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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (51 page)

Vuelve, vuelve,

arañita en la cancela,

a tejer tu tela.

King Kong que viene del ámbar

Hay que declararlo a la entrada (del cine, de este artículo),
Parque Jurásico
es una obra maestra: del entretenimiento, del cine comercial, del cine. Dicho esto sería bueno ver la película otra vez con una perspectiva histórica. ¿O prehistórica?

La película declara venir de un
best-seller
que lleva el mismo título y su autor Michael Crichton escribió el guión.
Parque Jurásico
es un libro donde no sólo se empollan saurios. También se empolla del autor y sus páginas están plagadas de conocimientos científicos adquiridos a la mayor velocidad. Así se habla rápido de ciertas teorías nuevas sobre tesis viejas en que los dinosaurios no eran reptiles sino animales de sangre caliente: muchos en vez de arrastrarse andaban en dos patas y se movían a mayor velocidad que un elefante. Pero la novela resulta uno de esos libros con que se tropieza uno en un aeropuerto y su lectura dura lo que dura el viaje. Todos están narrados con un estilo intercambiable y son píldoras de amnesia: están hechos para olvidar.

Parque Jurásico
, la película, es otra cosa —pero viene visiblemente de
King Kong
, una de las películas más fascinantes, inolvidables y bellas de la historia del cine. Es también, junto con el cuento de Edgar Allan Poe «Los crímenes de la rue Morgue», creadora del mito de un animal poderoso y cercano al hombre que viene de la selva a poblar las pesadillas de una gran ciudad. Pero ¿y de dónde viene
King Kong
? De un antecedente que jamás tuvo lugar.

Creation (La creación)
, en que el animador se convierte en Dios para animar otro Adán y otra Eva en una nueva versión del Génesis, fue la película que nunca ocurrió. El presunto creador de esta épica de la animación, Willis O'Brien, nunca pudo hacerla, pero hizo algo mejor: fue el creador de un muñeco animado de apenas medio metro que se convertía en un gigante atroz —el más grande simio jamás visto (y oído), ¡King Kong! La creación de
Creation
era tan ambiciosa (y tan influyente) que Walt Disney le pidió prestado a O'Brien su historia del mundo antes de la Creación: la visualización con saurios, dinosaurios y terodáctilos de
La consagración de la primavera
o Igor Stravinski animado en
Fantasía
. Ahora
Parque Jurásico
viene de
Creation
, de
King Kong
y de Disney. La génesis, curiosamente, tuvo lugar en África, donde Merian C. Cooper (al que debemos, junto con Ernest B. Shoedsack, esa pesadilla colectiva que se llamó
King Kong
) estaba filmando un documental y se interesó en los hábitos del gorila en su
habitat
. Fue allí que «concibió la idea de un simio monumental con una inteligencia superior que creaba el terror en una ciudad moderna». Otra idea de Cooper era que el enorme gorila peleaba con un saurio prehistórico y encontraba su último refugio encima del rascacielos más alto del mundo entonces, el Empire State, donde era abatido por aviones de —¿qué otra cosa?— caza.

Todos hemos visto
King Kong
. Hasta mis nietos de cinco y siete años que odian las películas en blanco y negro, a las que llaman grises y no para describirlas. Ahora
King Kong
es hecha por otros medios y en gloriosos colores.

King Kong habita un parque jurásico con otros monstruos ferales añadidos de ñapa o regalía. Aún la visión del gorila que mira por la alta ventana de un rascacielos está calcada aquí (y a la vez invertida) en el ojo del saurio carnívoro que mira por la ventanilla redonda de la puerta de la cocina en un sótano. Las bestias van, o vienen, precedidas por una expectación creciente, exactamente como en
King Kong
, donde el simio gigante no aparece hasta el final del tercer rollo. La diferencia entre
Parque Jurásico
y
King Kong
es que el simio solitario no es una pasión sino el héroe y a la vez la víctima de una pasión, como él, desmedida. Es imposible ver a un tiranosaurio como otra cosa que una máquina de comer carne, implacable y voraz. De hecho un tiburón terrestre venido de la misma edad geológica.

Jacobito, cuando tenía cinco años, dijo después de ver
King Kong
: «Pobrecito el mono». El simio reducido a mono le había dado lástima. Eso, por supuesto, no se puede decir del tiranosaurio que salva a los dos niños (refugiados nada menos que en un museo de ciencias naturales) al devorarse a los dos saurios sueltos.

King Kong
viene y va al mito y de paso a la poesía de las imágenes, a veces pedidas prestadas a la iconografía romántica —como la gruta en que mora y se demora desnudando a la rubia renuente.
Parque Jurásico
depende de una concepción más que de un concepto, esa paleo-DNA que es pura ciencia ficción, no del espacio exterior esta vez sino del espacio
anterior
. Pero estoy hablando del código genético mientras la película alude al Génesis —como, una vez más, en
Creation
. Los saurios salen de la sangre, su sangre, de un mosquito atrapado en fósil ámbar. (De paso debo esta referencia a
Horror Movies
, la obra maestra del difunto Carlos Clarens, que abandonó su Habana nativa para convertirse en uno de los grandes historiadores del cine.) De ahíla presencia del Dr. Malcolm (Jeff Goldblum), especialista en teoría del caos, quien contradice al Dr. Hammond (Richard Attenborough), el amo del parque y de su zoología atroz. El Dr. Hammond es una especie de científico que juega a ser Dios, como el rabino Low en Praga, para recrear no al golem, después de todo una criatura teológica, sino al mundo anterior a la Creación y trata de organizar el caos de la evolución de las especies no con una teoría ante-darwiniana sino con una práctica nefanda.

Hay un momento en que el viejo científico hace una comparación blasfema de su creación con un circo de pulgas que vio cuando era niño en Glasgow. El buen profesor quiere que su circo de pulgas nostálgico sea real ahora, no una alusión de una ilusión. El doctor Hammond, blanca barba y bata blanca, se lamenta parcialmente en español (la película sucede en una isla mar afuera de Costa Rica, que la película llama Isla Nublar en vez de Isla Nublada): «Ay, ay, ay. ¿Por qué no construimos todo en Orlando?». Que es donde Disney tiene su parque de diversiones en la Florida —y esto es precisamente lo que ha hecho Spielberg: un parque de diversiones de celuloide y efectos especiales.

Como ocurre con los magos de salón es imposible saber en
Parque Jurásico
cómo se ha logrado una ilusión tan perfecta. ¿Son maquetas o construcciones ilusas? ¿Es un acto de animatrón? ¿O es animación por
stop-frame
, en que se filman los cuadros con la cámara reducida a un fotograma cada vez? ¿O se ha usado animación por computadora? ¿O maquillaje creador? ¿O tal vez ese
Morphing
en que el objeto fotografiado se convierte ante el ojo que mira en otra cosa, emergiendo en un movimiento que ofrece la apariencia de una metamorfosis? Todos estos pases mágicos y muchos más se han empleado en
Parque Jurásico
para dar la ilusión de que los dinosaurios vuelven a la vida, de una manera maravillosa. Como cuando cantan a la luz de la luna, en un acto poético que habría deleitado al barón Humboldt, nuevo descubridor de América y amante de los saurios.

Los personajes que admiran, aman y temen a los saurios son menos verdaderos que los seres animados de mano maestra. Las deleitosas piernas de Laura Dern, Jeff Goldblum con sus ojos (¿de saurio?) antípodas, las gafas invisibles, visibles de Attenborough, una suerte de Santa Claus en guayabera y el cigarrillo perenne de Samuel Jackson son apenas más reales que el velociraptor, el braquiosaurio o el galliminus. O el tricerátopo enfermo que parece un elefante moribundo que no supo encontrar su cementerio. Todos son ilustraciones de una frase del Dr. Malcolm: «
Life finds a way
». «La vida», traduzco, «siempre encuentra el camino». La vida no, el cine. Esta invención gloriosa que en cien años de creación siempre ha encontrado el camino de la magia, la ilusión y lo maravilloso. De Méliès a ese nuestro Méliès, Steven Spielberg.

La caza del facsímil

Al principio de
El amargo té del general Yen
, esa obra maestra del cine exótico y erótico de 1932, en que China no era vecina sino remota y amenazante como un planeta Marte amarillo, Frank Capra (tal vez el más americano de los directores de Hollywood, aunque naciera en Sicilia) creaba una admirable escena de turbas asiáticas en pánico de hormigas ante el fuego y que luego repetiría con mayor desespero en
Horizontes perdidos
, ya convertido en un autor mayor del arte de la fuga. Ahora, en
Blade Runner
, China ya está entre nosotros: la ciudad del futuro es la Pekín del pasado. Es la ciudad de todos los ángeles caídos: del cielo al infierno. Los Ángeles contiene a Hollywood, que siempre ha contenido a Los Ángeles. Pero en el año 2019 es una enorme urbe letal: Los Ángeles es Los Ángeles Infernales. En la ciudad que vendrá (Los Ángeles es una de las ciudades más secas del hemisferio) llueve eternamente una lluvia ácida, espesa, casi viscosa: del cielo conquistado cae constantemente un agua, como la que asombró a Gordon Pym, que se puede cortar con un cuchillo y verla separarse en estrías estrechas. Ahora esa metrópoli es la meca del futuro, colmada de edificios de altura vertiginosa, pirámides que bajan del cielo a plomo, como la lluvia. Pero todas las torres altivas se ven ruinosas, cariadas y abandonadas a la erosión, como la babel indigente de cinco continentes y siete mares que bulle abajo y habla
desesperanto
, impenetrable mezcla de inglés, español, chino, japonés y, ¡sorpresa!, el holandés errante, errando aún más esa
lingua franca
y frenética: diez dialectos que conmueven la lengua.

Como en las ficciones de Ray Bradbury, la ciencia ficción es en este film una moraleja que rodea a una fábula, perla de cultivo monstruosa que es una excrecencia invertida. Para el año 2019, al revés de la China intestina de un siglo atrás, todo pánico perecerá y Los Ángeles, violentando la visión de Capra, será, es, una ciudad colmada y calma que canta en la lluvia como bajo una ducha de verde vitriolo. En las calles hay estancos más que fondas que son lo contrario a muchos McDonalds: sólo se venden viandas vegetales, en apariencia. No es éste el paraíso de Bernard Shaw o de Hitler, vegetarianos vigilantes, sino un producto de la invención del hombre: entonces el
ersatz
es de
rigor mortis
. No queda ya nada de carne ni pescado, el planeta convertido en un restaurante al que siempre se llega tarde. Toda la vida animal ha sido desplazada de la tierra por el hombre y la necesidad es la madre de esa invención de Dios que es su único, último error.

Blade Runner
es, sin embargo, la apoteosis de esa radiante invención visual del siglo XX (el cine, se recordará, se inventó en el siglo XIX) que es el anuncio lumínico, luminoso más bien. Pero la ciudad vive en tinieblas, más cerca ahora del oscuro Piranesi que del alba de Alva Edison. Entre cárceles imaginarias y alucinaciones del opio del cine, la única fuente de luz audible viene de la parodia. En la banda sonora, una voz que recuerda un cruce telefónico entre Humphrey Bogart y Dick Powell, es la de Philip Marlowe, que regresa de entre los muertos para acechar su presa, zombies del futuro, fantasmata.

Los Ángeles ya no es más L. A.,
lunatic asylum
, asilo de todos los locos, sino una visión de lo que vendrá:
nightmare
a la que despertaremos una noche. Los mitos ya no son el sueño colectivo sino la pesadilla de todos. La voz que narra sobre las luces y desde las sombras, como en la mejor tradición de la serie negra, es una voz amiga, segura, confiable. Es el sonido transmitido por el hilo de Ariadna para sacarnos del laberinto del pasado que se presenta como único porvenir posible. En
Blade Runner
, gracias a la parodia, la más risueña forma de homenaje, la luminosa ciencia ficción se casa con la novela negra y no tienen una cinta mulata, sino una hermosa alucinación en glorioso technicolor: la pesadilla sin aire acondicionado. Nada funciona ya en la tierra, excepto, claro, la más prodigiosa tecnología, capaz de mantener colonias activas en sofisticadas naves espaciales y de fabricar exactas reproducciones de esa criatura de la que nunca parece haber bastante:
homo erectus
. El mismo animal que aniquiló a todas las bestias de la tierra y con sus sueños ha creado la ficción admirable que cuenta un cuento que nunca debió empezar.
Ad astra per asperissima!

Deckard, el protagonista, se llama también Rick, pero no es dueño del
Rick's Cafe Americain
durante una ocupación nazi futura de una
Casablanca
de cartón y telón pintado en Marruecos. Ni ha venido a Los Ángeles por las aguas (ni siquiera por el agua), sino que es un detective privado del futuro —es decir— del pasado. Antiguo policía, ha nacido y vivido y ahora agoniza en L. A.,
locus abyssus abyssum
. Su especialidad es la caza del homúnculo, facsímiles perfectos de ese original que se cree aún más perfecto. Rickard es, en una fase brillante, un Blade Runner o rastreador matrero: un sabueso sofisticado y solitario, que sabe más por animal que por hombre. Es decir, confía en sus instintos mientras alrededor todos se dan al instante, el
carpe diem
del futuro. Al final, Rick Deckard (un Harrison Ford más maduro que en las
Galaxias
) demostrará quién sabe más: si el viejo diablo que fabrica facsímiles y los gasta, o el joven que nació con el fin de los siglos, el siglo XX, doble incógnita. Este siglo, por fortuna, es también el inventor de todas las imágenes imposibles y entre ellas, la más fascinante, el cine hablado. Para quien como yo detesta la lectura de libros de ciencia ficción, de Jules Verne a Arthur Clarke, pero se apasiona con el ingenio visual de
Star Trek
en la televisión, cada película de imágenes futuras, desde
Lo que vendrá
hasta
Dark Star
y
Silent Running
, es una invitación al viaje. O el viaje mismo a veces.

Ya era el viaje desde los días de ira infantil, pura pataleta, por no poder ver a la semana siguiente el otro episodio de
Flash Gordon
cuando todavía se llamaba
Roldán el temerario
y el planeta Mongo no era un chiste ramoniano. Siguió siendo en esos años cincuenta en que se iba a la luna como al mismo misterio cósmico. O venían del espacio exterior arrojando imágenes como tecnología ingenua a la cara del espectador: pedradas en tercera dimensión. Lo fue aún más ante el aséptico mundo futuro de
2001: Odisea del espacio
, en que el mono más bruto de África se convertía en un simio superior,
homo sapiens
, y el mero hombre se trocaba en un superhombre, mono mayor o simio siniestro, con la ayuda de una laja fúnebre como una fosa y los acordes de todo Strauss posible, desde el vienés Johann hasta el nazi Richard en
Así habló Zaratustra
. Manes de Nietzsche y filiación que ha adoptado
Blade Runner
en este crepúsculo de los odiosos. De 2001 acá, la tecnología ha avanzado hasta parecerse al cine, forma visible de la magia, para dejar detrás todos los misterios que vendrán. Pase lo que pase en el espacio exterior, cada día es más obvio que estamos solos en el universo y más que una causa somos el efecto de una casualidad —o un juego de azar. O canicas de Einstein: pensantes bolitas de barro.

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