Ciudad de los ángeles caídos (32 page)

—Si quieres que hable con ellos en tu nombre —dijo Magnus—, tendrás que contarme como mínimo algún detalle. Como muestra de buena fe.

Ella le respondió con una reluciente sonrisa.

—Sabía que hablarías con ellos en mi nombre, Magnus. Sabía que el pasado no había muerto del todo para ti.

—Considéralo no muerto si eso es lo que quieres —dijo Magnus—. Pero ahora cuéntame la verdad, Camille.

Camille se pasó la lengua por el labio inferior.

—Puedes contarles —dijo— que cuando maté a esos cazadores de sombras lo hice siguiendo órdenes. Hacerlo no me supuso ningún trastorno, pues ellos habían matado también a los míos y sus muertes fueron merecidas. Pero no lo habría hecho de no habérmelo pedido otro, alguien mucho más poderoso que yo.

El corazón de Magnus se aceleró. No le gustaba en absoluto el cariz que estaba tomando aquello.

—¿Quién?

Pero Camille hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Inmunidad, Magnus.

—Camille...

—Me atarán a una estaca a pleno sol y me dejarán morir —dijo ella—. Es lo que hacen con los que matan a los nefilim.

Magnus se levantó. Se le había ensuciado la bufanda de estar sentado en el suelo. Miró apesadumbrado las manchas.

—Haré lo que pueda, Camille. Pero no te prometo nada.

—Nunca lo harías —murmuró ella, sus ojos entrecerrados—. Ven aquí, Magnus. Acércate a mí.

Él no la amaba, pero Camille era un sueño del pasado, de modo que se acercó a ella hasta tenerla casi al alcance de su mano.

—¿Te acuerdas? —dijo ella en voz baja—. ¿Te acuerdas de Londres? ¿De las fiestas en Quincey’s? ¿Te acuerdas de Will Herondale? Sé que sí. Ese chico de ahora, ese tal Lightwood. Se parecen incluso.

—¿Tú crees? —dijo Magnus, como si ni se le hubiera ocurrido.

—Los chicos guapos han sido siempre tu perdición —dijo ella—. Pero dime, ¿qué puede darte a ti un chico mortal? ¿Diez años, veinte, antes de que la desintegración empiece a hacer mella en él? ¿Cuarenta años, cincuenta, antes de que la muerte se lo lleve? Yo puedo darte toda la eternidad.

Él le acarició la mejilla, estaba más fría que el suelo.

—Podrías darme el pasado —dijo él con tristeza—. Pero Alec es mi futuro.

—Magnus... —empezó a decir ella.

En aquel momento se abrió la puerta del Instituto y Maryse apareció en el umbral, con su contorno perfilado por la luz mágica que alumbraba a sus espaldas. A su lado estaba Alec, cruzado de brazos. Magnus se preguntó si Alec habría escuchado algún retazo de la conversación que acababa de mantener con Camille... ¿Lo habría oído?

—Magnus —dijo Maryse Lightwood—. ¿Habéis llegado a algún acuerdo?

Magnus dejó caer la mano.

—No estoy muy seguro de si podría llamarse acuerdo —dijo, volviéndose hacia Maryse—. Pero creo que tenemos cosas de las que hablar.

Una vez vestida, Clary acompañó a Jace a su habitación, donde éste preparó una pequeña mochila con las cosas que tenía que llevarse a la Ciudad Silenciosa como si, pensó Clary, fuera a asistir a una siniestra velada festiva en casa de algún amigo. Armas en su mayoría: unos cuantos cuchillos serafín, su estela y, casi como una idea de última hora, el cuchillo con la empuñadura de plata, su filo ya limpio de sangre. Jace se puso una cazadora de cuero negro y se subió la cremallera, liberando a continuación los mechones rubios que habían quedado atrapados en el interior del cuello. Cuando se volvió para mirarla, en el mismo momento en que se colgaba la mochila al hombro, esbozó una débil sonrisa, y Clary vio aquella pequeña muesca en el incisivo superior izquierdo que siempre había considerado atractiva, un fallo minúsculo en una cara que, de lo contrario, habría resultado excesivamente perfecta. Se le encogió el corazón, y por un instante apartó la vista, incapaz casi de respirar.

Jace le tendió la mano.

—Vámonos.

No había forma de convocar a los Hermanos Silenciosos, de modo que Jace y Clary pararon un taxi y se encaminaron hacia el barrio de Houston y el Cementerio de Mármol. Clary sugirió desplazarse a la Ciudad de Hueso a través de un Portal —lo había hecho en otras ocasiones y ya sabía cómo iba—, pero Jace le replicó explicándole que ese tipo de cosas seguían sus propias reglas, por lo que Clary no pudo evitar pensar que aquella vía debía de ser de mala educación para los Hermanos Silenciosos.

Jace se acomodó a su lado en el asiento trasero del taxi, sin soltarle la mano y acariciándole el dorso constantemente con los dedos. Era una distracción, pero no hasta el punto de impedirle concentrarse en lo que Jace estaba explicándole acerca de Simon, la historia de Jordan, la captura de Camille y su exigencia de hablar con Magnus.

—¿Y Simon está bien? —preguntó preocupada—. No sabía nada. Pensar que estaba en el Instituto y ni siquiera he ido a verlo...

—No estaba en el Instituto; estaba en el Santuario. Y se las apaña bien solo. Mejor de lo que cabría esperar para alguien que hasta hace tan poco tiempo era un simple mundano.

—Pero el plan me parece peligroso. Porque, por lo visto, Camille está loca de remate, ¿no?

Jace le acarició los nudillos con los dedos.

—Tienes que dejar de pensar en Simon como el chico mundano al que conocías. El que tantas atenciones requería. Ahora es prácticamente inmune. Tú no has visto en acción esa Marca que le otorgaste. Yo sí. Es como si Dios descargara toda su ira sobre el mundo. Me imagino que tendrías que sentirte orgullosa.

Clary se estremeció.

—No lo sé. Lo hice porque tenía que hacerlo, pero sigue siendo una maldición. Y yo no sabía que iba a pasarle todo esto. No me dijo nada. Sabía que Isabelle y Maia habían descubierto su mutua existencia, pero no tenía ni idea de lo de Jordan. De que en realidad era el ex de Maia o... lo que sea. —«Porque no se lo preguntaste. Porque andabas demasiado ocupada preocupándote sólo por Jace. Y eso no estuvo bien.»

—¿Y tú le habías contado en qué andas tú metida? —dijo Jace—. Porque la comunicación tiene que ser en ambos sentidos.

—No, la verdad es que no se lo he contado a nadie —dijo Clary, y le explicó a Jace su excursión a la Ciudad del Silencio con Luke y Maryse, lo que había visto en el depósito de cadáveres del Beth Israel y su posterior descubrimiento de la iglesia de Talto.

—Nunca he oído hablar de ella —dijo Jace—. Pero Isabelle tiene razón: hoy en día existen estrambóticos cultos demoníacos de todo tipo. En su mayoría nunca han logrado invocar a ningún demonio. Pero por lo que se ve, ésta sí que lo consiguió.

—¿Crees que el demonio que matamos era el que ellos adoran? ¿Crees que ahora quizá... paren?

Jace negó con la cabeza.

—No era más que un demonio Hydra, una especie de perro guardián. Además, está lo de «Porque su casa se inclina hacia la muerte, y sus senderos hacia los muertos». Me suena más a demonio femenino. Y son precisamente los cultos que adoran a demonios femeninos los que suelen hacer cosas horribles con los bebés. Tienen todo tipo de ideas retorcidas sobre la fertilidad y los recién nacidos. —Se recostó en su asiento, entrecerrando los ojos—. Estoy seguro de que el Cónclave irá a esa iglesia a ver qué pasa, pero te apuesto veinte contra uno a que no encuentran nada. Mataste a su demonio guardián, y está claro que los miembros de ese culto harán limpieza y borrarán cualquier prueba. Tendremos que esperar hasta que hayan montado su chiringuito en otra parte.

—Pero... —A Clary se le encogió el estómago—. Aquel bebé. Y las imágenes de aquel libro. Creo que están intentando crear más niños como... como Sebastian.

—No pueden —dijo Jace—. Inyectaron sangre de demonio a un bebé humano, que es algo horroroso, sí. Pero algo como Sebastian sólo se consigue inyectando sangre de demonio a niños cazadores de sombras. Por eso murió ese bebé. —Le apretó la mano, como queriendo tranquilizarla—. No son buena gente, pero, viendo que no les ha funcionado, no creo que vuelvan a intentarlo.

El taxi se paró de un frenazo en la esquina de Houston con la Segunda Avenida.

—El taxímetro está roto —dijo el taxista—. Son diez pavos.

Jace, que en otras circunstancias habría hecho a buen seguro un comentario sarcástico, le lanzó al taxista un billete de veinte, salió del vehículo y le mantuvo la puerta abierta a Clary para que saliese también.

—¿Estás preparada? —le preguntó, mientras se acercaban a la verja de hierro que daba acceso a la Ciudad.

Clary asintió.

—No puedo decir que mi última excursión hasta aquí fuera precisamente divertida, pero sí, estoy preparada. —Cogió la mano de Jace—. Mientras estemos juntos, estoy preparada para cualquier cosa.

Los Hermanos Silenciosos estaban en la entrada de la Ciudad, casi como si estuvieran esperando su llegada. Clary reconoció entre el grupo al hermano Zachariah. Formaban una hilera silenciosa que bloqueaba el acceso de Clary y de Jace a la ciudad.

«¿Por qué estáis aquí, hija de Valentine e hijo del Instituto? —Clary no sabía muy bien cuál de ellos estaba hablándole en su cabeza, o si lo hacían quizá todos a coro—. Es excepcional que los niños entren en la Ciudad Silenciosa sin supervisión.»

El apelativo «niños» dolía, por mucho que Clary supiese que los cazadores de sombras consideraban que cualquiera por debajo de los dieciocho era un niño y, en consecuencia, estaba sujeto a reglas distintas.

—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Clary cuando se hizo patente que Jace no pensaba decir nada. Estaba mirando uno por uno a los Hermanos Silenciosos con lánguida curiosidad, como aquel que ha recibido incontables diagnósticos de enfermedad terminal por parte de distintos médicos y ahora, al llegar al final de la cola, aguarda con escasas esperanzas el veredicto de un especialista—. ¿Acaso no consiste vuestro trabajo en... en ayudar a los cazadores de sombras?

«Pero aun así no somos criados a vuestra entera disposición. Ni todos vuestros problemas caen bajo nuestra jurisdicción.»

—Éste sí —dijo con firmeza Clary—. Creo que alguien se está apoderando de la mente de Jace, alguien con poder, y se está entrometiendo en sus recuerdos y en sus sueños. Obligándole a hacer cosas que él no quiere hacer.

«Oniromancia —dijo uno de los Hermanos Silenciosos—. La magia de los sueños. Es competencia de los usuarios más grandes y más poderosos de la magia.»

—Como los ángeles —dijo Clary, y fue recompensada con un rígido y sorprendido silencio.

«Tal vez —dijo por fin el hermano Zachariah— deberíais acompañarnos a las Estrellas Parlantes.»

Aquello no era una invitación, evidentemente, sino una orden, pues dieron media vuelta de inmediato y echaron a andar hacia el corazón de la Ciudad, sin esperar a ver si Jace y Clary los seguían.

Llegaron al pabellón de las Estrellas Parlantes, donde los Hermanos ocuparon sus puestos detrás de la mesa de basalto negro. La Espada Mortal volvía a estar en su lugar y resplandecía en la pared, detrás de ellos, como el ala de un pájaro de plata. Jace avanzó hasta el centro de la sala y bajó la vista hacia el dibujo de estrellas metálicas que ardía en las baldosas rojas y doradas del suelo. Clary lo observó, con el corazón encogiéndose de dolor. Se le hacía muy duro verlo de aquella manera, su habitual energía desaparecida por completo, como la luz mágica apagándose bajo un manto de ceniza.

Jace levantó entonces su cabeza rubia, pestañeando, y Clary adivinó que los Hermanos Silenciosos estaban hablándole, diciéndole cosas que ella no podía escuchar. Lo vio negar con la cabeza y le oyó decir:

—No lo sé. Creía que no eran más que sueños normales y corrientes. —Su boca se tensó entonces, y Clary no pudo evitar preguntarse qué estarían diciéndole—. ¿Visiones? No creo. Sí. Me encontré con el Ángel, pero es Clary la que tenía sueños proféticos. No yo.

Clary se puso tensa. Estaban terriblemente cerca de preguntar sobre lo sucedido con Jace y el Ángel aquella noche junto al lago Lyn. No se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad. ¿Qué veían los Hermanos Silenciosos cuando fisgaban en la cabeza de alguien? ¿Sólo lo que andaban buscando? ¿O todo?

Jace hizo un gesto afirmativo dirigiéndose a ellos.

—De acuerdo. Estoy listo si vosotros lo estáis.

Cerró los ojos y Clary, sin dejar de observarlo, se relajó un poco. Así debió de sentirse Jace, pensó, la primera vez que los Hermanos Silenciosos habían hurgado en su cabeza. Vio detalles en los que no se había fijado entonces, cuando estaba atrapada en las redes de la mente de los Hermanos y de la suya, recuperando recuerdos, perdidos para todo el mundo.

Vio a Jace agarrotándose, como si los Hermanos estuvieran tocándolo. Echó entonces la cabeza hacia atrás. Las manos, en sus costados, empezaron a abrirse y cerrarse, mientras las estrellas del suelo se iluminaban con una cegadora luz plateada. Clary pestañeó para impedir que aquel brillo tan potente la hiciese llorar. Jace se había convertido en un elegante perfil oscuro que contrastaba sobre un manto de reluciente plata, como si se encontrase en el corazón de una cascada. Estaba rodeado de ruido, un susurro amortiguado e incomprensible.

Jace cayó de rodillas, con las manos pegadas al suelo. A Clary se le tensó el corazón. Cuando los Hermanos Silenciosos se adentraron en su cabeza, ella había estado a punto de perder el sentido, pero Jace era mucho más fuerte, o eso creía. Poco a poco, Jace empezó a doblegarse y a llevarse las manos al vientre, la agonía se reflejaba en sus facciones, aunque sin gritar en ningún momento. Sin poder soportarlo más, Clary corrió hacia él, atravesando las franjas de luz, y se arrodilló a su lado, abrazándolo. Los susurros que la envolvían subieron de volumen hasta convertirse en una tormenta de protesta en el momento en que Jace volvió la cabeza para mirarla. La luz plateada había borrado por completo el color de sus ojos, que eran lisos y blancos como baldosas de mármol. Sus labios esbozaron la forma de su nombre.

Y entonces desapareció... la luz, el sonido, todo, y se encontraron arrodillados sobre el suelo desnudo del pabellón, rodeados de sombras y silencio. Jace estaba temblando, y cuando separó las manos, Clary vio que estaban ensangrentadas en los puntos donde las uñas habían arañado la piel. Sin soltarlo del brazo y reprimiendo su rabia, Clary levantó la vista hacia los Hermanos Silenciosos. Sabía que la sensación era similar a la de sentirse furioso con el médico que tenía que administrar un tratamiento doloroso pero capaz de salvar la vida al paciente, pero era duro —durísimo— mostrarse razonable cuando el afectado era un ser amado.

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