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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

Centuria (12 page)

SESENTA Y NUEVE

El astrólogo —un hombre de aspecto tranquilo y en absoluto fantástico— acaba de terminar sus cálculos, y los está examinando con una pizca de amarga diversión. De estos cálculos, efectuados y controlados con cuidado, resulta lo siguiente: deberá encontrar a la mujer de su vida dentro de un año y seis meses; por muchos aspectos parece mujer del destino, y no exige otra cosa que ser aceptada; el astrólogo no tiene nada que objetar, siendo hombre obediente a las exigencias del cosmos, entre cuyas exigencias figura también este encuentro con una mujer para él fatal. Pero sus cálculos le han dicho también algo más: él morirá exactamente veinte días antes del encuentro con su mujer. El astrólogo tiene un cierto sentido del humor, y no puede evitar una sonrisa; esto es realmente un rompecabezas. Así que el día del encuentro la mujer estará indudablemente viva, y él no menos indudablemente muerto; sin embargo, el cosmos entero parece organizado con un orden tan rígido, que aquel encuentro no puede dejar de producirse. El astrólogo reflexiona: ¿tal vez su fantasma se enamorará y revelará a la mujer que le está destinada? Desde un punto de vista abstracto, no es imposible, pero sería el primer caso de una profecía referente a la historia de un fantasma, los subterfugios afectivos de un difunto. Y además, ¿qué tipo de relación podría establecerse entre él muerto y ella viva? No es el caso de pensar en reencarnaciones, ya que incluso en el supuesto, técnicamente improbable, de una reencarnación instantánea, él, aquel día, tendría veinte días de vida. Fantasea: la mujer se enamora de su retrato; pero ¿su retrato puede ser considerado «él»? Así pues si existe alguna solución posible, debe estar relacionado con alguna regla del mundo que hasta entonces nadie ha sondeado ni vislumbrado. Esta regla, como en el caso que él ha descubierto, prevé algo que no sabe si definir como imposibilidad o como error. Si es imposibilidad, significa que el universo contiene en sí mismo la exigencia de algo que no puede tener existencia, y por tanto está en conflicto consigo mismo, y verosímilmente, tomado en su conjunto, el universo es desdichado; si la regla prevé e impone el error, quiere decir que el mundo ha llegado a tal punto que sólo la inexactitud pueda revelarlo a sí mismo, sólo la mentira puede comunicarle la verdad, la enfermedad curarlo, la muerte crearlo. En tal caso, el día del encuentro con su mujer sería el último de un Gran Año, día del incendio y recomienzo del mundo.

SETENTA

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás; y aunque él no lo sepa con certeza, tiene conciencia de que su enamoramiento es una extravagancia, algo que no puede conducir a nada bueno; no se puede casar con tres mujeres, e incluso es difícil cortejarlas; además, cómo puede llamarse enamorado si jamás las ha visto, nunca ha tenido ni la más inocente de las relaciones con ninguna de las tres; finalmente, no puede reprimir la sensación de que el hecho de no haberlas encontrado nunca no es casual, y tampoco nace de una despectiva u hostil voluntad de las damas, sino que posee su intrínseca necesidad, por lo que, en el fondo, precisamente por esto las ama, ya que, al ser tres, se anulan recíprocamente; al no haberlas visto jamás, no sabe qué es lo que ama, al ser definitivamente invisibles, jamás podrá desenamorarse. Porque ahí está el punto más dramático: no pudiendo de ningún modo probar a conversar con alguna de las tres mujeres y ni siquiera tener certeza de su presencia en la vida, no pudiendo prever encuentros, proyectar citas, fantasear intimidades, no teniendo ni siquiera la manera de saber dónde podría buscarlas, no puede apartar de la mente la extenuante situación de ser un enamorado perenne, enamorado sin poder decir de quién, o de qué, pero indudablemente enamorado. Al mismo tiempo, percibe un extravagante respeto hacia su propia condición como si lo que le ocurre, absurdo e imposible, fuera un síntoma mucho más revelador de sí mismo, como si él fuese un milagro, o un predestinado: pero después, con un suspiro, cruzando las piernas y cerrando los ojos, imagina que es una llaga, un forúnculo, una deformación del parque, de la ciudad, del mundo, o tal vez un jeroglífico solitario y absolutamente intraducible.

SETENTA Y UNO

El hombre está en el centro de la ciudad; la gran plaza blanca está limitada por edificios tan altos que no se divisa su cumbre, la luz es un delicado crepúsculo: se ignora si está a punto de precipitarse en la noche o de avanzar hacia el día. La ciudad está desierta; él sabe que en las casas blanquísimas, en las calles rectas, en las plazas geométricas no hay ni hombre ni animal. Él es el centro de la ciudad, su sentido, su mapa. No puede entender si está en aquel lugar como soberano, como mártir, como prisionero olvidado; por lo que sabe de sí mismo, podría ser hasta un monumento, sólo el lugar privilegiado de la ciudad. Tiene de sí algunas nociones indiferenciadas, pero cuanto recuerda está ligado en cierto modo a la ciudad, si bien no sólo él, sino nadie, por lo que sabe, haya jamás vivido, nacido, muerto, en ella. Sabe que existe un motivo por el cual es, por antonomasia, el habitante de la ciudad: y es el sufrimiento atroz y soberano que le producen aquellas líneas rectas, aquella blancura cruel. Inmóvil en el centro de la ciudad, la gobierna por completo en su mapa de angustia. Lleva mucho tiempo meditando la fuga; pero la fuga significa la renuncia al dolor, y el dolor, el motivo por el cual no sólo es el centro, sino el monarca de la ciudad desierta; pero sabe asimismo que precisamente en tanto que monarca debiera huir, matando a la ciudad que sólo existe en el orgullo que experimenta por su propio centro, monumento, dolor, explicación y rey. Todo está construido en la convicción, en la profecía cierta de que él no se moverá jamás de aquel lugar, de que jamás intentará alcanzar las puertas, abiertas de par en par, que perforan sus muros. Y, por consiguiente, todo le repite que la fuga es necesaria, que él debe perder sentido para adquirir sentido, debe abdicar para convertirse en rey. Ser el sentido de la ciudad, significa ser a la vez su víctima y su verdugo; en el momento en que el proyecto de fuga se convierte en lúcido e intolerable, percibe el dolor de la ciudad, el pánico de sus grandes edificios. Descubre que detesta esa ciudad orgullosa y vil, y mide en cada una de las partes de su propio cuerpo el derecho de vida y de muerte que él, en tanto que monarca, ejerce sobre toda la ciudad. Inmóvil, decide escapar, matar, hacer de la ciudad, su orgullo, una blanca extensión de indescifrables ruinas.

SETENTA Y DOS

Su oficio es el de Soñado; es un oficio que le gusta, porque le permite carecer de una forma constante, y fluctuar entre todas las posibles formas de pueden servir en un sueño, con una limitación: él es el Soñado Maléfico, y por tanto le corresponden todos los papeles del maleficio, desde el fascista a la bruja. Le gustan las formas animalescas: es excelente como serpiente, como perro rabioso; en ocasiones le ordenan hacer de Cancerbero, o Herodes, y esto último le agrada, por lo del manto real y los criados. También le gusta su oficio porque él es consciente del hecho de que, aunque penosa, su intervención es agradecida por los soñadores. En general, un sueño en el que aparezca el Soñado Maléfico tiene una cierta dignidad, e incluso puede albergar importantes significados. Aunque, en sí mismo, el Soñado Maléfico no suponga grandes iluminaciones, le gusta estar cerca de las revelaciones, de los profundos descubrimientos del alma, si bien, obviamente, él no ama el alma. Pese a saber ser extremadamente desagradable, el Soñado Maléfico no es la Pesadilla. Siguiendo un curso para especialistas, podría llegar a ser Pesadilla, pero no cabe duda de que la profesión de Pesadilla es mucho más pesada, aunque las prestaciones sean más escasas. Cuenta con algunas amistades entre las Pesadillas, y está orgulloso de ello, de la misma manera que está orgulloso de ser admitido en ocasiones a cenar en la mesa de los Significados, que en general son desdeñosos y esquivos. Frecuentar a los Significados es muy gratificante, ya que éstos son de escasa pero halagadora confidencia: pero las Pesadillas muchas veces son deprimentes, y su manera de reír no es relajante. Además, las Pesadillas no son populares entre los soñadores, sino únicamente entre los literatos, que se las hacen contar por quien no sabe escribir; también a los pintores les gustan las Pesadillas. Las Pesadillas, a diferencia del Soñado Maléfico, no están obligadas a poseer una forma determinada, sino que pueden ser pura indeterminación; con frecuencia, cuando reciben invitados, toman aspecto de caballo, o también de maniquí; sin embargo, el Soñador no vacila en frecuentarlas, porque son amistades socialmente relevantes; además, aunque sean una cosa muy diferente, siempre se puede aprender de ellas alguna argucia profesional. En definitiva, el Soñado ha medrado, pero tiene que trabajar mucho y su nivel de vida es más que decoroso; además, en general le corresponde a él, y no a las Pesadillas, anunciar catástrofes y muertes, tarea considerada generalmente como no carente de distinción.

SETENTA Y TRES

El grito se oyó repentinamente en toda la aldea, y por lo que después se supo fue oído con similar intensidad en cualquier punto, incluso en las viviendas periféricas. Lo oyó también, claramente, un carpintero casi sordo; lo oyó un forastero que pasaba en bicicleta, y que se detuvo con la sangre congelada. El grito fue descrito posteriormente por los que lo habían oído: todos coincidían en el hecho de que expresaba profunda desolación, tal vez, desesperación, y que podía ser el grito de alguien en inminente peligro de muerte, amenazado tal vez por un cruel asesino. A todos sorprendió la intensidad del grito y la sensación de que todos lo hubieran oído con singular nitidez; alguien aventuró la hipótesis de que no se había tratado de un solo grito, sino de varios gritos, procedentes simultáneamente de diferentes partes. Cuando el momento de angustia quedó mínimamente atrás, algunos de los aldeanos comenzaron a buscar por el pueblo, y se celebró en la iglesia una especie de asamblea, para descubrir si faltaba alguien: pero nadie faltaba, salvo un estudiante que ahora vivía en la ciudad, y un anciano ingresado desde hacía unos días en el hospital de un pueblo cercano. Alguien habló de fantasmas, de orcos, de fieras; pero aquélla no era tierra de fieras, y en orcos y en fantasmas no creían ya ni los niños. Fueron registradas todas las casas abandonadas, los lugares desiertos; enviaron perros por los alrededores, sin que mostraran ningún indicio de anormalidad. Hubo quienes llegaron hasta las afueras, y buscaron en los bosques, e incluso examinaron el lecho de un modesto arroyo. A última hora de la tarde, la agitación comenzó a calmarse; los hombres regresaban confirmando que no había señales de nada excepcional, y ninguna indicación de acontecimientos anormales. Permaneció una vaga inquietud pero al atardecer los niños volvieron a jugar por las calles. Grupos de aldeanos recorrieron las calles del pueblo, después se cansaron y volvieron a casa. Las seis parejas reconocidas de novios se encontraron con tierna aprensión. La cena se desarrolló con tranquilidad, y le siguió una velada tibia y serena. Gradualmente, el grito se había convertido en un recuerdo terrible pero que ya no era posible revivir. ¿Terrible? Tal vez sólo una extrañeza totalmente natural: muchos ya habían olvidado que aquel grito tenía una voz. Al comienzo de la noche, se apagaron las luces, se cerraron las ventanas. Nadie sabía, en aquel momento, que en el corazón de la noche, exactamente a las dos y cuarto, el grito se repetiría.

SETENTA Y CUATRO

Un señor apacible y con buenos estudios recorría una avenida arbolada y tranquila cuando oyó un repentino zumbido, como de algo que girara, a su lado; se dio la vuelta para mirar y vio abrirse en el suelo un abismo en forma de embudo; a medida que giraba, el abismo iba ensanchándose, hasta que alcanzó una anchura de tal vez dos metros; y seguía girando. El señor, que no carecía de espíritu de observación, descubrió que el abismo no estaba inmóvil sino que, aunque la cosa pareciera inverosímil, se desplazaba; más exactamente se movía junto a él. Dio algunos pasos, y el abismo le acompañó, dándole, por decirlo de algún modo, la izquierda, por lo que el señor apacible pensó que se trataba de un abismo femenino. Pero ocurrió después que el abismo se colocó delante, casi como para hacerle caer en su hueco, y él tuvo que detenerse. En realidad, no estaba seguro de que el abismo tuviese intenciones de absorberle y suprimirle, pero, estaba claro que le gustaba infundirle una sensación de inseguridad y de amenaza inminente. El señor con buenos estudios había oído hablar de los Abismos Custodios que, en la antigüedad, acompañaban a los monjes del desierto, dándoles la doble sensación de ser escoltados y acosados. No sabía si los Abismos Custodios existían todavía; tal vez aquello era un ejemplo, ignoraba si tardío, o el primer indicio del renacimiento de los Abismos. Actuaba con precaución, pero al principio sin temor; comenzó a ponerse nervioso cuando el Abismo cruzó a su izquierda, le rozó luego los tobillos, se alejó bruscamente, se le echó de nuevo encima, parándose a un centímetro de sus pies. El señor estaba menos tranquilo pero en él se había insinuado una cierta curiosidad. Fue así como se dirigió al Abismo, y le preguntó respetuosamente si le había enviado Dios. El Abismo pareció sorprendido de que se le dirigiese la palabra, y el señor tuvo la impresión de que se ruborizaba. Es posible, pensó el señor, que me haya comportado de manera incorrecta, pero puedo decir que toda la culpa es exclusivamente del Abismo; pensó que se trataba de un Abismo poco serio. Le preguntó, no sin una pizca de insolencia, si se habían conocido anteriormente, si tenían motivos para sentirse autorizados a una cierta intimidad. Después de una breve vacilación, el Abismo indicó graciosamente que no. El señor avanzó entonces directamente hacia el Abismo, que retrocedió, se apartó, y se quedó mirando pensativamente al señor. El señor prosiguió su camino, y cuando se dio cuenta de que el Abismo había renunciado a seguirle, percibió un agudo y senil malestar.

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