Ciudad de los ángeles caídos (12 page)

La habitación de Simon era como una caja vacía. Quienquiera que la ocupara antes no había dejado nada en ella excepto un futón. Tenía las paredes desnudas, el suelo también estaba desnudo y había una única ventana a través de la cual Simon vio el cartel luminoso del restaurante chino de la acera de enfrente.

—¿Te gusta? —preguntó Kyle desde el umbral de la puerta, sus ojos verdes muy abiertos y amistosos.

—Es estupenda —respondió Simon sinceramente—. Justo lo que necesitaba.

El objeto más caro del apartamento era el televisor de pantalla plana del salón. Se dejaron caer en el sofá y se entretuvieron mirando programas malos mientras el sol se ponía en el exterior. Kyle era un buen tío, decidió Simon. No se metía en sus asuntos, no era curioso, no formulaba preguntas. No le había pedido nada a cambio de la habitación. Era simplemente un tipo simpático. Simon se preguntó si habría olvidado ya cómo eran los seres humanos normales y corrientes.

Después de que Kyle se marchara a trabajar en un turno de noche, Simon entró en su habitación, se dejó caer en el colchón y se quedó escuchando el tráfico que circulaba por la Avenida B.

Había estado obsesionado con imágenes de la cara de su madre desde que se había ido: cómo lo había mirado con miedo y odio, como si fuera un intruso en su casa. Aun sin necesidad de respirar, pensar en aquello seguía causándole una sensación de opresión en el pecho. Pero ahora...

De pequeño siempre le había gustado viajar, porque visitar un lugar nuevo equivalía a estar lejos de todos sus problemas. Y ahora, incluso allí, con sólo un río separándolo de Brooklyn, los recuerdos que habían estado corroyéndole como el ácido —la muerte del atracador, la reacción de su madre a la verdad de su condición— parecían confusos y remotos.

Tal vez el secreto fuera ése, pensó. Moverse sin parar. Como un tiburón. Ir a donde nadie pueda encontrarte. «Fugitivo y errante serás en la tierra.»

Pero eso sólo funcionaba si no te importaba dejar atrás a nadie.

Aquella noche durmió a rachas. A pesar de ser un vampiro diurno, su necesidad natural era dormir de día, y estuvo combatiendo inquietud y pesadillas antes de despertarse tarde con los rayos de sol entrando por la ventana. Después de vestirse con ropa limpia de su mochila, salió de la habitación y encontró a Kyle en la cocina, friendo huevos con beicon en una sartén de Teflón.

—Hola, compañero de piso —dijo Kyle, saludándolo alegremente—. ¿Te apetece desayunar?

Ver comida le provocó náuseas a Simon.

—No, gracias. Tomaré sólo café. —Se encaramó a uno de los taburetes, que estaba algo torcido.

Kyle empujó hacia él un tazón descascarillado.

—El desayuno es la comida más importante del día, hermano. Aunque sea casi mediodía.

Simon puso las manos alrededor del tazón y notó el calor penetrando su fría piel. Buscó algún tema de conversación, algo que no tuviera que ver con lo poco que comía.

—No te lo pregunté ayer: ¿Cómo te ganas la vida?

Kyle cogió un trocito de beicon de la sartén y le dio un mordisco. Simon se fijó en que la medalla dorada que llevaba colgada al cuello tenía una cenefa de hojas y las palabras «
Beati bellicosi
».
Beati
, sabía Simon, era una palabra que tenía algo que ver con los santos; Kyle debía de ser católico.

—Mensajero en bicicleta —dijo, masticando—. Es increíble. Voy por toda la ciudad, lo veo todo, hablo con todo el mundo. Mucho mejor que el instituto.

—¿Dejaste los estudios?

—Acabé la secundaria. Prefiero la escuela de la vida. —A Simon le hubiera sonado ridículo si no fuera porque Kyle dijo lo de «escuela de la vida» igual que decía cualquier otra cosa, con total sinceridad—. ¿Y tú? ¿Algún plan?

«Oh, ya sabes. Vagar por la tierra, sembrando la muerte y la destrucción entre inocentes. Tal vez beber un poco de sangre de vez en cuando. Vivir eternamente, aunque sin divertirme jamás. Sólo lo normal.»

—En estos momentos funciono sobre la marcha.

—¿Te refieres a que no quieres ser músico? —preguntó Kyle.

Para el alivio de Simon, su móvil sonó antes de que tuviera que responder aquella pregunta. Hurgó en su bolsillo y miró la pantalla. Era Maia.

—Hola —dijo saludándola—. ¿Qué tal?

—¿Piensas ir esta tarde con Clary a la prueba del vestido? —le preguntó; su voz chisporroteaba en el otro extremo de la línea. Lo más probable era que llamara desde los cuarteles generales de su manada en Chinatown, donde la cobertura no era precisamente estupenda—. Me explicó que te había pedido que la acompañaras.

—¿Qué? Oh, sí. Sí. Allí estaré. —Clary le había pedido a Simon que la acompañara a la prueba de su vestido de dama de honor, para así después ir juntos a comprar cómics y sentirse, según sus propias palabras, «un poco menos niña cursi emperifollada».

—Pues me apunto. Tengo que darle a Luke un mensaje para la manada y, además, me da la impresión de que hace siglos que no te veo.

—Lo sé. Y lo siento de verdad...

—No pasa nada —dijo ella—. Pero tendrás que decirme qué piensas ponerte para ir a la boda, porque de lo contrario no pegaremos ni con cola.

Colgó, dejando a Simon mirando el teléfono. Clary tenía razón. El día de la boda sería el Día-D, y estaba deplorablemente poco preparado para la batalla.

—¿Una de tus novias? —preguntó Kyle con curiosidad—. La pelirroja del garaje, ¿era una de ellas? Era muy mona.

—No. Ésa es Clary; es mi mejor amiga. —Simon se guardó el móvil en el bolsillo—. Y tiene novio. Ella sí que tiene novio, de los de verdad. La bomba nuclear de los novios. Créeme.

Kyle sonrió.

—Sólo preguntaba. —Dejó la sartén del beicon, vacía, en el fregadero—. ¿Y cómo son tus dos chicas?

—Son muy, muy... distintas. —En ciertos aspectos, pensó Simon, eran polos opuestos. Maia era tranquila y asentada; Isabelle vivía las emociones al máximo. Maia era una luz firme y regular en la oscuridad; Isabelle era una estrella reluciente que giraba sin cesar en el vacío—. Las dos son estupendas. Guapas e inteligentes...

—¿Y no se conocen? —Kyle se apoyó en la encimera—. ¿En absoluto?

Simon se encontró dando explicaciones: cómo después de su regreso de Idris (aunque sin mencionar el nombre del lugar), las dos habían empezado a llamarlo porque querían salir con él. Y que él había salido con ambas porque las dos le gustaban. Y que sin querer había iniciado un romance con las dos, y que nunca encontraba el momento de explicarle a la una que se estaba viendo con la otra. Y que la cosa había ido creciendo como una bola de nieve y ahora ahí estaba él, sin querer hacerle daño a ninguna, pero sin saber tampoco cómo continuar.

—Pues si quieres mi opinión —dijo Kyle, volviéndose para tirar al fregadero lo que le quedaba de café—, tendrías que elegir a una de las dos y dejar de hacer el perro. Que conste que no es más que mi opinión.

Como estaba de espaldas a él, Simon no podía verle la cara y se preguntó por un segundo si Kyle estaría enfadado de verdad. Su voz sonaba extrañamente seria. Pero cuando Kyle se volvió, su expresión era tan sincera y amigable como siempre. Simon pensó que serían imaginaciones suyas.

—Lo sé —dijo—. Tienes razón. —Miró en dirección a su habitación—. ¿Estás seguro de que te va bien que me instale aquí? Puedo largarme cuando quieras...

—Me va bien. Quédate todo el tiempo que necesites. —Kyle abrió un cajón de la cocina y hurgó en su interior hasta que encontró lo que andaba buscando: un juego de llaves sujeto con una goma elástica—. Un juego para ti. Eres totalmente bienvenido, ¿entendido? Tengo que ir a trabajar, pero puedes quedarte por aquí si quieres. Juega al Halo o haz lo que te apetezca. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

Simon se encogió de hombros.

—Seguramente no. Tengo que ir a las tres a esa prueba del vestido.

—Estupendo —dijo Kyle, echándose al hombro un macuto y dirigiéndose a la puerta—. Diles que te confeccionen algo en rojo. Es tu color.

—Y bien —dijo Clary, saliendo del probador—. ¿Qué opinas?

Giró sobre sí misma para ver qué tal. Simon, que mantenía el equilibrio en una de las incómodas sillas blancas de Karyn’s, la tienda especializada en vestidos de novia, cambió de postura, hizo una mueca y dijo:

—Estás bien.

Estaba más que bien. Clary era la única dama de honor de su madre y gracias a ello había podido elegir el vestido que más le gustase. Había seleccionado uno muy sencillo, de seda color oro con tirantes finos que encajaba a la perfección con su cuerpo menudo. La única joya que luciría sería el anillo de los Morgenstern, colgado al cuello mediante una cadenita. La cadena, de plata y muy sencilla, resaltaba la forma de su clavícula y la curvatura de su cuello.

Hacía tan sólo unos meses, ver a Clary vestida para una boda habría conjurado en Simon una mezcla de sentimientos: oscura desesperación —Clary nunca lo amaría— y una excitación tremenda —o tal vez sí, si conseguía reunir el valor suficiente para declararle sus sentimientos—. Ahora, sólo lo hacía sentirse un poco nostálgico.

—¿Bien? —repitió Clary—. ¿Eso es todo? ¡No me lo puedo creer! —Se volvió hacia Maia—. ¿Qué opinas tú?

Maia había dejado correr las incómodas sillas y estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una pared decorada con tiaras y largos velos de tul. Tenía la videoconsola de Simon apoyada en una rodilla y estaba prácticamente absorta en su partida de Grand Theft Auto.

—A mí no me preguntes —dijo—. Odio los vestidos. Si pudiera, acudiría a la boda con tejanos.

Y era cierto. Simon rara vez había visto a Maia con otra cosa que no fuera una combinación de vaqueros y camiseta. En este sentido, era todo lo contrario a Isabelle, que iba con vestido y tacones incluso en los momentos más inadecuados. (Aunque desde que la viera quitarse de encima a un demonio vermis con el tacón de aguja de una bota, ya no le preocupaba tanto ese tema.)

Sonó entonces la campanilla de la puerta del establecimiento y entró Jocelyn, seguida de Luke. Ambos llegaban con humeantes tazas de café y Jocelyn miraba a Luke, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Simon recordó que Clary había comentado que estaban asquerosamente enamorados. Él no lo encontraba asqueroso, aunque a buen seguro se debía a que no eran sus padres. Se les veía muy felices y él lo encontraba encantador.

Jocelyn abrió los ojos de par en par al ver a Clary.

—¡Cariño, estás preciosa!

—¡Claro, qué vas a decir tú! Eres mi madre —dijo Clary, sonriendo de todos modos—. ¿Es eso un café solo por casualidad?

—Sí. Considéralo un detalle para decirte que sentimos llegar tarde —dijo Luke, entregándole la taza—. Nos liamos. Los temas del catering... —Saludó con un ademán a Simon y Maia—. Hola, chicos.

Maia inclinó la cabeza. Luke era el jefe de la manada de lobos de la ciudad, de la que Maia era miembro. Pese a que él había dejado atrás la costumbre de que lo llamasen «Amo» o «Señor», Maia seguía mostrándose respetuosa en su presencia.

—Te traigo un mensaje de la manada —dijo Maia, dejando a un lado la videoconsola—. Tienen algunas preguntas sobre la fiesta de la Fundición...

Mientras Maia y Luke se enfrascaban en una conversación sobre la fiesta que la manada de lobos celebraría en honor del matrimonio de su lobo principal, la propietaria de la tienda de vestidos de novia, una mujer alta que se había dedicado a leer revistas detrás del mostrador mientras los adolescentes charlaban, se percató de que la gente que de verdad iba a pagar por los vestidos acababa de llegar y corrió a saludarlos.

—Acabo de recibir el vestido y tiene un aspecto maravilloso —dijo efusivamente, cogiendo a la madre de Clary por el brazo y guiándola hacia la trastienda—. Venga a probárselo. —Y viendo que Luke iba tras ellos, lo apuntó con un dedo amenazador—. Usted se queda aquí.

Luke, al ver a su prometida desaparecer a través de unas puertas basculantes blancas decoradas con motivos de campanas de boda, se quedó perplejo.

—Los mundanos piensan que el novio no debe ver el vestido de la novia antes de la ceremonia —le recordó Clary—. Da mala suerte. Seguramente le parece extraño que hayas venido a la prueba.

—Pero Jocelyn quería mi opinión... —Luke se interrumpió y movió la cabeza hacia un lado y el otro—. La verdad es que las costumbres de los mundanos son de lo más peculiares. —Se dejó caer en una silla e hizo una mueca de dolor cuando se le clavó en la espalda una de las rosetas de su ornamentación—. ¡Ay!

—¿Y las bodas de los cazadores de sombras? —preguntó Maia con curiosidad—. ¿Tienen también sus propias costumbres?

—Sí —respondió Luke—, pero la nuestra no será la típica ceremonia de los cazadores de sombras. En éstas no se plantea la situación en que uno de los contrayentes no sea un cazador de sombras.

—¿De verdad? —Maia estaba sorprendida—. No lo sabía.

—En la ceremonia de matrimonio de los cazadores de sombras se trazan runas permanentes en el cuerpo de los contrayentes —dijo Luke. Mantenía un tono de voz sosegado, pero su mirada era triste—. Runas de amor y compromiso. Pero es evidente que los que no son cazadores de sombras no pueden llevar las runas del Ángel, por lo que Jocelyn y yo nos intercambiaremos anillos.

—¡Qué fastidio! —declaró Maia.

Luke sonrió ante el comentario.

—No tanto. Casarme con Jocelyn es lo que siempre quise y las particularidades de la ceremonia en sí me dan lo mismo. Además, los tiempos cambian. Los nuevos miembros del Consejo han hecho muchos progresos para convencer a la Clave de que tolere este tipo de...

—¡Clary! —Era Jocelyn desde la trastienda—. ¿Puedes venir un segundo?

—¡Un segundo! —gritó Clary, apurando su café—. Voy volando. Me da la impresión de que tenemos que solventar una urgencia de vestimenta.

—Buena suerte. —Maia se levantó y le devolvió la consola a Simon antes de agacharse para darle un beso en la mejilla—. Tengo que irme. He quedado con unos amigos en La Luna del Cazador.

Olía agradablemente a vainilla. Pero bajo aquel olor, como siempre, Simon olió el aroma salino de la sangre, mezclado con ese ácido matiz tan peculiar a limón de los seres lobo. La sangre de los subterráneos olía distinta según su especie: las hadas olían a flores muertas; los brujos, a cerilla quemada, y los vampiros, a metal.

En una ocasión, Clary le había preguntado a qué olían los cazadores de sombras.

—A la luz del sol —le había respondido.

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