Ciudad de los ángeles caídos (43 page)

Consiguió incorporarse y, con la mano que tenía libre, buscó su estela, escondida en la parte delantera del vestido. Con un rápido corte, finalizó la Marca
nyx
de su brazo izquierdo. Su visión se adaptó rápidamente, y en cuanto la runa de la visión nocturna empezó a surtir efecto, fue como si la estancia se llenara de luz. Veía a su atacante con más claridad: una figura delgada vestida con una sudadera gris y un pantalón de chándal gris, arrastrándose hacia atrás hasta chocar de espaldas contra la pared. El golpe hizo caer la capucha de la sudadera, descubriéndole la cara. Llevaba la cabeza afeitada, pero era un rostro femenino, con pómulos afilados y grandes ojos oscuros.

—Para —dijo Isabelle, y tiró con fuerza del látigo. La mujer gritó de dolor—. Deja de intentar escaparte...

La mujer dijo entre dientes:

—Gusano. Infiel. No pienso decir nada.

Isabelle se guardó la estela en el vestido.

—Si tiro de este látigo con la fuerza suficiente, te cortará la pierna. —Dio un nuevo tirón al látigo, tensándolo, y avanzó hasta quedarse de pie delante de la mujer. La miró desde arriba—. Esos bebés —dijo—. ¿Qué les ha pasado?

La mujer soltó una carcajada.

—No eran lo bastante fuertes. Material débil, demasiado débil.

—¿Demasiado débil para qué? —Viendo que la mujer no respondía, Isabelle le espetó—: O me lo cuentas o pierdes la pierna. Tú eliges. No creas que no soy capaz de dejarte desangrándote tirada en el suelo. Los asesinos de niños no merecen piedad.

La mujer le enseñó los dientes y silbó, como una serpiente.

—Si me haces daño, ella te castigará.

—¿Quién...? —Isabelle se interrumpió al recordar lo que Alec había dicho. «Talto es uno de los nombres de Lilith. Podría decirse que es la diosa demonio de los niños muertos.» Lilith, se dijo—. Adoras a Lilith. ¿Has hecho todo eso... por ella?

—Isabelle. —Era Alec, sujetando la luz de
Sandalphon
por delante de él—. ¿Qué pasa? Maia y Jordan están buscando, a ver si hay más... niños, pero por lo que parece todos estaban en la habitación grande. ¿Qué pasa aquí?

—Esta... persona —dijo Isabelle con repugnancia— es miembro del culto de la iglesia de Talto. Se ve que veneran a Lilith. Y han asesinado a todos estos bebés por ella.

—¡No es ningún asesinato! —La mujer luchaba por enderezarse—. No es un asesinato. Ni un sacrificio. Los examinamos y eran débiles. No es culpa nuestra.

—Déjame que lo adivine —dijo Isabelle—. Habéis intentado inyectar sangre de demonio a mujeres embarazadas. Pero la sangre de demonio es tóxica. Y los bebés no pudieron sobrevivir con ella. Nacieron deformes y después murieron.

La mujer gimoteó. Era un sonido muy leve, pero Isabelle vio que Alec entrecerraba los ojos. Siempre había sido de los mejores en cuanto a interpretar a la gente.

—Uno de esos bebés —dijo— era tuyo. ¿Cómo pudiste inyectarle sangre de demonio a tu propio hijo?

La boca de la mujer empezó a temblar.

—No lo hice. Las inyecciones de sangre se nos administraban únicamente a nosotras. A las madres. Nos hacía más fuertes, más rápidas. También a nuestros maridos. Pero nos pusimos enfermas. Cada vez más enfermas. Nos cayó el pelo. Las uñas... —Levantó las manos, mostrando las uñas ennegrecidas, las bases de las uñas ensangrentadas en aquellas que se habían caído. Tenía los brazos llenos de hematomas negruzcos—. Nos estamos muriendo —dijo. Hubo en su voz un débil sonido de satisfacción—. En cuestión de días estaremos muertos.

—¿Os obligó a tomar veneno y aun así seguís venerándola? —dijo Alec.

—No lo entiendes —dijo la mujer con voz ronca, adormecida—. Yo antes no tenía nada. Ella me encontró. Ninguno de nosotros tenía nada. Yo vivía en las calles. Dormía sobre las rejillas de las bocas del metro para no congelarme. Lilith me dio un lugar donde vivir, una familia que cuida de mí. El simple hecho de estar en su presencia me hace sentir segura. Jamás antes me había sentido segura.

—Así que has visto a Lilith —dijo Isabelle, luchando por mantener en su voz un tono de incredulidad. Conocía los cultos demoníacos; en una ocasión había hecho un trabajo sobre el tema, para Hodge. Le puso muy buena nota. La mayoría de los cultos veneraban demonios imaginados o inventados. Algunos conseguían invocar demonios menores y débiles que, o bien mataban a sus seguidores cuando conseguían liberarse, o bien se contentaban con tener a su servicio a los miembros del culto, que satisfacían todas sus necesidades, y les pedían poca cosa a cambio. Pero nunca había oído hablar de un culto que venerara a un demonio mayor y en el que sus miembros hubiesen visto al demonio en cuestión en carne y hueso. Y mucho menos tratándose de un demonio mayor tan poderoso como Lilith, la madre de los brujos—. ¿Has estado en su presencia?

La mujer entrecerró los ojos.

—Sí. Con su sangre corriendo por mi cuerpo, intuyo cuándo está cerca. Y ahora está cerca.

Isabelle no pudo evitarlo; su mano libre se desplazó a toda velocidad hacia su colgante. Había estado latiendo de modo intermitente desde que habían entrado en el edificio; lo había achacado a la sangre de demonio que contenían los cadáveres de los bebés, pero la presencia en la proximidad de un demonio mayor tendría quizá más sentido.

—¿Está aquí? ¿Dónde?

Le dio la impresión de que la mujer estaba durmiéndose.

—Arriba —respondió vagamente—. Con el chico vampiro. El que camina de día. Nos envió a buscarlo, pero el vampiro estaba protegido. No pudimos capturarlo. Todos los que lo encontraron acabaron muriendo. Pero cuando el hermano Adán volvió y nos contó que el chico estaba protegido por el fuego sagrado, lady Lilith se enfadó y lo sacrificó allí mismo. Fue afortunado por morir en sus manos. —Su respiración empezó a emitir un traqueteo—. Y lady Lilith es muy inteligente. Encontró otra manera de traer aquí al chico...

Isabelle se quedó tan perpleja que incluso se le cayó el látigo de la mano.

—¿Simon? ¿Que ha traído a Simon aquí? ¿Por qué?

—Ninguno de los que ha ido hasta Ella —dijo la mujer, suspirando— ha regresado jamás...

Isabelle se arrodilló para recoger el látigo.

—Para —dijo con voz temblorosa—. Para ya de gimotear y dime adónde se lo ha llevado. ¿Dónde está Simon? Dímelo o te...

—Isabelle. —Alec habló con potencia—. No tiene sentido, Iz. Está muerta.

Isabelle miró a la mujer con incredulidad. Había muerto, al parecer, entre un suspiro y el siguiente, con los ojos abiertos de par en par y la cara relajada. Bajo el hambre, la calvicie y los moratones, se veía que era joven, probablemente no tendría más de veinte años.

—Maldita sea.

—No lo entiendo —dijo Alec—. ¿Qué querrá de Simon un demonio mayor? Simon es un vampiro. Es verdad que es un vampiro poderoso, pero...

—La Marca de Caín —dijo Isabelle distraídamente—. Tiene que tratarse de algo relacionado con la Marca. Tiene que ser eso. —Se encaminó al ascensor y pulsó el botón—. Si es verdad que Lilith fue la primera esposa de Caín, y que Caín era hijo de Adán, la Marca de Caín es prácticamente tan vieja como ella.

—¿Adónde vas?

—Dijo que estaban arriba —respondió Isabelle—. Pienso inspeccionar todas las plantas hasta encontrarlo.

—No puede hacerle daño, Izzy —dijo Alec, con aquella voz razonable que Isabelle tanto detestaba—. Sé que estás preocupada, pero Simon tiene la Marca de Caín; es intocable. Ni siquiera un demonio mayor puede hacerle nada. Nadie puede.

Isabelle regañó a su hermano.

—¿Y para qué crees que lo quiere? ¿Para tener a alguien que le vaya a buscar la ropa a la tintorería durante el día? De verdad, Alec...

Se oyó un
ping
y se encendió la flecha correspondiente al ascensor más alejado. Isabelle echó a andar en el momento en que se abrieron las puertas. El vestíbulo se iluminó con la luz del ascensor... y detrás de la luz surgió una oleada de hombres y mujeres, calvos, demacrados y vestidos con sudaderas y pantalones de chándal de color gris. Blandían toscas armas sacadas de los cascotes de la obra: fragmentos aserrados de cristal, trozos de viga, bloques de hormigón. Ninguno de ellos hablaba. En un silencio tan absoluto que resultaba siniestro, salieron del ascensor como si de un solo ente se tratara, y avanzaron hacia Alec e Isabelle.

18

CICATRICES DE FUEGO

Las nubes habían ido descendiendo hasta el río, como hacían a veces por las noches, arrastrando con ellas una espesa bruma. No escondía, sin embargo, lo que sucedía en la terraza, sino que simplemente depositaba una especie de tenue niebla sobre todo lo demás. Los edificios que se alzaban alrededor eran tenebrosas columnas de luz, y la luna apenas brillaba, parecía el destello amortiguado de una lámpara a través de las ligeras nubes bajas. Los fragmentos rotos del ataúd de cristal, esparcidos por el suelo enlosado, relucían como pedazos de hielo, y también Lilith brillaba, pálida bajo la luz de la luna, observando a Simon inclinado sobre el cuerpo inmóvil de Sebastian, bebiendo su sangre.

Clary no soportaba mirar. Sabía que Simon aborrecía lo que estaba haciendo; sabía que estaba haciéndolo por ella. Por ella e incluso, un poco, también por Jace. Y sabía cuál sería el siguiente paso del ritual. Simon donaría su sangre, voluntariamente, a Sebastian, y Simon moriría. Los vampiros morían si se quedaban sin sangre. Simon moriría y ella lo perdería para siempre, y sería —absolutamente— por culpa suya.

Sentía a Jace detrás de ella, con los brazos tensos rodeándola y el suave y regular latido de su corazón pegado a sus omoplatos. Recordó cómo la había abrazado en Idris, en la escalera del Salón de los Acuerdos. El sonido del viento entre las hojas mientras la besaba, el calor de sus manos sujetándole la cara. Cómo había sentido su corazón latiendo con fuerza y había pensado que ningún otro corazón podía latir como el de él, cómo sus pulsaciones corrían parejas a las de ella.

Tenía que estar allí, en alguna parte. Igual que Sebastian en el interior de su prisión de cristal. Tenía que haber algún modo de llegar hasta él.

Lilith seguía observando a Simon inclinado sobre Sebastian, con los ojos oscuros grandes y fijos en ellos. Daba lo mismo que Clary y Jace estuvieran presentes.

—Jace —susurró Clary—. Jace, no quiero mirar esto.

Se presionó contra él, como si intentara acurrucarse entre sus brazos; después esbozó una mueca cuando el cuchillo le rozó de nuevo el cuello.

—Por favor, Jace —musitó—. No necesitas el cuchillo. Sabes que no puedo hacerte daño.

—Pero ¿qué...?

—Sólo quiero mirarte. Quiero verte la cara.

Notó el pecho de él ascender y descender una sola vez, muy rápido. Notó también el escalofrío que recorría el cuerpo de Jace, como si estuviera luchando contra alguna cosa, como si combatiera contra ella. Y entonces se movió del modo en que sólo él podía moverse, a la velocidad de un destello de luz. Sin disminuir la presión de su brazo derecho, deslizó la mano izquierda y guardó el cuchillo en su cinturón.

El corazón empezó a latirle con fuerza. «Podría echar a correr», pensó, pero él la atraparía, y había sido sólo un instante. Segundos después, volvía a rodearla con ambos brazos, las manos de él sobre ella, obligándola a volverse. Clary sintió los dedos de Jace recorriéndole la espalda, sus desnudos brazos temblando cuando la volvió de cara a él.

Estaba de espaldas a Simon, de espaldas a la mujer demonio, aunque seguía sintiendo su presencia, provocándole estremecimientos que le recorrían la columna entera. Levantó la vista hacia Jace. Su rostro era el de siempre. Sus arrugas de expresión, el pelo cayéndole sobre la frente, la débil cicatriz en el pómulo, otra en su sien. Sus pestañas de un tono más oscuro que su cabello. Sus ojos del color de un cristal amarillo claro. Eso sí que era distinto, pensó. Seguía pareciéndose a Jace, pero sus ojos eran más claros e inexpresivos, era como estar mirando una habitación vacía a través de una ventana.

—Tengo miedo —dijo.

Él le acarició el hombro, enviando con ello oleadas de chispas a todas sus terminaciones nerviosas; con una sensación de náusea, se dio cuenta de que su cuerpo seguía respondiendo a sus caricias.

—No permitiré que nada te pase.

Clary se quedó mirándolo. «Lo piensas en serio, ¿verdad? Por el motivo que sea, eres incapaz de ver la desconexión que existe entre tus actos y tus intenciones. No sé cómo, pero ella te ha robado esa capacidad.»

—No podrás detenerla —dijo—. Me matará, Jace.

Él negó con la cabeza.

—No. Eso no lo haría.

Clary deseaba gritar, pero se obligó a mantener la voz serena.

—Sé que estás ahí, Jace. El Jace de verdad. —Se acercó más a él. La hebilla del cinturón de Jace se hundió en su cintura—. Podrías luchar contra ella...

Se equivocó al decir aquello. Jace se tensó, y Clary percibió un destello de angustia en sus ojos, la mirada de un animal que ha caído en una trampa. En un instante, había vuelto a su dureza anterior.

—No puedo.

Clary se estremeció. Aquella mirada era horrible, tremendamente horrible. Pero viéndola estremecerse, la mirada se suavizó.

—¿Tienes frío? —le preguntó, y por un momento volvió a sonar como Jace, preocupado por su bienestar. Jace notó un intenso dolor en la garganta.

Asintió, aunque el frío físico era lo que menos le importaba en aquellas circunstancias.

—¿Puedo poner las manos dentro de tu chaqueta?

Jace movió afirmativamente la cabeza. Llevaba la chaqueta abierta y ella deslizó los brazos hacia el interior, sus manos le acariciaban ligeramente la espalda. Reinaba un silencio fantasmagórico. La ciudad parecía congelada en el interior de un prisma de hielo. Incluso la luz que irradiaba de los edificios era inmóvil y gélida.

Él respiraba despacio, regularmente. A través del tejido rasgado de su camiseta, Clary vislumbró la runa dibujada en su pecho. Era como si latiera al ritmo de su respiración. Resultaba mareante, pensó, estar pegada a él de aquel modo, como una sanguijuela, absorbiendo todo lo bueno de él, todo lo de él que era Jace.

Recordó lo que Luke le había explicado sobre cómo destruir runas: «Si las desfiguras lo suficiente, puedes minimizar o destruir su poder. A veces, en batalla, el enemigo intentará quemar o cortar la piel del cazador de sombras con la única intención de privarlo del poder de sus runas».

Siguió mirando a Jace fijamente a la cara. «Olvídate de lo que está pasando —pensó—. Olvídate de Simon, del cuchillo que tienes pegado al cuello. Lo que ahora digas importa más que cualquier cosa que hayas dicho en tu vida.»

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