Ciudad de los ángeles caídos (28 page)

—Lo estaba —reconoció Clary—. Y lo siento.

Isabelle hizo caso omiso a su confesión.

—Eres su mejor amiga. Habría sido raro que no lo supieras.

—Debería habértelo contado —dijo Clary—. Es sólo que... que nunca tuve la sensación de que fueras en serio con Simon, ¿me explico?

Isabelle puso mala cara.

—No iba en serio. Pero... lo que pasa es que me imaginaba que él sí se lo tomaba en serio. Como yo estaba tan fuera de sus posibilidades... Supongo que esperaba de él algo mejor de lo que suelo esperar de los demás tíos.

—A lo mejor—dijo Clary en voz baja—, Simon no debería andar saliendo con alguien que piensa que está fuera de sus posibilidades. —Isabelle se quedó mirándola y Clary notó que se le subían los colores—. Lo siento. Vuestra relación no es de mi incumbencia.

Isabelle estaba haciéndose un moño con el pelo, un gesto que solía practicar cuando estaba tensa.

—No, no lo es. La verdad es que podría haberte preguntado por qué me enviaste un SMS a mí pidiéndome que acudiera a la iglesia a reunirme contigo y no se lo enviaste a Jace, pero no lo he hecho. No soy estúpida. Sé que algo va mal entre vosotros dos, por mucho que vayáis pegándoos el lote en los callejones. —Miró con interés a Clary—. ¿Os habéis acostado ya?

Clary notó que se sonrojaba.

—¿Qué...? No, no nos hemos acostado, pero no entiendo qué tiene que ver ese detalle con todo esto.

—No tiene absolutamente nada que ver —replicó Isabelle, rematando su moño—. No era más que curiosidad lasciva. ¿Y qué es lo que te lo impide?

—Isabelle... —Clary recogió las piernas, se abrazó las rodillas y suspiró—. Nada. Simplemente nos estamos tomando un tiempo. Yo nunca... ya sabes.

—Jace sí —dijo Isabelle—. Bueno, me imagino que sí. No lo sé seguro. Pero si alguna vez necesitas algo... —Dejó la frase suspendida en el aire.

—¿Necesito algo?

—Protección. Ya sabes: tienes que ir con cuidado —dijo Isabelle. Su tono era igual de práctico que si estuviese hablando sobre botones de recambio—. Cabría pensar que el Ángel fue lo bastante precavido como para darnos una runa para el control de la natalidad, pero ni por ésas.

—Por supuesto que iría con cuidado —farfulló Clary, con las mejillas encendidas—. Ya basta. Todo esto me resulta incómodo.

—No es más que una conversación de chicas —dijo Isabelle—. Te resulta incómodo porque te has pasado toda la vida con Simon como único amigo. Y a él no puedes hablarle de Jace. Eso sí que te resultaría incómodo.

—¿De verdad que Jace no te ha comentado nada? ¿Sobre lo que le preocupa? —dijo Clary sin apenas voz—. ¿Me lo prometes?

—No es necesario que lo haga —dijo Isabelle—. Viendo cómo te comportas tú, y con Jace andando por ahí como si acabara de morírsele alguien, es normal que me haya dado cuenta de que algo va mal. Deberías haber venido antes a hablar conmigo.

—¿Piensas, al menos, que él está bien? —preguntó Clary, hablando muy despacio.

Isabelle se levantó de la cama y se la quedó mirando.

—No —respondió—. No está demasiado bien. ¿Y tú?

Clary negó con la cabeza.

—Me parece que no —dijo Isabelle.

Para sorpresa de Simon, después de que Camille viera aparecer a los cazadores de sombras, ni siquiera intentó mantenerse firme. Se echó a gritar y corrió hacia la puerta, pero se quedó paralizada al ver que era de día y que salir del banco significaría morir incinerada en cuestión de segundos. Sofocó un grito y se agazapó contra la pared, con los colmillos al descubierto y un grave siseo emergiendo de su garganta.

Simon retrocedió cuando los cazadores de sombras del Cónclave, vestidos de negro como una manada de cuervos, se apiñaron a su alrededor; vio a Jace, su cara seria y pálida como el mármol blanco, atravesar con un sable a uno de los sirvientes humanos cuando pasó por su lado, con la misma facilidad con la que cualquiera aplastaría una mosca. Maryse avanzó con paso majestuoso; su melena negra al viento le recordó a Simon la de Isabelle. Despachó al segundo y acobardado acólito con un movimiento zigzagueante de su cuchillo serafín y avanzó a continuación en dirección a Camille, blandiendo su resplandeciente arma. Jace la flanqueaba por un lado y, por el otro, un cazador de sombras al que no conocía, un hombre alto con runas negras enroscadas como zarcillos dibujadas en su antebrazo.

El resto de los cazadores de sombras se había dispersado para realizar una batida por todo el banco, examinándolo con aquellos raros artefactos que utilizaban —sensores— e inspeccionando hasta el último rincón en busca de actividad demoníaca. Hicieron caso omiso a los cadáveres de los sirvientes humanos de Camille, que yacían inmóviles sobre charcos de sangre negruzca. Hicieron caso omiso a Simon. Podría perfectamente haber sido una columna más del edificio, por la escasa atención que le prestaron.

—Camille Belcourt —dijo Maryse, y su voz resonó en las paredes de mármol—. Has quebrantado la Ley y estás por ello sujeta a los castigos de la Ley. ¿Te rendirás y vendrás con nosotros, o lucharás?

Camille estaba llorando, sin tratar de ocultar sus lágrimas, que estaban manchadas de sangre y resbalaban por su blanco rostro. Dijo entonces, con voz entrecortada:

—Walker... y mi Archer...

Maryse estaba perpleja. Se dirigió al hombre que se encontraba a su izquierda:

—Pero ¿qué dice, Kadir?

—Se refiere a sus sirvientes humanos —respondió el hombre—. Creo que está llorando su muerte.

Maryse movió la mano con un gesto despreciativo.

—Tener sirvientes humanos va contra la Ley.

—Los convertí en mis sirvientes antes de que los subterráneos estuviéramos sujetos a tus execrables leyes, mala bruja. Llevaban doscientos años conmigo. Eran como hijos para mí.

La mano de Maryse se tensó sobre la empuñadura de su espada.

—¿Qué sabrás tú de hijos? —susurró—. ¿Qué saben los tuyos de otra cosa que no sea destruir?

La cara cubierta de lágrimas de Camille destelló triunfante por un segundo.

—Lo sabía —dijo—. Por mucho que digas, por muchas mentiras que cuentes, odias a los de nuestra especie. ¿No es así?

El rostro de Maryse se puso tenso.

—Cogedla —dijo—. Llevadla al Santuario.

Jace se colocó rápidamente al lado de Camille y la cogió por un brazo; Kadir por el otro. Y entre los dos la inmovilizaron.

—Camille Belcourt, se te acusa de asesinar a humanos —declaró Maryse—. Y de asesinar a cazadores de sombras. Serás conducida al Santuario, donde serás interrogada. La pena correspondiente al asesinato de cazadores de sombras es la muerte, pero es posible que si cooperas, se te perdone la vida. ¿Lo has entendido? —preguntó a continuación.

Camille hizo un gesto desafiante con la cabeza.

—Sólo responderé ante un hombre —dijo—. Si no lo traéis ante mí, no os contaré nada. Puedes matarme, pero no te diré nada.

—Muy bien —dijo Maryse—. ¿Y qué hombre es ése?

Camille enseñó los colmillos.

—Magnus Bane.

—¿Magnus Bane? —Maryse se quedó atónita—. ¿El gran brujo de Brooklyn? ¿Y por qué quieres hablar con él?

—Eso se lo responderé a él —dijo Camille—. De lo contrario, no responderé a nadie.

Y eso fue todo. No articuló ni una palabra más. Simon la vio marcharse arrastrada por los dos cazadores de sombras. Pero no experimentó ningún tipo de sensación de triunfo, como se habría imaginado. Se sentía vacío, y curiosamente, con náuseas. Bajó la vista hacia los cuerpos de los sirvientes asesinados; no es que fueran muy de su agrado, pero en ningún momento pidieron encontrarse donde estaban. En cierto sentido, quizá tampoco lo hubiera pedido Camille. Pero para los nefilim era un monstruo. Y tal vez no sólo porque hubiera matado a cazadores de sombras; sino también porque tal vez, en realidad, no tenían manera de considerarla otra cosa.

Empujaron a Camille hacia el interior del Portal; Jace seguía al otro lado, indicándole con impaciencia a Simon que lo siguiera.

—¿¡Vienes o no!? —le gritó.

«Por mucho que digas, por muchas mentiras que cuentes, odias a los de nuestra especie.»

—Voy —dijo Simon, y echó a andar a regañadientes.

12

SANTUARIO

—¿Por qué crees que Camille querrá ver a Magnus? —preguntó Simon.

Él y Jace estaban de pie junto a la parte trasera del Santuario, que era una sala enorme que se comunicaba mediante un estrecho pasillo con el edificio principal del Instituto. No formaba parte del Instituto per se; pues se había dejado sin consagrar expresamente para poder ser utilizado como un espacio donde retener a demonios y a vampiros. Los Santuarios, según había informado Jace a Simon, habían pasado un poco de moda desde que se inventó la Proyección, pero de vez en cuando el suyo les había resultado útil. Y, por lo que se veía, ésta era una de esas ocasiones.

Era una sala grande, con paredes de piedra y columnas, con una entrada también de piedra a la que se accedía a través de unas puertas dobles; la entrada daba paso al corredor que conectaba la sala con el Instituto. Enormes marcas en el suelo de piedra dejaban constancia de que lo que fuera que hubiera estado encerrado allí hacía años, debió de haber sido bastante desagradable... y grande. Simon no pudo evitar preguntarse en cuántas salas enormes llenas de columnas como aquélla acabaría teniendo que pasar su tiempo. Camille estaba de pie junto a una de las columnas, con las manos a la espalda, flanqueada por dos guerreros de los cazadores de sombras. Maryse deambulaba arriba y abajo, dialogando con Kadir, tratando, evidentemente, de elaborar un plan. La sala no tenía ventanas, por razones obvias, pero estaba llena de antorchas con luz mágica que otorgaban a la escena un peculiar resplandor blanquecino.

—No sé —dijo Jace—. A lo mejor quiere algunos consejos sobre moda.

—¡Ja! —dijo Simon—. Y ese tipo que está con tu madre ¿quién es? Su cara me suena.

—Es Kadir —dijo Jace—. Seguramente conociste a su hermano. Malik. Murió en el ataque contra el barco de Valentine. Kadir es la segunda persona en importancia del Cónclave, después de mi madre. Ella confía mucho en él.

Mientras Simon miraba, Kadir tiró de los brazos de Camille para que rodearan el pilar y la encadenó sujetándola por las muñecas. La vampira gritó.

—Metal bendecido —dijo Jace, sin el mínimo atisbo de emoción—. Les quema.

«Les quema —pensó Simon—. Querrás decir “os quema”. Yo soy como ella. Que tú me conozcas no me hace en absoluto distinto.»

Camille gimoteaba. Kadir retrocedió, con su rostro impasible. Runas oscuras sobre su oscura piel recorrían en espiral la totalidad de sus brazos y su cuello. Se volvió para decirle alguna cosa a Maryse; Simon captó las palabras «Magnus» y «mensaje de fuego».

—Otra vez Magnus —dijo Simon—. Pero ¿no estaba de viaje?

—Magnus y Camille son viejos de verdad —dijo Jace—. Me imagino que no es tan raro que se conozcan. —Hizo un gesto de indiferencia, evidenciando con ello su falta de interés por el tema—. De todos modos, estoy seguro de que acabarán convocando a Magnus. Maryse quiere información, y la quiere por encima de todo. Sabe que Camille no mató a esos cazadores de sombras simplemente por su sangre. Existen formas más simples de conseguir sangre.

Simon pensó por un momento en Maureen y se sintió enfermo.

—Bien —dijo, intentando mostrarse indiferente—. Supongo que esto significa que Alec volverá con él. Eso está bien, ¿no?

—Claro. —La voz de Jace sonó exánime. No tenía buen aspecto; la luz blanquecina de la sala otorgaba a los ángulos de sus pómulos un nuevo y afilado relieve, dejando claro que se había adelgazado. Tenía las uñas comidas y convertidas en sangrientos muñones y lucía oscuras ojeras.

—Al menos tu plan ha funcionado —añadió Simon, tratando de inyectar un poco de alegría a las desgracias de Jace. Que Simon hiciera una foto con el teléfono móvil y la enviara al Cónclave había sido idea de Jace. Y gracias a ello habían podido acceder mediante un Portal al lugar donde Simon se encontraba—. Fue una idea genial.

—Sabía que funcionaría. —Los cumplidos aburrían a Jace. Levantó la vista al ver que se abrían las puertas dobles que conectaban con el Instituto. Era Isabelle, con su oscuro cabello balanceándose de un lado a otro. Echó un vistazo a la sala, sin apenas prestar atención a Camille y a los demás cazadores de sombras, y se encaminó hacia donde estaban Jace y Simon, con las botas repiqueteando contra el suelo de piedra.

—¿De qué va todo eso de interrumpir las vacaciones de los pobres Magnus y Alec? —preguntó Isabelle sin más preámbulos—. ¡Seguramente tienen entradas para la ópera!

Jace se lo explicó, mientras Isabelle permanecía delante de ellos con las manos en las caderas, ignorando por completo a Simon.

—De acuerdo —dijo, cuando Jace hubo terminado—. Pero me parece ridículo. Lo hace para perder tiempo. ¿Qué podría tener que decirle a Magnus? —Miró a Camille por encima del hombro. La vampira estaba no sólo cautiva con esposas, sino que además la habían sujetado a la columna con interminables cadenas de oro plateado. Cruzaban su cuerpo a la altura del pecho, las rodillas e incluso los tobillos, inmovilizándola por completo—. ¿Es metal bendecido?

Jace asintió.

—Las esposas están recubiertas para protegerle las muñecas, pero si se mueve demasiado... —Emitió el sonido de un chisporroteo. Simon, recordando cómo le habían quemado las manos cuando había tocado la Estrella de David en la celda de Idris, cómo su piel se había cubierto de sangre, tuvo que reprimir las ganas de arrearle un bofetón.

—Pues mientras vosotros estabais por ahí atrapando vampiros, yo estaba en las afueras combatiendo contra un demonio Hydra —dijo Isabelle—. Con Clary.

Jace, que hasta el momento había evidenciado el mínimo interés por cualquier cosa que sucediera a su alrededor, dio un brinco.

—¿Con Clary? ¿Que la has llevado a cazar demonios contigo? Isabelle...

—Por supuesto que no. Cuando llegué, ella ya andaba más que metida en la pelea.

—¿Y cómo supiste que...?

—Me envió un SMS —dijo Isabelle—. Y por eso fui. —Se examinó las uñas que, como era habitual en ella, estaban en perfecto estado.

—¿Que te envió a ti un SMS? —Jace agarró a Isabelle por la muñeca—. ¿Se encuentra bien? ¿Ha sufrido algún daño?

Isabelle bajó la vista hacia la mano que la sujetaba por la muñeca y luego volvió a levantarla para mirar a Jace a la cara. Simon no supo adivinar si estaba haciéndole daño, pero aquella mirada era capaz incluso de cortar el cristal, igual que el sarcasmo de su voz.

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