Categoría 7 (21 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

—Buenas noches, señorita Baker.

—Buenas noches, John —respondió distraída, sin molestarse en mirarlo. El conserje tenía ojos de víbora, o tal vez de pornógrafo. Ella estaba convencida de que su segundo trabajo era de proxeneta.

Subió por el ascensor hasta el octavo piso en paz, pero sin sacudirse del todo el cansancio del día hasta que la puerta del apartamento se cerró detrás de ella y dejó caer la bolsa con libros al suelo, en donde permanecería, una mancha intocada en medio de la prístina y antigua elegancia del piso lujosamente amueblado, hasta las siete y media de la mañana del lunes.

Era el final de otra semana infernal. Todas eran infernales, tanto si Davis Lee estaba en la oficina como si no. Tener que tolerar su estilo pseudoeducado y condescendiente era un gran esfuerzo para cualquier muchacha. Al menos le pagaban lo suficiente para que sus sonrisas y quejas valieran la pena. Afortunadamente, pronto le sería posible ejecutar su estrategia de salida.

Cruzó la entrada y la sala en dirección a su dormitorio en busca de una ducha revitalizante, para después seguir con un martini helado y un poco de cultura. Mientras caminaba, comenzó a quitarse aquella ropa sin encanto, que despreciaba, su «uniforme» —pantalones de lino de Gap y una blusa sencilla— con tan poco cuidado como requerían las prendas.

El entrar en su habitación, se detuvo en la puerta, con el corazón latiéndole a toda velocidad por el pánico de ver a una figura levantarse de la silla de mimbre del rincón. Cuando reconoció su rostro, su pulso no consiguió tranquilizarse.

«Él quiere que vuelva».

Era una idea ridícula y la parte racional de su mente lo sabía. También su corazón. Tragó saliva y tomó aliento.

—Win. Yo… no sabía que estuvieras… ¿Teníamos que vernos? Nadie… —tartamudeó, para luego detenerse. Él no era un hombre ante el cual uno debía mostrar debilidades a menos que quisiera que las usaran en su propia contra. Ella lo había aprendido de un modo cruel, hacía poco tiempo, y el recuerdo todavía le quemaba.

—Hola, Elle. No, no había cita. Ha sido una decisión repentina. Encontrarte en Iowa la semana pasada hizo que me diera cuenta de que no había venido a verte desde que te trasladaste aquí. —Sonrió.

Era una sonrisa hermosa, lenta y ensayada, más adecuada para una playa o, a decir verdad, un dormitorio. Pero ella no la quería en el suyo. No en ese momento. Y quizás nunca más. Tal vez. Pero lo que ella quería, a él nunca le había importado mucho.

Él siempre la había intimidado, desde que lo había conocido en casa de sus padres durante la primera campaña presidencial de su padre. Al volver a casa al finalizar el semestre, Elle no se había sentido impresionada ante la arrogancia de Win y no lo había ocultado precisamente. Pero, más que disuadirlo, su actitud lo había intrigado. Entonces, se convirtió en un auténtico encanto, manteniéndose en contacto con ella y ayudándola a hacer las prácticas que deseaba. Un año más tarde le había conseguido otras aún mejores, y en aquella época sus defensas habían caído. Ella era ingenua, leal, y estaba demasiado enamorada para quejarse de nada.

Como hijo del presidente, Win tenía un alto perfil público y estaba en la lista VIP de todas las figuras de la alta sociedad y celebridades. Cuando pudiera, le dijo, pasaría todos los momentos disponibles a su lado, pero siempre fuera del alcance de la prensa y otros grupos interesados. Su relación había sido discreta y privada, y ella se percató más tarde, completamente unilateral. Ella vivía para él, permaneciendo deliberadamente tan fuera del alcance de los focos como pudiera estarlo cualquier persona; a cambio, él se acostaba con ella cuando le resultaba conveniente o cuando no había nadie más excitante a tiro. Todavía le sorprendía que le hubiera llevado tanto tiempo darse cuenta de que era un cretino y que ella —la muchacha inteligente, sensata y razonable— había sido tan tonta. Y que sus estúpidas declaraciones de amor habían conseguido que a él le resultara más sencillo, no más difícil, utilizarla.

Y a pesar de la lección, allí estaba ella, dejándose utilizar, sin saber muy bien cómo detenerlo.

Sintiendo que se tensaban los músculos de sus mejillas, miró su hermoso rostro bronceado y se recordó para sus adentros la verdad sobre Win: que sólo se preocupaba de sí mismo y de su futuro político. Incluso su padre ocupaba un segundo lugar ante aquellas dos prioridades.

Win se puso despreocupadamente las manos en los bolsillos de su pantalón, sin apartar su mirada de la de ella.

—Nadie sabe que estoy aquí. Oficialmente, todavía estoy en Washington. Se me ocurrió venir a verte, para ver cómo estabas. —El tono de preocupación era falso y la familiaridad en su voz no la tranquilizó. No tenía intención alguna de tranquilizarla—. ¿Te gusta el apartamento?

Ella asintió, todavía demasiado agitada como para intentar hablar.

—Me alegro de saberlo. Creo que dejaré que te vistas para que podamos charlar.

La recorrió de arriba abajo con su mirada y, entonces, ella recordó que tenía la blusa rosa y el cinturón de los pantalones en la mano. Sintió que enrojecía.

—Por supuesto. Vengo enseguida.

—Tómate tu tiempo, Elle. Estoy encantado de volver a verte.

Ella se apartó para dejarlo pasar a su lado, supo que el roce de sus nudillos contra el lino de sus pantalones muy poco tenía que ver con la estrechez del marco de la puerta.

—Gracias, Win. Es agradable volver a verte —murmuró con automática cortesía mientras cerraba lentamente la puerta a sus espaldas.

Apretando los dientes a causa de la intromisión o del intruso, o tal vez por ambas cosas, se quitó el resto de la ropa y se dirigió hacia la ducha. Cinco minutos más tarde, fresca y completamente vestida con una brillante túnica de algodón de Ann Taylor y sandalias de tacón bajo de Prada, adoptando ya su propia identidad en lugar de la tonta de la oficina a la que encarnaba unas cincuenta horas a la semana, Elle entró en la sala con su espalda recta y la barbilla en alto. Saludó con una distante inclinación de cabeza al pasar delante del par de agentes del servicio secreto situados en el otro extremo de la habitación. No quiso pensar en dónde se encontraban cuando ella había realizado su estriptis accidental.

Deteniéndose a unos pocos metros de Win, se aclaró la garganta, haciendo que el hijo del presidente se diera la vuelta alejándose de la ventana y sonriéndole nuevamente. Los agentes desaparecieron de la vista.

Mientras agarraba un cigarrillo de la caja de plata bruñida que había sobre la mesa de café, deslizó por su antebrazo el brazalete de diamantes que se había comprado cuando él la dejó hasta que descansó, flojo, sobre su muñeca. Era auténtico, y el sol poniente hacía brillar las piedras como los fuegos artificiales del Día de la Independencia. Patético, lo sabía, pero ésa era la razón por la que casi había agotado su cuenta de ahorros para comprarlo, y también la razón por la que acababa de ponérselo.

Encendiendo su cigarrillo con un mechero a juego, dio una profunda calada, y luego dirigió la delgada corriente de humo hacia el techo mientras decidía qué iba a decirle.

—Pensé que habías dejado eso.

—Lo hice —respondió fríamente, sentándose en una de las sillas tapizadas en seda. Lo vio mirándole las piernas, largas, desnudas y bronceadas, por lo que las cruzó, haciendo deslizar el corto dobladillo de su túnica hacia arriba, sobre sus muslos. Dejó que la sandalia se balanceara en los dedos del pie, cuyas uñas llevaba pintadas de rojo.

Mientras veía cómo apartaba la mirada de sus pies, ella dejó que la sombra de una sonrisa apareciera en sus labios.

—¿Qué tienes para mí?

«Una estaca de plata para hundirla en el lugar donde debería estar tu corazón». Aspiró el cigarrillo lentamente, y luego se inclinó hacia delante para dejar caer la ceniza en un pesado cenicero de cristal en el que aparecía una especie de emblema.

—Todavía estoy recopilando información. Te he enviado un informe…

Retiró una mano del bolsillo del pantalón, interrumpiéndola con un gesto brusco.

—Viejas noticias. Quiero tus impresiones, Elle. Por eso estás aquí. Quiero conocer sus puntos débiles. Dónde están, cuáles son, quiénes son. —Expresó su irritación con un refinado gruñido—. No esperaba tener que volver sobre esto una vez más.

Sus palabras, o mejor el tono que dejó traslucir tras ellas, la atravesó. Elle mantuvo sus ojos fijos en los de él. De color azul pálido y helados, tan poco acogedores como un glaciar.

«Si supiera cuánto ganaría si fuera sólo un poco más amable».

Tal y como estaban las cosas, su mirada hizo que ella decidiera no pasarle la información potencialmente interesante que había recibido sobre Carter Thompson esa semana.

Dio una nueva calada a su cigarrillo, con lentitud y elegancia, y después expulsó el humo.

—Sé lo que quieres, Win, y tú sabes que lo averiguaré. Pero no he encontrado todavía nada de importancia. —Alzó un hombro y lo dejó caer, despreocupada.

—¿De importancia? —repitió él con lentitud—. ¿Tenemos acaso la misma definición para esa palabra?

Ella contó un latido.

—Quiero decir que no he hallado nada que podamos utilizar.

Él bajó la mirada, mordiéndose el labio como si estuviera reprimiendo una sonrisa. Conociéndolo, pensó, tal vez sencillamente disfrutara del dolor.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Elle?

—Cuatro semanas.

—Si en ese tiempo no has encontrado nada políticamente significativo, eso quiere decir que Carter conduce un negocio limpió o que tú no estás trabajando con la dedicación suficiente. Sabiendo lo que ya sé sobre Carter, creo que se trata de lo segundo. —Hizo una pausa, y cuando continuó, su voz se había convertido en un susurro que le provocó escalofríos en la espalda—. No tenemos tiempo para poner a otro en tu lugar, Elle. Le gustas a Davis Lee. Aparentemente, tiene confianza en ti. Eso quiere decir que has conseguido algo. Lo has convertido de una fortaleza en un obstáculo. Él es la parte vulnerable que estás buscando, Elle. Necesitas explotar eso al máximo de tus capacidades.

Volvió a hacer una pausa, más larga esta vez. Elle no dijo una palabra, ni apartó su mirada de la suya. Sabía que él no había terminado de hablar, y ella no estaba interesada en ofrecerle ninguna sugerencia no solicitada. Inclinándose levemente hacia delante, volvió a dejar caer la ceniza de su cigarrillo.

—Te pedí que hicieras esto porque tienes la habilidad necesaria para este tipo de operación. Creo en ti, Elle. No hagas que comience a dudar de ti —dijo lentamente, y luego se encogió de hombros—. Eso significaría que debo dudar de mí mismo. Es algo que nunca me ha gustado hacer.

Dejando de lado los comentarios que hubiera podido hacer como respuesta a esa afirmación, ella apagó el cigarrillo y se levantó en un solo movimiento, imprimiendo con su furia una cierta gracia al gesto.

—Por tu insistencia, me incorporé a esta organización, Win. Jugué el papel de la inocente ratoncita; llamé la atención de Davis Lee y me gané su confianza, como has dicho. Estoy haciendo el trabajo que me pediste, que es francamente miserable, y muy por debajo de mi capacidad. Pero aquí estoy, buscando algún trapo sucio de un hombre honesto para que tú y tu padre podáis mantenerlo fuera de la carrera electoral el año que viene. A título oficial, me resulta ofensivo, Win. Todo lo relacionado con este trabajo me resulta ofensivo, pero, a pesar de todo, lo estoy haciendo, para ayudar a tu padre y para avanzar en mi carrera. Para demostrar mi compromiso con la causa. Y, hasta donde yo puedo ver, hasta ahora he tenido éxito. Estoy encontrando cosas. Sólo que no son todavía suficientes como para tener una «perspectiva de conjunto» significativa. Pero lo haré. Y lo haré a mi manera. —Dio un paso hacia él, sin apartar la vista de la suya—. Fui tu novia, Win. Pero eso no me convierte en tu puta.

Su risa, esta vez, fue sincera, y la carga de burla en ella le reabrió la herida que no había curado a pesar de seis meses transcurridos. Ella estaba enferma de estar bajo su influencia.

—Un discurso brillante, Elle. Y presentado con toda la profundidad que una veinteañera puede tener. Pero estás equivocada. Todos somos putas. Sólo cambia lo que estamos vendiendo, a quién y por cuánto. Tú quieres dedicarte a la estrategia política, ¿verdad? Bueno, no puedes hacerlo sin que esas manos color de lirio —que, si mal no recuerdo, son muy hábiles— se ensucien un poquito.

Ambos sabían que los agentes del servicio secreto podían oírlos y que la poco sutil referencia a su relación había sido para humillarla, pero ella se negó a dejarlo entrever.

—Me estás pidiendo que me acueste con él.

Sus ojos reflejaron un auténtico regocijo.

—No te estoy pidiendo que hagas nada. Te estoy diciendo que hagas lo que te pago para que hagas, que es recabar información. No me interesa conocer tus métodos, tengan que ver con entrar en su sistema electrónico, revolver en su basura o follártelo en el suelo de la Bolsa de Valores cuando suena la campana de cierre. —Hizo una pausa—. Estoy esperando resultados, Elle. Espero recuperar razonablemente algo de mi considerable inversión. —Miró a su alrededor por la espaciosa sala—. El alquiler de este sitio no es precisamente barato. —Elle no dijo nada y él sonrió—. Reemplazarte nos retrasaría mucho, cierto, pero no sería irrecuperable. La experiencia que has obtenido, sin embargo, se perdería, ¿no es verdad? Para ti, quiero decir. Podría serte útil cuando regresaras a tu casa e intentaras que tu vecino fuera elegido para el consejo escolar de la ciudad, pero en lo que se refiere a trabajar en Washington a corto plazo… Bueno, Washington es un pequeño mundo con alcance muy largo. Los rumores se extienden, desgraciadamente. —Su voz se había vuelto a suavizar, pero la intención de sus palabras nada tenía que ver con su tono.

Y allí estaba todo en su desnuda simplicidad. Aquél era un proyecto unidireccional sin margen de error. Si ella no actuaba satisfactoriamente para Win, sería expulsada. Se convertiría en otra mujer de Washington, descartada por obedecer ciegamente órdenes y, por lo tanto, sometida al ridículo y al escarnio en la arena pública, siguiendo los turbios pasos de Fawn Hall y Linda Tripp.

Excepto que Elle sabía, en primer lugar, que lo que estaba haciendo carecía por completo de ética. Él la había dejado sin ningún anclaje moral en el que sustentar una potencial defensa.

«Qué idiota he sido».

Se obligó a asentir en respuesta a sus palabras y resistió la tentación de argumentar o de defenderse. Ambas cosas serían inútiles. Puesto que provenía de Win, no se hacía ilusiones de que la amenaza fuera fingida.

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