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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (46 page)

Sheeana se preguntó si no sería que todavía veía una parte demasiado pequeña de la imagen global. A pesar de su lucha, quizá todos estaban siguiendo sin querer un plan mucho más extenso que el Dios Emperador había preparado para ellos.

Sheeana sentía la perla de la conciencia de Leto II en aquel fuerte gusano contra el que estaba apoyada. Sí, ningún plan diseñado por Honoradas Matres o por Bene Gesserit podía ser más presciente que el Dios Emperador.

Los dragones del desierto empezaron a batir las arenas una vez más. Sheeana levantó la vista a la ventana de plaz y vio a dos pequeñas figuras que la miraban desde allí.

66

El fango es algo sólido que puedes sostener en tu mano. Con nuestra ciencia y nuestra pasión, podemos moldearlo, darle forma y despertar la vida. ¿Es posible que haya una labor mejor para nadie?

P
LANETÓLOGO
P
ARDOT
K
YNES
, petición al emperador Elrood IX, registros antiguos

Desde la galería de observación, dos niños miraban a través de la ventana de plaz manchada de polvo para ver a Sheeana y los gusanos.

—Ella baila —dijo Stilgar, de ocho años, con un evidente tono de reverencia—. Y Shai-Hulud baila con ella.

—Solo responden a sus movimientos. Si la estudiamos el tiempo suficiente, seguro que encontramos una explicación racional. —Liet-Kynes era un año mayor que su compañero, que tan asombrado parecía ante aquella danza. No podía negarse que Sheeana hacía cosas que nadie podía hacer con los gusanos—. No intentes hacerlo tú, Stilgar.

Incluso cuando Sheeana no estaba en la cámara con aquellas grandes bestias, los dos jóvenes amigos iban con frecuencia a la galería de observación y pegaban la cara al plaz para contemplar las arenas irregulares. Aquel pequeño trozo cautivo de desierto les atraía. Kynes entrecerraba los ojos, dejaba que su mirada se perdiera e hiciera desaparecer las paredes de la cámara de carga para poder imaginar un paisaje mucho más extenso.

Durante sus clases intensivas con la supervisora mayor Garimi, Kynes había visto imágenes históricas de Arrakis. Dune. Con una aguda curiosidad, el joven Kynes había profundizado en los registros. El misterioso planeta desértico parecía llamarle, como si fuera una parte de su memoria genética. Su búsqueda de conocimiento era insaciable, quería algo más que limitarse a conocer los hechos de su vida pasada. Quería volver a vivirlos. Durante toda su nueva vida, las Bene Gesserit les habían entrenado a él y los otros niños-ghola para esa eventualidad.

Su padre, Pardot Kynes, el primer planetólogo oficial del imperio enviado a Arrakis, había formulado el gran sueño de convertir aquel yermo en un inmenso jardín. Pardot puso las bases para un nuevo Edén, reclutó a los fremen para las plantaciones iniciales y preparó grandes cuevas selladas para criar las plantas. Pero el hombre murió de forma inesperada en un derrumbamiento.

La ecología es peligrosa.

Gracias al trabajo y los recursos invertidos por Muad’Dib y su hijo Leto II, con el tiempo Dune se había convertido en un planeta exuberante y verde. Pero la terrible consecuencia de tanta humedad venenosa fue la muerte de los gusanos. La especia quedó reducida a un hilillo en el recuerdo. Luego, después de tres mil quinientos años de mandato del Tirano, los gusanos de arena regresaron del cuerpo de Leto, invirtiendo el avance ecológico y convirtiendo Arrakis una vez más en desierto.

¡Y cómo! No importa lo que los líderes o los ejércitos o los gobiernos hicieran a Arrakis, con el tiempo el planeta se regeneraba. Dune era más fuerte que todos ellos.

—El solo hecho de mirar el desierto me relaja —dijo Stilgar—. No es que recuerde exactamente, pero sé que este es mi sitio.

Kynes también sentía paz al contemplar aquel pedazo de un planeta perdido tiempo ha. Su sitio también estaba en Dune. Gracias a los métodos avanzados de adiestramiento de las Bene Gesserit, había estudiado todos los antecedentes que había podido conseguir, había aprendido mucho sobre los procesos ecológicos y la ciencia de la planetología. Muchos de los tratados originales sobre el tema, los clásicos, habían sido escritos por su padre, estaban documentados en los archivos imperiales y se habían conservado durante milenios gracias a la Hermandad.

Stilgar restregó la mano sobre la ventana, pero la mancha de polvo estaba dentro del plaz.

—Ojalá pudiéramos entrar ahí con ella. Hace mucho tiempo yo sabía montar gusanos.

—Eran gusanos distintos. He comparado los registros. Estos proceden de gusanos engendrados por la disolución de Leto II. Son menos territoriales, menos peligrosos.

—Siguen siendo gusanos —dijo Stilgar encogiendo los hombros.

Abajo, en la arena, Sheeana había dejado de bailar y descansaba contra el costado de un gusano. Miró hacia lo alto, como si supiera que los dos niños-ghola estaban allá arriba, observando. Y, mientras miraba, el gusano más grande levantó también la cabeza, intuyendo su presencia.

—Algo está pasando —dijo Kynes—. Nunca les había visto hacer eso.

Sheeana se apartó ligeramente, mientras los siete gusanos se aproximaban y se subían uno encima de otro y formaban una criatura única y mucho mayor, lo bastante alta para alcanzar el plaz de observación.

Stilgar se apartó, más por reverencia que por miedo.

Sheeana trepó por el costado de las criaturas entrelazadas, hasta llegar al extremo de la cabeza del más alto. Mientras los dos niños miraban asombrados, Sheeana se puso de nuevo a girar y girar, durante varios minutos, aunque ahora estaba sobre la cabeza del gusano; era bailarina y jinete a la vez. Cuando se detuvo, la torre de gusanos se dividió en sus siete componentes originales, y Sheeana hizo descender al gusano sobre el que estaba hasta el suelo.

Ninguno de los dos gholas habló durante varios minutos. Se miraban entre ellos con una sonrisa de asombro.

Abajo, una Sheeana agotada fue hacia el ascensor arrastrando los pies. Kynes consideró la posibilidad de poner alguna excusa para salir corriendo y hablar con ella cuando aún tenía reciente su experiencia en la arena, como haría cualquier buen planetólogo. Quería percibir el olor a pedernal de los gusanos en su cuerpo. Sería interesante, y potencialmente instructivo. Tanto él como Stilgar ansiaban saber cómo controlar a las criaturas, aunque sus razones eran muy distintas.

Kynes la siguió con la mirada mientras salía.

—Incluso cuando recuperemos nuestros recuerdos, esa mujer seguirá siendo un misterio para nosotros.

Las fosas nasales de Stilgar se hincharon.

—Shai-Hulud no la devora. Con saber eso me basta.

67

Cuatro muertes me esperan: la muerte de la carne, la muerte del alma, la muerte del mito y la de la razón. Y en todas ellas está la semilla de la resurrección.

L
ETO
A
TREIDES
II, registros de Dar-es-Balat

La vida de Doria se había convertido en algo ridículo, como le recordaba continuamente su Bellonda-interior.

Te estás poniendo gorda,
le decía la otra Reverenda Madre.

—¡Es culpa tuya! —espetó Doria. Ciertamente, había aumentado de peso, y mucho, aunque había seguido con un vigoroso programa de entrenamiento y ejercicio. Cada día comprobaba su metabolismo mediante técnicas internas, pero era en vano. Aquel cuerpo suyo, tan fuerte y flexible en otro tiempo, daba ahora claras muestras de dejadez—. Me pesas como una enorme roca por dentro. —Oyó claramente que Bellonda reía en su cabeza.

Renegando para sus adentros tan discretamente como pudo, la antigua Honorada Matre trepó con dificultad por las arenas sueltas del lado de una duna. Otras quince hermanas subieron detrás, ataviadas todas con idénticos trajes de una pieza. Iban parloteando entre ellas, mientras pronunciaban en voz alta las lecturas de los instrumentos y los gráficos que llevaban. De hecho, hasta parece que disfrutaban de aquel trabajo sórdido.

Las mujeres reclutadas para los trabajos con la especia tomaban regularmente lecturas espectrales y de temperatura en la arena, y utilizaban los datos para levantar un mapa de las estrechas vetas de especia y los limitados depósitos. Estos datos se enviaban a las estaciones de investigación del desierto y se combinaban con las observaciones in situ para determinar los mejores emplazamientos para la extracción.

La humedad del planeta disminuía a marchas forzadas; los gusanos eran cada vez más grandes y ya empezaban a producir cantidades importantes de melange… de «producto», como decía la madre comandante. Estaba impaciente por poder sacar algún provecho de aquella baza de la Nueva Hermandad. La especia le permitiría pagar los enormes cargamentos de armas que se estaban preparando en Richese y sobornar a la Cofradía para que facilitara los preparativos para la guerra. Murbella gastaba la melange y las soopiedras con la misma rapidez con la que entraban, y pedía más y más.

Detrás de Doria, dos jóvenes aspirantes a valquiria practicaban técnicas de lucha en la arena, atacando, defendiéndose. Y tenían que amoldar sus movimientos en función de la pendiente de las dunas, de si la arena era suelta o compactada, del peligro invisible de los árboles muertos que habían quedado enterrados debajo.

Doria, que sentía el fuego de su pasado como Honorada Matre quemarle en las venas, también habría preferido luchar. Quizá le permitirían participar en el asalto final sobre Tleilax, cuando Murbella hubiera decidido que ya tenía fuerzas suficientes para la batalla. ¡Qué gran victoria lograrían! Doria podría haber luchado en Buzzell, en Gammu, en cualquiera de los campos de batalla más recientes. Habría sido una excelente valquiria, y en cambio se había convertido en poco más que… que una administradora. ¿Por qué no le permitían derramar sangre por la Nueva Hermandad? Luchar era lo que mejor se le daba.

Doria estaba atrapada allí, y seguía saliendo al desierto, pero con los años había empezado a impacientarse.
¿Estoy condenada a ser la niñera de este planeta para siempre? ¿Es este mi castigo por el único error de asesinar a Bellonda?

Ah, admites que fue un error, ¿eh?,
la azuzó la irritante voz de su interior.

Cállate, vaca estúpida.

No podía huir de Bellonda. Con sus continuos sarcasmos no dejaba de recordarle sus defectos, y hasta le ofrecía consejos que no quería sobre cómo cambiar. Al igual que Sísifo, Doria tendría que pasar el resto de su vida empujando aquella roca colina arriba. Y ahora encima se estaba poniendo gorda.

En su cabeza, le pareció que Bellonda canturreaba. Luego, su voz le dijo:
En los antiguos tiempos de la Tierra, la gente tenía una cosa que se llamaba doorbell, timbre, y la persona que venía de visita tenía que apretarlo cuando llegaba a la puerta.

—¿Y qué? —dijo Doria en voz alta, y enseguida volvió el rostro de espaldas a las aprendizas, que la miraron con cara rara.

Pues que es la combinación de nuestros nombres: Doria-Bellonda. DorBell. Ding dong, ding dong, ¿puedo entrar?

No, maldita seas. Lárgate.

Echando humo de la rabia, Doria se concentró en los instrumentos de análisis. ¿Por qué no podía la madre comandante encontrar un planetólogo entregado en alguno de los mundos humanos que habían sobrevivido? En sus escáneres, ella solo veía números y diagramas electrónicos que no le interesaban en absoluto.

Durante seis desesperantes años, cada día Doria había apretado los dientes y había tratado de no hacer caso de los sarcasmos de Bellonda. Era la única forma de cumplir con su trabajo. Murbella le había dicho que debía supeditar sus deseos a las necesidades de sus hermanas, pero, al igual que tantos otros conceptos de la filosofía Bene Gesserit, el de «supeditación» funcionaba mejor en la teoría que en la práctica.

La madre comandante había moldeado a otras y las había convertido en lo que había querido, había forjado una Hermandad unificada, e incluso había recuperado e incorporado a algunas de las Honoradas Matres rebeldes. Doria se había insinuado como personaje con una posición de poder junto a Murbella, pero no había podido suprimir del todo la violencia natural que llevaba dentro, ese carácter impulsivo que tan a menudo acababa en un baño de sangre. El compromiso no estaba en su naturaleza, pero si quería sobrevivir tendría que ser lo que la madre comandante quisiera.
¡Maldita sea! Después de todo ¿habrá triunfado en su empeño de convertirme en una Bene Gesserit?

Su Bellonda-interior volvió a reír entre dientes.

En última instancia, Doria se preguntaba si tendría que enfrentarse a Murbella personalmente. Con los años, muchas la habían desafiado y habían muerto en el intento. Doria no temía por su vida, pero le asustaba tomar la decisión equivocada. Sí, Murbella era severa y enloquecedoramente impredecible, pero después de casi dos décadas, no estaba tan claro que se hubiera equivocado en su plan de fusión.

Súbitamente, Doria apartó sus preocupaciones de su mente y reparó en unos lejanos montículos de arena que se movían, en las ondas, que cada vez estaban más y más cerca.

La voz de Bellonda la arengó:
¿Además de estúpida resulta que también estás ciega? Con tanto pisotón has inquietado a los gusanos.

—Son pequeños.

Puede, pero siguen siendo peligrosos. Sigues siendo una arrogante, te crees que puedes derrotar a cualquier cosa que se te ponga por delante. Te niegas a reconocer una amenaza real.

—Tú no fuiste precisamente una amenaza —musitó Doria.

Una de las aprendizas gritó, señalando los dos montículos que se deslizaban por la arena.

—¡Gusanos! ¡Y van juntos!

—¡Allí también! —exclamó otra.

Doria vio que los gusanos estaban por todas partes, y que se acercaban, como si algo les atrajera. Las mujeres se apresuraron a tomar lecturas.

—¡Dios! Son el doble de grandes que la media de los especímenes que medimos hace un par de meses.

En la cabeza de Doria, Bellonda la pinchó.
Estúpida, estúpida, estúpida.

—¡Maldita sea, Bell, cierra el pico! Tengo que pensar.

¿Pensar? ¿Es que no ves el peligro? ¡Haz algo!

Los gusanos se acercaban desde diferentes direcciones; definitivamente, daban muestras de un comportamiento coordinado. El rastro que habían ido dejando en la arena le recordaba a una manada.
Una manada de caza.

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