Ciudad de los ángeles caídos (44 page)

—¿Recuerdas lo que me dijiste en el parque? —le susurró.

Él la miró, perplejo.

—¿Qué?

—¿Cuando te dije que no sabía italiano? Recuerdo que me explicaste el significado de una cita. Dijiste que significaba que el amor es la fuerza más poderosa de la tierra. Más poderosa que todo.

Una diminuta arruga apareció en su ceño.

—No...

—Sí, claro que sí. —«Ándate con cuidado», se dijo, pero no podía evitarlo, no podía evitar la tensión que afloraba en su voz—. Lo recuerdas. La fuerza más poderosa que existe, dijiste. Más fuerte que el Cielo o el Infierno. Tiene que ser tambien más poderosa que Lilith.

Nada. Se quedó mirándola como si no pudiera oírla. Era como gritar en un túnel negro y vacío. «Jace, Jace, Jace. Sé que estás aquí.»

—Existe una manera con la que podrías protegerme y, aun así, seguir haciendo lo que ella quiere —dijo—. ¿No sería lo mejor? —Presionó más su cuerpo contra el de Jace, sintiendo que se le retorcía el estómago. Era como abrazar a Jace y a la vez abrazar a otro, todo al mismo tiempo, una mezcla de felicidad y horror. Y percibió la reacción del cuerpo de él, el latido de su corazón en sus oídos, en sus venas; no había dejado de desearla, por muchas capas de control que Lilith hubiera depositado en su mente.

—Te lo diré en un susurro —dijo, rozándole el cuello con los labios. Aspiró su aroma, tan familiar para ella como el olor de su propia piel—. Escucha.

Levantó la cabeza y él se inclinó para escucharla... y la mano de ella se apartó de su cintura para agarrar la empuñadura del cuchillo que había dejado Jace en el cinturón. Se lo birló tal y como él le había enseñado durante sus sesiones de entrenamiento, equilibrando el peso del arma en la palma de la mano, y deslizó la hoja por el lado izquierdo de su pecho, trazando un arco amplio y superficial. Jace gritó —más de sorpresa que de dolor, se imaginó Clary— y del corte empezó a manar sangre, que resbaló por su piel, oscureciendo la runa. Jace se llevó la mano al pecho, y cuando al retirarla vio que estaba roja, se quedó mirándola, con los ojos abiertos de par en par, como si estuviese auténticamente herido, como si realmente fuera incapaz de creer su traición.

Clary giró para apartarse de él cuando Lilith gritó. Simon ya no estaba inclinado sobre Sebastian; se había enderezado y miraba a Clary, con la palma de su mano pegada a la boca. De su barbilla caía sangre negra de demonio, manchando su camisa blanca. Tenía los ojos muy abiertos.

—Jace. —El tono de voz de Lilith ascendió con asombro—. Jace, cógelo... Te lo ordeno...

Jace no se movió. Miró primero a Clary, luego a Lilith, después su mano ensangrentada, y volvió a mirarlas de nuevo. Simon había empezado a apartarse de Lilith; de pronto, se detuvo con una sacudida y se doblegó, cayendo de rodillas. Lilith corrió hacia Simon, con el rostro contorsionado.

—¡Levántate! —chilló—. ¡Ponte en pie! Has bebido su sangre. ¡Ahora él necesita la tuya!

Simon consiguió sentarse, pero cayó redondo en el suelo. Vomitó, expulsando sangre negra. Clary lo recordó en Idris, cuando le dijo que la sangre de Sebastian era como veneno. Lilith echó el pie hacia atrás con la intención de arrearle una patada, pero se tambaleó, como si una mano invisible la hubiera empujado, con fuerza. Lilith lanzó un alarido, sin palabras, sólo un chillido similar al grito de la lechuza. Un sonido de odio y rabia pura y dura.

No era el sonido de un ser humano; parecían fragmentos aserrados de vidrio clavándose en los oídos de Clary, que gritó:

—¡Deja en paz a Simon! Está enfermo. ¿Es que no ves que está enfermo?

Pero al instante se arrepintió de haber hablado. Lilith se volvió lentamente, y su mirada se deslizó sobre Jace, fría y autoritaria.

—Te lo dije, Jace Herondale —resonó su voz—. No dejes que la chica salga del círculo. Cógele el arma.

Clary ni se había dado cuenta de que seguía sujetando el cuchillo. Tenía tanto frío que estaba casi entumecida, pero debajo de aquello, una oleada de rabia insoportable hacia Lilith —hacia todo— liberó el movimiento de su brazo. Dejó caer el cuchillo. Se deslizó por las baldosas, yendo a parar a los pies de Jace, que se quedó mirándolo sin entender nada, como si en su vida hubiese visto un cuchillo.

La boca de Lilith era una fina raja roja. El blanco de sus ojos se había esfumado. No parecía humana.

—Jace —dijo entre dientes—. Jace Herondale, ya me has oído. Y me obedecerás.

—Cógelo —dijo Clary, mirando a Jace—. Cógelo y mátala a ella o a mí. Tú eliges.

Despacio, Jace se agachó y cogió el cuchillo.

Alec tenía
Sandalphon
en una mano, y un
hachiwara
—fabuloso para eludir a la vez a múltiples atacantes— en la otra. A sus pies yacían seis seguidores del culto, muertos o inconscientes.

Alec había combatido en su vida con bastantes demonios, pero luchar contra los seguidores de la iglesia de Talto resultaba especialmente siniestro. Se movían en conjunto, más como una oscura marea que como personas; y resultaba siniestro porque lo hacían en silencio y de un modo curiosamente potente y rápido. Por otro lado, daba la impresión de que no le tenían ningún miedo a la muerte. Aunque Alec e Isabelle les gritaban que se retiraran, ellos continuaban avanzando hacia ellos en manada, sin decir palabra, arrojándose contra los cazadores de sombras con la indiferencia autodestructiva de las ratas que se lanzan por un precipicio. Habían arrinconado a Alec y a Isabelle en una gran sala abierta que daba al vestíbulo, llena de pedestales de piedra, cuando los sonidos de la batalla habían atraído a Jordan y a Maia: Jordan en forma de lobo, Maia todavía humana, pero con las garras extendidas en todo su esplendor.

Los seguidores del culto ni se habían percatado de su presencia. Seguían luchando, cayendo uno tras otro a medida que Alec, Maia y Jordan acababan con ellos con la ayuda de cuchillos, garras y espadas. El látigo de Isabelle trazaba brillantes dibujos en el aire a medida que iba segando cuerpos, proyectando ramilletes de sangre. Maia estaba saliendo especialmente airosa de la contienda. Tenía a sus pies una montaña en la que había como mínimo una docena de cuerpos, y estaba acabando con el siguiente con una furia desmedida, con sus manos en forma de garra rojas hasta las muñecas.

Uno de los seguidores del culto se interpuso en el camino de Alec y se abalanzó contra él, con los brazos extendidos. La capucha le cubría la cabeza y Alec no podía verle la cara, ni adivinar su sexo o su edad. Le hundió la hoja de
Sandalphon
en el costado izquierdo del pecho. Y gritó, un grito masculino, fuerte y ronco. El hombre se derrumbó, arañándose el pecho, donde las llamas devoraban el borde del orificio que acababa de abrirse en la sudadera. Alec dio media vuelta, mareado. Odiaba ver lo que les sucedía a los humanos cuando un cuchillo serafín se clavaba en su piel.

De pronto sintió una quemadura en la espalda y cuando se volvió vio a un segundo seguidor del culto con un pedazo de viga en la mano. Iba sin capucha y era un hombre, su cara tan enjuta que parecía que los pómulos fueran a partirle la piel. Dijo algo entre dientes y se abalanzó sobre Alec, que se hizo a un lado. El arma le rozó. Se giró y de un puntapié la hizo saltar de la mano de su atacante; cayó al suelo con un ruido metálico y el hombre empezó a recular, tropezando casi con un cadáver... y huyó corriendo.

Alec se quedó dudando por un instante. El hombre que acababa de atacarlo ya estaba a punto de alcanzar la puerta. Alec sabía que debía seguirlo —era evidente que si aquel hombre huía lo hacía para avisar a alguien o conseguir refuerzos—, pero se sentía extremadamente cansado, asqueado y mareado incluso. Eran posesos; ya ni siquiera eran personas, pero la sensación seguía siendo la de estar matando a seres humanos.

Se preguntó qué diría Magnus, aunque a decir verdad, ya lo sabía. Alec ya había combatido contra criaturas como aquéllas, servidores de demonios. El demonio les había consumido prácticamente todo lo que tenían de humanos para aprovechar su energía, dejando en ellos tan sólo un deseo asesino de matar y un cuerpo humano que moría en una lenta agonía. Era imposible ayudarlos: eran incurables, irremediables. Oía la voz de Magnus como si el brujo estuviera a su lado. «Matarlos es lo más piadoso que puedes hacer.»

Alec devolvió el
hachiwara
a su cinturón y fue en su persecución, aporreando la puerta y saliendo al vestíbulo detrás del seguidor del culto. El vestíbulo estaba vacío, las puertas del ascensor más alejado abiertas, el siniestro sonido agudo de una alarma resonando en el pasillo. En aquel espacio se abrían varias puertas. Con un incómodo gesto de indiferencia, Alec eligió una al azar y la atravesó corriendo.

Se encontró en un laberinto de pequeñas habitaciones que apenas estaban terminadas: las habían enyesado a toda prisa y ramilletes de cables multicolores brotaban de agujeros en las paredes. El cuchillo serafín dibujaba un mosaico de luz en los muros mientras avanzaba con cautela por las habitaciones, con los nervios a flor de piel. En un momento dado, la luz captó un movimiento y Alec dio un brinco. Bajó el cuchillo y vio un par de ojos rojos y un cuerpecillo gris desapareciendo por un orificio. Alec hizo una mueca de asco. Aquello era Nueva York. Había ratas incluso en un edificio nuevo como aquél.

Al final, las habitaciones dieron paso a un espacio mayor, no tan grande como la habitación de los pedestales, pero de un tamaño considerablemente superior a las demás. Había también allí una pared de cristal, con cartón cubriéndola en parte.

En un rincón de la habitación vio acurrucada una forma oscura, cerca de unas tuberías aún por rematar. Alec se aproximó con cautela. ¿Sería un truco de la luz? No, la forma era evidentemente humana, una figura agachada vestida con ropa oscura. La runa de la visión nocturna de Alec lanzó una punzada cuando Alec forzó la vista, sin dejar de avanzar. La forma acabó convirtiéndose en una mujer delgada, descalza, con las manos encadenadas delante de ella en un trozo de tubería. Levantó la cabeza cuando Alec se acercó más a ella y la escasa luz que entraba por las ventanas iluminó su cabello rubio.

—¿Alexander? —dijo; su voz reflejaba incredulidad—. ¿Alexander Lightwood?

Era Camille.

—Jace. —La voz de Lilith descendió como un látigo sobre carne viva; incluso Clary se encogió de miedo al oírla—. Te ordeno que...

Jace retiró el brazo —Clary se tensó, preparándose para lo peor— y le lanzó el cuchillo a Lilith. El arma volteó en el aire y acabó hundiéndose en su pecho; Lilith se tambaleó hacia atrás, perdiendo el equilibrio. Los tacones de Lilith resbalaron sobre la lisa superficie de piedra, pero la diablesa consiguió enderezarse con un gruñido y se arrancó el cuchillo que había quedado clavado entre sus costillas. Escupiendo algo en un idioma que Clary no entendía, lo tiró al suelo. Cayó con un zumbido, con la hoja medio consumida, como si hubiese estado sumergida en un potente ácido.

Se giró en redondo hacia Clary.

—¿Qué le has hecho? ¿Qué le has hecho? —Hacía tan sólo un instante, sus ojos eran completamente negros. Ahora parecían globos. Pequeñas serpientes negras culebreaban en sus cuencas; Clary gritó y dio un paso atrás, tropezándose casi con un seto. Aquélla era la Lilith que había surgido en la visión de Ithuriel, con aquellos ojos y aquella voz tan dura y atronadora. Empezó a avanzar hacia Clary...

Y de pronto apareció Jace entre ellas, bloqueándole el paso a Lilith. Clary lo miró fijamente. Volvía a ser él. Era como si ardiera con el fuego de los justos, como le había sucedido a Raziel aquella horrible noche en el lago Lyn. Había extraído un cuchillo serafín de su cinturón, su plata blanca se reflejaba en sus ojos; el desgarrón de su camisa estaba manchado de sangre, que seguía resbalando sobre su piel desnuda. Su forma de mirarla a ella, a Lilith... Si los ángeles pudieran alzarse del infierno, pensó Clary, mirarían de aquella manera.


Miguel
—dijo, y Clary no estaba muy segura de si fue debido a la fuerza del nombre o a la rabia de su voz, pero el arma brillaba con más fuerza que cualquier cuchillo serafín que hubiera visto en su vida. Apartó por un instante la vista, cegada, y vio a Simon tendido en el suelo, convertido en un bulto oscuro, junto al ataúd de cristal de Sebastian.

El corazón se le retorcía en el pecho. ¿Y si la sangre de demonio de Sebastian lo había envenenado? La Marca de Caín no podía ayudarlo en ese caso. Lo había hecho voluntariamente, por sí mismo. Por ella. Simon.

—Ah, Miguel. —La voz de Lilith era casi una carcajada mientras avanzaba hacia Jace—. El capitán de la horda del Señor. Lo conocí.

Jace levantó su cuchillo serafín; relucía como una estrella, tanto brillaba que Clary se preguntó si la ciudad entera podría verlo, como un reflector taladrando el cielo.

—No te acerques más.

Lilith, sorprendiendo a Clary, se detuvo.

—Miguel asesinó al demonio Sammael, al que yo amaba —dijo—. ¿Por qué será, pequeño cazador de sombras, que tus ángeles son tan fríos y despiadados? ¿Por qué destrozan a todo aquel que no les obedece?

—No tenía ni idea de que fueras una defensora del libre albedrío —dijo Jace, y su manera de decirlo, su voz cargada de sarcasmo, devolvió a Clary, más que cualquier otra cosa lo habría hecho, la confianza de que volvía a ser él—. ¿Qué tal, entonces, si permites que nos marchemos todos de esta terraza? ¿Simon, Clary y yo? ¿Qué me dices, diablesa? Se ha acabado. Ya no me controlas. No pienso hacerle ningún daño a Clary, y Simon no te obedecerá. Y ese pedazo de mierda que intentas resucitar... te sugiero que te lo quites de encima antes de que empiece a pudrirse. Porque no volverá, y su fecha de caducidad está más que superada.

El rostro de Lilith se contorsionó, y escupió a Jace. Su saliva fue una llama negra que al tocar el suelo se convirtió en una serpiente que culebreó hacia él con las mandíbulas abiertas. La aplastó con la bota y se abalanzó hacia la diablesa, blandiendo el cuchillo, pero Lilith desapareció como una sombra cuando el arma se iluminó, apareciendo de nuevo justo detrás de él. Cuando Jace se volvió, ella alargó el brazo, casi con desidia, y le golpeó el pecho con la mano abierta.

Jace salió volando.
Miguel
se deslizó de su mano y rebotó en las losas de piedra del suelo. Jace navegó por los aires y chocó contra el pequeño muro de la terraza con tanta fuerza que la piedra se resquebrajó. Cayó con dureza al suelo, visiblemente conmocionado.

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