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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

Centuria (8 page)

CUARENTA Y CUATRO

El señor pensativo e inútilmente melancólico lleva muchos años viviendo en el sótano, ya que la casa edificada encima ha sido destruida o es inhabitable. Cuando estalló la guerra de religión, él, que era extranjero en el país y de otra religión, supuso que se trataba de uno de los habituales tumultos a que tan propensos eran los habitantes de aquella tierra, deseosos, todos ellos, de morir de manera ruidosa y exhibicionista, y también de matar de manera inhumana. No le gustaba aquel país, en el que vivía, como secretario del embajador de otro país, donde no había guerras de religión, sino guerras ateas, científicamente fundadas. En el momento en que estallaron las guerras de religión, el secretario ya no pudo regresar a su patria, donde estaba en su apogeo una ferocísima guerra científica que, al menos en su origen, concernía a los hexágonos y a los ácidos, pero que poco a poco había ido incluyendo a casi todas las materias con la única excepción de la historia antigua. Ahora bien, el secretario, al que veis sobriamente vestido, tiene, genéricamente, otra religión, pero también pudiera ser que no tuviera ninguna. En su país se honran sobre todo las opciones ideales con fundamento científico; en realidad, a él no le gusta demasiado la ciencia, y si tuviera que elegir una materia para estudiar a fondo, elegiría historia antigua; pero puesto que ésta es la única materia no controvertida, una elección semejante habría sido considerada sospechosa e interpretada irónicamente como cobardía. En cualquier caso, le habrían matado. El estallido de la guerra de religión le ha permitido dejar de responder a las demandas de explicación que habían llegado de su país; pero, contemporáneamente, había quedado definitivamente recluido en el país de las guerras de religión. Llevaba varios años sin alejarse más de unas pocas decenas de metros de su bodega; era probablemente el único extranjero que quedaba en un país en el que las matanzas eran cotidianas y se estaban convirtiendo en rutinarias; un país que ya no tenía ciudades, sino pintorescas extensiones de ruinas que aguardaban la muerte del último combatiente para cubrirse de yedra y hacer Historia. Aunque nunca llegara a confesarlo con claridad, le gusta estar en aquel lugar precisamente porque se combate una guerra que le es ajena; y por consiguiente él no hace la Historia, sino que la percibe como un estruendo consuetudinario; y, amante de la historia antigua y de las lenguas muertas, también espera vivir, su sueño de siempre, en un país formado única y exclusivamente de ruinas envueltas por una yerba sin historia.

CUARENTA Y CINCO

Cuando se levanta, a primera hora de la mañana, está obligado a hacerse una pregunta que no le gusta, y a la cual, sin embargo, no consigue escapar: en efecto, es posible que aquel día deba matar a alguien, o ser muerto, o matarse. En realidad, desde hace años se despierta con este interrogante pero nunca ha sucedido nada; no ha matado, no ha sido muerto, no se ha matado. De modo que podría decidir que su problema está, como suele decirse, mal planteado, ya que no responde a la realidad de sus días. Pero no es cierto: basta, en efecto, con que él esté implicado en el problema de matar. ¿Podrá preguntarse desde qué punto de vista basta? Él mismo se ha planteado la pregunta, y sólo ha encontrado una respuesta: que él, por motivos que ignora, debe ensuciarse de violencia homicida y suicida, debe conocer la destrucción de cerca, muy de cerca. Para conocer la destrucción no está obligado a atacar a un ser humano, ni a ser atacado por él, ni a atacarse con las propias manos: pero debe estar disponible e indefenso respecto a esas posibilidades. Ahora bien, él vive en un lugar solitario, donde, en realidad, sólo cabe el suicidio: porque, de tener que matar a alguien debería desplazarse a la ciudad, a tres días de viaje: y mientras tanto la orden podría cambiar. Pero él está convencido en el fondo de que la orden podría no llegar; ya que interesa menos la efectividad que la cualidad moral de la destrucción. Durante muchos años, ha considerado su condición como especialmente desdichada, y ha vivido en una situación de espera enervante y deprimente; se ha acostumbrado a la utilización de muchas armas, y ha cultivado la falta de piedad. Sin embargo, la falta de piedad no ha supuesto la formación de un hábito al odio, sino que ha generado más bien una especie de blandura, una suave indiferencia que abarcaba todos los seres, homicidios, muertos, suicidios. Entonces comenzó a sospechar que había sido implicado en una operación cuyo oscuro perfil no hacía más que vislumbrar pero que no tenía trazas de inhumanidad. Viviendo en la frontera de las destrucciones, sospechaba que había sido colocado a uno de los lados del mundo, y por tanto era de los pocos que tienen todo el mundo a la espalda, extenso e ignorante, lejano pero eterno, como una infinita e inmóvil aurora.

CUARENTA Y SEIS

El fantasma está asomado, distraídamente, a la grande y ruinosa ventana del castillo; es de noche, y contempla las abruptas pendientes, los estrechos valles, dominados por las ruinas de su castillo. En su prolongada soledad, el fantasma se ha acostumbrado a sí mismo, y no piensa en abandonar las ruinas que habita ni en hablar con otros fantasmas. Durante mucho tiempo, la desazón de no encontrar otros seres de su misma raza le ha angustiado. Le hubiera gustado encontrar a un determinado fantasma, alguien que había conocido —pero entonces su memoria ya era confusa— mucho antes de que él fuera fantasma —pero ¿existía realmente un tiempo en el que no había sido fantasma?—. Repentinamente, en la profundidad del valle, descubre algo vaporoso, semejante a él, que avanza lentamente, con cautela, tal vez pensativo: y he aquí que otro débil resplandor se va acercando a lo largo de un sendero empinado y lejano.

El fantasma se pregunta si, al cabo de los siglos, acuden precisamente a su encuentro otros dos fantasmas; se pregunta por qué vienen a verle, quién les ha movido o aconsejado; y finalmente, si vienen juntos o por separado, si son amigos o enemigos entre sí. Por primera vez después de muchos años, el fantasma conoce la ansiedad y el dolor. ¿Quién puede tener tantas ganas de hablar con é? ¿Y de qué manera, gracias al amor o al odio, le han descubierto, recluido en su castillo? Finalmente, ¿por qué han ido a buscarle en una misma noche? ¿Es posible que uno de ellos sea el fantasma Enemigo, y el otro el fantasma Amigo? ¿Y a cuál de los dos quería realmente ver? ¿Prefería aclarar el error que había generado el fantasma Enemigo, o reanudar el discurso, infinitamente imposible de terminar, con el Amigo? Lentamente, los dos fantasmas se acercan. ¿No había tal vez, se pregunta el fantasma que espera, un tercer ser, ni amigo ni enemigo, un mediador, ya no recuerda nada, quién era el tercero, acaso murió desgarrado entre los que ahora son fantasmas, quizás no se convirtió en fantasma, o no será que el tercero es precisamente él? Es decir, ¿cabe pensar que esta noche puede recomponerse, si no ha entendido mal lo que consigue recordar, si sus esperanzas no le han engañado, aquel triple discurso que le consumió hasta provocar su muerte? El fantasma se pregunta si será cierto lo que le contaron cuando niño; un encuentro como éste, que él deseaba intensamente, consume blandamente a los fantasmas, los apaga.

CUARENTA Y SIETE

Los dinosaurios estaban muriendo: los grandes reptiles eran conscientes de ello, y discutían, cada vez con mayor lentitud, los grandes acontecimientos de una historia que había sido grande, gloriosa, incomparable. Los viejos se encerraban en una indolente conversación, o meditación solitaria, conscientes ahora de que todo gesto carecería de sentido, de que no les estaba reservada ninguna posterior grandeza, que podían pecar o dejar de pecar, todo era indiferente. Alguno de ellos intentó escribir, en estilo llano, una Historia de los dinosaurios, escrita desde el punto de vista de los dinosaurios de la última generación; pero se dio cuenta de que, por muy simple y desnudo que fuera, su lenguaje resultaría siempre incomprensible a cualquier raza que ocupara su lugar en el gobierno del mundo. Las abuelas y las madres no querían oír hablar del Fin de los dinosaurios; cuidaban a los últimos dinosaurios, jugaban con ellos, les enseñaban a rezar con palabras sencillas por sus muertos, para alcanzar la ayuda de los supremos y vivir una vida inocente y laboriosa. Pero los padres, los jóvenes, se torturaban: ¿por qué los dinosaurios, indiscutidos amos del mundo, cuyo tamaño y cuya tranquila violencia les otorgaban la inmunidad respecto a cualquier otro animal, por qué estaban muriendo? El Archimandrita, de piel rugosa y ojos saltones, atribuyó la culpa a la molicie de las costumbres y aludió a la ira de los supremos; el Librepensador, ágil y claro, se refirió al escaso espíritu de independencia e inadecuada alimentación; fueron propuestos como remedios el amor libre, la abolición del divorcio, la pena de muerte, la apertura de las cárceles: estaba claro que nadie entendía nada, salvo el hecho de que cada nuevo año veía sobre la tierra un número más exiguo de dinosaurios. Ya no discutían de fronteras, de derechos, de deberes, de moral, ni de sociedad; con resignación, con ira, con tristeza hablaban de los supremos. Recordaban que ninguno de ellos había conseguido jamás resolver el problema: ¿cuántos supremos había? Y ni siquiera hablar realmente con los supremos. Lo más que habían conseguido eran algunos juegos con las cartas que una profetisa, allá en los pantanos, seguía practicando. Los supremos les habían abandonado. Mientras tanto, en el abismo del cielo, los supremos se preguntaban por qué motivo ellos, los supremos, desconocedores de la enfermedad, estaban muriendo. Según la convicción más difundida, la culpa era de los dinosaurios, que les habían abandonado, que no les ofrecían sacrificios, y que habían dejado de contarlos.

CUARENTA Y OCHO

A partir del momento en que se ha dado cuenta de que es imposible dejar de estar en el centro del mundo, y que esto vale tanto para él, como para cualquier ser humano, o animal, o incluso piedra, o alga, o bacteria, ha debido aceptar que sólo existen dos únicas soluciones, en tanto que descripción del comportamiento a mantener en esa situación. O el centro del mundo es activo, y en tal caso el mundo, dotado y enriquecido de infinitos centros, será infinitamente activo; o deberá ser asediado por la totalidad del mundo; más exactamente, ser el punto de mira del mundo. Actualmente, él experimenta la segunda condición; sabe que es psicológicamente esférico, y que está en el centro de un gran número de rayos que, extrañamente se concentran sobre él, y le atraviesan con sus puntas de luz. Advierte, en las cavidades desiertas del espacio, cómo se tensa sin manos un arco de imposible dureza, y lanza la flecha que le alcanzará con motivo de su sexagésimo aniversario. Intenta desplazarse, fluctuar, pero sabe que cualquier movimiento de su cuerpo esférico le convierte en blanco de otras constelaciones, astros ocultos por astros, nubes y animales. Sin embargo, más que cualquier estrella o niebla, le aterra la atención que hacia él dispensan continuamente la nada y le silencio. Él no sabe dónde está la nada, y sospecha que está oculta dentro de él; en tal caso, sería el blanco de una herida interna, una herida tal que su esfera no podría dominar, si bien no sepa qué significa esta conclusión; en cuanto al silencio, está dado, y eso sí que lo ha entendido perfectamente, por la supresión de todas las voces, y de la totalidad de las voces que pudieran dirigirse a él de manera definitiva, hiriéndole, y esto es lo más horrible, sin ninguna arma. En cualquier punto donde exista silencio, está oculta una voz; y esa voz le piensa, le examina, le escruta. Si se alían la nada y el silencio, si se pasan información con gestos que él no consigue captar, ¿qué será de él? Oh, no teme la jabalina arrojada por el centauro el día de su nacimiento, y que ahora le alcanza; no se defiende de la cansada lanza que recorre el mundo con voluntad de herirle; pero lo que le preocupa es no poder ya distinguir entre sí mismo dolor, inutilidad, muerte, y entre sí mismo centro del mundo.

CUARENTA Y NUEVE

Un señor amó locamente a una joven durante tres días, y fue amado por ella durante un período de tiempo prácticamente igual. La encontró por casualidad el cuarto día, cuando hacía dos horas que había dejado de amarla. Al principio, fue un encuentro ligeramente incómodo; sin embargo, la conversación se agilizó, cuando resultó que también la mujer había dejado de amar al señor, exactamente una hora y cuarenta minutos antes. En los primeros momentos, el descubrimiento de que su loco amor pertenecía, en cualquier caso, al pasado, y que presumiblemente dejarían de torturarse con preguntas tontas, penosas e inevitables, infundió al hombre y a la mujer una cierta euforia; y les pareció que se miraban con ojos amistosos. Pero la euforia no pasó de efímera. En efecto, la mujer se acordó de esos veinte minutos de diferencia; ella le había amado durante veinte minutos más mientras, como había confesado el señor, él ya había dejado de amarla. La mujer se sintió presa de amargura, frustración y rencor. El intentó demostrarle que aquellos veinte minutos revelaban en ella una constancia afectiva que la calificaba de moralmente superior. Ella replicó que su constancia quedaba fuera de toda discusión, pero que en este caso alguien había abusado de ella, y la había ultrajado, de manera calculada y fría. Esos veinte minutos durante los cuales, amando, ella no había sido amada, habrían creado entre ellos un abismo que ya nada podía colmar. Ella había amado a un frívolo y a un sensual, cosa que le llenaría de vergüenza tanto en esta vida como en la otra. El intentó hacer notar que, puesto que ya no se amaban, el problema podía considerarse superado, y en cualquier caso no era de tanta envergadura que tuviera que inducirle a unas consideraciones demasiado amargas: pero lo dijo con una cierta vivacidad, que traicionaba a la vez miedo y aburrimiento. La mujer replicó que el fin de su amor no era ya un consuelo, sino únicamente el indicio de que algo depravado se había consumido fatuamente, y que ella llevaba sus cicatrices. El soltó una breve carcajada, nada cordial. En aquel instante comenzó entre ambos un gran odio, un odio meticuloso y avasallador; en cierto modo, ambos percibían que aquella diferencia de veinte minutos era realmente algo atroz, y que había sucedido algo que hacía imposible la vida de al menos uno de los dos. Ahora comienzan a pensar que están destinados a una muerte dramática, juntos, como habían supuesto, febrilmente, durante su loco amor.

CINCUENTA

El salió de la casa de la mujer que hubiera podido amar, y que hubiera podido amarle a él, con un alivio no exento de amargura. A partir de entonces quedaba claro que ningún tipo de amor surgiría jamás entre ellos, ni siquiera el tibio y pobre vínculo de la lujuria, ya que ella era mujer fuerte y casta, ni siquiera la lánguida ternura de los enamorados un poco tardíos, ya que no era cosa capaz de interesar prolongadamente a sus cerebros ansiosos de emociones. A fin de cuentas, se decía, la imposibilidad de un amor es algo mucho mejor que la terminación de un amor. En efecto, la imposibilidad pertenece a la fábula, transforma todas las quimeras de la espera amorosa, que se ha convertido en algo totalmente decepcionante, en un género menor de literatura, algo infantil y, sobre todo, inexistente. Él, y tal vez en menor medida también ella, habían concebido un universo diferente del existente, ya que, estaba claro, el universo en el que vivían no preveía su amor, de modo que cualquier pensamiento contrario, ya que no podía alcanzar las dimensiones de lo heroico, se revelaba como algo fútil, irrisorio, e incluso jocoso. Cabía añadir que un amor que no comienza, tampoco acaba, aunque resulte reconocible, en su no nacer, algo de la fútil amargura de una posible conclusión. Pero ¿llegó él a desear vivir una historia diferente con aquella mujer? La pregunta era, teológicamente, imposible, y por tanto no exigía respuesta, o sólo una respuesta de dimensiones inauditas, por ejemplo: yo deseo vivir en un universo totalmente diferente, y consideraría un indicio de dicha diferencia el hecho de poder amar a una mujer así, siendo a su vez amado por ella. De modo que el problema que dividía sus efímeros cuerpos y sus animillas fantasiosas, no era, pese a las apariencias, un problema sentimental o moral; sino que era un problema teológico o, puestos a ser más modernos, un problema cósmico. Y desde este punto de vista el problema se esfumaba: en efecto, en aquel otro universo que Dios habría podido crear, en el universo paralelo que podía existir, tal vez aquella mujer no habría existido nunca, o, de haber existido en el paralelo, del cual era la condición, podía ser de tal naturaleza que él jamás la habría querido para sí, y la habría debido rechazar, recurriendo a sutiles y acaso capciosos argumentos teológicos.

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