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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (19 page)

Al cabo de más o menos una hora, nos encontramos en un claro del bosque. Allí había una pequeña cabaña, con una sola puerta y ventana. En el interior había una luz.

Me llevaron hasta la puerta de la casa.

—De rodillas —dijo Verna.

Obedecí.

Sentí miedo. Sabía que aquella debía ser la casa del hombre que me había adquirido.

Una bolsa de cuero colgaba de la puerta.

No se percibía ningún sonido en el interior de la casa.

Verna cogió la bolsa y se arrodilló en el suelo con las demás a su alrededor. Contenía puntas de flechas de acero. Las contó a la luz de las lunas. Había cien.

Verna les dio seis a cada una y se quedó diez para ella. Las pusieron en las cartucheras que llevaban en los cinturones.

La miré sacudiendo la cabeza, pues no podía dar crédito a lo que había visto. ¿Sería aquél y sólo aquél mi precio? ¿Era posible que me hubieran comprado por sólo las puntas de cien flechas?

—Levántate, esclava.

Me puse en pie y Verna retiró de mi garganta la odiosa argolla.

La miré.

—Soy libre —le dije.

—Matémosla —urgió la muchacha rubia.

—Muy bien —dijo Verna.

—¡No! —grité—. ¡No! ¡Por favor!

—Matadla —dijo Verna.

Perdí el control de mí misma y caí de rodillas frente a ella.

—¡Por favor, no me matéis! ¡Por favor! ¡Por favor! —me puse a temblar y a llorar. Apreté la cabeza contra su pie—. ¡Por favor! —supliqué—. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!

—¿Qué eres? —preguntó Verna.

—Una esclava —grité—. ¡Una esclava!

—¿Suplicas por tu vida?

—Sí. ¡Sí, sí!

—¿A quién le pides por tu vida?

—Una esclava le implora a su ama —lloré.

—¿Son sólo las esclavas las que suplican así por su vida?

—¡Sí! —chillé—. ¡Sí!

—Entonces tú eres una esclava —concluyó Verna.

—¡Sí!

—Entonces, ¿te reconoces a ti misma como una esclava?

—Sí ¡Sí! ¡Reconozco que soy una esclava! ¡Soy una esclava! ¡Soy una esclava!

—Dejadla vivir —dijo Verna.

Casi me desplomé. Dos de las muchachas me pusieron en pie. No me valía por mí misma.

Mis ojos se encontraron con los de Verna.

—Esclava —dijo con sorna.

—Sí, ama —musité, y bajé los ojos. No podía sostener su mirada, la de una mujer libre.

—¿Eres una esclava dócil?

—Sí, ama —respondí, deprisa, asustada—. Soy una esclava dócil.

—Esclava dócil —dijo socarronamente.

—Sí, ama.

Las muchachas rieron.

—Al otro lado de esa puerta —dijo Verna señalándola con la cabeza— está tu amo.

Me puse delante de la puerta, desnuda, con las muñecas atadas a la espalda.

De pronto, de manera impensable, me volví y la miré.

—Cien puntas de flecha —dije enfadada— no son suficiente.

Yo misma estaba sorprendida de haber dicho semejante cosa, y aún más por cómo lo había dicho. A buen seguro que no había sido Elinor Brinton quien lo había hecho. Era el comentario de una esclava. Pero lo había dicho Elinor Brinton. Llena de espanto descubrí que era una esclava insignificante.

—Eso es todo lo que vales para él —dijo Verna.

Tiré de la cuerda que oprimía mis muñecas.

Ella me miró como lo habría hecho un hombre. El sentirme escrutada me llenó de rabia.

—Yo misma —comentó Verna—, no hubiera pagado más.

Las muchachas rieron.

Moví la cabeza de lado a lado, llena de rabia; era una esclava humillada. Mi acción parecía incontrolable y me odié por ello.

—La chica es de la opinión —dijo la rubia que había sostenido mi correa— de que debería haber alcanzado un precio más alto.

—¡Valgo más! —exclamé con mala cara.

—Cállate —dijo Verna.

—Sí, ama —contesté, asustada, bajando la cabeza.

Entonces pensé que sería una esclava inteligente. Era muy lista. Sabía, sin duda, tramar planes y adular y salirme con la mía. Sabía sonreír con gracia, y lo haría para conseguir mis objetivos. Me sentí insignificante y astuta, pero justificadamente orgullosa de mí. ¿Acaso no era una esclava? Sabía que podía emplear a la perfección las estratagemas de una esclava para que mi vida fuese más agradable y fácil.

¡Pero sólo cien puntas de flecha! ¡No era suficiente!

La puerta de la cabaña se abrió de par en par.

Repentinamente aterrorizada, me encontré frente a la abertura.

—Entra, esclava —dijo Verna.

—Sí, ama —susurré.

Sentí la punta de su lanza en mi espalda.

Me empujaba hacia delante. Dando un traspié me encontré en la habitación al tiempo que gritaba angustiada.

La puerta se cerró detrás de mí y oí caer dos vigas cerrándola.

Miré a mi alrededor y luego eché la cabeza hacia atrás sin poder reprimir un grito de terror incontrolable.

10. LO QUE SUCEDIÓ EN LA CABAÑA

Aquella cosa peluda de grandes ojos parpadeó al mirarme.

—No tengas miedo —dijo una voz.

El animal estaba sujeto a la pared con un collar recio y claveteado atado a una pesada cadena.

Me quedé en pie con la espalda apoyada en la pared opuesta, encogiéndome aterrorizada. Noté las vigas rugosas en mi espalda. Tenía la cabeza levantada y echada algo atrás, los ojos muy abiertos. También sentía las maderas apretadas contra las puntas de mis dedos, puesto que aún llevaba las manos atadas a la espalda. No podía respirar.

La bestia me miró y bostezó. Vi las dos hileras de colmillos blancos. Luego, con aire adormilado, comenzó a mordisquear la piel de su pata derecha para asearla.

Me fijé que la cadena era corta, y ni tan siquiera llegaría al centro de la habitación.

—No tengas miedo —repitió la voz.

Conseguí inhalar algo de aire, aunque con dificultad.

Al otro lado de la habitación, de espaldas a mí, inclinado sobre un recipiente con agua y con una toalla alrededor del cuello, había un hombre no muy alto. Se volvió para mirarme. Su rostro todavía era el rostro pintado del payaso, pero se había quitado aquellas ropas tontas y el gorro con las borlas. Llevaba una túnica goreana de las que se llevan en casa. Era áspera y marrón, con polainas, como las que usan a veces los leñadores que trabajan entre la maleza.

—Buenas noches —me dijo.

Su voz parecía diferente ahora, ya no era la voz del cómico saltimbanqui. Al mismo tiempo, me resultaba familiar, pero no conseguía recordar si, o dónde, la había oído antes. Sólo sabía que estaba terriblemente asustada.

Se volvió de nuevo hacia el recipiente con agua y comenzó a limpiar la pintura de su cara.

Yo no podía apartar los ojos de la bestia.

Me miró, con aquel aire adormilado, y siguió mordisqueándose la pata.

Parecía increíblemente grande, incluso más ahora en el interior de la pequeña cabaña, que anteriormente fuera del recinto de Targo. Era como un montón de pelo reluciente y somnoliento, con vida y cientos de toneladas de peso. Sus ojos eran grandes, negros y redondos; tenía un hocico amplio en el que destacaba la piel reluciente de los dos orificios de su nariz. Me estremecí al verle la boca y los colmillos, los dos de arriba sobresaliendo hacia abajo a ambos lados de la mandíbula. Tenía los labios húmedos por la saliva de su lengua, larga y oscura, que juntamente con los dientes estaba usando para limpiar el pelo de su pata derecha. El impacto de aquellas mandíbulas podía, con un leve esfuerzo, desgarrar el hombro de una persona.

Me puse a temblar, aterrorizada, con la espalda pegada a las rugosas vigas.

—Buenas noches, señorita Brinton —dijo el hombre. Había hablado en inglés.

—¡Usted! —grité.

—¡Hola preciosa!

—¡Usted!

Era el hombre más bajo, uno de los que me había capturado y apresado primero en mi propia cama, en el ático. Había sido él quien había introducido la jeringuilla en mi costado derecho, en mi espalda, entre la cintura y la cadera, para drogarme. Había sido él quien me había tocado de aquella manera tan íntima, el que había sido apartado de mí por el hombre más corpulento. Era el que había cogido mis cerillas y mis cigarrillos, el que se había inclinado sobre mí y echado el humo en mi rostro, mientras yo estaba desnuda, atada y amordazada delante suyo.

—Eres una verdadera preciosidad —dijo.

Yo no podía hablar.

—¡Kajira! —exclamó en goreano. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron al oírle.

De pronto hizo sonar sus dedos, y, con el típico gesto rápido de un amo goreano, señaló un punto en el sucio suelo, delante de él, casi al tiempo que giraba la mano y, extendiendo su pulgar y su índice, señalaba hacia abajo.

Corrí hacia él y me arrodillé delante suyo, con las rodillas sobre aquella suciedad, en la posición de una esclava de placer, con la cabeza agachada, temblando.

—Es interesante —reflexionó— el efecto de la esclavitud en una mujer.

—Sí, amo —susurré.

—La orgullosa y arrogante señorita Brinton —señaló hablando en inglés.

—No, amo —musité yo, en inglés.

—¿Acaso no eres Elinor Brinton?

—Sí.

—¿Y ella qué es?

—Sólo una esclava goreana.

—Nunca pensé que pudiera tenerte a mis pies.

—No, amo.

Fue hacia un lado de mi habitación y tomó un pequeño banco que colocó frente a mí. Se sentó en él y, durante algún tiempo, me miró. No me moví.

Luego se levantó y fue de nuevo a un lado de la estancia, donde había unos troncos cortados. Tomó uno y lo puso en el fuego que había en uno de los lados, en un hogar poco profundo y bordeado por piedras. Se produjo una lluvia de chispas. El humo fue finalmente hacia arriba, encontrando la salida rudamente realizada.

Estaba tensa, atemorizada. No me moví. Volvió y se sentó de nuevo frente a mí.

—Levántate.

Me puse de pie inmediatamente.

—Date la vuelta.

Así lo hice.

Me sorprendió que soltase mis muñecas. Tenía las manos entumecidas y a duras penas podía mover los dedos. Me quedé frente a él un buen rato.

—Da un paso atrás.

Aterrorizada, pues aquel movimiento me llevaba hacia la fiera, obedecí temblando.

—¡Ataca! —le gritó en goreano al animal.

La bestia se lanzó hacia delante a por mí, abriendo y cerrando la boca, estirando sus grandes brazos, peludos y negros.

Chillé histéricamente y me encontré en la esquina de la habitación, arrodillada, arañando con las uñas las vigas de las paredes, llorando, gritando y llorando.

—No tengas miedo —dijo él.

Yo grité y grité.

—No tengas miedo.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté a gritos—. ¿Qué quiere de mí? —lloraba desconsoladamente, estremeciéndome por el llanto y el miedo—. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Qué quiere usted de mí?

—Los goreanos son muy primitivos. Han puesto en peligro tu modestia —su voz era solícita, amable, preocupada y parecía disculparse.

Me volví hacia él, insensible.

Estaba de pie cerca del banco. Sostenía en sus brazos un vestido de seda roja largo, con un cuello alto bordado a la altura de la garganta simulando un collar.

—Por favor —invitó.

Me acerqué sin saber muy bien lo que hacía y me di la vuelta.

Sostuvo el vestido, como podía haberlo hecho un acompañante. Me ayudó a ponérmelo.

—Es mío —susurré. Recordaba el vestido.

—Era tuyo.

Era cierto. Yo no podía poseer nada, sino al contrario: Yo era la poseída.

Abroché el cinturón del vestido.

—Estás preciosa —comentó.

Abroché también el collar bordado alrededor de mi garganta.

Le miré, sintiéndome yo misma de nuevo.

—Sí —dijo él—. Está usted muy bonita, señorita Brinton.

Se dirigió de nuevo hacia una parte de la cabaña y acercó una pequeña mesa y otro banco, también pequeño. Hizo ademán de que me sentase con él a la mesa. Me ayudó a hacerlo.

Me senté allí y le observé mientras echaba otro leño al fuego. Volvió a haber otra lluvia de chispas y el humo subió en busca del hueco de la ventilación.

La bestia estaba cómodamente enroscada en su sitio, sobre paja. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía dormida. De vez en cuando se movía, o bostezaba, o cambiaba de postura.

—¿Un cigarrillo? —preguntó el hombre.

Le miré.

—Sí —murmuré.

Sacó dos cigarrillos de una caja plana y dorada. Eran de la marca que yo fumaba. El mismo encendió el cigarrillo que era para mí, y luego el suyo. Tiró la cerilla al fuego.

Jugueteé con el cigarrillo. Me temblaba la mano.

—¿Estás nerviosa?

—¡Devuélvame a la Tierra!

—¿No te preguntas por qué fuiste traída a este mundo?

—¡Por favor! —supliqué.

Se me quedó mirando.

—¡Le pagaré lo que sea!

—¿Dinero? —preguntó.

—¡Sí! ¡Sí!

—El dinero no tiene importancia.

Le miré angustiada.

—Fúmate el cigarrillo —me dijo.

Aspiré el humo.

—¿Te sorprendiste la mañana que despertaste y te encontraste marcada? —inquirió.

—Sí —susurré. Y sin quererlo, mi mano tocó la marca de mi muslo, bajo el vestido.

—¿Quizá tienes curiosidad por saber cómo fue hecho?

—Sí.

—El aparato no es más grande que esto —dijo, indicando la caja de cerillas, pequeña y plana—. Una manecilla, que contiene la sustancia que calienta, se ajusta a la parte de atrás de la superficie que marca. Se enciende y se apaga, algo muy parecido a un simple flash.

Me sonrió.

—Genera un calor que cauteriza la carne en cinco segundos.

—No sentí nada.

—Estabas completamente anestesiada.

—¡Oh! —exclamé.

—Personalmente pienso que una muchacha debería estar plenamente consciente cuando se la está marcando —añadió.

Miré hacia el suelo.

—El impacto psicológico es más satisfactorio —concluyó.

No supe qué decir.

—Se te aplicó salvia en la herida. Cicatrizó rápida y limpiamente. Te fuiste a la cama siendo una mujer libre —me miró sin amabilidad—. Y te levantaste siendo una kajira.

—¿Y el collar?

—Estabas echada inconsciente delante del espejo. Volvimos a entrar en tu apartamento a través de la terraza. No es difícil ponerle un collar a una muchacha.

Recordé que me habían quitado el collar en aquel lugar llamado Punto P, antes de que la nave negra hubiese partido de la Tierra, a través de los cielos de aquel amanecer de agosto.

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