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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (21 page)

El eslín, resoplando, con un ojo cegado por el madero y el otro brillando, enloquecido por el dolor, comenzó a moverse rápido y a retorcerse en la abertura.

Entonces, horrorizada, me fijé en la bestia. Levantó sus enormes patas hasta su garganta. Desabrochó el collar claveteado y lo apartó.

Luego, con un grito de rabia, se acercó hasta el eslín. Los dos animales se enzarzaron en un combate. El eslín acabó de entrar por la ventana, moviéndose con dificultad, mordiendo y arañando. La bestia lo cogió por la garganta, mientras sus grandes mandíbulas le mordían y aplastaban las vértebras. Ambos animales rodaron por la pequeña cabaña, retorciéndose, chillando, resoplando, derribando los bancos y la mesa. Después, con un horripilante crujido de hueso y carne y piel, las mandíbulas de la bestia mordieron la parte de atrás del cuello del eslín. Allí se quedó, sujetándole con sus patas mientras de su boca caían pelos y sangre. El cuerpo del eslín se retorcía convulsivamente. La bestia se volvió a mirarnos.

—Está muerto —exclamó el hombre—. Déjalo en el suelo.

La bestia le miró sin entender, y yo sentí un miedo repentino. También el hombre parecía atemorizado.

Luego la bestia echó la cabeza para atrás y lanzó un impresionante grito antes de comenzar a devorar el cuerpo del otro animal.

—¡No, no! —gritó el hombre—. ¡No te lo comas! ¡No te lo comas!

La bestia alzó la cabeza, medio enterrada en el cuerpo del eslín con trozos de carne colgándole de las mandíbulas.

—¡No te lo comas!

Yo estaba aterrorizada.

La bestia comía enloquecida. Tuve la impresión de que no podía ser controlada. Seguramente el hombre, que sabía más que yo de aquellas cosas, estaba también muerto de espanto.

—¡Déjalo!

La bestia le miró, con los ojos brillantes y la cara manchada de sangre.

—¡Obedece a tu amo! ¡Obedece a tu amo! —le grité.

La bestia me miró. Nunca olvidaré el horror que sentí.

—Yo soy el amo —gritó.

El hombre dio un grito y salió corriendo de la cabaña. Yo, ignorada por la bestia que seguía comiendo, me acerqué lentamente a la puerta y luego, oyendo cómo se alimentaba el animal a mis espaldas, huí desnuda y atada hacia la oscuridad.

11. SORON DE AR

Me arrodillé en la plataforma de madera que estaba a poca altura, mientras uno de los curtidores acercaba una larga aguja a mi rostro.

—¡Mirad! —dijo Targo a las demás muchachas—. ¡El-in-or es valiente!

Muchas de ellas gemían.

Cerré los ojos. No usaron ningún tipo de anestesia, puesto que yo era una esclava, pero no fue particularmente doloroso.

El curtidor se alejó hacia el otro extremo de la plataforma.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, pues me escocían.

Sentí el segundo dolor, agudo, seguido de una desagradable sensación de calor.

El curtidor se levantó.

Habían agujereado mis orejas.

Las muchachas, arrodilladas en hilera, chillaban, gemían y se estremecían. Había guardas situados a ambos lados de la fila.

—¡Ved lo valiente que es El-in-or! —insistió Targo.

El curtidor limpió el poco de sangre con un trozo de tela.

Luego colocó dos diminutas varillas de acero, cuyos extremos juntó en cada una de las heridas. Antes de unir los extremos, añadió unos pequeñísimos discos de acero a cada una de las varillas, para que así éstas no se saliesen de las heridas. Tanto los discos como las varillas se retirarían al cabo de cuatro días.

—La siguiente —dijo.

Ninguna de las muchachas se movió.

Abandoné la plataforma.

Ute, mordiéndose el labio y con lágrimas en los ojos, se decidió.

—Yo seré la siguiente —dijo.

Las demás muchachas respiraron y se estremecieron.

Ute se arrodilló en la plataforma.

Me quedé a un lado. Sin darme cuenta, acerqué la mano a mi oreja derecha.

—No toques tu oreja, esclava —exclamó el curtidor.

—No, amo.

—¡Ponte junto a la pared, El-in-or! —dijo Targo.

—Sí, amo —contesté, y me dirigí al otro extremo de la amplia sala para las esclavas en los recintos públicos de Ko-ro-ba.

—Yo también soy de los trabajadores del cuero —le dijo Ute al curtidor que sostenía la aguja.

—¡No! —respondió él—. Sólo eres una esclava.

—Sí, amo —dijo Ute.

La vi arrodillarse, muy derecha, sobre la madera, y contemplé cómo perforaba la aguja su lóbulo derecho. No gritó. Tal vez quería mostrar valor delante de alguien que era de su casta.

Rena de Lydius, lanzando su ropa al suelo, se arrodilló frente a Targo. Alzó las manos hacia él.

—Me capturaste por un contrato —dijo ella—. ¡Me tomaste para otro! ¡No puedes hacerme esto a mí! ¡A mi amo seguro que le disgustaría! ¡No me hagas algo tan cruel a mí! ¡Mi amo no lo querría!

—Tu amo me dio instrucciones para que llegases a él con los orificios en las orejas, como las esclavas.

—¡No! —lloró ella—. ¡No!

Un guarda arrastró a la desconcertada Rena de Lydius, una esclava, hasta el lugar que debía ocupar en la fila.

Fue Inge la que se arrodilló frente a Targo a continuación.

—Yo soy de los Escribas, de casta alta. ¡No permitas que me hagan esto a mí!

—Tus orejas serán perforadas —dijo Targo.

Ella se echó a llorar y fue llevada a rastras hasta su lugar en la fila.

Lana se acercó a Targo.

Se arrodilló frente a él, insinuante, y agachó la cabeza.

—Por favor, amo —dijo en tono mimoso—. Deja que se lo hagan a las demás muchachas si así lo deseas, pero no a Lana. A Lana no le gustaría. Lana se pondría triste. Lana estaría contenta si el amo no consintiese que se lo hicieran a ella.

Me apoyé en la pared, llena de rabia.

—Te agujerearán las orejas —le respondió él.

Sonreí.

—¡Pero eso bajará mi precio! —gritó Lana.

—No lo creo.

A Ute le habían perforado ya su oreja izquierda y la derecha, y le habían colocado las diminutas varillas y discos de acero.

Hacía esfuerzos por no llorar. Se acercó y se quedó junto a mí.

Me miró.

—¡Qué valiente eres, El-in-or! —me dijo.

No contesté. Estaba mirando a Lana y a Targo.

—¡Por favor! —sollozaba Lana, verdaderamente asustada y preocupada, temiendo que Targo no cediese a sus súplicas—. ¡Por favor!

—Agujerearán tus orejas.

—¡No! —gritó Lana, aterrorizada, llorando—. ¡Por favor!

—Llevaos a esta esclava.

Sonreí mientras se llevaban a Lana a rastras, llorando, y el guarda la dejaba en su sitio en la fila.

Rena de Lydius salió de la plataforma, con las varillas colocadas en sus heridas. Casi no podía andar. Un guarda, sosteniéndola por el brazo, medio la trajo hasta la pared, donde la dejó. Ella cayó de rodillas, cubrió su rostro con las manos, y lloró.

—Soy una esclava —decía—, soy una esclava.

Inge, aterrorizada, fue arrojada sobre la plataforma de madera.

No sentí el menor impulso de consolar a Rena de Lydius. Era una tonta. Como lo eran igualmente Ute, Inge y las demás.

Me pareció curioso que las muchachas se resistieran tanto a tener agujeros en las orejas. ¡Qué tontería! Nunca me había hecho agujerear las orejas en la Tierra, aunque había contemplado esa posibilidad. Seguramente lo habría hecho, sin embargo. Muchísimas de las muchachas y mujeres que yo conocía en la Tierra tenían agujeros en las orejas. ¿Cómo, si no, podían lucir los mejores pendientes?

Inge gimió, más por la humillación que por el dolor, cuando la aguja le perforó el lóbulo derecho.

—Cállate, esclava —dijo el curtidor.

Inge intentó ahogar sus sollozos.

El agujerear las orejas de las mujeres, sólo de esclavas por supuesto, era una costumbre de la distante Turia, famosa por su riqueza y sus nueve puertas enormes. Se hallaba en las llanuras del sur de Gor, muy por debajo del ecuador, el centro de un intrincado sistema de rutas comerciales. Hacía unos dos o tres años que había caído en manos de los bárbaros guerreros nómadas, y muchos de sus ciudadanos, al escapar de la ciudad, habían huido al norte. Trajeron consigo algunos productos, técnicas y costumbres. Se podía reconocer fácilmente a un turiano, por ejemplo, porque insistía en celebrar el Año Nuevo en el solsticio de verano. También porque tomaban vinos muy dulces, acaramelados, que ya podían conseguirse en muchas ciudades. El collar turiano era algo diferente, también; era más amplio y de acero, de manera que permitía que un hombre pudiera tomarlo con el puño y asir a la esclava por la garganta. Comenzaba a verse en algunas ciudades. El hecho de agujerear las orejas de las esclavas para que pudiesen colocarse pendientes era otra costumbre turiana. Se había conocido en Gor antes, pero sólo cuando los turianos huyeron de su ciudad se convirtió en una práctica más generalizada.

Echaron a Inge a la fuerza contra la pared, mientras ella sollozaba. Llevaba en las orejas los diminutos círculos de metal. Trató de estirárselos y el guarda se lo impidió enfadado, la abofeteó y, con un trozo de fibra para atar, le sujetó las manos detrás del cuerpo.

¡Qué tonta era Inge!

Se arrodilló contra la pared, con la mejilla apoyada contra los tablones de madera, mojándolos con sus lágrimas, mientras todo su cuerpo se convulsionaba con sus sollozos.

Ute se había arrodillado junto a Rena de Lydius, que parecía incontrolable. La rodeaba con sus brazos tratando de consolarla.

Ute miró hacia arriba, hacia mí.

—Eres tan valiente, El-in-or —me dijo.

—Eres tonta —le dije.

Lana dio contra la pared y se arrodilló allí, ocultando el rostro entre sus manos.

Yo había oído decir que Turia no había sido destruida. En realidad me habían dicho que volvía a ser, lo mismo que antes, la ciudad soberana de las llanuras del sur, y que había recuperado mucha de su riqueza a través de intercambios y del comercio. Me daba la impresión de que había sido una suerte para la economía de Gor, en particular para el sur, el que la ciudad no hubiera sido destruida. Muchas de las pieles, cuernos y cuero que llegaban hasta el norte, procedían de Turia, y se habían obtenido a través de los Pueblos del Carro de las áridas llanuras del sur, y muchos de los productos manufacturados y de valor que conseguían llegar hasta el sur e incluso hasta los Pueblos del Carro, se producían o pasaban por Turia. Quizá los Tuchuks, uno de los feroces Pueblos del Carro y sus conquistadores, la habían conservado por aquellas razones. Sin embargo, todavía era peligroso conducir caravanas hasta Turia. Por las razones que fueran, Turia, aunque conquistada en una ocasión, había sido conservada.

—Odio a los Turianos —exclamó Rena de Lydius—. ¡Los odio!

—Cállate, esclava —le dije.

—No la regañes, El-in-or —me riñó Ute—. Está triste.

Aparté la vista. Me sentía enfadada. La última chica salió corriendo de la plataforma de madera con sus orejas agujereadas y vino hacia nosotras, para acurrucarse contra la pared, llorando.

Pensé que, al menos, tendríamos una buena comida. La comida era mejor en los recintos privados donde nos adiestraban, que en los públicos, áreas de los mismos que se alquilaban a mercaderes de esclavos que estaban de paso y en las que se les hospedaba para pasar la noche. En los recintos públicos se albergaba tanto a esclavos propiedad de alguien como a los que pertenecen a una caravana de esclavos que pasa por la ciudad. Un amo de la ciudad, que tenga que ausentarse temporalmente de ella, puede alquilar espacio en los recintos públicos para instalar a sus esclavos allí. Muchos amos, sin embargo, si tenían que dejar allí a sus esclavas, preferían hacerlo en los privados, donde la comida y las condiciones son mejores. Otra razón que podía tener un amo para hospedar a una esclava en los recintos privados, por supuesto, era la de que, además, mientras la esclava se albergaba allí, podía recibir más instrucción, para que él, a su regreso, encontrase a su esclava capaz de complacerle más deliciosamente.

En realidad, incluso si un amo no sale de la ciudad, no resulta inusual que envíe a una muchacha a los recintos privados, para que aumente su valor para él o para otros si un día fuese vendida. Por otra parte, a las muchachas no les importa ser internadas. La vida en los recintos se hace pesada. Al salir de ellos una muchacha suele estar ansiosa casi siempre por complacer a su amo, para que no la haga volver y recibir más instrucción.

Nos adiestraban durante el día, generalmente en instalaciones privadas, bajo la tutela de esclavas del placer, pero por la tarde nos devolvían a las largas hileras de jaulas en los recintos públicos. Estas jaulas tienen unos barrotes muy fuertes y las barras se hallan colocadas de una manera irritantemente ancha, pero nosotras no podemos deslizamos a través de ellas. Las jaulas son lo bastante fuertes como para contener hombres, lo que sin duda hacen a veces. Suelen esparcir paja sobre la plancha de metal que hace de suelo. Hay cuatro muchachas por jaula. Yo compartía la mía con Ute, Inge y Lana. Se suponía que debíamos ocuparnos de la limpieza de nuestra propia jaula, pero Lana y yo dejamos que Inge y Ute realizasen esta tarea. Nosotras valíamos más que para hacer eso.

No es que me importase demasiado la comida que nos daban en los boles de madera, estofado y pan, de los recintos públicos, pero estaba hambrienta y dispuesta a comerme incluso eso, y con entusiasmo. En los recintos privados la comida que nos daban era mejor: carne magra, verduras y frutas, y, si nuestro grupo había entrenado aceptablemente, después de la comida de la noche nos daban, antes de devolvernos a los recintos públicos encapuchadas, golosinas y pasteles o, a veces, un trago de vino Ka-la-na. En una ocasión, Inge se dejó llevar por el abatimiento durante el adiestramiento y se echó a llorar; como consecuencia de ello, aquel día nos dejaron sin nuestra ración de golosinas. Al llegar a nuestra jaula, en los recintos públicos, Lana y yo la golpeamos, sin dejar que Ute interviniese.

—El-in-or —gritó Targo.

Supuse que ya me habría llamado antes y yo no le había oído.

Corrí hacia él y me arrodillé.

—A la plataforma —dijo.

Levanté los ojos hacia él.

—¿Por qué? —pregunté.

Me miró.

Rápidamente me puse en pie y corrí hacia la plataforma de madera y me arrodillé sobre ella. No entendía qué podía haber ocurrido. El curtidor no había abandonado la habitación y rebuscaba en su bolsa de cuero.

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