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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (17 page)

Desde lejos no parecería sino que estaban sentados alrededor de la hoguera, de celebración, con dos Kajiras a sus pies.

Miré hacia las otras hogueras, los otros grupos de carretas diseminadas por la llanura. De una de ellas llegaba el sonido de una canción.

Los hombres tiraban de sus ataduras.

Pensé que no los descubrirían hasta la mañana siguiente.

—Desnudadla —dijo Verna a una de las chicas. Moví la cabeza. ¡No! Me quitaron el camisk. Allí, de pie, yo no era más que una esclava maniatada, entre ellas.

—Quemad el camisk y la cuerda con que lo ataba —ordenó Verna.

Vi como arrojaban la prenda y el nudo a las llamas. No podrían ser usados para que los eslines adiestrados en encontrar esclavas pudiesen olerlos y seguir mi rastro.

—Poned más leña en el fuego —ordenó Verna.

Las muchachas arrojaron más leña a la hoguera.

Entonces Verna se alejó de mí y se colocó frente a los hombres.

Qué hermosa era, y orgullosa, y salvaje, con aquellas breves pieles y los adornos de oro. Tenía una bonita figura y se comportó de manera arrogante frente a ellos, desafiándoles con su belleza y su lanza.

—Soy Verna —les dijo—, una Mujer Pantera de los Altos Bosques. Esclavizo a los hombres cuando me place. Cuando me canso de ellos, los vendo. Os hemos capturado. Si quisiéramos, os llevaríamos a los bosques y os enseñaríamos lo que significa ser un esclavo —mientras hablaba, les pinchaba con la lanza y más de una mancha de sangre salió sobre el tejido de sus túnicas—. ¡Hombres! —rió satisfecha, y les dio la espalda.

Les vi revolverse, pero no podían soltarse. Habían sido atados por Mujeres Pantera.

Luego Verna se colocó frente a mí. Me observó y estuvo mirándome, como lo hubiera hecho un mercader de esclavos.

—Kajira —dijo con tono de desprecio.

Yo volví a negarlo con la cabeza. ¡No!

Sin mirar atrás salió del campamento, con la lanza en la mano, hacia los oscuros bosques que se distinguían en la lejanía.

Sus muchachas la siguieron, dejando el fuego y los hombres atados y a Ute y Lana, a quienes habían sujetado a los pies de los guardas.

El lazo que habían colocado alrededor de mi garganta resbaló, se estrechó y, casi estrangulada, tropezando, desnuda y amordazada, con las manos atadas detrás, a mi espalda, tiraron de mí hacia la oscuridad del bosque.

9. LA CABAÑA

Me daba verdadero pánico entrar en el bosque, pero no tenía elección.

El lazo es un buen artilugio para controlar a una esclava atada. Tenía que seguirlas. No podía ofrecer la menor resistencia sin estrangularme.

Las muchachas se movían rápidamente, en fila india, entre la maleza y los árboles bajos del límite del bosque. Yo sentía las hojas y las ramitas bajo mis pies. Sólo se detuvieron el tiempo suficiente para apartar algunas ramas y tomar las lanzas ligeras y los arcos y flechas que habían escondido allí. Cada muchacha llevaba también, en su cintura, un cuchillo de eslín enfundado.

Verna, hermosa y espléndida, encabezaba la marcha, con un arco y un carcaj con flechas en la espalda y la lanza en la mano. A veces se detenía para escuchar o alzar la cabeza, como si analizase el aire, pero luego reemprendía la marcha. Maniatada como estaba y sin la protección de las pieles, no podía defender mi cuerpo del azote de las ramas. Si me detenía por el dolor, o un golpe o por haber tropezado, el lazo implacable, cerrándose en mi cuello, me obligaba a seguir hacia delante.

Finalmente, quizás al cabo de una hora de sufrir esta tortura, Verna alzó la mano y las muchachas se detuvieron.

—Descansaremos aquí —dijo.

Había resultado difícil abrirse camino a través de la espesura y los matorrales. Alcanzar los altos árboles del bosque, los grandes árboles Tur, quizás nos costaría más de una hora de marcha.

—Arrodíllate —ordenó la muchacha que sostenía la cuerda de mi lazo.

Obedecí, respirando pesadamente.

—¡Como una esclava de placer! —gritó.

Amordazada, moví la cabeza. ¡No!

—¡Cortad ramas y azotadla! —dijo Verna.

Negué de nuevo con la cabeza, suplicando con los ojos, histéricamente, ¡no! ¡No!

Me arrodillé tal y como me habían ordenado.

Se rieron.

La muchacha que sostenía la cuerda de mi lazo la echó por encima de mi espalda.

Yo tiré del cordel que unía mis muñecas.

Ella ató mis tobillos cruelmente, usando para ello el extremo del lazo, tensando la cuerda entre la garganta y los tobillos. Así la cabeza me quedó forzosamente inclinada hacia atrás. A duras penas podía respirar.

Una de ellas se subió a un árbol cercano. En un momento, a la luz de la luna, arrojó unas calabazas de agua y tiras de carne.

Sentadas con las piernas cruzadas sobre las hojas, las jóvenes se pasaron las calabazas y comenzaron a masticar la carne.

Cuando hubieron comido y bebido, se sentaron en un semicírculo frente a mí.

—Soltad sus tobillos —dijo Verna.

La muchacha obedeció. Esto alivió la tensión del lazo.

Mi cabeza cayó hacia delante.

Cuando la alcé, Verna estaba de pie frente a mí y blandía un cuchillo que colocó junto a mi rostro.

—Márcala —dijo la que había llevado mi lazo.

Miré a Verna llena de terror.

—¿Tienes miedo de dejar de ser tan bonita? —preguntó—. De que no les gustes a los hombres?

Cerré los ojos.

Sentí cómo se movía la hoja entre mi mejilla y la mordaza, dejando esta última suelta. Casi me desmayé. Conseguí sacarme lo que habían metido dentro de mi boca empujando con la lengua. Por poco devolví.

Verna había vuelto a poner su cuchillo en la funda.

Cuando pude mirarla, hablé con tanta naturalidad como me fue posible:

—Tengo hambre y sed.

—Tus amos te dieron de comer —dijo Verna.

—¡Pues claro que la alimentaron! —gritó una de las chicas—. ¡La alimentaron con las manos, como las bestias! —la muchacha se rió ruidosamente, con desprecio—. Incluso saltó y se arrastró para coger la carne con los dientes.

—Debes de gustarles mucho a los hombres —dijo Verna.

—Yo no soy una esclava —dije.

—Llevas la marca de un hombre.

Me sonrojé. Era cierto.

—Incluso bebió el vino Ka-la-na —dijo con sorna otra.

—Eres una esclava afortunada —comentó Verna.

No respondí. Estaba furiosa.

—Dicen —prosiguió Verna—, que el Ka-la-na convierte a cualquier mujer en esclava, aunque sólo sea por una hora —me miró—. ¿Es eso cierto?

No dije nada. Recordé avergonzada cómo había provocado mi propia violación como esclava, al poner la mano de mi guarda sobre mi cintura, y cómo me había arrodillado para besarle, con mi cabello cayendo por encima de su cabeza.

Sabía que le había provocado, y que luego me había resistido.

—¡Me he resistido! —grité.

Las chicas se rieron.

—Gracias por salvarme —les dije.

Volvieron a reírse.

—Yo no soy una esclava —repetí.

—Llevabas puesto un camisk —dijo una de las muchachas—. Estabas en la jaula de las jóvenes. ¡Servías como una esclava!

—Querías que ellos te tocasen —gritó otra.

—Conocemos los movimientos del cuerpo de una esclava —dijo otra más—, y tu cuerpo te traiciona. ¡Eres una esclava!

—¡Quieres pertenecerle a un hombre! —exclamó Verna.

—¡No! ¡No! ¡No! —sollocé—. ¡No soy una esclava! ¡No lo soy!

Guardamos silencio, tanto ellas como yo.

—Visteis que me resistí, que luché —insistí.

—Lo hiciste muy bien —dijo Verna.

—Quiero unirme a vosotras —afirmé.

Hubo un silencio.

—No aceptamos esclavas entre las mujeres del bosque —dijo Verna con orgullo.

—¡No soy una esclava!

Verna me miró.

—Cuéntanos, ¿cuántas somos? —me preguntó.

—Quince —contesté.

—Mi banda está formada por quince. Ese me parece a mí un número razonable para protegernos, para alimentarnos, para ocultarnos en el bosque. Algunos grupos son más pequeños, otros más grandes, pero el mío, tal y como yo quiero, está rormado por quince.

No dije nada.

—¿Te gustaría ser una de nosotras?

—¡Sí! ¡Sí!

—¡Soltadla!

Retiraron el lazo que oprimía mi garganta y soltaron mis muñecas.

—Ponte en pie.

Obedecí, y lo mismo hicieron las demás muchachas. Me quedé de pie, frotándome las muñecas.

Las jóvenes soltaron las lanzas y descargaron sus arcos y flechas de sus hombros.

La luz de las tres lunas se filtraba por entre los árboles, salpicando el claro.

Verna sacó el cuchillo de eslín de su cinturón. Me lo alargó.

Me quedé allí, sujetándolo.

Las muchachas parecían preparadas, algunas incluso estaban como agazapadas. Todas habían desenfundado sus cuchillos.

—¿El lugar de cuál de ellas tomarás? — preguntó Verna.

—No entiendo —dije.

—Una de ellas, o yo misma. Lucharás con una a muerte.

Sacudí la cabeza. No.

—Lucharé contigo, si lo deseas —dijo Verna—, sin mi cuchillo.

—No —susurré.

—¡Lucha conmigo, kajira! —siseó la muchacha que había sostenido el lazo. Tenía el cuchillo preparado.

—¡Conmigo! —exclamó otra.

—¡Conmigo! —se oyó a otra más.

—¿El sitio de quién piensas coger? —preguntó Verna.

Una de las muchachas lanzó un grito y se me acercó. El cuchillo brilló en su mano.

Grité y tiré el arma lejos de mí, y caí de rodillas, con la cabeza entre las manos.

—¡No, no! —grité.

—Atadla —dijo Verna.

Noté que me colocaban las manos de nuevo en la espalda. La muchacha que había llevado el lazo las ató de nuevo, sin piedad, y volví a sentir la fuerza de aquella correa alrededor de mi cuello.

—Hemos descansado —dijo Verna—. Prosigamos nuestro camino.

Me miró. Limpió la suciedad y las hojas adheridas a su cuchillo sobre la piel de sus ropas y luego lo guardó en su funda. Colgó de nuevo sobre sus hombros su arco y su carcaj y tomó de nuevo su ligera lanza. Las demás se armaron de modo parecido, y se prepararon para partir. Algunas recogieron las calabazas para el agua y la carne que había sobrado de su comida.

Verna se me acercó.

Me arrodillé.

—¿Qué eres tú? —preguntó.

—Una Kajira, ama —susurré.

Alcé los ojos para mirarla.

—¿Puedo hablar? —pregunté.

—Sí.

Yo sabía que no era como aquellas otras mujeres. No era como ellas.

—¿Por qué he sido capturada?

Verna se me quedó mirando durante un largo rato. Finalmente, habló.

—Hay un hombre.

La miré desvalida.

—Te ha comprado.

Las muchachas, conducidas por Verna, comenzaron a abrirse camino en la oscuridad del bosque.

Volvieron a cerrar la argolla de cuero y metal alrededor de mi garganta; tomé una bocanada de aire, angustiada, con las manos atadas en la espalda, sin que se me permitiera vestirme, y caminé detrás de la cuerda, no como ellas, las orgullosas mujeres de los bosques, sino tan sólo como lo que podía ser entre ellas, una Kajira.

Seguimos caminando alrededor de una hora más. En una ocasión, Verna alzó su mano y nos detuvimos. Guardamos silencio.

—Un eslín.

Las chicas miraron a su alrededor. Ella había olido el animal, en algún sitio.

Una de ellas dijo:
«Sí»
.

La mayoría miraron simplemente alrededor con las lanzas preparadas. Deduje que eran pocas las que podían oler el animal. Yo no podía. El viento soplaba suavemente desde mi derecha.

Al cabo de un rato, la muchacha que había dicho
«Sí»
, dijo:
«Se ha ido»
. Miró a Verna.

Ella asintió.

Proseguimos nuestro camino.

Yo no había notado nada, y tenía la impresión de que muchas de ellas tampoco.

Mientras continuábamos el viaje, vimos las tres lunas encima nuestro.

Las muchachas parecían inquietas, de mal humor, irritables. Vi a más de una mirando las lunas. Alguien dijo:

—Verna...

—Silencio —respondió ésta.

La fila continuó su camino entre los árboles y la maleza, abriéndose camino a través de la oscuridad y las ramas.

—Hemos visto hombres —dijo una de ellas con insistencia.

—Callaos.

—Deberíamos de haber tomado esclavos —dijo otra, contrariada.

—No.

—El círculo —dijo otra—. ¡Tenemos que ir al círculo!

Verna se detuvo y se dio la vuelta.

—Nos viene de camino —dijo otra.

—Por favor, Verna.

Verna las miró.

—Muy bien —dijo—, nos detendremos en el círculo.

Las muchachas se relajaron visiblemente.

Algo contrariada, Verna les dio la espalda y nos pusimos nuevamente en marcha.

Yo no entendía nada de todo aquello.

Me sentía desgraciada y no pude evitar echarme a llorar cuando una rama me golpeó en el vientre. Con un grito de rabia, la que llevaba el lazo con tanta maestría giró la muñeca y me lanzó contra el suelo. Pisó la cuerda a unos centímetros de mi cuello, sujetándome y ahogándome sobre la tierra. Con el extremo que colgaba suelto, me azotó cinco veces en la espalda.

—¡Silencio, Kajira! —siseó amenazante.

A continuación me puso de pie otra vez y continuamos nuestro viaje. Las ramas volvieron a golpearme, pero no grité. Me sangraban los pies y las piernas; tenía el cuerpo completamente azotado y lleno de arañazos. Yo no era nada comparada con aquellas mujeres orgullosas, libres, peligrosas; aquellas mujeres pantera independientes, espléndidas, nada miedosas, llenas de recursos y de una fiereza felina. Eran ligeras, hermosas y arrogantes, como Verna. Iban armadas y podían protegerse a sí mismas, y no necesitaban a los hombres. Podían hacer de ellos esclavos si lo deseaban, y venderlos más tarde, si ya no les gustaban o simplemente se habían cansado de ellos. Y podían luchar con cuchillos y conocían los caminos y los árboles del bosque en toda su extensión. No le temían a nada y no necesitaban de nada.

Eran tan diferentes de mí misma...

Parecían ser de un sexo, o una educación, diferente y superior al mío propio.

Y entre ellas yo no podía sentirme nada más que una Kajira, alguien que sólo sirve para dejarse encerrar y a quien hay que gobernar, y de quien podían reírse por no ser más que un insulto para la belleza y la magnificencia de su sexo.

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