas en fenómenos climáticos locales
. La ponente es la señorita Katharine Sherman, meteoróloga jefe de Administraciones Coriolis. Cuando ustedes han tomado asiento, se han encontrado con un pequeño cuestionario en sus sillas. Si fueran tan amables de emplear unos instantes después de la exposición para…

Jake dejó de prestar atención a la mujer que se comportaba como una bruja malvada blandiendo un hacha de guerra con tono académico y examinó a la conferenciante. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros, una buena figura y un tic nervioso que consistía en juguetear con su reloj. No estaba mal para ser una meteoróloga, especialmente una que no aparecía en televisión. Echó un vistazo al programa. Administraciones Coriolis, la compañía del campechano millonario. Volvió a mirar a Katharine Sherman, que sonreía nerviosa ante el educado aplauso que siguió a su presentación al acercarse al estrado. Apartando un mechón de cabellos rubios de su rostro, se lanzó de lleno a su exposición. Sus palabras, en un tono algo tembloroso y a una velocidad un tanto excesiva, alejaron de inmediato todas las ideas de Jake sobre el horrible tráfico y el pésimo café.

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