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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

Centuria (16 page)

NOVENTA Y CINCO

Con extraordinario estupor, descubrió, en la parada del autobús, un unicornio blanco. La cosa le sorprendió mucho, porque el unicornio había llenado todo un capítulo del tratado de las Cosas que no existen; él había sido entonces muy competente en materia de Cosas que no existen, y había obtenido notas excelentes, y el profesor hasta le había exhortado a convertirse en un especialista en Cosas que no existen. Se da por supuesto que cuando se estudian las Cosas que no existen, se investigan también las razones por las que no pueden existir, y los modos en que no existen: ya que las Cosas pueden ser imposibles, contradictorias, incompatibles, extraespaciotemporales, antihistóricas, recesivas, implosivas, y no existir de muchos otros modos. El unicornio era absolutamente antihistórico. Sin embargo ahí había uno, en la parada del autobús, y la gente no parecía prestarle atención; pero lo extraordinario no acaba ahí: en efecto, el unicornio estaba parloteando —no podía utilizarse otra palabra— con algo que él no veía; después llegó un autobús, el unicornio saludó a este alguien que él no veía, y subió «exhibiendo», como se dice, un pase; y entonces apareció un basilisco de mediana estatura, con unas gafas oscuras muy gruesas. El basilisco era un animal complicado, y su inexistencia se debía al «exceso»; se trataba, además, de un animal descrito como peligroso —sus ojos poseían poderes «imposibles»— y, se le ocurrió pensar, por dicho motivo el basilisco llevaba las gafas. El basilisco tenía una bolsa bajo el brazo, y cuando se acercaba un autobús, la abría y sacaba algo —¿no era una cabeza de Medusa?—, algo que miraba el número del autobús y se lo decía, porque estaba claro que con aquellas gafas él no podía ver nada. El especialista en Cosas que no existen estaba muy turbado; ¿era posible que se hubiera vuelto loco? No lo creía. Comenzó a vagabundear sin una meta precisa, y encontró un tragéfalo, un ave fénix, y una anfisbena en bicicleta; un sátiro le preguntó dónde estaba la calle Macedonia Melloni, y un señor con la cabeza en la mitad del pecho le preguntó la hora, y le dio las gracias cortésmente. Cuando comenzó a ver las hadas y los elfos y los ángeles custodios, le pareció que siempre había vivido en una ciudad abandonada por los seres humanos, o poblada de comparsas; ahora comienza a preguntarse si también el Mundo, precisamente el Mundo, es una Cosa que no existe.

NOVENTA Y SEIS

Un señor ávido de sueños soñaba tanto, que, en la casa donde vivía, ninguna otra persona conseguía soñar, salvo durante las vacaciones, cuando el soñador se iba al mar o a la montaña. Era una situación irritante e imposible, y los habitantes de la casa, todos ellos gente de buena extracción, profesores, duques, palaciegos, y un asesino a sueldo internacional, formularon, educadamente, sus protestas; el señor no respondió tan educadamente, y la cuestión comenzó a exasperarse. Ya nadie soñaba nada en aquella casa, y hasta en las casas próximas se soñaba poco y mal y sólo en blanco y negro; porque aquel señor soñaba siempre en color, y hacía experimentos en tres dimensiones. El pleito llegó a los tribunales, que reconocieron que el señor utilizaba ilegalmente los sueños ajenos, y que debía dejar de hacerlo, porque faltaba a las reglas de buena vecindad. Pero, naturalmente, no es fácil persuadir a alguien de que devuelva sus sueños, o no se apodere de unos sueños que no le pertenecen. El señor siguió soñando todos los sueños de la casa, y sólo el asesino internacional conseguía, de vez en cuando, tener un pequeño sueño estúpido.

Pero el ávido soñador no tardó en darse cuenta de que algo estaba cambiando; puesto que él soñaba todos los sueños de sus coinquilinos, y los coinquilinos estaban enfadados con él, y, de haber podido, soñarían sueños en los que él era una figura negativa, comenzó a soñar sueños en los que él, además de él mismo, también era otro él, odioso y brutal. Intentó expulsarle de los sueños, pero no lo consiguió. Y poco a poco comenzó a sufrir trastornos en el sueño, a estar nervioso, y comenzó a detestarse. Los sueños estaban llenos de peleas, y a menudo salía de ellos agotado, perseguido, psicológicamente roto. Enfermó. Perdió la salud. Se deprimió. Al final, decidió soñar menos, y sobre todo no soñar los sueños de los vecinos. En efecto, más de una vez se había sentido cohibido en un sueño del duque, y había salido con sudores fríos de un sueño del asesino internacional. Ahora todos los de la casa han vuelto a soñar. Se han producido gestos amistosos hacia el ávido soñador, pero éste se siente demasiado deprimido para acogerlos. Sus sueños no le bastan. Y ahora, en ocasiones, se le ve caminar por barrios miserables y malfamados, e intenta robar los sueños de gente de baja estofa, inculta; no son sueños hermosos, pero ahora ya está intoxicado de sueños, y se convertirá en ladrón, en atracador, para tener cada noche todos aquellos sueños, aunque no sean suyos, aunque sean feos e insensatos, los sueños que, amasijo monstruoso, le están consumiendo y llevando a la catástrofe.

NOVENTA Y SIETE

Señores, se ruega que sigan atentamente al guía; el lugar todavía no funciona, pero sin embargo puede resultar peligroso; la entrada es baja, cuidado con las alas. Bien, detengámonos de momento aquí; pueden apoyarse en la balaustrada. Observen las dimensiones de esto que no es más que el primer compartimiento. Un hombre tardaría años en recorrerlo. No bastaría una vida. Vean, a la izquierda, aquella serie de celdas; están cerradas con unas rejas de hierro imperecederas, porque el dolor de quien está encerrado dentro debe ser observado por los guardianes. Está previsto que las celdas puedan estar al rojo vivo o heladas, según convenga. Las rejas están empotradas, carecen de cerraduras. Vean más abajo aquellos rectángulos, que parecen lápidas; de allí se baja a una celda en forma de tumba, pero cuyo fondo es fuego purísimo. Fáciles de abrir desde fuera, una sola vez, imposibles desde dentro; una mirilla permite presenciar lo que sucede en su interior. Síganme, a la izquierda. Vean en la pared de enfrente los enormes respiraderos: despiden tinieblas. Por muy imposible que parezca, las tinieblas pueden aumentar indefinidamente; quien esté rodeado por las tinieblas las verá crecer, ininterrumpidamente, eternamente. Les rogamos que nos sigan. Entramos en un pasillo: observen unas antorchas claveteadas, las cadenas para calentar al rojo vivo. Oigan, al dar una palmada, cuán profundo es el eco; las dimensiones son enormes. Desde aquí hasta donde llega su vista hay pinchos móviles que pueden atravesar de parte a parte. Aquí estarán los ojos de recambio con que reponer los de quienes deberán ser continuamente cegados. Cuidado, no sigan; aquí se abre un abismo con las paredes absolutamente lisas y verticales, y que sin embargo deberá ser recorrido a pie, cayendo siempre y sin acabar de caer nunca; prácticamente, carece de fondo. Esta es la sala de los cuchillos; naturalmente los cuchillos se mueven por su cuenta. Este arpón es utilizado para dar la vuelta; las vísceras ocupan el lugar de la piel, de la cabeza, de los miembros; estos guantes están hechos de gusanos que comen cualquier cosa, y la devuelven de manera que lo que ha sido devorado sea recompuesto. Actualmente los gusanos están inactivos. Este es el lugar de la sangre y de la orina. Señores, veo que se ha hecho tarde, y por otra parte el lugar es infinito. Llevará tiempo aprender a recorrerlo y sobre todo a utilizarlo. Les ruego que mañana estén a punto una hora antes de lo habitual. Mañana es el día de la Creación del Mundo.

NOVENTA Y OCHO

Al principio, la repentina y humilde pregunta provocó en sus labios una ligera sonrisa; pero sabía que su cerebro, extrañamente pensativo, había sido inquietado más de una vez con preguntas fabulosas, respuestas legendarias, investigaciones mitológicas. No era teólogo ni filósofo, y no sabía, aunque más de una vez se lo había preguntado, si pertenecía a alguna religión y en caso afirmativo a cuál de ellas. Prefería ser creyente ambulante. Más adelante, el problema le volvió a la mente, con un sonido imprevisto, imperativo y siniestro. Y él, distraídamente pero no sin aprensión, se paró a considerado. El problema era el siguiente: si existía diferencia y, en caso afirmativo, de qué tipo, entre un muerto de cinco minutos, un muerto de cinco años, un muerto de dos mil años, uno de quinientos mil. Si morir significa alcanzar la nada, morir ahora o haber muerto hace medio millón de años no parece significar ninguna diferencia. Pero ¿es esto cierto? La nada es el no ser, pero no está claro que el no ser excluya el tiempo. Si yo puedo imaginar una nada anterior a mi nacimiento y una posterior a mi muerte, esto me hace sospechar que la nada no es insensible a las medidas del tiempo, ya que es evidente que la nada de antes de mi nacimiento no es, por lo menos en virtud del tiempo, la nada de después de mi muerte. Así que la nada no existe, sino que es una dimensión temporal; y los muertos se situarían en diferentes lugares temporales de la nada. De modo que el muerto de hace medio millón de años está en una nada temporalmente ajena, aunque no discontinua, a la nada del muerto reciente. Pero sabía que hay quien supone a los muertos amodorrados en un sueño insensible, en espera del día del juicio. ¿El sueño de las almas les protege o, en cierto modo, envejecen? Y si no envejecen, ¿sueñan? Bastaría un sueño cada siglo para conseguir que las almas envejecieran, y por tanto el muerto con medio millón de años será como un muerto canoso, tal vez el rey de los muertos. Pero supongamos la imagen más increíble y acreditada, que la muerte coincide con una revelación, un descubrimiento: en tal caso resultará inevitable que el muerto reciente sea más joven, más inexperto, que el muerto algo menos reciente; y ¿será medible esa mínima diferencia, aunque sea en las dimensiones eternas de la estancia? Y también le preocupa aquel muerto sin nombre, aquel primer proyecto de alma que tiene medio millón, un millón de años. ¿Hubo, por consiguiente, un «primero» en entrar en lo que sea, nada, luz, eternidad; una eternidad vacía en la que entra desorientado, descompuesto, sin saber qué le ocurre, un hombre, el descubridor del más allá? Y ahora ¿este hombre es un muerto viejo, antiguo, los restantes muertos deben saludarle, hasta él deberá saludarle, al único muerto que posee toda la experiencia de un muerto?

NOVENTA Y NUEVE

El joven se echa en la cama, y busca paciente, prudentemente, una posición que él define «posición de la rendición». En primer lugar debe descubrir si se trata de una posición permitida; y, por tanto, debe investigar cuál es la relación de las piernas, de los brazos, del vientre y después también de los dedos, de los cabellos, de las uñas, de los ojos, con todo el mundo. Cada vez esta afirmación le parece insensata y demencial, y sin embargo no consigue describir de otro modo su búsqueda. No hay duda, además, de que, en el momento en que comienza la búsqueda, efectúa un gesto mental de extracción del mundo, y, por consiguiente, aunque sea por un mero juego dialéctico, él no es mundo. En ese punto, cualquier cosa que entra en contacto con él es el punto inicial del mundo, y todo el mundo, sin lagunas, principia en el punto de contacto entre su cuerpo y el mundo. En ocasiones, incluso con mucha frecuencia, su cuerpo y el mundo no están en paz: las piernas perciben el mundo como una funda áspera y persecutoria, los brazos se ahogan en el mundo, el mundo inmoviliza sus uñas, para que no le arañen. Entonces él sabe que la posición de la paz le es negada; no la busca, sino que se deposita a sí mismo de cualquier modo, siempre guerreando, cierra los ojos y aspira, no tanto al sueño como a la inconsciencia, que él considera una penetración bélica respecto al mundo. En ocasiones el mundo se abstiene; no le toca el cuerpo, y parece ignorar su voluntad de ser el inicio del mundo. Entonces él intenta seducirlo, y comunicarle que él no está en paz, sino rendido a la totalidad del mundo, a todos sus modos de ser. Se acurruca en el borde de la cama, dobla las piernas de manera que asomen un poco y den a entender que él no se defiende, sino que se propone entrar en el mundo, colocar su cuerpo de manera que no, que él no sea ya el inicio del mundo, sino simplemente un lugar del mundo. Si este gesto es aceptado, dobla los brazos, e inspecciona todas las partes del cuerpo, con los ojos cerrados. Si ninguna parte se escapa o rebela o manifiesta desesperación, o expresa muestras de persecución, ruega entonces a su cuerpo que se disuelva, desanude los lazos, y deje que lo que es específico de las uñas pase al vientre, y que el ojo sepa lo que es el dedo pulgar del pie. Para que esto suceda, es preciso que el mundo haya tomado posesión del cuerpo, y por tanto es el momento excepcional y exquisito de la rendición; y él, finalmente, puede aceptar y, abandonadas las aristas de su vida cotidiana, puede dormir.

CIEN

Un escritor escribe un libro acerca de un escritor que escribe dos libros, acerca de dos escritores, uno de los cuales escribe porque ama la verdad y otro porque le es indiferente. Acerca de ambos escritores se escriben en conjunto, veintidós libros, en los cuales se habla de veintidós escritores, algunos de los cuales mienten pero no saben mentir, otros mienten a sabiendas, otros buscan la verdad sabiendo que no podrán encontrarla, otros creen haberla encontrado, otros creían haberla encontrado, pero comienzan a dudar de ello. Los veintidós escritores producen, en conjunto, trescientos cuarenta y cuatro libros, en los cuales se habla de quinientos nueve escritores, ya que en más de un libro un escritor se casa con una escritora, y tienen entre tres y seis hijos, todos ellos escritores, menos uno que trabaja en un banco y lo matan en un atraco, y luego se descubre que estaba escribiendo en casa una bellísima novela acerca de un escritor que va al banco y lo matan en un atraco; el atracador, en realidad, es hijo del escritor protagonista de otra novela, y ha cambiado de novela por la simple razón de que le resultaba intolerable seguir viviendo junto a su padre, autor de novelas sobre la decadencia de la burguesía, y en especial de una saga familiar, en la que aparece también un joven descendiente de un novelista autor de una saga sobre la decadencia de la burguesía, el cual huye de su casa y se hace atracador, y en un atraco a un banco mata a un empleado de banca, que en realidad era un escritor, y no sólo esto, sino también un hermano suyo que se había equivocado de novela, mediante recomendaciones intentaba conseguir cambiar de novela. Los quinientos nueve escritores escriben ocho mil dos novelas, en las cuales aparecen doce mil escritores, en números redondos, los cuales escriben ochenta y seis mil volúmenes, en los cuales aparece un único escritor, un balbuciente y deprimido maniático, que escribe un único libro en torno a un escritor que escribe un libro sobre un escritor, pero decide no terminarlo, y le da una cita, y le mata, determinando una reacción por la que mueren los doce mil, los quinientos nueve, los veintidós, los dos, y el único autor inicial, que de este modo ha alcanzado el objetivo de descubrir, gracias a sus intermediarios, al único escritor necesario, cuyo final es el final de todos los escritores, incluido él mismo, el escritor autor de todos los escritores.

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