Ciudad de los ángeles caídos (22 page)

La Pelusa del Milenio estaba ya en el escenario, los chicos pasándoselo pipa con sus instrumentos, Kyle, delante de ellos, gruñéndole de forma sexy al micrófono. Clary experimentó un instante de satisfacción. Era en gran parte gracias a ella que habían contratado a Kyle y la verdad era que lo hacía bien.

Miró a su alrededor, esperando ver a Maia o a Isabelle. Sabía que las dos no coincidirían, pues Simon ya se cuidaba de invitarlas alternando las actuaciones. Su mirada fue a parar a una figura delgada de pelo negro, y se acercó a aquella mesa para detenerse a medio camino. No era Isabelle, sino una mujer mucho mayor, con los ojos fuertemente perfilados en negro. Iba vestida con un traje chaqueta y leía un periódico, haciendo caso omiso a la música.

—¡Clary! ¡Aquí! —Clary se volvió y vio a la auténtica Isabelle, sentada a una mesa próxima al escenario. Llevaba un vestido que brillaba como un faro plateado; Clary se dirigió hacia allí y se acomodó en la silla situada delante de Izzy—. Por lo que veo, te ha pillado la lluvia —observó Isabelle.

Clary se retiró el pelo mojado de la cara con una sonrisa compungida.

—Cuando apuestas contra la Madre Naturaleza, siempre acabas perdiendo.

Isabelle levantó sus oscuras cejas.

—Creí que no ibas a venir esta noche. Simon ha dicho que tenías que ocuparte de no sé qué asunto de la boda. —Por lo que Clary sabía, a Isabelle no le impresionaban las bodas ni la parafernalia relacionada con el amor romántico.

—Mi madre no se encuentra bien —dijo Clary—. Y ha decidido cambiar la cita.

Era verdad, hasta cierto punto. Cuando llegaron a casa después de su visita al hospital, Jocelyn había ido directamente a su habitación y había cerrado la puerta. Clary, impotente y frustrada, la había oído llorar desde el otro lado de la puerta, pero su madre se había negado a dejarla pasar o a hablar sobre el tema. Al final, Luke había llegado a casa y Clary, agradecida, lo había dejado encargado de velar por su madre. Después, había estado dando vueltas por la ciudad antes de acudir a la actuación del grupo de Simon. Siempre intentaba acudir a sus bolos y, además, pensaba que hablar con él le serviría para sentirse mejor.

—Vaya. —Isabelle no hizo más preguntas. A veces, su ausencia total de interés por los problemas de los demás era casi un alivio—. Estoy segura de que Simon se alegrará de que hayas venido.

Clary echó un vistazo al escenario.

—¿Qué tal ha ido la actuación hasta ahora?

—Bien. —Isabelle estaba masticando la pajita de su bebida, pensativa—. Ese nuevo cantante que tienen está buenísimo. ¿Está soltero? Me encantaría cabalgarlo por la ciudad como un poni malo, muy malo...

—¡Isabelle!

—¿Qué pasa? —Isabelle la miró con un gesto de indiferencia—. Da lo mismo. Simon y yo no mantenemos una relación exclusiva. Ya te lo dije.

Había que reconocer, pensó Clary, que Simon no tenía dónde agarrarse en cuanto a esa situación en concreto. Pero seguía siendo su amigo. Estaba a punto de decir algo en su defensa cuando volvió a mirar de reojo hacia el escenario, y algo le llamó la atención. Una figura conocida que salía de la puerta del escenario. Lo habría reconocido en cualquier parte, en cualquier momento, por oscura que estuviera la sala o por muy inesperado que fuera verlo.

Jace. Iba vestido como un mundano: vaqueros, una camiseta negra ceñida que dejaba entrever el movimiento de los músculos de sus hombros y su espalda. Su pelo brillaba bajo el resplandor de los focos del escenario. Miradas disimuladas se fijaron en él cuando se acercó a la pared para apoyarse en ella. Y allí se quedó, observando con detenimiento la sala. Clary notó que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Era como si hiciese una eternidad que no lo veía, aunque sabía que no había pasado más de un día. Pero aun así, al verlo le dio la impresión de estar mirando a alguien lejano, un desconocido. ¿Qué hacía allí? ¡Si Simon no le gustaba en absoluto! Nunca jamás había asistido a un concierto de su grupo.

—¡Clary! —La voz de Isabelle sonó acusadora. Clary se volvió y se dio cuenta de que había golpeado sin querer el vaso de Isabelle y había mojado con agua el precioso vestido plateado de la chica.

Isabelle, cogiendo una servilleta, le lanzó una misteriosa mirada.

—Habla con él —le dijo—. Te mueres por hacerlo.

—Lo siento —dijo Clary.

Isabelle hizo un gesto, como queriendo ahuyentarla.

—Ve.

Clary se levantó y alisó su ropa. De haber sabido que Jace iba a estar allí, se habría puesto algo distinto a unas medias rojas, unas botas y un vestido
vintage
de Betsey Johnson que había encontrado colgado en un armario trastero de casa de Luke. En su día pensó que los botones verdes en forma de flor que recorrían la parte delantera del vestido de arriba abajo eran chulísimos, pero en aquel momento se sentía simplemente menos arreglada y sofisticada que Isabelle.

Se abrió paso por la pista, que estaba ahora llena de gente bailando o tomando cerveza y moviéndose al ritmo de la música. No pudo evitar recordar la primera vez que vio a Jace. Había sido en una discoteca: lo había visto cruzando la pista, se había fijado en su pelo brillante y en la postura arrogante de sus hombros. Lo había encontrado guapo, pero en absoluto del estilo de chico que a ella le gustaba. No era el tipo de chico con el que saldría, había pensado. Existía como algo aparte de ese mundo.

Jace no se dio cuenta de su presencia hasta que la tuvo casi delante. De cerca, Clary se fijó en que parecía cansado, como si llevase días sin dormir. Tenía la cara tensa de agotamiento, los huesos afilados bajo la piel. Estaba apoyado en la pared, los dedos engarzados en la hebilla del cinturón y sus ojos de color oro claro en estado de alerta.

—Jace —dijo ella.

Jace tuvo un sobresalto y se volvió para mirarla. Por un momento, su mirada se iluminó como siempre que la veía, y ella sintió en su pecho una oleada de esperanza.

Pero casi al instante, aquella luz se apagó y el poco color que le quedaba se esfumó de su cara.

—Creía... Simon ha dicho que no vendrías.

Clary sintió náuseas y extendió el brazo para sujetarse a la pared.

—¿De modo que has venido porque pensabas que no me encontrarías aquí?

Él negó con la cabeza.

—Yo...

—¿Tenías pensado volver a hablarme? —Clary se dio cuenta de que alzaba la voz, y con un tremendo esfuerzo se obligó a bajar de nuevo el volumen. Notaba las manos tensas en los costados, las uñas clavándosele en las palmas—. Si piensas cortar, lo mínimo que podrías hacer es decírmelo, no limitarte a no dirigirme más la palabra para que yo solita me haga a la idea.

—¿Por qué todo el mundo no para de preguntarme si voy a cortar contigo? Primero Simon, y ahora...

—¿Que has hablado con Simon sobre nosotros? —Clary negó con la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué no lo hablas conmigo?

—Porque no puedo hablar contigo —dijo Jace—. No puedo hablar contigo, no puedo estar contigo, ni siquiera puedo mirarte.

Clary cogió aire; fue como respirar ácido de batería.

—¿Qué?

Jace se había dado cuenta de lo que acababa de decir y cayó en un atónito silencio. Por un momento, se limitaron a mirarse. Y después, Clary dio media vuelta y desapareció entre el gentío, abriéndose paso a codazos entre la multitud, sin ver nada y con el único propósito de llegar a la puerta lo más rápidamente posible.

—Y ahora —gritó Eric al micrófono—, vamos a interpretar una nueva canción, un tema que acabamos de componer. Está dedicado a mi novia. Llevamos saliendo tres semanas y, joder... nuestro amor es verdadero. Vamos a estar juntos eternamente, pequeña. Se titula:
Voy a darte como a la batería
.

Hubo risas y aplausos del público y la música empezó a sonar, aunque Simon no estaba seguro del todo de si Eric era consciente de que creían que bromeaba, cuando no era así. Eric siempre se enamoraba perdidamente de cualquier chica con la que empezaba a salir, y siempre les escribía también una canción. En condiciones normales, a Simon le hubiera dado lo mismo un bis, pero esta vez confiaba en terminar después de la canción anterior. Se encontraba peor que nunca: mareado, pegajoso y empapado de sudor, con un sabor metálico en la boca, como a sangre pasada.

La música explotaba a su alrededor, era como si le clavaran uñas en los tímpanos. Sus dedos se deslizaban sobre las cuerdas mientras tocaba, y vio que Kyle lo miraba con perplejidad. Se obligó a centrarse, a concentrarse, pero era como tratar de poner en marcha un coche sin batería. En su cabeza había un sonido rechinante y vacío, pero no saltaba la chispa.

Observó el local, buscando —sin saber muy bien por qué— a Isabelle, pero lo único que veía era un mar de caras blancas vueltas hacia él, y recordó su primera noche en el Dumont y las caras de los vampiros mirándolo, como flores de papel blanco desplegándose sobre un oscuro vacío. Sintió una oleada de náuseas descontrolada, dolorosa. Se tambaleó hacia atrás, y sus manos se desprendieron de la guitarra. Era como si el suelo bajo sus pies no cesara de moverse. Los demás miembros de la banda, atrapados por la música, no se daban cuenta de nada. Simon se pasó la correa de la guitarra por el hombro para quitársela y pasó junto a Matt en dirección a la cortina del fondo del escenario, desapareciendo justo a tiempo de poder caer de rodillas y tener una arcada.

No salió nada. Sentía un enorme vacío en el estómago. Se incorporó y se apoyó en la pared, acercándose las heladas manos a la cara. Llevaba semanas sin sentir ni frío ni calor, pero en aquel momento era como si tuviera fiebre... y miedo. ¿Qué le pasaba?

Recordó a Jace diciéndole: «Eres un vampiro. Para ti, la sangre no es como comida. La sangre es... sangre». ¿Sería el no haber comido el origen de todo aquello? No tenía hambre, ni siquiera sed, en realidad. Pero se sentía enfermo como si se estuviese muriendo. Tal vez lo habían envenenado. ¿Y si la Marca de Caín no lo protegía contra ese tipo de cosas?

Avanzó poco a poco hacia la salida de incendios que daba a la calle de la parte de atrás del local. Quizá el aire fresco lo ayudara a aclararse un poco las ideas. Quizá era simplemente cuestión de agotamiento y nervios.

—¿Simon? —dijo una vocecita, como el gorjeo de un pájaro. Bajó la vista con pavor y vio a Maureen, que le llegaba a la altura del codo. De cerca, parecía aún más diminuta: huesecillos de pajarito y abundante melena rubia que asomaba por debajo de un sombrerito rosa de lana. Llevaba unos guantes largos a rayas, con todos los colores del arco iris, y una camiseta blanca de manga corta estampada con un personaje de la serie de dibujos animados
Tarta de Fresa
. Simon refunfuñó para sus adentros.

—No es buen momento, de verdad —dijo.

—Sólo quiero hacerte una fotografía con la cámara del móvil —dijo ella, recogiéndose con nerviosismo el pelo detrás de las orejas—. Para poder enseñársela a mis amigas, ¿te parece bien?

—De acuerdo. —El corazón le latía con fuerza. Aquello era ridículo. Las fans no le sobraban, precisamente. Maureen era, en el sentido más literal, la única fan del grupo, que él supiera, y era además, amiga de la prima de Eric. No podía permitirse pasar de ella—. Adelante. Hazla.

Levantó ella el teléfono y pulsó la tecla, pero a continuación hizo una mueca.

—¿Una de los dos juntos? —Se colocó rápidamente a su lado, presionándose contra él. Olía a pintalabios de fresa y, por debajo de eso, olía a sudor salado y al aroma más salado si cabe de la sangre humana. La chiquilla lo miró, sujetando en alto el teléfono con la mano que le quedaba libre, y sonrió. Tenía los dientes de arriba separados, y una vena azul en el cuello. Que latía cuando respiraba.

—Sonríe —dijo Maureen.

Simon sintió sendas sacudidas de dolor cuando sus colmillos asomaron, clavándosele en el labio. Escuchó el grito sofocado de Maureen y el teléfono salió volando cuando la agarró y la hizo girar hacia él para hundirle los caninos en el cuello.

La sangre explotó en su boca, un sabor sin igual. Era como si le hubiese faltado el aire y estuviese respirando por fin, inhalando gigantescas boqueadas de oxígeno frío y puro. Maureen se debatía entre sus brazos y lo empujaba para liberarse, pero él apenas se daba cuenta. Ni siquiera se dio cuenta cuando se quedó flácida, con el peso de su cabeza arrastrándolo hacia el suelo hasta quedarse él encima de ella, sujetándola por los hombros, apretándola y soltándola mientras seguía bebiendo.

«Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? —le había dicho Camille—. Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo.»

9

DEL FUEGO HACIA EL FUEGO

Clary llegó a la puerta y emergió al ambiente lluvioso de la noche. Llovía ahora a raudales y se quedó empapada al instante. Sofocada entre la lluvia y las lágrimas, pasó corriendo por delante de la conocida furgoneta amarilla de Eric; la lluvia se deslizaba desde su techo hacia la alcantarilla, y estaba a punto de cruzar la calle con el semáforo en rojo cuando una mano la agarró y la obligó a volverse.

Era Jace. Estaba tan empapado como ella, con la lluvia pegándole el pelo a la cabeza y emplastándole la camiseta al cuerpo como si fuese pintura negra.

—Clary, ¿no has oído que te llamaba?

—Suéltame. —Le temblaba la voz.

—No. No hasta que hables conmigo. —Jace miró a su alrededor, a un lado y a otro de la calle, que estaba desierta, las gotas de lluvia estallaban contra el negro asfalto como plantas de floración rápida—. Vamos.

Sin soltarla del brazo, la arrastró para rodear la furgoneta y adentrarse en un callejón colindante con el Alto Bar. Las ventanas que se elevaban por encima de sus cabezas filtraban el sonido amortiguado de la música que seguía sonando en el interior del local. El callejón tenía las paredes de ladrillo y era a todas luces un vertedero de trastos y restos de equipos de música. El suelo estaba lleno de amplificadores rotos y altavoces viejos, junto con jarras de cerveza hechas añicos y colillas de cigarrillo.

Clary consiguió liberarse de la garra de Jace y se volvió hacia él.

—Si piensas pedirme disculpas, no te molestes. —Se apartó el pelo mojado de la cara—. No quiero oírlas.

—Iba a explicarte que estaba intentando ayudar a Simon —dijo, las gotas de lluvia resbalando desde sus pestañas hacia las mejillas como si fueran lágrimas—. He estado con él durante los últimos...

—¿Y no podías contármelo? ¿No podías mandarme un SMS de una sola línea diciéndome dónde estabas? Oh, espera. No podías, porque aún tienes mi jodido teléfono. Dámelo.

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