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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (20 page)

El hombre que me lo quitó dijo que sin duda llevaría otro.

Apagué el cigarrillo, contrariada, sobre la mesa, rompiéndolo, desgarrándolo.

Sabía que podían ponerme un collar, en cuanto a un hombre le apeteciese hacerlo.

—¿Puede darme otro cigarrillo? —pregunté.

—Por supuesto —dijo y, solícito, cuando me incliné hacia delante, lo encendió.

—¿Trae a menudo mujeres a este mundo para ser esclavas? —pregunté.

—Sí, y a veces hombres, también, si nos interesa.

Me sentía irritada.

—¿Por qué me trajeron a este mundo? —le pregunté.

—Traemos a muchas mujeres a este mundo porque son hermosas, y nos complace hacerlas esclavas.

Le miré.

—También, por supuesto —añadió—, tienen un valor. Pueden ser distribuidas o vendidas, según nos place, para lograr nuestros fines o incrementar nuestros ingresos.

—¿Me trajeron aquí como una de esas muchachas?

—Tal vez te interese saber que fuiste marcada para la abducción a los diecisiete años. Durante los siguientes cinco años te observamos cuidadosamente y vimos cómo te convertías en una joven mimada, rica, muy inteligente y arrogante, exactamente del tipo que, bajo un látigo y con un collar, se convierte en la esclava más exquisita.

Aparté el cigarrillo furiosa.

—¿Así que me trajeron a Gor simplemente para ser una esclava?

—Digamos —me indicó cuidadosamente— que hubieras sido traída a Gor como esclava igualmente.

—¿Igualmente?

—Sí.

—No comprendo.

—Te perdimos brevemente —dijo. Se le nublaron los ojos—. La nave se estrelló —me explicó.

—Ya.

—Después del accidente —prosiguió—, detectamos la proximidad de una nave enemiga. Abandonamos la nuestra y nos separamos, corriendo, con nuestro cargamento.

—Pero, ¿acaso yo no formaba parte de su... su cargamento?

Frunció el ceño. Me di perfecta cuenta de que escogía las palabras con sumo cuidado.

—Tenemos enemigos. Nosotros no deseábamos que cayeses en sus manos. Temíamos que nos persiguiesen. Te quitamos tu anillo de identificación y te escondimos en la hierba, a alguna distancia de la nave. Luego salimos corriendo con las otras muchachas, con idea de reunimos más tarde, si era posible, y regresar a por ti. Sin embargo, no hubo persecución. Aparentemente, el enemigo se contentó con destruir la nave. Cuando regresamos había poco más que un cráter. Y tú, claro está, habías desaparecido.

—¿Cómo me encontró?

—Al ser una mujer sin protección en Gor, sobre todo al ser bella, no tenía muchas dudas de que el primer hombre que te encontrase te haría su esclava.

Miré al suelo, irritada.

—Me fui a Laura —prosiguió—. Es la ciudad más grande de la zona. Supuse que serías puesta a la venta allí.

—¿Y pensaba comprarme?

—Sí. Así de sencillo —sonrió—. Pero desgraciadamente para nosotros te habían capturado mercaderes de esclavas, que deseaban llevarte hacia el sur para lograr un precio mejor. Por lo tanto, recurrimos a las mujeres pantera, Verna y su grupo, para adquirirte —sonrió de nuevo—. Lo que, casualmente, resultó mucho más barato.

Le miré llena de rabia.

—Sólo costaste cien puntas de flecha.

Moví la cabeza de derecha a izquierda llena de indignación.

—Te molesta, ¿verdad? — preguntó.

—No.

—Solamente podría molestarle a una muchacha con una predisposición natural a ser una esclava —argumentó él.

Miré hacia el suelo, negando con la cabeza, llena de rabie. Yo no era una esclava. ¡Yo no era una esclava!

—¿Cómo supo que me encontraba en el recinto de Targo?

—Sin duda hubiese investigado y habría dado contigo. Pero antes de tener ocasión de hacerlo, te vi en Laura. Estabas encadenada por la garganta, y transportabas provisiones junto a otras esclavas.

Bajé los ojos, contrariada.

—Llevas el vino maravillosamente— comentó.

Recordé entonces que una vez, en Laura, había visto a un hombre vestido de negro. Pensé que quizás estaría vigilándonos. Pero no estuve segura. Ahora comprendí que había sido él.

—Y, así pues, dio conmigo —dije.

—Confirmé tu identidad en el recinto, durante la actuación del saltimbanqui, y, por supuesto, vigilé toda la zona y planeé, en efecto, la incursión de las mujeres pantera.

—Tuvo suerte de que yo no estuviese metida en la jaula para las esclavas aquella noche —le dije con arrogancia.

Sonrió.

—Había hablado con Targo y los guardas —me explicó— y sabía de la celebración que se planeaba para aquella noche. Además, había hablado incluso con los guardas y habíamos bromeado acerca de su elección para aquella velada. Sabía incluso en qué carreta servirías.

—Es usted concienzudo.

—Tiene uno que serlo.

—Y ahora que me tiene aquí, ¿qué va a hacer conmigo?

—En cierto sentido, fue auténtica buena suerte que cayeras en manos de un mercader de esclavas.

—¿Sí? —inquirí.

—Sí —afirmó—. Seguramente aún no has servido por completo como una esclava.

Le miré con recelo.

—Sin duda te parecerá una experiencia interesante servir, no como una mujer libre, sino como una esclava, por completo, a un amo que exigirá tener derecho a ejercer sus prerrogativas más sobre su propiedad.

—Por favor.

—Pocas mujeres terrícolas gozan de ese exquisito placer.

—Por favor —le rogué—. No me hable así.

—Fúmate el cigarrillo —dijo él, amablemente.

Aspiré el aroma del tabaco.

—¿No has sentido nunca curiosidad por saber qué se debe sentir al ser forzada a entregarse por completo a un amo?

—Odio a los hombres —le dije.

—Estupendo —exclamó.

Le miré indignada.

—Tal vez te interese saber que serás una esclava de placer fantástica para cualquier amo.

—¡Odio a los hombres!

—Excelente.

—¿Qué quiere usted de mí? —insistí.

De repente la bestia hizo un ruido. Fue un rugido, un gruñido. Me erguí y me di la vuelta.

El animal había levantado la cabeza. Alzó sus orejas blancas y puntiagudas. Estaba escuchando.

Tanto el hombre como yo miramos a la bestia. Yo, asustada. Él alerta, cauteloso.

Los ojos del hombre parecían buscar los del animal y la bestia parecía mirarle. Luego el animal gruñó, enseñando los dientes, y miró hacia otro lado, con las orejas todavía levantadas. Volvió a gruñir.

—Hay un eslín fuera —dijo el hombre.

Me puse a temblar.

—Cuando me traían hacia aquí —le dije—, el grupo detectó dos veces el olor de un eslín.

El hombre me miró.

—Os estaba siguiendo.

—A lo mejor eran dos eslines diferentes —susurré.

—A lo mejor.

El animal se agazapó sobre la paja, abriendo y cerrando los orificios de su nariz, con los ojos negros brillando y las orejas levantadas.

—Está cerca —dijo el hombre. Me miró—. En ocasiones un eslín puede perseguir una presa durante cuatro pasangs, antes de decidirse, olfateando, acercándose, retirándose, para finalmente, cuando ha tenido bastante, atacar desde la oscuridad.

La bestia gruñó amenazadoramente.

Me espanté al oír un resoplido que venía desde el otro lado de la puerta, luego un gemido y un arañar la misma. Se me erizó el cabello de la nuca.

—La puerta está atrancada —dijo el hombre—. Aquí dentro estamos a salvo.

Miré a las vigas, cruzadas encima de la ventana. Era pequeña, apenas medio metro de diámetro.

—El eslín estaba probablemente siguiendo al grupo —dijo él—. El rastro le ha traído hasta aquí.

—¿Por qué no sigue a las mujeres pantera?

—Podría haberlo hecho, pero no ha sido así —contestó. Señaló luego a la bestia con la cabeza—. Seguramente quizás también huele a la bestia. Los eslines sienten curiosidad en ocasiones y muchas veces les molesta la presencia de otros animales en lo que ellos han decidido considerar su territorio.

Se oyó un aullido de enfado al otro lado de la puerta, que fue contestado por un profundo rugido por parte de la bestia sujeta a la pared por el collar y la cadena.

—¿Por qué no se va? —pregunté.

—Tal vez huela a la bestia. O quizá huela a comida aquí dentro.

—¿Comida?

—Tú y yo.

Me tembló tanto la mano que el cigarrillo desprendió un montón de ceniza.

—Estamos a salvo aquí —insistió él.

—¿No tiene armas, armas potentes, con las que pudiera matarle?

El hombre sonrió.

—No es muy sensato llevar armas potentes en la superficie de Gor —me dijo.

No le comprendí.

Ya no oía al eslín.

Apagué el cigarrillo sobre la mesa y le miré, fríamente.

—No me trajeron a Gor —le pregunté— para ser una simple esclava, para ser entregada o vendida a un amo, ¿verdad?

—Ya te he dicho que a los diecisiete años fuiste seleccionada para la abducción. Fuera como fuese, hubieras sido traída a Gor como una esclava.

—Pero en mi caso —le presioné— había condiciones adicionales, ¿no es así?

—Sí.

Me eché un poco hacia atrás. Me sentía despierta y fría. Ellos necesitaban algo de mí. Ahora podría negociar. Tendría una oportunidad para arreglar mi regreso a la Tierra. Tenía que ser inteligente.

—¿Le apetecería hablar de negocios conmigo? —le pregunté.

—¿Quieres otro cigarrillo?

Me lo dio y yo lo tomé. Cerró la pequeña pitillera dorada plana y encendió una pequeña cerilla. Me incliné hacia delante y él hizo lo mismo para encenderlo. La llama de la cerilla estaba a menos de un centímetro del cigarrillo. Él me miró.

—¿Estás preparada para negociar? —me preguntó.

Le sonreí.

—Quizás —le dije.

Acercó la cerilla al cigarrillo y yo me incliné para encenderlo.

La cerilla se cayó.

Le miré sorprendida.

De pronto, con furia, con toda su fuerza, me abofeteó de tal manera que me tiró, literalmente, del banco y me lanzó contra la pared.

Al instante se encontraba sobre mí y me arrancó el vestido. Entonces, con insolencia, brutalmente, me puso boca abajo sobre toda la porquería. Se arrodilló por encima de mi cuerpo sentí que mis manos eran lanzadas hacia atrás, hacia mi espalda. Con la misma fibra para atar que me había quitado antes ató mis manos ferozmente. Luego se puso en pie de un salto y me dio una patada en el costado. Aterrorizada, dolorida, me deslicé sobre el costado mirando hacia él llena de espanto. Se agachó para cogerme del pelo y del brazo izquierdo y me echó sobre la bestia.

—¡Come! —le gritó.

Me puse a chillar al verme lanzada a las enormes mandíbulas, llenas de colmillos.

Tiró de mí hacia atrás, cruelmente, y me puso de rodillas. Vi cómo me rozaban aquellas mandíbulas, los dientes se echaran sobre mí y en una ocasión arañaron mi cuerpo, justo en el momento en que fui apartada del perímetro de la cadena de la bestia. El animal tiró de ella y del collar tratando de alcanzarme.

Luego, lleno de rabia, el hombre me echó hacia atrás. Tiró de mí, llevándome de lado hasta el otro extremo de la estancia sobre la porquería del suelo.

—¡No comas! —le gritó a la bestia.

Entonces, tomó un gran pedazo de carne de bosko que colgaba de un gancho y se lo echó al animal.

Comenzó a tirar de ella y a desgarrarla con sus colmillos y sus patas. Pensé que podía haber sido mi cuerpo.

El hombre se me acercó.

Estaba echada sobre mi costado, encima de la porquería, desnuda y maniatada, y le miré llena de horror. En la mano llevaba un látigo alzado.

—Me habías dicho que eras libre —dijo.

—¡No! ¡No! —grité—. ¡Soy una esclava! ¡Una esclava!

—¡Cien puntas de lanza son demasiado para una esclava semejante!

Muerta de miedo, conseguí colocarme de rodillas y agaché la cabeza hasta ponerla a sus pies.

—¡Besa mis pies! —ordenó—. ¡Esclava!

Obedecí.

—La orgullosa señorita Brinton —dijo.

Yo temblaba a sus pies.

—¿Estás preparada para negociar? —preguntó.

Puse mi frente sobre sus pies, sobre las tiras de sus sandalias, mientras mis cabellos caían a los lados.

—Mándame cuanto quieras —supliqué.

Se apartó de mí. Alcé la cabeza. Le vi tomar el vestido rojo de seda y arrojarlo al fuego.

Me miró, y bajé los ojos.

—Ordéname lo que quieras, amo —le imploré.

—Tenemos la intención de entrenarte como esclava, para Ofrecer exquisitos placeres a tu amo. Y luego te colocaremos en una casa determinada.

—¿Sí, amo?

—Y en esa casa, envenenarás a tu amo.

Le miré llena de espanto.

De pronto se oyó un chillido impresionante y el estallido de maderas. La cabeza de un eslín, con los ojos relucientes, enseñando sus dientes como agujas, asomó a través de la pequeña ventana después de romperla y haber logrado que las vigas quedasen caídas a un lado. Dando gruñidos, comenzó a mover los hombros como un gato a través de la abertura.

La bestia, que estaba junto a la pared, enloqueció.

El hombre, terriblemente desconcertado, gritó de miedo, apartándose de la ventana.

Yo estaba de pie apoyada contra la pared, chillando.

La enorme y ancha cabeza del eslín, de forma triangular, con aquellos ojos entreabiertos que, acostumbrados a la oscuridad de la noche, no se adaptaban a la repentina luz del fuego, se echó algo más hacia el interior de la habitación; aparecieron también sus hombros y, a continuación, su pata derecha.

La bestia bramaba furiosa, poniéndose en pie.

El hombre, como si hubiese recuperado el sentido después del grito de la bestia, tomó el látigo y corrió hacia la ventana, golpeando al eslín, intentando hacerle retroceder. Pero, tal y como pude ver llena de espanto, el eslín no podía retirarse. Tenía ya dos patas en la ventana y un tercio de su cuerpo. Gritaba y resoplaba lleno de rabia a cada golpe de látigo. Finalmente lo atrapó con los dientes y lo rompió, arrancándoselo al hombre. Salté, chillé, y me apreté contra la pared. Entonces, el hombre tomó un pedazo de madera ardiéndole cerca del fuego y golpeó al eslín. La madera se partió sobre su cuello. Otra garra y otra pierna aparecieron en la ventana. Un eslín tiene seis patas. Es largo, sinuoso; se parece a una lagartija, pero tienen el pelo largo y es un mamífero. Cuando ataca frenéticamente es uno de los animales más peligrosos de Gor. Desesperado, el hombre se inclinó sobre el fuego y tomó una madera de la hoguera, ardiendo, y la arrojó sobre el eslín. Este gritó de dolor, pues había quedado ciego de un ojo. Después, tomó la madera con los dientes y la destrozó. Apareció una pata más en la ventana, y casi la mitad del cuerpo del animal hizo acto de presencia en la habitación. El hombre gritó aterrorizado y corrió hacia la puerta. Tiró las maderas que la bloqueaban para abrirla. La bestia lanzó un rugido en su dirección y él se volvió, aterrorizado. Grité. No lo entendía, era casi como si La bestia le hubiese ordenado quedarse.

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