Categoría 7 (48 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Y aun así, como conocía lo espiritual, sus consecuencias le daban nueva vida.

Capítulo 45

Lunes, 23 de julio, 17:08 h, océano Atlántico, a doscientas millas al sureste de Nueva York.

Apretando los dientes con tanta fuerza que le dolía la mandíbula, Kate se desabrochó el cinturón de seguridad de su asiento en el enorme, ruidoso y casi vacío helicóptero, que se encontraba ahora sobre el helipuerto del
William J. Clinton
. La embarcación se alejaba a buen ritmo de la costa estadounidense.

—¿Para qué lado me dijiste que debía girar cuando baje de este aparato? —le preguntó a Jake en voz baja.

—Para la derecha. Para el lado de la proa. Para el frente de la embarcación.

—Sé lo que es la proa de un barco —siseó.

—Buque. Miras en esa dirección porque es hacia donde ondea la bandera. Así que mírala otra vez y recuerda por qué estás aquí —replicó—, y después sígueme. Vas a pedir permiso para subir a bordo.

—¿Qué demonios se te ha metido en la cabeza? —preguntó—. Y, a propósito, ya estoy a bordo.

—¿Te molestaría hacer lo que te pido, por el amor de Dios?

El piloto se dio la vuelta ocultando a duras penas una sonrisa.

—Un minuto más y podrán bajar. ¿Vienen de luna de miel? Porque éste no es el
Princesa del Caribe
—dijo.

Kate dejó que Jake se ocupara de conversar y se dedicó a mirar por la ventanilla a toda la gente corriendo en torno al helicóptero y por el buque. La cubierta era enorme.
Enorme
. Y no había nada, salvo un mar furioso y oscuro y la lluvia cayendo en todas direcciones. No se veía tierra en el horizonte, ya de por sí brumoso y difícil de distinguir.

Estar allí en esas circunstancias —durante un estado de alerta terrorista, en dirección a lo que podía convertirse en el huracán más grande nunca visto— era surrealista, o tal vez demasiado real. Se parecía demasiado al momento en que habían caído las torres. Ella y todos los demás había permanecido confinados en el edificio durante casi veinticuatro horas. Sin luz, sin aire acondicionado, sin energía de ninguna clase. Sólo pánico y dolor, con el ruido de las sirenas y las espesas nubes de humo, asfixiante y lleno de cenizas que pasaba frente a las ventanas, oscureciendo un poco el horror al otro lado. Ella no quería estar allí, rodeada de gente enloquecida por la adrenalina, excitada por dirigirse directamente hacia el peligro para realizar un trabajo que, en el mejor de los casos, era un despropósito.

Ella quería estar en cualquier otro lugar excepto allí. Quería estar en su casa.

—¿Kate?

Miró a Jake.

—Podemos salir.

—Fantástico. Gracias. —Aceptó su mano mientras se encaminaba agachada hacia la puerta abierta y bajaba a cubierta. Él tenía razón. No podía sentir el movimiento de las olas o el barco. Buque.

Le soltó la mano y señaló diciendo algo que no pudo oír. Ella miró a su derecha, más allá de lo que parecía el frente de un edificio de varios pisos con fachada de vidrio, hacia la proa del barco, en donde la bandera ondeaba bajo el furioso viento. Con el rabillo del ojo, vio a Jake enderezar los hombros y saludar. La imagen de la bandera y del hombre le atenazó la garganta y nubló su vista.

Jake se volvió y miró a un oficial de aproximadamente su misma edad a unos escasos metros de distancia. Kate imitó sus movimientos, diciendo lo que él le había dicho y estrechando la mano que le tendían. Después los siguió a ambos a través de una escotilla y hacia el laberinto gris metálico del interior del buque.

Una vez que les hubieron mostrado su camarote, un pequeño cubículo con apenas espacio para poder darse vuelta y el baño más minúsculo que había visto en su vida, dejó caer su bolsa y siguió a los hombres hacia una de los miles de puertas que acababan de pasar. El guía los dejó delante de una de ellas, después de llamar y anunciarlos. Entraron en una sala de conferencias, provista de pantallas planas en todas las paredes y sillas giratorias atornilladas al suelo.

—Bienvenidos a bordo.

Kate volvió la cabeza al oír la voz de una mujer. No le resultaba extraño escuchar una voz femenina en un entorno masculino. Ya se había cruzado con varias mujeres por los corredores. Fue el tono de la voz. Tenía un matiz de irritación y un poco de curiosidad. Y nada de calidez. Tampoco los brillantes ojos azules de la rubia de uniforme. Eran helados.

Volvió la cabeza ligeramente para mirar a Kate a los ojos, y tendió su mano.

—Capitán Joanna Smith.

—Hola. Me llamo Kate Sherman.

La capitán Smith se volvió a Jake y repitió su presentación, y luego señaló la mesa.

—Ya que hemos terminado con las presentaciones, siéntense —ordenó secamente—. Llegarán todos en un minuto.

Se sentaron en la mesa de conferencias, con la capitán ocupando el asiento de la cabecera, en donde un montón de papeles y un ordenador portátil abierto la esperaban. A los pocos minutos, los asientos en torno a la mesa estaban ocupados por un equipo de rostros serios, casi adustos, de hombres y mujeres uniformados. La primera impresión de Kate, a medida que entraban en la sala, era que parecían demasiado jóvenes para estar haciendo lo que hacían. Más de la mitad llevaban anillos de boda. Demasiado jóvenes y ya comprometidos.

«En nombre de Dios, ¿qué estamos haciendo aquí?».

Después de los primeros y confusos saludos, Kate se dio cuenta de que se estaban presentando más por sus ocupaciones que por sus títulos. Sus nombres estaban sobre el bolsillo de la pechera. Sus rangos en las mangas. La confianza en sí mismos, en cada uno de sus movimientos.

La capitán Smith comenzó la reunión sin preámbulos, hablando con un tono tranquilo y sin inflexión.

—La tripulación ha sido informada de nuestra misión, que es neutralizar al huracán
Simone
haciendo uso de todos los medios posibles y necesarios —dijo, mirando primero a Kate y luego a Jake antes de deslizar la mirada en torno a la mesa.

Las palabras sonaron amenazadoras y Kate contuvo un escalofrío. Jake se limitó a parpadear.

—Nuestros meteorólogos están siguiendo la tormenta y nosotros identificamos un punto de encuentro, al cual llegaremos aproximadamente a las 23:00 horas. Estaremos ubicados al nor-noroeste de la tormenta, en la zona de los vientos externos, y a, aproximadamente, cien millas marinas del ojo del huracán, si su rumbo se mantiene. Eso significa que nos estaremos enfrentando a vientos de doscientos kilómetros por hora o más, y un mar muy agitado. Les anticipo que me encontraré en el centro de mando o en el puesto de combate durante el tiempo que dure este operativo. —Miró a su ordenador—. Creo que han hablado de utilizar Peregrinos.

Al no obtener respuesta alguna, ella miró directamente a Jake.

—¿Han discutido el uso de Peregrinos? —repitió.

—Sí.

La capitán miró a una mujer joven sentada al otro extremo de la mesa. Tenía aspecto más de estar en un gimnasio de secundaria dando órdenes a las animadoras y no a varios metros debajo de la cubierta principal de un portaaviones discutiendo sobre armas de tecnología avanzada.

—No resistirán los vientos, capitán. Creo que tenemos que usar el Cóndor. Es más pesado y cuenta con capacidad láser.

Las cejas de la capitán se enarcaron ligeramente.

—Todavía está en fase experimental.

—Tenemos órdenes de realizar pruebas de campo.

—Esto difícilmente va a constituir una prueba de campo —respondió secamente la capitán, y después, volviéndose a un hombre a su derecha, preguntó—: ¿Qué opina?

—Creo que no tenemos más alternativa que usar el Cóndor.

La conversación pronto fue salpicada de una terminología técnica que Kate no comprendía y siglas que no entendía. Discretamente, dejó que su mirada recorriera la sala. Como en un avión, no había ni un centímetro de espacio desperdiciado, excepto que en este entorno, nadie había intentado un diseño confortable o a la moda. El esquema decorativo era decididamente utilitario. Azul —azul marino, supuso— y gris eran los colores predominantes. La superficie de la mesa era de fórmica y las sillas tenían el asiento duro. Las luces eran fluorescentes. El suelo vibraba.

Ella escuchó mencionar el nombre de la tormenta y volvió su atención hacia la capitán, que le estaba hablando a un oficial que se había puesto de pie para dibujar un diagrama sobre una pizarra que había bajado cubriendo una de las pantallas. Justo en ese momento, un rugido atroz resonó en la sala y Kate miró asustada a su alrededor.

—¿Qué ha sido eso, en nombre de Dios? —espetó sin poder contenerse, y en un instante, todo el mundo concentró su atención en ella. Algunos con aire divertido, uno o dos irritados, mientras Jake elevaba los ojos al cielo.

La capitán enarcó una elegante ceja y se dirigió hacia el oficial a su derecha.

—Tal vez pueda explicarle.

Joven, bronceado e intentando mantenerse serio, el hombre la miró.

—Eso ha sido un Hornet al despegar, señorita Sherman —dijo con soltura—. Es el avión de caza más moderno de la Armada. Nuestros pilotos se encuentran patrullando el perímetro de la tormenta para asegurarse de que ningún otro avión con capacidad de intensificar tormentas se acerque a ella. Escuchará con frecuencia el ruido de los despegues y aterrizajes mientras esté a bordo. Estoy seguro de que tendrá la oportunidad de verlos desde cubierta.

—Gracias —respondió con humildad—. Por favor, disculpen mi interrupción.

Un golpe en la puerta fue seguido por la entrada de un marinero.

—Oficial en cubierta.

Todos en la sala se pusieron inmediatamente de pie, mientras un hombre asiático de corta estatura, pero con un aspecto estupendo, a pesar de haber alcanzado ya la madurez, entró en la sala. Todos, excepto Jake saludaron, por lo que Kate mantuvo sus manos a los costados.

—Descansen —ordenó antes de que se cerrara la puerta, y todos se relajaron pero no se sentaron. Se dirigió hacia la cabecera de la mesa. Kate observó que la capitán había dejado libre la silla en ese extremo y se había puesto delante de la silla que tenía a su izquierda, que hasta ahora había permanecido vacía. El recién llegado hizo un gesto para que ella volviera a su lugar.

—Capitán.

—Gracias, señor.

El hombre se sentó a la izquierda de la capitán y entonces ella y los demás tomaron asiento. Un movimiento llamó la atención de Kate y bajó la vista. El bolígrafo de Jake señalaba hacia una esquina de su bloc de notas. Allí aparecía escrito con letra pequeña:
Contralmirante Takamura. Muy importante
. Apartó la vista, sintiendo que el cerebro le pesaba más.

—Tan pronto como estemos en posición, comenzaremos a desplegar los Cóndores —dijo la capitán, mirando al contralmirante.

—¿Cuántos tienen a bordo?

—Diez —respondió el oficial de armamento desde el otro extremo de la mesa—. Estábamos discutiendo su configuración cuando usted llegó, señor.

—Continúen.

La discusión sobre frecuencias de ondas y duración, altitud, velocidad del viento, vectores y fuerzas centrífugas comenzó nuevamente. A los pocos minutos, Kate volvió a concentrarse cuando Jake avanzó hasta la pizarra.

—¿En qué piensa usted, señorita Sherman? —preguntó la capitán Smith.

«Mierda». Kate miró a la oficial a los ojos.

—Honestamente, capitán, esta discusión va más allá de mis conocimientos. No sé nada sobre armamento. Mi especialidad es el clima.

La capitán ni siquiera parpadeó.

—¿Tiene alguna pregunta que no haya sido hecha y respondida?

«Otro interrogatorio». Miró a Jake, y luego a la capitán.

—Bueno, ¿cuál es el alcance de los láseres? ¿Se degradan al cruzar la atmósfera? ¿Podrían destruir algo?

—Se atenúan y la luz no se desvía, señorita Sherman, por lo que los rayos no se curvarán. Como precaución, sin embargo, las rutas de navegación al sursureste de la tormenta han sido evacuadas hasta el paralelo 32 —respondió alguien al otro lado de la mesa.

—Gracias —dijo en voz baja Kate, e indicó a la capitán que no tenía más preguntas. Podría perfectamente ponerse el sombrero con orejas de burro. Lo que discutían estaba totalmente fuera de su alcance.

Capítulo 46

Lunes, 23 de julio, 18:05 h, Upper East Side, Nueva York.

Elle suspiró aliviada. Por fin estaba sola. Los agentes especiales Laurel y Hardy habían insistido en que fuera a un refugio, pero ella se había negado. Sólo Dios sabía cómo sería eso. Prefería correr el riesgo en su apartamento, aunque no creía que un huracán fuera a caer sobre Nueva York. Pero, si lo hacía, ella estaría a salvo. El edificio era anterior a la guerra y construido como la cámara acorazada de un banco, en una zona elevada del Upper East Side.

Los agentes habían accedido sólo cuando ella encontró a Lisa Baynes y la convenció de que permaneciera con ella. Había sido una buena idea, por la compañía y porque Elle no podía hacer mucho por sí misma con las manos vendadas. La intrépida Lisa llegó hasta el edificio de Elle a pesar de la situación en las calles y se quedó completamente muda después de ver las siete espaciosas habitaciones decoradas en su mayor parte con antigüedades. Lisa había resultado una gran ayuda, a pesar de que la había acribillado a preguntas cuando se marcharon los agentes. Gracias a ella, Elle estaba duchada, vestida con ropa limpia y sentada sobre sábanas limpias en su propio dormitorio, cansada y tratando pensar una vez más qué pasos iba a dar a partir de ahora.

Las zonas bajas habían estado bajo aviso de evacuación en los últimos días y se había ordenado la evacuación obligatoria el día anterior por la mañana. Según Lisa, la ciudad era un caos, y ésa había sido la principal razón de que ella hubiera decidido quedarse. El alcalde había ordenado que la gente se comportara de manera tranquila y racional; los neoyorquinos respondieron, como era habitual, ignorando tanto la orden de evacuación como al alcalde. Los periodistas deambulaban por las calles en busca, precisamente, de todo tipo de estupideces, y encontraron a gran cantidad de gente cuyos planes de emergencia consistían en buscar refugio en los túneles del metro. Lo cual no estaba mal, pensó Elle, si a uno le gustaba nadar con ratas y no con tiburones.

Ahora que había recuperado la cordura, Elle supo que tenía que abandonar aquel apartamento, aquella ciudad, aquella vida. Cada minuto que pasaba allí era un minuto perdido. Incluso sabiendo que no se encontraba en peligro, no quería estar allí. Sus maletas estaban listas desde primera hora de la tarde y se encontraba esperando junto a la puerta principal la primera oportunidad de poder irse sin correr riesgos. Cualquier lugar le vendría bien.

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