Ciudad de los ángeles caídos (16 page)

Olían a lápiz de labios. A lápiz de labios, polvos de talco y sangre.

Naturalmente, a pesar de que hablaban bajito, él podía oírlas a la perfección. Estaban hablando de Jace, de lo bueno que estaba, retándose entre ellas a acercarse a hablar con él. Y comentaban acerca de su pelo y también sus abdominales, aunque Simon no lograra entender cómo podían verle los abdominales a través de la camiseta. «Mierda —pensó—. Esto es ridículo.» Estaba a punto de pedirles que lo dejaran pasar, cuando una de ellas, la más alta y con el pelo más oscuro de las dos, echó a andar en dirección a Jace, tambaleándose ligeramente sobre sus tacones de plataforma. Jace levantó la vista al notar que se le acercaban y la miró con cautela. De repente, Simon cayó presa del pánico al imaginarse que tal vez Jace la confundía con una vampira o algún tipo de subterráneo y sacaba allá mismo alguno de sus cuchillos serafines y acababan los dos arrestados.

Pero no tendría que haberse preocupado. Jace acababa de levantar una ceja. La chica le dijo algo, casi sin aliento; él se encogió de hombros con un gesto de indiferencia; ella le puso algo en la mano y salió corriendo de nuevo hacia su amiga. Salieron tambaleándose del establecimiento, riendo como tontuelas.

Simon se acercó a Jace y dejó la lata de sopa en el carrito.

—¿De qué iba todo esto?

—Creo —respondió Jace— que me ha preguntado si podía tocar mi mango.

—¿Te ha dicho eso?

Jace se encogió de hombros.

—Sí, y después me ha dado su teléfono. —Con expresión de indiferencia, le enseñó a Simon el papel y lo tiró al carrito—. ¿Nos vamos ya?

—No pensarás llamarla, ¿verdad?

Jace lo miró como si se hubiese vuelto loco.

—Olvida lo que te he dicho —dijo Simon—. Siempre te pasan cosas de éstas, ¿no? ¿Que las chicas te aborden así?

—Sólo cuando no estoy hechizado.

—Sí, porque entonces las chicas no te ven, ya que eres invisible. —Simon movió la cabeza—. Eres una amenaza pública. No deberían dejarte salir solo.

—Los celos son una emoción muy fea, Lewis. —Jace esbozó aquella sonrisa torcida que en condiciones normales habría provocado en Simon el deseo de pegarle. Pero no esta vez. Acababa de ver el objeto con el que estaba jugando Jace, y al que seguía dando vueltas entre sus dedos como si fuera algo precioso, peligroso, o ambas cosas a la vez. Era el teléfono de Clary.

—Sigo sin estar seguro de que sea buena idea —dijo Luke.

Clary, con los brazos cruzados sobre su pecho para resguardarse del frío de la Ciudad Silenciosa, lo miró de reojo.

—Tal deberías haber dicho eso antes de venir hasta aquí.

—Estoy seguro de haberlo dicho. Varias veces. —La voz de Luke resonó en los pilares de piedra que se elevaban por encima de sus cabezas, entrelistados con ristras de piedras semipreciosas: ónice negro, jade verde, cornalina rosa y lapislázuli. Las antorchas sujetas a los pilares desprendían luz mágica de color plata, iluminando los mausoleos que flanqueaban las paredes con una claridad blanca que resultaba casi dolorosa de mirar.

La Ciudad Silenciosa había cambiado muy poco desde la última vez que Clary había estado en ella. Seguía resultándole ajena y extraña, aunque ahora las runas que se extendían por los suelos en forma de espirales y dibujos cincelados incitaban su mente con indicios de sus significados en lugar de resultarle totalmente incomprensibles. Después de llegar allí, Maryse había dejado a Clary y a Luke en aquella cámara de recepción, pues prefería conferenciar a solas con los Hermanos Silenciosos. Nada garantizaba que fueran a permitir que los tres vieran los cuerpos, le había advertido Maryse a Clary. Los muertos nefilim caían dentro de la competencia de los guardianes de la Ciudad de Hueso y nadie más tenía jurisdicción sobre ellos.

Aunque pocos guardianes quedaban. Valentine los había matado a casi todos durante su búsqueda de la Espada Mortal, dejando sólo con vida a los pocos que no se encontraban en la Ciudad Silenciosa en aquel momento. Desde entonces, se habían sumado nuevos miembros a la orden, pero Clary dudaba de que en el mundo quedaran más de diez o quince Hermanos Silenciosos.

El discordante chasqueo de los tacones de Maryse sobre el suelo de piedra les avisó de su regreso antes de que ella hiciera su aparición; un togado Hermano Silencioso seguía su estela.

—Estáis aquí —dijo, como si Clary y Luke no estuvieran en el mismo lugar exacto donde los había dejado—. Éste es el hermano Zachariah. Hermano Zachariah, ésta es la chica de la que te he hablado.

El Hermano Silencioso se retiró levemente la capucha de la cara. Clary reprimió una expresión de sorpresa. Su aspecto no recordaba el del hermano Jeremiah, que tenía los ojos huecos y la boca cosida. El hermano Zachariah tenía los ojos cerrados y sus altos pómulos marcados con la cicatriz de una única runa negra. Pero no tenía la boca cosida y tampoco le pareció que llevara la cabeza afeitada. Aunque, con la capucha, resultaba difícil discernir si lo que veía eran sombras o pelo oscuro.

Sintió que su voz alcanzaba su mente.

«¿Crees de verdad que puedes hacer esto, hija de Valentine?»

Clary notó que se le subían los colores. Odiaba que le recordasen de quién era hija.

—Estoy seguro de que sus logros ya han llegado a tus oídos —dijo Luke—. Su runa de alianza nos ayudó a finalizar la Guerra Mortal.

El hermano Zachariah se levantó la capucha para que le ocultase la cara.

«Venid conmigo al Ossuarium.»

Clary miró a Luke, esperando ver en él un gesto de asentimiento y apoyo, pero tenía la mirada fija al frente y jugueteaba con sus gafas como solía hacer siempre que se sentía ansioso. Con un suspiro, Clary echó a andar detrás de Maryse y del hermano Zachariah. El hermano avanzaba tan silencioso como la niebla, mientras que los tacones de Maryse sonaban como disparos sobre el suelo de mármol. Clary se preguntó si el gusto de Isabelle por el calzado imposible tendría un origen genético.

Realizaron un sinuoso recorrido entre los pilares y pasaron por la gigantesca plaza de las Estrellas Parlantes, donde los Hermanos Silenciosos le habían explicado en su día a Clary la relación que ésta tenía con Magnus Bane. Más allá había un portal abovedado con un par de enormes puertas de hierro. Sus superficies estaban decoradas con runas grabadas al fuego que Clary reconoció como runas de paz y muerte. Encima de las puertas había una inscripción en latín que le hizo desear haber pensado en coger sus apuntes. Iba deplorablemente retrasada en latín para ser una cazadora de sombras; en su mayoría, lo hablaban como si fuera su segundo idioma.

Taceant Colloquia. Effugiat risus. Hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae.

—«Que la conversación se detenga. Que la risa cese» —leyó en voz alta Luke—. «Éste es el lugar donde los muertos disfrutan enseñando a los vivos.»

El hermano Zachariah apoyó una mano en la puerta.

«El fallecido asesinado más recientemente está listo para vosotros. ¿Estáis preparados?»

Clary tragó saliva, preguntándose en qué se habría metido.

—Estoy preparada.

Se abrieron las puertas y entraron en fila. En el interior había una sala grande y sin ventanas con paredes de impecable mármol blanco. Eran muros uniformes, a excepción de los ganchos de los que colgaban instrumentos de disección plateados: relucientes escalpelos, objetos que parecían martillos, serruchos para cortar huesos, y separadores de costillas. Y en las estanterías había utensilios más peculiares si cabe: herramientas que parecían sacacorchos gigantescos, hojas de papel de lija y frascos con líquidos de todos los colores, entre los cuales destacaba uno verdusco etiquetado como «ácido» y que parecía hervir a borbotones.

En el centro de la estancia había una hilera de mesas altas de mármol. En su mayoría estaban vacías. Pero tres de ellas estaban ocupadas, y sobre dos de estas tres Clary vio una forma humana cubierta por una sábana blanca. En la tercera mesa había otro cuerpo, con la sábana bajada justo por debajo de las costillas. Desnudo de cintura para arriba, se veía un cuerpo claramente masculino y, casi con la misma claridad, se veía que era un cazador de sombras. La piel pálida del cadáver estaba totalmente cubierta de Marcas. Siguiendo la costumbre de los cazadores de sombras, los ojos del hombre estaban vendados con seda blanca.

Clary tragó saliva para reprimir la sensación de náuseas y se acercó al cadáver. Luke la acompañó, posándole una protectora mano en el hombro; Maryse se colocó delante de ellos, observándolo todo con sus curiosos ojos azules, del mismo color que los de Alec.

Clary extrajo del bolsillo su estela. La frialdad del mármol traspasó el tejido de su camisa cuando se inclinó sobre el muerto. De cerca, empezó a observar detalles: tenía el cabello pelirrojo cobrizo y era como si una enorme garra le hubiese cortado la garganta a tiras.

El hermano Zachariah extendió el brazo y retiró la seda que cubría los ojos del muerto. Estaban cerrados.

«Puedes empezar.»

Clary respiró hondo y acercó la punta de la estela a la piel del brazo del cazador de sombras muerto. Recordó, con la misma claridad que recordaba las letras de su nombre, la runa que había visualizado antes, en la entrada del Instituto. Empezó a dibujar.

De la punta de su estela surgieron en espiral las líneas negras de la Marca, como siempre... aunque notaba la mano pesada, la estela arrastrándose, como si estuviera escribiendo sobre barro en lugar de sobre piel. Era como si el utensilio se sintiera confuso, como si se moviera a veloces saltos sobre la superficie de la piel muerta, buscando el espíritu vivo del cazador de sombras que ya no estaba allí. Mientras dibujaba, a Clary se le revolvió el estómago, y cuando hubo terminado y retirado la estela, estaba sudando y mareada.

Pasó un largo rato sin que nada sucediera. Entonces, con una brusquedad terrible, el cazador de sombras muerto abrió de repente los ojos. Eran azules, el blanco salpicado por puntos rojos de sangre.

Maryse sofocó un grito. Era evidente que en ningún momento había creído que la runa fuera a funcionar.

—Por el Ángel.

El muerto emitió un sonido de respiración parecido a un traqueteo, el sonido que emitiría alguien que intentara respirar con el cuello cortado. La piel rasgada de su cuello vibró como las agallas de un pez. Levantó el pecho y su boca se abrió para decir:

—Duele.

Luke maldijo para sus adentros y miró a Zachariah, pero el Hermano Silencioso se mostraba impasible.

Maryse se acercó más a la mesa, con la mirada de pronto afilada, casi predatoria.

—Cazador de sombras —dijo—. ¿Quién eres? Exijo saber tu nombre.

La cabeza del hombre se agitó de un lado al otro. Levantó las manos y las dejó caer, convulsionándose.

—El dolor... Haz que pare el dolor.

A Clary casi se le cayó la estela de la mano. Aquello era mucho más atroz de lo que se había imaginado. Miró a Luke, que se alejaba de la mesa, horrorizado.

—Cazador de sombras. —El tono de Maryse era imperioso—. ¿Quién te hizo esto?

—Por favor...

Luke daba vueltas por la sala, de espaldas a Clary. Por lo que parecía, estaba buscando algo entre las herramientas de los Hermanos Silenciosos. Clary se quedó helada cuando vio la mano enguantada de gris de Maryse salir disparada hacia el hombro del cadáver y clavarle los dedos.

—¡En nombre del Ángel, te ordeno que me respondas!

El cazador de sombras emitió un sonido ahogado.

—Subterráneo... vampiro...

—¿Qué vampiro? —preguntó Maryse.

—Camille. La vieja... —Sus palabras se interrumpieron cuando la boca del muerto derramó una gota de sangre negra coagulada.

Maryse se quedó sin aliento y retiró en seguida la mano. Y en aquel momento reapareció Luke, con el frasco de líquido ácido verde que Clary había visto antes. Con un único gesto, levantó el tapón y derramó el ácido por encima de la Marca del brazo del cadáver, erradicándola por completo. El cadáver emitió un solo grito cuando la carne chisporroteó y volvió a derrumbarse sobre la mesa, con la mirada fija y mirando lo que quiera que fuese que le había animado durante aquel breve período, evidentemente finalizado.

Luke depositó el frasco vacío sobre la mesa.

—Maryse —dijo con un matiz de reproche—. No es así como tratamos a nuestros muertos.

Maryse estaba pálida, y sus mejillas salpicadas de rojo.

—Tenemos un nombre. Tal vez podamos evitar más muertes.

—Hay cosas peores que la muerte. —Luke extendió la mano hacia Clary, sin mirarla—. Ven, Clary. Creo que es hora de marcharnos.

—¿De verdad que no se te ocurre nadie más que pueda querer matarte? —preguntó Jace, y no por primera vez. Habían repasado la lista varias veces y Simon empezaba a cansarse de que le formulara sin cesar la misma pregunta. Eso sin mencionar que sospechaba que Jace no le prestaba mucha atención. Después de haberse comido la sopa que Simon le había comprado —fría, tal como iba en la lata, con una cuchara, algo que Simon no podía evitar pensar que debía de resultar asqueroso—, estaba apoyado en la ventana, la cortina un poco corrida para poder ver el tráfico de la Avenida B y las ventanas iluminadas de los apartamentos de la acera de enfrente. Simon podía ver cómo la gente cenaba, miraba la televisión y charlaba sentada a la mesa. Cosas normales que hacía la gente normal. Le hacía sentirse extrañamente vacío.

—A diferencia de lo que pasa contigo —dijo Simon—, no hay mucha gente a la que yo no le caiga bien.

Jace ignoró el comentario.

—Creo que me estás ocultando algo.

Simon suspiró. No había querido decir nada sobre la oferta de Camille, pero en vista de que alguien estaba intentando matarlo, por poco efectivo que fuese, tal vez el secreto no fuera tan prioritario. Le explicó, pues, lo sucedido en su reunión con la mujer vampiro y entonces Jace sí lo observó con atención.

Cuando hubo terminado, Jace dijo:

—Interesante, pero tampoco es probable que sea ella quien intenta matarte. Para empezar, conoce la existencia de tu Marca. Y no estoy seguro de que fuera a gustarle mucho que la pillaran quebrantando los Acuerdos de esta manera. Cuando los subterráneos llegan a esas edades, normalmente saben cómo mantenerse alejados de cualquier problema. —Dejó la lata de sopa—. Podríamos volver a salir —sugirió—. Veamos si intentan atacarte una tercera vez. Si pudiéramos capturar a uno de ellos, tal vez...

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