Ciudad de los ángeles caídos (26 page)

Hubo un largo silencio.

—Simon —dijo Isabelle por fin—. Me parece, de verdad, en serio te lo digo, la excusa más estúpida que he oído en mi vida para realizar una llamada quejumbrosa como ésta. ¿Qué te pasa a ti?

—No estoy seguro —dijo Simon, y colgó antes de que ella pudiera colgarle. Le entregó el teléfono a Jordan—. Isabelle también está bien.

—No lo entiendo. —Jordan estaba perplejo—. ¿A quién se le ocurrirá realizar una amenaza de este tipo que no se apoya sobre ninguna base? Es muy fácil verificarlo y descubrir que se trata de una mentira.

—Deben de pensar que soy estúpido —empezó a decir Simon, pero hizo entonces una pausa, pues acababa de ocurrírsele una idea terrible. Le arrancó el teléfono a Jordan y empezó a marcar con los dedos entumecidos.

—¿Quién es? —dijo Jordan—. ¿A quién llamas?

El teléfono de Clary empezó a sonar justo cuando llegaba a la esquina de la calle Noventa y Seis con Riverside Drive. Era como si la lluvia hubiese limpiado la suciedad habitual de la ciudad; el sol brillaba desde un cielo resplandeciente sobre la luminosa franja verde del parque que se extendía a orillas del río, cuya agua parecía ahora casi azul.

Hurgó en la mochila para localizar el teléfono, lo encontró y lo abrió.

—¿Diga?

Sonó la voz de Simon.

—Oh, gracias a... —Se interrumpió—. ¿Estás bien? ¿No te han secuestrado ni nada?

—¿Secuestrado? —Clary iba mirando los números de los edificios mientras avanzaba por la calle. 220, 224. No estaba del todo segura de qué andaba buscando. ¿Tendría el aspe
cto
de una iglesia? ¿De otra cosa, con un
glamour
que lo hiciese parecer un solar abandonado?—. ¿Estás borracho o qué?

—Es un poco temprano para eso. —El alivio de su voz era evidente—. No, sólo que... he recibido una nota extraña. Alguien amenazando a mi novia.

—¿Cuál de ellas?

—Muy graciosa. —Pero a Simon no le había hecho ninguna gracia—. Ya he llamado a Maia y a Isabelle, y las dos están bien. Entonces he pensado en ti... Quiero decir, como pasamos tanto tiempo juntos. Tal vez quien sea esté confundido. Pero no sé qué pensar.

—Yo tampoco. —232 Riverside Drive apareció de repente delante de Clary, un gran edificio cuadrado de piedra con tejado puntiagudo. Podría haber sido una iglesia en su día, pensó, aunque ahora no lo parecía.

—Maia e Isabelle coincidieron anoche, por cierto. No fue divertido —añadió Simon—. Tenías razón en eso de que estaba jugando con fuego.

Clary examinó la fachada del número 232. La mayoría de los edificios de la zona eran apartamentos caros, con porteros vestidos con librea en su interior. Pero aquél, sin embargo, sólo tenía un par de grandes puertas de madera con formas curvilíneas en la parte superior y anticuados tiradores de metal en lugar de pomos.

—Oooh, lo siento, Simon. ¿Sigue hablándote alguna de ellas?

—La verdad es que no.

Posó la mano en un tirador y empujó. La puerta se abrió con un suave siseo. Clary bajó la voz.

—A lo mejor ha sido una de ellas la que te ha dejado la nota.

—No me parece muy de su estilo —dijo Simon, sinceramente perplejo—. ¿Piensas que podría haberlo hecho Jace?

Oír su nombre fue como un puñetazo en el estómago. Clary cogió aire y dijo:

—La verdad es que creo que no, ni aunque estuviese muy enfadado. —Se alejó el teléfono de la oreja. Fisgó por la puerta entreabierta y vio lo que parecía el interior de una iglesia normal y corriente: un pasillo largo y luces parpadeantes, como si fueran velas. No le haría ningún daño curiosear un poco más—. Tengo que irme, Simon —dijo—. Te llamo luego.

Cerró el teléfono y entró.

—¿De verdad piensas que era una broma? —Jordan andaba de un lado a otro del apartamento como si fuera un tigre en la jaula del zoológico—. No sé. Me parece una broma de muy mal gusto.

—No he dicho que no fuera de mal gusto. —Simon le echó un nuevo vistazo a la nota; seguía en la mesita de centro, las letras mayúsculas eran claramente visibles incluso de lejos. El estómago le dio un vuelco sólo de mirarla, aun sabiendo que no tenía sentido—. Sólo intento pensar en quién puede habérmela enviado. Y por qué.

—Tal vez debería tomarme el día libre y vigilarla —dijo Jordan—. Por si acaso, ya sabes.

—Me imagino que te refieres a Maia —dijo Simon—. Sé que tienes buenas intenciones, pero no creo que quiera verte revoloteando a su alrededor. En calidad de nada.

Jordan tensó la mandíbula.

—Lo haría de tal modo que ella no me viera.

—Caray. Sigues yendo de culo por ella, ¿verdad?

—Es una cuestión de responsabilidad personal. —Jordan habló muy serio—. Lo que yo pueda sentir carece de importancia.

—Haz lo que te apetezca —dijo Simon—. Pero creo que...

Sonó de nuevo el timbre de la puerta. Los dos chicos intercambiaron una única mirada antes de echar a correr por el estrecho pasillo en dirección a la entrada. Jordan llegó primero. Cogió el perchero que había en el recibidor, retiró todas las chaquetas y abrió la puerta de golpe, sujetando el perchero por encima de su cabeza como si fuese una jabalina.

Era Jace. Pestañeó sorprendido.

—¿Es eso un perchero?

Jordan dejó caer el perchero en el suelo y suspiró.

—Si hubieras sido un vampiro, esto habría resultado mucho más útil.

—Sí —replicó Jace—. O si hubiera sido alguien que estuviera cargado de abrigos.

Simon asomó la cabeza por detrás de Jordan y dijo:

—Disculpa. Hemos tenido una mañana estresante.

—Bueno, sí —dijo Jace—. Y mucho más estresante que va a ser. Vengo para llevarte conmigo al Instituto, Simon. El Cónclave quiere verte y no les gusta tener que esperar.

En el instante en que la puerta de la iglesia Talto se cerró a sus espaldas, Clary tuvo la sensación de estar en otro mundo; el ruido y el alboroto de Nueva York se habían apagado por completo. El espacio interior del edificio era grande y encumbrado, con techos muy elevados. Había un pasillo estrecho flanqueado por hileras de bancos, gruesas velas marrones ardiendo en candelabros sujetos a las paredes. El interior le pareció a Clary escasamente iluminado, pero tal vez fuera porque estaba acostumbrada a la claridad de la luz mágica.

Avanzó por el pasillo, las leves pisadas de sus zapatillas deportivas sobre el polvoriento suelo de piedra apenas hacían ruido. Resultaba curioso, pensó, ver una iglesia sin ninguna ventana. Llegó al ábside, situado al final del pasillo, donde un conjunto de peldaños de piedra daba acceso al estrado que albergaba el altar. Lo miró pestañeando, percatándose de una rareza más: en aquella iglesia no había cruces. Pero sobre el altar había una lápida de piedra coronada por una estatua que representaba una lechuza. En la lápida podía leerse lo siguiente:

PORQUE SU CASA SE INCLINA HACIA LA MUERTE

Y SUS SENDEROS HACIA LOS MUERTOS

LOS QUE ENTREN EN ELLA NO PODRÁN REGRESAR JAMÁS

NI ARRAIGARSE A LOS SENDEROS DE LA VIDA.

Clary pestañeó. No estaba muy familiarizada con la Biblia —la verdad era que sus conocimientos nada tenían que ver con aquellos extensos pasajes de la misma que Jace se sabía casi de memoria—, pero a pesar de que aquello sonaba a religioso, era un fragmento extraño para figurar en una iglesia. Se estremeció y se acercó un poco más al altar, sobre el que habían dejado un libro de gran tamaño. Estaba cerrado, pero asomaba un marcador en una de las páginas; cuando Clary alargó el brazo para abrir el libro, se dio cuenta de que lo que había tomado por un punto de libro era en realidad una daga curva con empuñadura negra y símbolos ocultos grabados en ella. En algunos libros de texto, había visto imágenes de armas similares. Era un
athame
, utilizado a menudo en rituales de invocación demoníaca.

Notó una sensación de frío en el estómago, pero se inclinó de todos modos para examinar el contenido de la página señalada, decidida a enterarse de lo que fuera, pero descubrió que el texto estaba escrito con un trazo apretado y estilizado que habría resultado difícil de descifrar aunque hubiera estado escrito en inglés. Y no era el caso; se trataba de un alfabeto de caracteres afilados y puntiagudos que estaba segura de no haber visto en su vida. Las palabras aparecían escritas debajo de una ilustración que Clary identificó con un círculo de invocación, similar al que los brujos trazaban en el suelo antes de pronunciar sus hechizos. El objetivo de aquellos círculos era atraer y concentrar el poder mágico. La ilustración, dibujada con tinta verde, estaba integrada por dos círculos concéntricos con un cuadrado en el centro. En el espacio comprendido entre ambos círculos, había runas dibujadas. Clary no las reconoció, pero percibió en sus huesos el lenguaje de las runas y se estremeció. Muerte y sangre.

Pasó rápidamente la página y se encontró con un conjunto de ilustraciones que le cortaron la respiración.

Se trataba de un grupo de imágenes que se iniciaba con la de una mujer con una ave posada en su hombro izquierdo. El ave, seguramente un cuervo, tenía un aspecto siniestro y una mirada sagaz. En la segunda imagen, el ave había desaparecido y la mujer estaba a todas luces embarazada. En la tercera imagen, la mujer aparecía tendida sobre un altar muy similar al que Clary tenía enfrente en aquel momento. Delante de ella, una figura vestida con túnica portando en la mano una jeringa de aspecto chirriantemente moderno. La jeringa contenía un líquido de color rojo oscuro. Era evidente que la mujer sabía que era la destinataria de aquella inyección, pues estaba gritando.

En la última imagen, la mujer aparecía sentada con un bebé en su regazo. El bebé tenía un aspecto casi normal, a excepción de sus ojos, que eran completamente negros, sin blanco. La mujer miraba a su hijo con expresión aterrorizada.

Clary notó que el vello de la nuca se le erizaba. Su madre tenía razón. Alguien estaba intentando crear más bebés como Jonathan. De hecho, ya lo habían hecho.

Se apartó del altar. Hasta el último nervio de su cuerpo gritaba diciéndole que en aquel lugar había algo tremendamente malévolo. No se veía capaz de pasar ni un segundo más allí; mejor salir y esperar la llegada de la caballería. Por mucho que ella hubiera descubierto aquella pista por su cuenta, el resultado iba mucho más allá de lo que podía resolver por sí sola.

Y fue entonces cuando escuchó el sonido.

Un suave susurro, como el de la marea retirándose lentamente, que parecía venir de algún lugar por encima de su cabeza. Levantó la vista, con el
athame
sujeto con fuerza en su mano. Y abrió los ojos de par en par. Las galerías superiores estaban repletas de silenciosas figuras. Iban vestidas con lo que parecían pantalones de chándal de color gris, zapatillas deportivas, sudadera gris abrochada con cremallera y capucha cubriéndoles la cabeza. Supuso que estaban mirándola. Las caras quedaban ocultas por completo por las sombras; ni siquiera podía afirmar si eran hombres o mujeres.

—Lo... lo siento —dijo. Su voz resonó en la sala de piedra—. No pretendía entrometerme, ni...

No hubo respuesta, sino silencio. Un pesado silencio. El corazón de Clary empezó a acelerarse.

—Ya me marcho —dijo, tragando saliva. Dio un paso al frente, dejó el
athame
en el altar y se volvió dispuesta a irse. Captó entonces el olor en el ambiente, una décima de segundo antes de volverse... el conocido hedor a basura podrida. Entre ella y la puerta, alzándose como un muro, acababa de aparecer un espantoso revoltijo de piel escamosa, dientes como cuchillas y garras extendidas.

Durante las últimas siete semanas, Clary había estado entrenándose para enfrentarse en batalla a un demonio, incluso a un demonio gigantesco. Pero ahora que aquello iba en serio, lo único que pudo hacer fue ponerse a gritar.

11

LOS DE NUESTRA ESPECIE

El demonio se abalanzó sobre Clary y ella dejó de gritar de repente y saltó hacia atrás, por encima del altar, con una voltereta perfecta, y por un extraño instante deseó que Jace hubiera estado presente para verla. Cayó en cuclillas al suelo, justo en el momento en que algo se estampaba con fuerza contra el altar, provocando vibraciones en la piedra.

En la iglesia resonó un aullido. Clary se agazapó detrás del altar y asomó la nariz para mirar. El demonio no era tan grande como se había imaginado de entrada, pero tampoco era pequeño: más o menos del tamaño de una nevera, con tres cabezas sobre cimbreantes cuellos. Las cabezas eran ciegas, con enormes mandíbulas abiertas de las que colgaban hilos de baba verdosa. Al parecer, al intentar alcanzarla, el demonio se había golpeado contra el altar con la cabeza situada más a la izquierda, pues estaba meneándola adelante y atrás, como si intentara despejarse.

Clary miró frenéticamente hacia arriba, pero las figuras con chándal seguían en el mismo lugar. No se habían movido. Era como si estuvieran observando la escena con indiferencia. Se volvió para mirar detrás de ella pero, por lo que parecía, no había más salidas que la puerta por la que había accedido a la iglesia, y el demonio le bloqueaba ese acceso. Percatándose de que estaba desperdiciando unos segundos preciosos, se incorporó y decidió hacerse con el
athame
. Lo arrancó del altar y volvió a agazaparse justo en el momento en que el demonio se lanzaba de nuevo a por ella. Rodó hacia un lado cuando una de las cabezas, balanceándose sobre su grueso cuello, salía proyectada por encima del altar, agitando su lengua gruesa y negra, buscándola. Con un grito, hundió una vez el
athame
en el cuello de la criatura y lo extrajo a continuación, saltando hacia atrás para apartarse de su camino.

La cosa gritó, su cabeza echándose hacia atrás, y sangre negra manaba a borbotones de la herida que acababa de provocarle. Pero no había sido un golpe mortal. Mientras Clary miraba, la herida empezó a cicatrizarse lentamente; la carne verde negruzca del demonio se unía como si estuvieran cosiendo un tejido. El corazón le dio un vuelco. Claro. El motivo por el que los cazadores de sombras utilizaban armas preparadas con runas era porque las runas impedían la curación de los demonios.

Buscó con la mano izquierda la estela que llevaba en el cinturón y consiguió liberarla de allí justo en el momento en que el demonio volvía a abalanzarse contra ella. Se inclinó hacia un lado y se arrojó escalera abajo, magullándose, hasta que alcanzó la primera hilera de bancos. El demonio se volvió, moviéndose pesadamente, y arremetió de nuevo contra ella. Percatándose de que tenía en las manos tanto la estela como la daga —de hecho, se había cortado con la daga al rodar por la escalera y en la parte frontal de la chaqueta había aparecido una mancha de sangre—, pasó la daga a la mano izquierda, la estela a la derecha, y con una velocidad desesperada, trazó una runa
enkeli
en la empuñadura del
athame
.

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