Read Centuria Online

Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

Centuria (11 page)

Un famoso fabricante de campanas, de larga barba y absolutamente ateo, recibió cierto día la visita de dos clientes. Iban vestidos de negro, muy serios, y mostraban un bulto en los hombros, que el ateo pensó que podía ser las alas, como se dice que usan los ángeles; pero no hizo caso, porque no era conciliable con sus convicciones. Los dos señores le encargaron una campana de grandes dimensiones —el maestro jamás había hecho ninguna tan enorme— y de una aleación metálica que nunca había utilizado; los dos señores explicaron que la campana produciría un sonido especial, totalmente diferente al de cualquier otra campana. En el momento de despedirse, los dos señores explicaron, no sin una pizca de embarazo, que la campana tenía que servir para el Juicio Universal, que ahora era inminente. El maestro de las campanas rió amistosamente, y dijo que nunca habría Juicio Universal, pero que, de todos modos, haría la campana de la manera indicada y en la fecha concertada. Los dos señores pasaban cada dos o tres semanas a ver cómo avanzaban los trabajos; eran dos señores melancólicos y, aunque admirasen el trabajo del maestro, parecían íntimamente descontentos. Después, durante algún tiempo, dejaron de aparecer. Mientras tanto, el maestro finalizó la mayor campana de su vida, y descubrió que estaba orgulloso de ella, y en el secreto de sus sueños le pareció que deseaba que una campana tan hermosa, única en el mundo, fuera usada con ocasión del Juicio Universal. Cuando la campana ya estaba terminada y montada sobre un gran trípode de madera, los dos señores reaparecieron; contemplaron la campana con admiración, y al mismo tiempo con profunda melancolía. Suspiraron. Finalmente, aquel de los dos que parecía más importante, se dirigió al maestro y le dijo en voz baja, casi con vergüenza: «Tenía razón usted, querido maestro; no habrá, ni ahora ni nunca, ningún Juicio Universal. Ha sido un terrible error.» El maestro miró a los dos señores, también él con una cierta melancolía, pero benévola y feliz. «Demasiado tarde, señores míos», dijo, con voz baja y firme; y asió la cuerda, y la gran campana sonó y sonó, sonó fuerte y alta y, tal como debía ser, los Cielos se abrieron.

SESENTA Y CUATRO

El joven que está esperando que el semáforo le permita cruzar la calle se dirige a casa de una mujer a la que, en cierto modo, pretende declararse, esperando que lo rechazará. Le sobra valor para oír decirle que no, y vivir en general en una atmósfera de continuo rechazo. Las pocas veces que ha sido aceptado, sólo ha conseguido organizar terribles confusiones, y a fin de cuentas ha dejado de desear encontrar una mujer que le diga que sí. En realidad, ni siquiera está enamorado de la mujer a la que, en cierto modo, pretende declararse, pero supone que ella esperase, y él no sabe desobedecer la voluntad, incluso rigurosamente implícita, de una mujer a la que no puede negar que admira. De ser menos reacio al «sí», el joven incluso podría amar a esta mujer, de la manera sobria y viril que él supone que le resulta congénita, si bien nunca ha tenido ocasión de experimentar esa manera sobria y viril. Pero, en realidad, no sin cordura, estando convencido de que el resultado que obtendrá será en cualquier caso un «no» y hasta de que la mujer exija una declaración para poder ejercer su derecho de rechazo; resultándole también claro que el «no» es lo que él mismo desea, coincidiendo, pues, el deseo de la mujer con su propia e íntima vocación, ha evitado enamorarse, para no dar a la situación un matiz demasiado explícitamente naturalista y penoso. Está claro que penosa lo será en cualquier caso, ya que él es propenso a lo penoso, pero con el tiempo ha aprendido a moderar su ansia de degradación, y le basta con sentirse genéricamente un desecho. Le parece que ha elegido a la mujer adecuada: dulce, amable, un poco distante de la vida, graciosa pero temerosa de no serlo. Está claro que le rechazará de manera cortés, se manifestará halagada, o bien dirá cosas nobles y elevadas, hablará de la amistad, o tal vez le confesará que su corazón pertenece a otro; en suma, no le hará intolerable el deber de declarársele, dado que al fin y al cabo lo hace fundamentalmente para contentarla. Espera, con todo su corazón, no haber caído en un penoso equívoco, ya que la experiencia le ha enseñado que un «sí» no es otra cosa que un «no» aplazado, un doble «no», un «no» a dos carente de todos los dolorosos y delicados consuelos del «no». Confiado, he ahí que cruza la calle, como si fuera al encuentro de una nueva vida.

SESENTA Y CINCO

El caballero que ha dado muerte al dragón —un hombre apuesto, de gran porte, ágil y aseado, aunque mortal— ata la gran masa de temible carne a la silla y se pone en marcha hacia la ciudad. Está orgulloso de la hazaña, aunque oscuramente se dé cuenta de que su lanza ha estado guiada, a partes iguales, por el destino y por la estupidez; pasa por aldeas, y la gente, acostumbrada al terror del monstruo, se encierra en sus casas y atranca las puertas; el caballero ríe, y piensa que en la ciudad el rey le abrazará delante de todo el pueblo y, al menos formalmente, le ofrecerá su hija por esposa. El caballero, arrastrando el cuerpo, los dientes, los ojos entornados del dragón, pasa junto a un cementerio, una iglesia, una casa solitaria; pero nadie se asoma para rendirle homenaje: ni siquiera los muertos, que se limitan a un murmullo que incluso podría ser de reprobación; ¿por qué no sale el sacerdote a bendecir al matador? ¿Por qué los habitantes de la casa no salen a besarle los estribos? ¿Acaso le temen, a él, al hombre que les ha liberado del monstruoso monstruo? El caballero está enojado, y cada vez más orgulloso de su hazaña. He ahí que cruza la puerta de la ciudad, se adentra por la calle mayor que conduce al palacio real; la calle está atestada, pero a medida que avanza percibe que está sucediendo algo extraño: el gentío enmudece, se aparta, desvía la mirada y él sabe que no lo hacen por miedo al horrible monstruo, sino para no mirarle a él, al caballero. No puede dejar de percibir que le está rodeando una sensación de repugnancia; los ciudadanos no sienten miedo, sino asco de él. El caballero está estupefacto, indignado, abrumado. Una ventana se cierra bruscamente, oye o cree oír duros insultos. ¿Acaso no ha matado al dragón? ¿No estaban todos de acuerdo en que el dragón tenía que ser muerto? ¿No había miles de historias de paladines que mataban dragones y obtenían mujeres y palacios y motocicletas japonesas? ¿Tal vez se ha equivocado de dragón? No, nadie había hablado jamás de dos dragones, nunca hay dos dragones. Quisiera sentir ira, pero se siente muy melancólico; no entiende. Se da cuenta de que no es el momento de acudir ante el rey, y he ahí que se detiene en una encrucijada, mientras la gente se aleja. ¿Qué hacer? El caballero desciende del caballo, y se vuelve a mirar al dragón, feo y tranquilo. Por primera vez contempla su cuerpo, su rostro, la piel dura, los espolones tiesos; ¿qué sentimientos experimenta el caballero? Por primera vez está consternado y percibe su suerte de matador del dragón como cómica y torpe; y, confusamente, se da cuenta de que pasará el resto de su vida contemplando aquel cadáver incorruptible.

SESENTA Y SEIS

Un hada del país de las hadas, célebre por sus distracciones, y por una cierta irritante inutilidad de sus iniciativas, se equivocó un día de tren, y en lugar de llegar a un país en el que vivían otras hadas consanguíneas suyas, todas ellas un poco atolondradas, llegó a un país en el que no había una sola hada y donde nunca habían estado. El hada sólo se dio cuenta de ello después de bajar del tren, y descubrir que ni siquiera sabía dónde se hallaba; durante algún tiempo vagabundeó con la esperanza de encontrar otra hada; pero al poco rato tuvo que rendirse a la evidencia de que aquél no era un país de hadas. La distraída se sintió perdida, y experimentó una gran angustia. No sabía qué tren había tomado en lugar del correcto, y por consiguiente no podía tomarlo de vuelta. Decidió recurrir a una solución poco digna, la de elegir una persona ante la cual aparecerse. Por una parte los niños le gustaban, pero no les creía capaces de darle las informaciones necesarias; también le caían bien los ancianos, pero le asustaba su charla, su obsesión por ser indiscriminadamente útiles. Al final eligió a un señor con un aire a un tiempo tranquilo y excesivamente pensativo; el cual, a decir verdad, era ligeramente propenso a las alucinaciones, fantasías paranoicas, estados crepusculares: en suma, tenía una idea del mundo extremadamente realista y articulada. Creía en las hadas, en los números mágicos, en el buque fantasma. Cuando el hada se materializó delante de él, el señor le saludó de manera solemne, y expresó con sobria elocuencia el placer de encontrar un hada tan distinguida. Aunque era un hombre modesto, ¿podía serle útil en algo? Sí, podía. Se sintió muy halagado. El hada le explicó su problema, y el señor excesivamente pensativo le acompañó gentilmente a la estación, le subió al tren adecuado, le explicó en qué estación debía apearse, y se despidió con una reverencia. Se alejó con los ojos llenos de lágrimas, ya que se había dado cuenta de que en aquel momento quedaba explicada toda su vida, pero que la explicación no se repetiría. El hada sintió nostalgia del señor pensativo, y pensaba que sería correcto volver a visitarle; después se le olvidó. El señor pensativo jamás olvidó al hada; de vez en cuando acude a la estación a ver pasar aquel tren; de vez en cuando sube a él, y recorre dos o tres estaciones. Después baja, regresa, e intenta conservar firmemente en sus débiles manos aquel mínimo significado, pero significado total, gracia concedida por un hada distraída, a él, el hombre más insignificante y tonto de toda la ciudad.

SESENTA Y SIETE

El animal perseguido por los cazadores experimenta, durante su fuga silenciosa y precavida, innumerables transformaciones que hacen imposible una descripción científicamente aceptable. En efecto, en la primera parte de la fuga se parece a la zorra, tiene el pelo rojizo, pero un hocico más largo que el habitual en las zorras o en otros felinos; tiene una cola larga e inquieta, y moviéndola borra sus huellas; rara vez, sin embargo, los perros se dejan engañar por esta fácil astucia, por lo que la fiera comienza a cambiar de forma y color. En ocasiones se pone verde, de modo que puede mezclarse y ocultarse en la espesura de la selva, y tiene ásperos aguijones, que mantienen a distancia a los asaltantes; ha perdido la cola, y corre a grandes saltos, con repentinos cambios de dirección. Puede suceder que los cazadores intenten herirla, mientras mantiene esa forma, lanzándole piedras con honda; ya que, en tanto que no cambie de aspecto, no pueden hacerlo de otra manera. Las piedras rara vez le hieren: pero sí le molestan, se estiran hasta convertirle en una especie de serpiente alada de color azul, que se desliza lisa y húmeda entre la hierba y la roca; silba, y de su boca sale un tenue vapor: tiene los ojos amarillos. Los cazadores pueden arrojar flechas contra la serpiente alada: pero aunque den en el blanco, no se hunden en la carne, sino que sólo hieren ligeramente la piel, sin sangre. Pese a sus alas, la serpiente no vuela a no ser a ras de tierra; y si algún cazador fuera capaz, con un veloz caballo, de atraparla y asaetearla en la boca, la bestia moriría; pero los caballos tan veloces son escasos y en general asustadizos. Una vez ahí, le resta a la fiera una última mutación; ya alargada, vemos cómo se aplana, igual que algunos peces, hasta el punto de que entre la parte de arriba y la de abajo existe a veces un espesor de pocos centímetros. Una vez así, es un animal vasto, casi una ancha luna delgada; fácil blanco, y el cazador puede disparar con el fusil, sin errarla; pero su materia es tan escasa, que las balas la atraviesan sin que nunca, o casi nunca, la hieran. Pero poco tiempo le queda al cazador: en efecto, inmediatamente el monstruo, sin darse la vuelta, cambia el atrás y el delante, y perros y caballos y cazadores se encuentran delante de una enorme boca dentada, que taciturna, abierta de par en par, les afronta, les descuartiza, les desgarra y les devora.

SESENTA Y OCHO

Cuando hace escala en algún puerto, el capitán del Buque Fantasma desciende a tierra junto con su segundo de a bordo; lleva siempre mucho dinero consigo, de la moneda habitual en el puerto donde ha hecho escala; el dinero le es entregado, alternativamente, por un demonio y por un ángel. El capitán, como el viejo marinero que está contento de encontrarse en un lugar humano, se dirige a una taberna, y saluda a todos los presentes con grandes gestos cordiales de la mano, y con ceremoniosas y burlonas reverencias; el segundo, un hombre alto, delgado y pálido, se limita a una taciturna sonrisa de subordinado. Pero el capitán siempre está de excelente humor; suele invitar a beber y quiere que sirvan, a él y a sus invitados, lo mejor que haya; y paga todo con su dinero siempre nuevo, que suena extrañamente sobre el mostrador del tabernero. El capitán no se anda con misterios: se presenta inmediatamente, en alta voz, como el capitán del Buque Fantasma. Su declaración es acogida por algunos con cordiales carcajadas, como una broma atrevida, que complace oír en otras bocas, si bien nadie en aquella taberna, tenga el valor de decirla: pero otros se turban, y siempre hay alguien que abandona el lugar apresuradamente. Es muy lamentable, porque el capitán siempre tiene bonitas y jugosas historias que contar, mientras su pálido segundo, un poco demasiado pálido, escucha sin intervenir. El capitán cuenta historias de piratas, de tesoros ocultos que todos buscan y que nadie encuentra, y así como historias de mujeres bellísimas para conquistar a las cuales cualquier hazaña es poco, y después duelos, y donde se encuentra el buen vino y las ballenas que se pasean con un bosque sobre el lomo, y dentro del bosque viven las sirenas. Cuenta también historias de burlas, de embrollos, de astucias de mujeres, y no siempre, conviene decirlo, su lenguaje es lo ejemplar que debiera, pero la que escucha no es gente para ofenderse por ello. Al final se despide con nuevas reverencias y revoloteo de manos, retrocediendo hacia la puerta; después se vuelve, abre para salir, y se apodera de él el primer viento de la calle. Entonces la asistencia ve, con incredulidad primero y espanto después, cómo se deshinchan los vestidos del capitán y del segundo, como si no contuvieran cuerpo alguno y estuvieran completamente vacíos. Mientras los dos vestidos se alejan fluctuantes, la concurrencia, de repente taciturna, medita las patrañas del capitán, y comprende que ha mentido, y que nadie conocerá jamás de su boca las tormentosas historias de su navegación, las cosas que realmente han visto aquellos ojos inexistentes.

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