Ciudad de los ángeles caídos (11 page)

—Lo estoy. —La reina la miró, divertida—. Me siento cumplidamente encantada.

—Entonces —dijo Clary—, ¿nada de rencores?

La sonrisa de la reina se volvió gélida en las comisuras de su boca, como la escarcha que cubría la orilla del estanque.

—Supongo que te refieres a mi oferta, que tan groseramente rechazaste —dijo—. Como bien sabes, mi objetivo se cumplió de todos modos; la que salió perdiendo, y me imagino que la mayoría estaría de acuerdo conmigo, fuiste tú.

—Yo no quería aquel trato. —Clary intentó, sin conseguirlo, que su voz no sonara cortante—. La gente no puede hacer siempre lo que vos queráis.

—No pretendas echarme un sermón, niña. —La reina siguió con la mirada a Jace, que deambulaba bajo los árboles, teléfono en mano—. Es bello —dijo—. Entiendo por qué lo amas. Pero ¿te has preguntado alguna vez qué es lo que le atrae a él de ti?

Clary no respondió; le pareció que no tenía nada que decir.

—Os une la sangre del Cielo —dijo la reina—. La sangre llama a la sangre, y eso corre por debajo de la piel. Pero amor y sangre no son la misma cosa.

—Acertijos —dijo Clary enfadada—. ¿De verdad queréis decir alguna cosa cuando habláis así?

—Él está unido a ti —dijo la reina—. Pero ¿te ama?

Clary notó que se le retorcían las manos. Deseaba poder probar con la reina alguno de los nuevos golpes de ataque que había aprendido, pero sabía que no era en absoluto una buena idea.

—Sí.

—¿Y te desea? Porque amor y deseo no siempre van unidos.

—Eso no es de vuestra incumbencia —replicó Clary escuetamente, pero se dio cuenta de que la reina le clavaba los ojos como si fueran agujas.

—Tú lo quieres como nunca has querido a nadie. Pero ¿siente él lo mismo? —La suave voz de la reina era inexorable—. Él podría tener todo aquello o a todo aquel que le plazca. ¿No te preguntas por qué te ha elegido a ti? ¿No te preguntas si se arrepiente de ello? ¿Ha cambiado con respecto a ti?

Clary notó las lágrimas escociéndole en los ojos.

—No, no ha cambiado. —Pero pensó en la cara de Jace en el ascensor la otra noche, y en cómo le había dicho que se marchara a su casa cuando ella le ofreció quedarse.

—Me dijiste que no deseabas llegar a un pacto conmigo, porque nada había que yo pudiera aportarte. Dijiste que no había nada en este mundo que quisieras. —La reina tenía los ojos brillantes—. ¿Sigues pensando lo mismo cuando te imaginas la vida sin él?

«¿Por qué me hacéis esto?», deseaba gritar Clary, pero no dijo nada porque vio que la reina de las hadas miraba más allá de donde ella estaba, y acto seguido sonrió y dijo:

—Sécate las lágrimas porque ya vuelve. No le hará ningún bien verte llorar.

Clary se frotó apresuradamente los ojos con el dorso de la mano y se volvió. Jace se acercaba a ellas, con mala cara.

—Maryse y Robert ya van hacia los Tribunales —dijo—. ¿Dónde está la reina?

Clary se quedó mirándolo, sorprendida.

—Está aquí... —empezó a decir, pero al volverse se interrumpió. Jace tenía razón. La reina se había ido y únicamente un remolino de hojas a los pies de Clary indicaba el lugar donde se había posado.

Simon, con su chaqueta acolchada bajo la cabeza a modo de almohada, estaba acostado contemplando el tejado plagado de agujeros del garaje de Eric, embargado por una sensación de nefasta fatalidad. Tenía a sus pies el macuto, el teléfono pegado a la oreja. En aquel momento, la familiaridad de la voz de Clary en el otro lado de la línea era lo único que le impedía derrumbarse por completo.

—Lo siento mucho, Simon. —Adivinó que estaba en algún lugar de la ciudad por el sonido del tráfico amortiguando su voz—. ¿De verdad estás en el garaje de Eric? ¿Lo sabe él?

—No —respondió Simon—. En este momento no hay nadie en casa y yo tenía la llave del garaje. Me ha parecido un buen lugar. ¿Y tú dónde estás, por cierto?

—En la ciudad. —Para los habitantes de Brooklyn, Manhattan sería siempre «la ciudad». No existía otra metrópolis—. Estaba entrenando con Jace, pero él ha tenido que volver al Instituto para no sé qué asunto de la Clave. Voy de camino a casa de Luke. —Se oyó el bocinazo de un coche—. ¿Quieres venir a casa? Podrías dormir en el sofá de Luke.

Simon dudó. Tenía buenos recuerdos de la casa de Luke. Desde que conocía a Clary, Luke siempre había vivido en una vivienda destartalada pero simpática que ocupaba el piso superior de la librería. Clary tenía una llave, y ella y Simon habían pasado allí horas agradables leyendo los libros que «cogían prestados» de la tienda o viendo películas antiguas en la tele.

Pero las cosas habían cambiado mucho.

—A lo mejor mi madre podría hablar con tu madre —dijo Clary, preocupada por el silencio de Simon—. Hacerle comprender.

—¿Hacerle comprender que soy un vampiro? Clary, creo que ya lo entiende, de un modo siniestro. Pero eso no significa que vaya a aceptarlo o que esté de acuerdo con ello.

—Pero tampoco puedes seguir haciendo que lo olvide, Simon —dijo Clary—. Esa solución no te funcionará eternamente.

—¿Por qué no? —Sabía que estaba mostrándose irrazonable, pero acostado en el duro suelo, rodeado de olor a gasolina y del susurro de las arañas paseándose por sus telas en los rincones del garaje, sintiéndose más solo que nunca, la razón le parecía algo tremendamente remoto.

—Porque de lo contrario tu relación con ella no sería más que una mentira. Nunca podrías volver a casa...

—¿Por qué no? —preguntó, interrumpiéndola con severidad—. Forma parte de la maldición, ¿verdad? «Fugitivo y errante serás.»

A pesar de los ruidos del tráfico y del sonido de las conversaciones de la gente que tenía a su alrededor, Simon oyó que Clary respiraba hondo.

—¿Piensas que eso tendría que contárselo también? —dijo—. ¿Que me señalaste con la Marca de Caín? ¿Que soy, básicamente, una maldición andante? ¿Crees que va a querer eso en su casa?

Los sonidos de fondo se acallaron; Clary debía de haberse refugiado en el umbral de una casa. Se dio cuenta de que contenía las lágrimas cuando le dijo:

—Lo siento mucho, Simon. Sabes que lo siento...

—No es culpa tuya. —De repente se sentía extremadamente agotado. «Estupendo, primero aterrorizas a tu madre y luego haces llorar a tu mejor amiga. Un día de bandera para ti, Simon.»—. Mira, es evidente que en estos momentos no debería andar mezclándome con gente. Voy a quedarme aquí y ya me encontraré con Eric cuando vuelva a su casa.

Clary emitió un sonido parecido a una risa entre tantas lágrimas.

—¿Acaso Eric no cuenta como gente?

—Te mantendré informada —dijo Simon, dudoso—. Te llamo mañana, ¿de acuerdo?

—Nos vemos mañana. Prometiste acompañarme a probarme vestidos, ¿lo recuerdas?

—Caray —dijo—, eso es que debo de quererte de verdad.

—Lo sé —dijo ella—. Y yo también te quiero.

Simon apagó el teléfono y se recostó en el suelo, con el aparato pegado a su pecho. Resultaba gracioso, pensó. Ahora podía decirle a Clary «Te quiero» después de haber estado años luchando por pronunciar esas palabras y ser incapaz de que salieran de su boca. Y ahora que ya no tenían la misma intención, resultaba fácil.

A veces se preguntaba qué habría ocurrido de no haber existido nunca un Jace Wayland. Si Clary nunca hubiera descubierto que era una cazadora de sombras. Pero alejó aquel pensamiento de su cabeza, no tenía sentido continuar por aquel camino. El pasado no podía cambiarse. Sólo le quedaba seguir adelante. Aunque no tenía ni idea de qué implicaba seguir adelante. No podía quedarse para siempre en el garaje de Eric. Incluso con su actual estado de humor, reconocía que aquél era un lugar miserable. No tenía frío —de hecho, ya no sentía ni el frío ni el calor—, pero el suelo estaba duro y estaba costándole conciliar el sueño. Ojalá pudiera embotar sus sentidos. El sonido del tráfico le impedía descansar, igual que el desagradable tufo a gasolina. Pero lo que más le corroía era la preocupación por lo que hacer a continuación.

Había tirado la mayor parte de sus reservas de sangre y llevaba el resto en su mochila; tenía suficiente para unos cuantos días más, pero después tendría problemas. Eric, dondequiera que estuviera, dejaría a Simon quedarse en su casa, pero aquella solución acabaría con una llamada de los padres de Eric a la madre de Simon. Y teniendo en cuenta que su madre lo creía con su hermana, aquello no le haría ningún bien.

Días, pensó. Ésa era la cantidad de tiempo de la que disponía. Antes de quedarse sin sangre, antes de que su madre empezara a preguntarse dónde estaba y llamase a Rebecca para interesarse por él. Antes de que su madre empezara a recordar. Ahora era un vampiro. Supuestamente, la eternidad era suya. Pero disponía sólo de días.

Había ido con mucho cuidado. Había intentado con todas sus fuerzas seguir con lo que consideraba una vida normal: colegio, amigos, su casa, su habitación. Había sido mucha tensión, pero la vida era eso. Las demás opciones le parecían tan desapacibles y solitarias que no soportaba siquiera planteárselas. La voz de Camille resonó entonces en su cabeza. «Pero ¿qué pasará de aquí a diez años, cuando supuestamente deberías tener veintiséis? ¿Y de aquí a veinte años? ¿O treinta? ¿Crees que nadie se dará cuenta de que ellos envejecen y cambian y tú no?»

La situación que se había creado, la que con tanto cuidado había esculpido tomando como modelo su antigua vida, nunca habría podido ser permanente, pensó en aquel momento con una sensación de ahogo en el pecho. Nunca hubiera funcionado. Se había aferrado a sombras y recuerdos. Volvió a pensar en Camille, en su oferta. Ahora le sonaba mucho mejor que antes. La oferta de una comunidad, por mucho que no fuera la comunidad que él hubiera deseado. Disponía únicamente de un día más antes de que ella reclamara su respuesta. ¿Y qué le diría? Hasta aquel momento había creído saberlo, pero ya no estaba tan seguro.

Un sonido rechinante lo despertó de su ensueño. La puerta del garaje empezaba a levantarse y la luz iluminó el oscuro interior. Simon se incorporó, con el cuerpo de pronto en pleno estado de alerta.

—¿Eric?

—No. Soy yo, Kyle.

—¿Kyle? —dijo Simon sin entender nada, antes de empezar a recordar: el chico al que habían decidido incorporar como cantante solista. A punto estuvo Simon de dejarse caer de nuevo al suelo—. Oh, sí. Pero los chicos no están, si esperabas ensayar...

—No pasa nada. No es por eso que he venido. —Kyle entró en el garaje, pestañeando por la oscuridad, con las manos hundidas en los bolsillos traseros de su vaquero—. Tú eres... comoquiera que te llames, el bajista, ¿no es eso?

Simon se levantó, sacudiéndose el polvo de la ropa.

—Soy Simon.

Kyle miró a su alrededor, frunciendo el ceño con perplejidad.

—Creo que ayer me olvidé aquí mis llaves. Las he buscado por todas partes. Mira, aquí están. —Se agachó detrás de la batería y salió de allí un segundo después, blandiendo triunfante un manojo de llaves. Iba vestido más o menos como el día anterior, con una camiseta azul debajo de una cazadora de cuero y una medalla dorada de algún santo colgada al cuello, con el pelo oscuro enredado—. Y bien —dijo Kyle, apoyándose en uno de los altavoces—. ¿Estabas durmiendo aquí? ¿En el suelo?

Simon movió afirmativamente la cabeza.

—Me han echado de casa. —No era exactamente cierto, pero fue lo único que se le ocurrió.

Kyle asintió, comprendiéndolo.

—¿Tu madre ha descubierto tu alijo de hierba? Eso jode.

—No, qué va... nada de hierba. —Simon se encogió de hombros—. Tenemos diferentes opiniones respecto a mi estilo de vida.

—¿Se ha enterado de lo de tus dos novias? —Kyle sonrió. Era guapo, había que reconocerlo, pero a diferencia de Jace, que sabía perfectamente lo guapo que era, Kyle daba la impresión de no haberse peinado en un montón de semanas. Su aspecto recordaba el de un cachorrillo simpático, y eso lo hacía atractivo—. Me lo contó Kirk. Mejor para ti, tío. Yo... yo tampoco vivo en casa —siguió Kyle—. Me marché hará cosa de dos años. —Se cruzó de brazos e inclinó la cabeza. Bajó la voz—. No he hablado con mis padres desde entonces. Me apaño bien solo, pero... te entiendo.

—Esos tatuajes —dijo Simon, tocándose los brazos—. ¿Qué significan?

Kyle extendió los brazos.


Shaantih shaantih shaantih
—dijo—. Son mantras de las Upanishads. Sánscrito. Oraciones por la paz.

En condiciones normales, a Simon le habría parecido pretencioso tatuarse en sánscrito. Pero ahora ya no.


Shalom
—dijo.

Kyle pestañeó.

—¿Qué?

—Significa paz —dijo Simon—. En hebreo. Se me ha ocurrido que sonaba similar.

Kyle se quedó mirándolo. Daba la impresión de que estaba deliberando. Dijo por fin:

—Tal vez te parezca una locura...

Simon se puso rígido.

—Pues no sé. Mi definición de locura se ha vuelto bastante flexible en el transcurso de los últimos meses.

—... pero tengo un apartamento. En Alphabet City. Y mi compañero de piso acaba de dejarlo. Tiene dos habitaciones, podrías acoplarte en la suya. Tiene una cama y todo lo necesario.

Simon dudó. Por un lado, no conocía en absoluto a Kyle, y trasladarse a vivir al apartamento de un perfecto desconocido le parecía una maniobra estúpida y de proporciones épicas. A pesar de sus tatuajes pacifistas, Kyle podía ser un asesino en serie. Por otro lado, como no conocía en absoluto a Kyle, nadie lo buscaría allí. ¿Y qué pasaría si Kyle resultase ser un asesino en serie?, pensó con amargura. Sería peor para Kyle que para él, igual que lo había sido para aquel atracador la otra noche.

—¿Sabes? —dijo—. Me parece que voy a tomarte la palabra, si te parece bien.

Kyle asintió.

—Si quieres venir a la ciudad conmigo, tengo la furgoneta aparcada ahí fuera.

Simon se agachó para recoger su macuto y se lo colgó del hombro. Guardó el teléfono móvil en el bolsillo y abrió las manos, para indicar con el gesto que ya estaba listo.

—Cuando quieras.

5

EL INFIERNO LLAMA AL INFIERNO

El apartamento de Kyle resultó ser una sorpresa agradable. Simon esperaba un mugriento piso sin ascensor en un bloque de la Avenida D, con cucarachas subiendo por las paredes y una cama construida con un colchón de espuma y cartones de leche. Pero en realidad, el apartamento de Kyle era un aseado pisito de dos habitaciones con un pequeño salón, un montón de estanterías y las paredes llenas de fotografías de famosas playas de surfistas. Y aunque Kyle cultivaba algunas plantas de marihuana en la escalera de incendios... no podía tenerse todo en esta vida.

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