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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (44 page)

Los labios de Garimi esbozaron una sonrisa.

—¡Qué humillante tener que esconderse! Parapetarse en la invisibilidad, y aun así fallar.

La nave aterrizó en medio de una calle vacía. Tras mirarse la una a la otra buscando apoyo, Sheeana y Garimi abrieron la escotilla y salieron al mundo-cementerio. Las dos inspiraron con cautela. Jirones de nubes grises se deslizaban con rapidez por el cielo, como un recuerdo del humo industrial.

Con el control exacto que ejercían sobre su sistema inmunitario, las hermanas podían proteger hasta la última célula de su cuerpo y repeler cualquier vestigio que pudiera quedar de la epidemia. En cambio, las Honoradas Matres habían olvidado cómo hacerlo…, o quizá nunca habían llegado a saberlo.

Las calles y las pistas de aterrizaje estaban cubiertas de hierbajos y malezas que habían agrietado el pavimento. Arbustos silvestres de formas tortuosas, con una infinidad de espinas en las que una víctima despistada podía quedar empalada. Árboles atrofiados que parecían soportes para espadas y lanzas. Seguramente, supuso Sheeana, aquella era la imagen que las Honoradas Matres tenían de lo que son plantas ornamentales. Otras plantas nudosas, compuestas de una serie de terrones superpuestos, brotaban del suelo como hongos escamosos.

Sin embargo, la ciudad no estaba en silencio. Una suave brisa se colaba por las ventanas rotas y los umbrales medio derrumbados con un sombrío gemido. Bandadas de aves de largas plumas se habían instalado en las torres y los tejados. Los jardines, atendidos antes seguramente por esclavos, se habían convertido en un caos de vegetación exuberante. Los árboles, constreñidos, levantaban las losas del suelo; aparecían flores entre las grietas de los edificios, como parches de coloridos cabellos. La naturaleza se había desbordado de sus límites y había conquistado la ciudad. El planeta había reclamado alegremente lo que era suyo, como si bailara sobre las tumbas de millones de Honoradas Matres.

Sheeana avanzó, en guardia. Aquella ciudad vacía tenía un algo ominoso y misterioso, aunque estaba convencida de que no quedaba nadie con vida. Confiaba en que sus sentidos y sus reflejos de Bene Gesserit la alertarían de cualquier peligro, pero quizá tendría que haber llevado con ella a Hrrm o alguno de los otros futar para que la protegieran.

Las dos mujeres permanecieron en una sombría contemplación, asimilando todo lo que veían. Sheeana hizo un gesto a su compañera.

—Tenemos que encontrar algún centro de información… una biblioteca, una base de datos.

Estudió los edificios que veía a su alrededor. El perfil de la ciudad tenía un aspecto ajado y roto. Después de un siglo o más sin mantenimiento, algunas de las torres más altas se habían desplomado. Postes que en otro tiempo debieron de ser soporte de coloridos estandartes estaban ahora desnudos, porque con los años el frágil tejido debía de haberse desintegrado.

—Utiliza tus ojos y las enseñanzas que has recibido —dijo Sheeana—. Incluso si las rameras se originaron a partir de Reverendas Madres sin un adiestramiento, quizá se mezclaron con refugiadas Habladoras Pez. O tal vez tuvieron un origen totalmente distinto, pero llevan parte de nuestra historia en su inconsciente.

Garimi soltó un bufido escéptico.

—Una Reverenda Madre jamás habría olvidado capacidades tan básicas. Por Murbella sabemos que las rameras no tienen acceso a las Otras Memorias. Nada en nuestra historia podría explicar su violencia y su rabia desmedida.

Sheeana seguía sin estar convencida.

—Si salieron de la Dispersión, las rameras comparten una parte de la historia de la humanidad, solo hay que remontarse suficientemente atrás en el tiempo. En general, la arquitectura se basa en una serie de estándares. Una biblioteca o un centro de información no tiene el mismo aspecto que un complejo administrativo o de viviendas. En una ciudad como esta, tiene que haber edificios de negocios, centros de recepción y alguna clase de almacén central de información.

Las dos pasaron ante los rígidos árboles espinosos, examinando los diferentes edificios. Todos eran grandes bloques, como fortalezas, como si la población temiera sufrir un ataque externo en cualquier momento y tener que esconderse.

—Esta ciudad debió de construirse cuando el campo negativo planetario aún no estaba activado —dijo Garimi—. En todos los edificios se ve claramente la mentalidad de quien teme ser sitiado.

—Pero ni las armas más poderosas ni las almenas pueden contra una epidemia.

Al anochecer, después de haber registrado docenas de edificios oscuros que olían como la guarida de un animal, Sheeana y Garimi descubrieron un centro con registros que, más que una biblioteca, parecía un centro de detención. Allí, protegidos por fuertes blindajes, algunos archivos se habían conservado intactos. Y las dos se pusieron a indagar en los antecedentes del lugar, activando los poco frecuentes pero familiares rollos de hilo shiga y las láminas grabadas de cristal riduliano.

Garimi regresó a la gabarra para enviar un informe a la no-nave e informar a los demás de lo que habían encontrado. Para cuando regresó, Sheeana estaba sentada con expresión grave junto a un globo de luz portátil. Sostuvo en alto las láminas de cristal.

—La epidemia que atacó el planeta fue más virulenta y terrible que ninguna enfermedad de la que se tenga constancia. Se extendió con una eficacia imposible y tuvo prácticamente un índice de mortalidad del ciento uno por ciento.

—¡Es algo inaudito! No existe ninguna enfermedad que pueda…

—Esta lo hizo. La prueba está aquí. —Sheeana meneó la cabeza—. Ni siquiera las terribles epidemias de la Yihad Butleriana fueron tan eficaces, y eso que se extendieron por todas partes y estuvieron a punto de acabar con la civilización humana.

—Pero ¿cómo consiguieron las Honoradas Matres detener la enfermedad? ¿Por qué no murió todo el mundo?

—Aislamiento y cuarentena. Inflexibilidad. Sabemos que las rameras actúan en células independientes. Huyeron de su mundo de origen, siempre hacia delante, sin volver la vista atrás. No hubo cooperación.

Garimi asintió fríamente.

—Y su violencia seguramente también ayudó. No habrían tolerado ningún error.

Sheeana escogió un rollo de hilo shiga y pasó la grabación. La imagen de una severa Honorada Matre con ojos naranjas apareció en pantalla. Su actitud era desafiante, con el débil mentón alzado, los dientes al descubierto. Por lo visto estaba en un juicio, ante un severo tribunal y un público vociferante. Desde el exterior del encuadre llegaban voces femeninas furiosas.

—Soy la honorada matre Rikka, adepta al nivel siete. He asesinado a diez personas para conseguir mi rango, ¡y exijo vuestro respeto! —Los gritos que llegaban del público no demostraban ningún respeto—. ¿Por qué me ponéis en el banquillo de los acusados?

Sabéis que tengo razón.

—Todas nos morimos —gritó alguien.

—Culpa vuestra —espetó Rikka—. Nosotras solitas hemos acarreado este destino sobre nuestras cabezas. Nosotras provocamos al Enemigo de Muchos Rostros.

—¡Somos Honoradas Matres! Nosotras tenemos el control. Tomamos lo que queremos. Las armas que robamos nos harán invencibles.

—¿De verdad? Mirad lo que nos han reportado hasta ahora. —Rikka levantó sus brazos desnudos para enseñar las lesiones que cubrían su piel—. Mirad bien, porque dentro de poco todas estaréis igual.

—¡Ejecutadla! —gritó alguien—. La Larga Muerte.

Rikka enseñó los dientes en una mueca salvaje.

—¿Con qué propósito? Sabéis que de todos modos moriré dentro de poco. —Volvió a mostrar las lesiones de sus brazos—. Igual que vosotras.

En lugar de contestar, una anciana juez pidió una votación, y Rikka fue sentenciada a la Larga Muerte. Sheeana ya se lo imaginaba.

Las Honoradas Matres eran bastante retorcidas: ¿cuál sería para ellas la muerte más terrible?

—¿Por qué no la creyeron? —dijo Garimi—. Si la epidemia ya se estaba extendiendo, tenían que saber que Rikka tenía razón.

Sheeana meneó la cabeza con pesar.

—Las Honoradas Matres jamás admitirán que son vulnerables a la debilidad o la muerte. Mejor atacar a algún supuesto Enemigo que admitir que iban a morir de todos modos.

—No las entiendo —dijo la Supervisora Mayor—. Me alegro de que no nos quedáramos en Casa Capitular.

—Quizá nunca sabremos de dónde vienen las Honoradas Matres —dijo Sheeana—. Pero no tengo ningunas ganas de vivir en su tumba. —­Por lo que veía, la epidemia había cumplido su ciclo, consumiendo a todas las víctimas, sin dejar nada que pudiera contagiarse.

—Yo también deseo abandonar este lugar. —Garimi contuvo un escalofrío, y pareció avergonzada—. Ni siquiera yo podría considerar esto como un posible hogar. El olor de la muerte seguirá en la atmósfera durante siglos.

Sheeana estaba de acuerdo. Desde la no-nave, Teg las reafirmó en su opinión al informar que los satélites que generaban el campo de invisibilidad del planeta estaban fallando. En unos pocos años, el velo desaparecería por completo. Y dado que el Enemigo ya había encontrado y destruido aquel mundo, ella y los suyos no estarían a salvo allí ni serían invisibles para sus perseguidores.

Tras recoger la documentación que habían encontrado, Sheeana y Garimi abandonaron el centro de detención y la cámara de registros y corrieron de vuelta a la gabarra en medio de la creciente oscuridad.

63

Siempre hay información disponible, si estás dispuesto a llegar a donde sea.

El manual del mentat

Las Honoradas Matres lo querían todo, y Uxtal temía que los ocho nuevos tanques axlotl de Bandalong no fueran suficiente. Pronto —como le habían ordenado Hellica y el navegador Edrik— decantaría los ocho gholas del maestro tleilaxu Waff, el masheij, Maestro de Maestros, al que habían conservado en la cámara de los horrores de Hellica. Ocho oportunidades de recuperar el conocimiento perdido para la fabricación de melange.

Si no funcionaba, crearía ocho más, y otros ocho, un flujo continuo de posibles reencarnaciones que le permitieran acceder a ciertos recuerdos, que le abrieran las puertas a un saber que no podía encontrar por sí mismo.

La Madre Superiora había dado al investigador tleilaxu perdido todo lo que necesitaba, y los navegadores le habían pagado bien por ello. Pero no era tan sencillo. Después de extraer las copias idénticas de Waff de los vientres, tendría que lograr que vivieran hasta la madurez, y luego despertar sus recuerdos y conocimientos de vidas pasadas, como un hombre que trata de abrir un cajón sellado a golpes.

Y el proceso no era sencillo. Ni siquiera el barón Harkonnen, que ya tenía doce años, había despertado todavía. Afortunadamente, ese ya no era su problema, porque Khrone había decidido ocuparse personalmente en Dan.

En aquellos momentos, mientras realizaba su ronda habitual, Uxtal se sintió satisfecho al examinar los vientres redondeados y carnosos, las extremidades atrofiadas, los rostros tan flácidos que parecían amnios de piel. Los cuerpos femeninos podían ser tan útiles…

Uxtal ya había forzado al máximo el desarrollo de los gholas del maestro. El tiempo pasaba, y era plenamente consciente de la desesperación de los navegadores de la Cofradía y de la Madre Superiora por conseguir especia; por eso decidió que la rapidez era más importante que la perfección y había utilizado un proceso prohibido e inestable de aceleración, derivado de factores genéticos asociados a un proceso prematuro de envejecimiento que antiguamente era incurable. En consecuencia, los ocho Waffs nacerían después de pasar solo cinco meses en el útero y, una vez decantados, durarían dos décadas como mucho. Crecerían de forma rápida y dolorosa y luego se consumirían.

A Uxtal le
parecía
una solución innovadora. No le importaban aquellos gholas, ni cuántos tuviera que utilizar antes de conseguir la información que quería. Le bastaba con que uno sobreviviera y despertara.

En cualquier otro momento, se habría sentido importante, como una pieza fundamental, pero ni las Honoradas Matres ni los navegadores
parecían
respetarle. Quizá tendría que imponerse y exigir que lo respetaran y lo trataran mejor. Podía negarse a seguir trabajando. Exigir lo que le correspondía…

—Deja de soñar despierto, hombrecito —espetó Ingva.

Uxtal casi se sale de su propia piel del susto, y apartó la mirada enseguida.

—Sí, Ingva. Me estoy concentrando. Es un trabajo muy delicado. —­
No puede matarme, y ella lo sabe.

—No quiero errores —le advirtió aquella arpía nervuda.

—Nada de errores. Haré un trabajo perfecto. —Estaba demasiado asustado para cometer ningún error.

Pensó en las antiguas copias de Waff, con el cerebro muerto, sujetas a aquellas mesas inclinadas.
Fábricas de esperma.
En cambio, aunque su situación era un infierno, podía haber sido peor. Sí, podía haber sido peor. Trató de esbozar una sonrisa esperanzada, pero no pudo.

Ingva se situó detrás de él y miró el tanque axlotl que había salido de una Honorada Matre herida.

—Respiras demasiado cerca de ellos. Podrías contaminarlos. O asustar a los fetos.

—Hay que supervisar los tanques muy de cerca. —A pesar de sus esfuerzos por controlar el miedo, la voz le salió chillona.

La mujer pegó su cuerpo ajado al de él, probando sus técnicas de seducción de Honorada Matre, aunque más que una mujer parecía un despojo.

—Es una pena que la Madre Superiora haya decidido no someterte. Si Hellica no te quiere, entonces ya es hora de que te convierta en mi juguete.

—Ella… no le gustará, Ingva. Se lo aseguro. —Le estaban dando náuseas.

—Hellica no será Madre Superiora para siempre. Un día de estos alguien podría asesinarla. Y, entretanto, yo te haría trabajar con más empeño, hombrecito. Eso me reportaría un mayor respeto, incrementaría mi poder, independientemente de lo que pase.

Afortunadamente, en ese momento se produjo cierto alboroto y a pesar del fuerte olor de los productos químicos del laboratorio notaron otro olor que distrajo a Ingva. Un hombre sucio con las ropas sucias y la mirada gacha pasó empujando un carro sucio por el vestíbulo estéril.

—La carne de slig que me habían encargado —gritaba el granjero oprimido—. ¡Recién sacrificada, aún con la sangre!

Ingva soltó a Uxtal y salió al encuentro del hombre, concentrando su ira en él.

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