Categoría 7 (51 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

—¿Perdón?

—He dicho que usted comparte la culpa por
Simone
. Usted jugó estúpidamente con la corriente en chorro a causa del mismo complejo de Dios que llevó a Carter Thompson a hacer hervir las aguas del océano.

Sintió que se apretaban sus mandíbulas mientras la ira lo atravesaba, pero no respondió hasta que se pudo controlar.

—A veces las cosas tienen que empeorar mucho antes de que mejoren, coronel. Al haber pasado toda su carrera militar detrás de un escritorio mirando mapas meteorológicos, tal vez no sepa qué significa tener la vida de una persona en sus manos, y mucho menos la de millones, así que sólo le diré esto: jamás vuelva a cometer el error de asociarme con un terrorista. No tiene ni la más remota idea de qué hago o por qué lo hago.

—Ni me interesa saberlo, señor Taylor. Estoy segura de que su experiencia incluye muchos asuntos sórdidos, como interrogatorios…

—Se equivoca, coronel. Nunca interrogué a nadie. ¿Sabe a quiénes eligen para ser interrogadores? —respondió. Su voz, una vez más, sonó fría y despreocupada—. A las cobardes que no pueden hacerse cargo del trabajo verdaderamente sucio.

Ella lo miró lo suficientemente asombrada y ofendida, así que él fue directamente a por ella.

—Su nombre de pila es Patricia, ¿verdad?

Ella asintió.

—Era el nombre de mi esposa.

—¿Qué es esto, una confesión de trinchera? —preguntó ella, apartando la mirada y dando una última y prolongada calada a su cigarrillo. Sus manos habían adquirido un ligero temblor en los últimos diez segundos.

—Tal vez. —Hizo una pausa—. En realidad me importa poco si le caigo bien a usted o a cualquier otra persona o si me respeta a mí o a mi trabajo, pero me ofende que me llamen terrorista.

Ella asintió.

—Ya lo ha dejado claro.

—No. Me parece que no. —Se volvió hacia ella, cruzando los brazos sobre el pecho—. Trabajé para la Agencia durante veintiséis años y después me retiré. Abrí un pequeño negocio, una mueblería, en donde hacía reproducciones de muebles li.nn esc. de época. —Observó cómo enarcaba las cejas—. Siempre he sido bastante manitas, coronel. Pero un día, se me cayó una de las herramientas, haciéndome un feo corte. La enfermera de guardia en la sala de urgencias fue la persona más amable que haya conocido nunca. Nunca me hizo preguntas, me aceptó como era. Me casé con ella a los tres meses. Tuvimos dos hijos.

—Déjeme adivinar. ¿Después lo abandonó? —Su tono era sarcàstico, pero su voz se había vuelto algo ronca.

—Sí lo hizo. Estábamos de vacaciones en la casa de verano de su familia, en Martha's Vineyard. Me fui antes para terminar un trabajo para un cliente. Patricia y los chicos debían llegar a casa dos días después, pero su avión fue desviado hacia la Torre Sur del World Trade Center. —Su respiración entrecortada fue seguida de un sollozo ahogado—. Unos días después, mi antiguo jefe me llamó y me preguntó si quería volver a echar una mano. Y aquí estoy. —Hizo una pausa y la vio sumergirse en un mar de emociones encontradas.

—Lo siento, señor Taylor. Lamento mucho su pérdida, en serio —dijo ella, buscando las palabras adecuadas.

—Gracias, coronel Brannigan. —Se dio la vuelta para mirar a la tormenta.

Sólo cuando ella entró y oyó la puerta cerrarse a sus espaldas, se permitió una sonrisa amarga.

Martes, 24 de julio, 12:40 h, océano Atlántico, a bordo del buque William J. Clinton.

Kate siguió a Jake al despacho de la capitán. Era más agradable que cualquier otra sala que hubiera visto en el barco, con paneles de madera, muebles que parecían adquiridos en Ethan Allen y una alfombra mullida. Estaba, sin embargo, llena de gente. El contralmirante y la capitán ya se encontraban allí, así como otros oficiales, algunos de lo cuales ya le habían presentado y otros no, y un civil, que, claramente, no estaba pasando un buen día.

La capitán Smith se volvió a Jack y a Kate y les pidió —o mejor dicho, les ordenó— que se sentaran.

—Los aviones teledirigidos no han funcionado, y eso es todo lo que tenemos autorización para hacer —anunció ella sin preámbulos—. No quiero poner mi barco a prueba manteniéndolo cerca de la tormenta sin un buen motivo. —Hizo una pausa—. El contralmirante y yo hemos estado en contacto con el secretario de defensa y hemos recibido autorización para utilizar una nueva arma que tenemos a bordo para pruebas de campo. —Miró al civil—. Doctor Przypek, éstos son Jake Baxter y Kate Sherman, los meteorólogos de los que le hablé. ¿Podría explicarles rápidamente cómo funciona el arma?

El hombre se adelantó, claramente fuera de su ambiente. Bajo, grueso y con descuidados cabellos oscuros que necesitaban algo más que un corte, vestía un ajado polo azul con un indescifrable logotipo en la pechera, vaqueros gastados y zapatillas.

—Hola, soy Kevin. —Se aclaró la voz y continuó—. El arma se llama Propagador de Luz de Energía de Alta Intensidad Endoatmosférica y Núcleo Helado, o PLEAIENH. Lo llamamos, «Infierno helado», dijo con una sonrisa triste que a Kate le resultó extraña en aquel rostro de cachorro—. Lanza un rayo de partículas heladas a un blanco aéreo, congelándolo al instante.

Kate se le quedó mirando. Jake, tras un minuto, se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

—Tal vez debería darnos una explicación más detallada. Suena demasiado a lo que hemos intentado hacer, excepto que usa frío en vez de calor.

El hombre se rió. El resto de los ocupantes de la sala permanecieron silenciosos y tensos.

—No es un láser. El rayo está compuesto de partículas subatómicas denominadas pryzpeks. Yo las descubrí, por eso llevan mi nombre. Existen sólo a temperaturas que rondan los 85° Kelvin, lo cual es bastante frío. ¿Han visto ese gran objeto redondo rodeando la nave a nivel del agua? Parece una llanta metálica —preguntó, con una sonrisa esperanzada en el rostro.

«Este tío esta chiflado». Kate negó con la cabeza, y Jake hizo lo mismo.

—Oh. —El desconsuelo del académico era tan evidente que si no hubieran estado en una situación tan tensa, Kate supo que ella se habría reído.

—Bueno, ése es el acelerador que las produce. —Volvió a detenerse, encogiéndose de hombros—. Tratando de resumir una larga historia, cuando las partículas se juntan y tenemos una masa suficiente, podemos lanzarlas desde un cañón y dispararlas a través de la atmósfera hacia un objetivo.

—¿No se calientan al entrar en contacto con el aire? —preguntó Jake con un tono de voz ligeramente más agudo de lo estrictamente necesario.

Kevin frunció levemente el ceño.

—Bueno, sí, algunas se calientan. Las partículas de las capas exteriores del rayo se degradan. Pero como las partículas viajan a la velocidad de la luz, pueden alcanzar el objetivo antes que cualquier calor apreciable atenúe su centro, el cual es notablemente más denso que las capas externas. Cuando el centro da en el blanco —normalmente el motor sobrecalentado de un cohete o avión— las partículas lo congelan instantáneamente y éste se cae. Y suele explotar, además. —Se encogió de hombros—. Sin calor, no hay amenaza.

Kate se aclaró la voz.

—¿Entonces vamos a apuntar este rayo al huracán?

Kevin la miró.

—Bueno, sí y no. El cañón es poderoso, pero es un instrumento de precisión. Su apertura es bastante reducida, sólo cinco centímetros de diámetro, y el cañón tiene que estar en una posición fija cuando se lo dispara. Así que uno tiene que apuntar a algo más específico que «el huracán».

—¿Como qué? —resopló Jake—. No hay nada constante en una tormenta ciclónica. Es inestable y está, por definición, en movimiento constante.

—¿Qué distancia puede cubrir? —preguntó Kate, ignorando la pregunta de Jake.

—Está diseñado para combates a corta distancia, hasta el horizonte, pero no más allá. Su alcance es de unos veinticinco kilómetros aproximadamente. Depende de las condiciones ambientales. Es decir, en el espacio, estamos hablando de…

—¿Y a nivel del mar? —interrumpió Jake con brusquedad—. En una atmósfera turbulenta y caldeada, con mucho vapor de agua, ¿rebotaría?

—Rebotarían —corrigió el hombre—. No, las partículas no rebotarían, pero como usted ha sugerido, la densidad de la atmósfera que el rayo atraviesa aumentará el porcentaje de atenuación. Deberíamos estar tan cerca como sea posible del blanco.

—¿Y ése sería el ojo? —preguntó la capitán.

El físico se encogió de hombros.

—Esa decisión es suya.

—El centro mismo de la tormenta —dijo Jake—. El punto de convección, en la cúspide…

—¿Y qué hay del agua? —preguntó Kate. Todas las miradas se dirigieron a ella.

—¿El agua? —repitió la capitán incrédula—. ¿Lo que hace que el barco flote? ¿Usted quiere congelar
eso
?

Kate la miró a los ojos.

—Un rayo de cinco centímetros de diámetro apuntando a un ojo de unos cuantos kilómetros de diámetro no puede causar demasiado daño. Es una suposición.

—Hay algo de verdad en lo que dice. —Todos miraron al físico—. Los sensores y los programas en los que se basa el arma buscan señales infrarrojas de alta velocidad. Aunque la fuerza de una tormenta ciclónica libera mucho calor, no creo que sea el blanco ideal. El rayo, como dije, es estrecho. Está diseñado para dar en blancos relativamente pequeños, por eso tal vez no podría crear un efecto suficiente para detener el ciclo de convección, ni siquiera para desestabilizarlo.

—Cualquier esfuerzo por desestabilizarlo debe tener lugar en una zona tan baja como sea posible en la tormenta, tan cerca de su fuente de alimentación como podamos. Eso es lo que intentamos hacer con las aeronaves teledirigidas, ¿verdad? detener la construcción de las torres de convección, ¿no es así? Bueno, esto podría ser todavía mejor. Si no hay nada que suba por las tuberías, entonces las torres de convección se desmoronarían. —Kate se volvió hacia el científico que ahora sonreía—. ¿Puede apuntarla hacia el agua?

—Nunca lo hemos probado, pero no veo por qué no podemos intentarlo. El frío se esparciría, pero no estoy seguro de la dirección.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, puede ser a lo largo de la superficie, o hacia abajo en la columna de agua. Supongo que cualquiera de las dos serviría, ¿no es cierto?

—A ver —interrumpió la capitán—. ¿Va a funcionar? Porque o intentamos eso de inmediato o en caso contrario tendremos que salir a toda velocidad de este lugar. —Miró al científico, a Kate y a Jake—. ¿Qué opinan?

—Creo que no nos queda más alternativa que probarlo —respondió Jake.

—¿Cuándo pueden tenerlo preparado? —preguntó la capitán.

—Dentro de treinta y cinco minutos —respondió el oficial de armamento—. El acelerador ha estado listo desde que partimos de Dover.

La capitán se volvió hacia ellos y los miró de una forma que, sin duda, le había servido para conseguir su puesto.

—Mejor será que esto funcione.

Había un claro movimiento en el barco, y Kate deseó no haber tenido la posibilidad de aceptar estar en la sala de controles de paredes acristaladas en «la isla», el centro de mando que se elevaba varios pisos por encima de la cubierta del portaaviones. Habitualmente, era utilizada para supervisar las operaciones de vuelo, pero el equipo de aviación había cedido su espacio, y ella, Jake, Kevin y la capitán se encontraban allí para supervisar la primera actuación del «Infierno helado».

—¿Está seguro de que el cañón no se va a desprender y venir hacia nosotros y matarnos? —susurró Kate a Kevin mientras estaba de pie junto a él, que se encontraba sentado delante de la terminal de un ordenador.

Kevin, Jake y la capitán la miraron, con expresiones que oscilaban entre la ironía y la exasperación.

—Ese bebé está construido para presentar batalla. Nada lo va a arrancar de cubierta. Además tiene un perfil muy bajo. Se eleva sólo unos pocos metros. Todo tiene que permanecer tremendamente frío.

—No se nos caen muchas cosas por la borda, Kate. Tal vez uno que otro escéptico —comentó secamente la capitán Smith, para luego desviar su mirada hacia los múltiples monitores colocados ante ellos.

La furia de la tormenta había aumentado a un punto tal que había sobrepasado lo que constituía una categoría 6 o más en la escala de Saffir-Simpson —si llegan a existir semejantes categorías—. Su presión era más baja, la velocidad de los vientos mayor, su avance más veloz y el ojo más concentrado que cualquier otra tormenta de la historia. Y seguía su avance inexorable hacia la costa de Nueva York.

—Bueno, creo que es hora de empezar la función —dijo Kevin, deteniendo sus dedos sobre el teclado por primera vez en, al menos, media hora.

Jake lo miró.

—¿Crees que ha llegado la hora?

Kevin sonrió.

—En efecto. Es hora de empezar.

La sala de control, donde se había estado trabajando bajo un intenso murmullo, quedó en silencio.

—Necesitamos el cañón sobre cubierta —dijo la capitán, y la orden fue repetida por un marino uniformado sentado en una consola ubicada de espaldas a cubierta.

—Sube el cañón —anunció el marinero un momento después.

En el extremo de la cubierta, Kate vio que parte del suelo se deslizaba y una caja cuadrada y de aspecto pesado se alzaba en su lugar.

—¿Ése es el cañón? —preguntó.

—La parte de atrás —respondió Kevin con orgullo en su voz mientras sus dedos comenzaban nuevamente a volar sobre el teclado.

—¿Es esto alguna especie de broma? —dijo la capitán con un tono que dejó a todos petrificados. Kate se volvió para mirarla, con el corazón latiéndole aceleradamente.

El rostro de la capitán había empalidecido y sus ojos echaban fuego en dirección al marinero de rostro serio que le acababa de entregar un papel.

—No, señora.

La capitán descansó su mirada en el rostro de Kate, para luego pasar al de Jake y al de Kevin.

—La Estatua de la Libertad ha caído hace cuatro minutos. —Tragó saliva y miró fijamente a Kevin—. Haga que esto funcione.
Haga que esto funcione.

Después de unos segundos, el físico se volvió en silencio hacia su tablero de mandos. Su voz temblaba visiblemente.

—Se está abriendo la apertura —anunció—. Apuntando tres grados sobre el horizonte. Tres, dos, uno. Fuego.

Un rayo translúcido de un azul plateado salió hacia el infinito a unos seis metros por encima de la proa, congelándolo todo a su paso. Las olas, de no menos de treinta metros de altura, se congelaban a la mitad, enviando enormes trozos de hielo a estrellarse contra la cubierta en el irrefrenable instante del movimiento de agua que los rodeaba. Trozos sólidos de agua blanca de decenas de metros de longitud saltaban por el aire, rebotando sobre la cubierta, aplastando todo lo que cruzara su camino. Kate se agachó cuando uno de ellos llegó volando hacia «la isla» y se estrelló contra la gruesa ventana de plexiglás en el piso inferior al que se encontraban.

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