Ciudad de los ángeles caídos (47 page)

—¿Dejarme? —Las facciones del rostro de Lilith habían cambiado de forma. Las serpientes seguían meneándose en sus cuencas, su piel blanca estaba excesivamente tensa y brillante, su boca era demasiado grande. La nariz casi había desaparecido—. No tienes otra elección. Y para más inri, me has hecho enfadar. Todos vosotros. A lo mejor, si te hubieras limitado a hacer lo que te había ordenado, te habría dejado marchar. Pero nunca lo sabrás, ¿no te parece?

Simon se soltó del pedestal de piedra y se bamboleó de un lado a otro hasta conseguir recuperar el equilibrio. Empezó a caminar. Movió los pies, uno después del otro, con la sensación de estar descendiendo por una cuesta con un par de sacos enormes de arena mojada. Cada vez que sus pies pisaban el suelo, sentía una punzada de dolor en todo el cuerpo. Se concentró en ir avanzando, paso a paso.

—Tal vez no pueda matarte —le dijo Lilith a Jace—. Pero puedo torturarla más de lo que es capaz de soportar, torturarla hasta la locura, y obligarte a mirar. Hay cosas peores que la muerte, cazador de sombras.

Chasqueó otra vez los dedos y el látigo de plata descendió, abriendo una raja profunda esta vez en el hombro de Clary. Ésta se retorció, pero no gritó, llevándose las manos a la boca y doblegándose sobre sí misma como si con ello pudiera protegerse de Lilith.

Jace avanzó para lanzarse contra Lilith... y vio a Simon. Sus miradas se encontraron. Por un momento, fue como si el mundo estuviese flotando en suspensión; por completo, no sólo Clary. Simon había mirado a Lilith, que tenía toda su atención centrada en Clary, la mano echada hacia atrás, dispuesta a atizar un golpe más malévolo aún. Jace estaba blanco de angustia; sus ojos se oscurecieron al encontrarse con los de Simon y entenderlo.

Jace dio un paso atrás.

El mundo se tornó borroso para Simon. Y cuando saltó hacia adelante se dio cuenta de dos cosas. En primer lugar, de que era imposible, de que nunca conseguiría alcanzar a tiempo a Lilith; su mano ya estaba avanzando, el aire de delante de ella era un torbellino de plata. Y en segundo lugar, de que hasta aquel momento no había entendido del todo lo rápido que podía llegar a moverse un vampiro. Sintió que los músculos de sus piernas y su espalda se rompían, que los huesos de sus pies y sus tobillos crujían...

Y allí estaba él, deslizándose entre Lilith y Clary en el mismo instante en que la mano de la diablesa descendía. El largo y afilado cable de plata le golpeó en la cara y en el pecho —fue un momento de dolor espantoso— y luego fue como si el aire a su alrededor explotase en brillante confeti, y Simon oyó a Clary gritar, un claro sonido de conmoción y asombro rompiendo la oscuridad.

—¡Simon!

Lilith se quedó paralizada. Miró a Simon y a Clary, que seguía en el aire, y luego bajó la vista a su mano, vacía. Inspiró con fuerza.

—Siete veces —susurró... y se interrumpió de pronto cuando una incandescencia resplandeciente y cegadora iluminó la noche. Aturdido, lo único que se le ocurrió a Simon cuando un descomunal rayo de fuego descendió del cielo y atravesó a Lilith, fue que eran como hormigas ardiendo bajo el haz de luz concentrado de una lupa. Durante un prolongado momento, Lilith fue una figura blanca ardiendo y contrastando con la oscuridad, atrapada en la cegadora llama; su boca estaba abierta como un túnel profiriendo un grito silencioso. Su pelo se levantó, era un amasijo de filamentos encendidos destacando sobre la oscuridad... y después se convirtió en oro blanco, un polvo fino flotando en el aire... y después en sal, mil gránulos cristalinos de sal que cayeron a los pies de Simon con una fantasmagórica belleza.

Y después desapareció.

19

EL INFIERNO SE SIENTE SATISFECHO

El inimaginable brillo impreso en el dorso de los párpados de Clary se convirtió en oscuridad. Una oscuridad sorprendentemente prolongada que dio paso, muy poco a poco, a una luz grisácea intermitente, manchada de sombras. Había algo duro y frío presionándole la espalda y le dolía todo el cuerpo. Oía voces murmurando por encima de ella, que le provocaban punzadas de dolor en la cabeza. Alguien le tocó el cuello con delicadeza y acto seguido retiró la mano. Respiró hondo.

Sentía punzadas por todos lados. Entreabrió los ojos y miró a su alrededor, intentando no moverse demasiado. Estaba tendida sobre las duras baldosas del jardín de la terraza; una de las piedras se le clavaba en la espalda. Había caído al suelo en el momento de la desaparición de Lilith y estaba llena de cortes y magulladuras, descalza, las rodillas ensangrentadas y el vestido rasgado por donde Lilith la había cortado con el látigo mágico; la sangre brotaba entre los desgarrones de su vestido de seda.

Simon estaba arrodillado a su lado, con el rostro ansioso. La Marca de Caín destacaba todavía en su frente con un resplandor blanquecino.

—El pulso es regular —estaba diciendo—, pero vamos. Se supone que tienes un montón de runas de curación. Algo podrás hacer por ella...

—No sin una estela. —La voz era la de Jace, baja y tensa, reprimiendo su angustia. Estaba arrodillado delante de Simon, al otro lado, con el rostro oculto por las sombras—. ¿Puedes bajarla en brazos? Si pudiéramos llevarla al Instituto...

—¿Quieres que yo la lleve? —preguntó Simon sorprendido; Clary no lo culpó por ello.

—Dudo que quiera tocarme. —Jace se levantó, como si no soportara permanecer ni un segundo en el mismo sitio—. Si tú pudieras...

Se le quebró la voz y se volvió para mirar el lugar donde había estado Lilith hasta hacía tan sólo un instante: unas losas desnudas, plateadas ahora y con algunas moléculas de sal. Clary oyó un suspiro de Simon —un sonido intencionado—, que se inclinó sobre ella, cogiéndola en brazos.

Abrió los ojos el resto del camino, y sus miradas se encontraron. Aunque Clary sabía que Simon se había dado cuenta de que estaba consciente, ninguno de los dos dijo nada. A Clary se le hacía difícil mirarlo, observar aquel rostro familiar con la Marca que ella le había dado brillando como una estrella blanca más arriba de sus ojos. Por un momento, se quedaron mirándose.

Sabía, al darle la Marca de Caín, que estaba haciendo algo descomunal, algo aterrador y colosal cuyo resultado era prácticamente impredecible. Y volvería a hacerlo, para salvarle la vida. Pero aun así, cuando lo vio con la Marca ardiendo como un rayo blanco mientras Lilith —un demonio mayor tan antiguo como la especie humana— se chamuscaba hasta quedar convertida en sal, había pensado: «¿Qué he hecho?».

—Estoy bien —dijo. Se apuntaló sobre los codos, que le dolían terriblemente. En algún momento debía de haber caído al suelo sobre ellos y se había levantado la piel—. Puedo caminar sin ningún problema.

Al oír su voz, Jace se volvió. Verlo de aquella manera le partió el corazón. Estaba tremendamente magullado y ensangrentado, una herida le recorría la mejilla en toda su longitud, el labio inferior estaba hinchado y tenía una docena de desgarrones ensangrentados en la ropa. No estaba acostumbrada a verlo tan maltrecho aunque, claro estaba, si no tenía una estela para curarla a ella, quería decir que tampoco la tenía para curarse a sí mismo.

La expresión de Jace era completamente vacía. Incluso Clary, acostumbrada a leer su cara como si leyera las páginas de un libro, era incapaz de interpretar nada. La mirada de Jace descendió hacia su cuello, donde ella sentía aún un dolor punzante, la sangre secándose en el punto donde le había hecho un corte con el cuchillo. La ausencia de expresión se vino abajo, pero Jace volvió la cabeza antes de que ella pudiera observar el cambio en su rostro.

Desdeñando la oferta de Simon de una mano que pudiera ayudarla, intentó ponerse en pie. Un dolor punzante le atravesó el tobillo; gritó, y a continuación se mordió el labio. Los cazadores de sombras no gritaban de dolor. Lo soportaban estoicamente, se recordó. Nada de gimoteos.

—Es el tobillo —dijo—. Creo que me lo he torcido, o roto.

Jace miró a Simon.

—Llévala en brazos —dijo—. Como te he dicho.

Esta vez, Simon no esperó la respuesta de Clary; deslizó un brazo por debajo de sus rodillas y le rodeó los hombros con el otro brazo. La levantó y Clary enlazó las manos por detrás de su cuello y se sujetó con fuerza. Jace echó a andar hacia la cúpula y las puertas de acceso al interior del edificio. Simon lo siguió, transportando a Clary como si fuese una pieza de frágil porcelana. Clary casi había olvidado lo fuerte que era desde que se había convertido en vampiro. Ya no olía como él, pensó con cierta melancolía... aquel olor a Simon, a jabón y loción para después del afeitado barata (que no necesitaba en realidad) y a su chicle de canela favorito. El pelo seguía oliendo a su champú, pero por lo demás era como si careciera por completo de olor, y su piel resultaba fría al tacto. Se presionó más contra él, ansiando un poco de calor corporal. Tenía las puntas de los dedos azuladas y el cuerpo entumecido.

Jace, por delante de ellos, abrió las dobles puertas de cristal dándoles un golpe con el hombro. Y entraron en el edificio, donde la temperatura ambiente era algo más elevada. Resultaba extraño, pensó Clary, estar en brazos de alguien cuyo pecho no se movía para respirar. Simon tenía aún una electricidad rara, un remanente de la luz brutalmente brillante que había envuelto la terraza en el momento de la destrucción de Lilith. Deseaba preguntarle cómo se sentía, pero el silencio de Jace resultaba tan devastadoramente absoluto que le daba miedo romperlo.

Fue a pulsar el botón del ascensor, pero antes de que lo rozara con el dedo, las puertas se abrieron solas e irrumpió ante ellos Isabelle, con su látigo de plata y oro arrastrándose tras ella como la cola de un cometa. La seguía Alec, pegado a sus talones; al ver a Jace, a Clary y a Simon, Isabelle derrapó hasta detenerse y Alec estuvo a punto de chocar contra ella. En otras circunstancias, la escena casi habría resultado graciosa.

—Pero... —jadeó Isabelle. Tenía cortes y estaba ensangrentada, su precioso vestido rojo hecho jirones a la altura de las rodillas, su cabello negro desprendido de su recogido, mechones sucios de sangre. Alec parecía haber salido sólo ligeramente más airoso; una manga de la chaqueta estaba completamente rasgada, aunque no se veía ninguna herida debajo—. ¿Qué hacéis aquí?

Jace, Clary y Simon se quedaron mirándola sin entender nada, demasiado traumatizados como para poder responder. Al final, fue Jace quien dijo secamente:

—Podríamos preguntaros lo mismo.

—Yo no... Creíamos que Clary y tú estabais en la fiesta —dijo Isabelle. Clary no había visto nunca a Isabelle tan poco dueña de sí misma—. Estábamos buscando a Simon.

Clary notó que el pecho de Simon se levantaba, un acto reflejo que emulaba un jadeo de sorpresa humano.

—¿Estabais?

Isabelle se ruborizó.

—Yo...

—¿Jace? —Era Alec, en tono imperante. Había lanzado a Clary y a Simon una mirada de asombro, pero volcó en seguida, como siempre, su atención a Jace. Tal vez ya no estuviera enamorado de Jace, si es que lo había estado en realidad alguna vez, pero seguían siendo
parabatai
y era en Jace en quien siempre pensaba en el transcurso de cualquier batalla—. ¿Qué haces aquí? Y, por el Ángel, ¿qué te ha pasado?

Jace miraba a Alec casi como si no lo conociera. Parecía inmerso en una pesadilla, inspeccionando un paisaje nuevo, pero no porque le resultase sorprendente o dramático, sino preparándose para afrontar los horrores que pudiera revelarle.

—La estela —dijo por fin, con la voz quebrada—. ¿Tienes tu estela?

Alec buscó en su cinturón, perplejo.

—Por supuesto. —Le pasó la estela a Jace—. Si necesitas un
iratze
...

—No es para mí —dijo Jace, manteniendo aún su extraña voz rota—. Es para ella. —Señaló a Clary—. Lo necesita más que yo. —Sus ojos se encontraron con los de Alec, oro y azul—. Por favor, Alec —dijo, desapareciendo la aspereza de su voz con la misma rapidez con que había surgido—. Ayúdala tú por mí.

Dio media vuelta y echó a andar hacia el otro extremo de la estancia, donde se abrían las puertas de cristal. Se quedó allí, mirando a través de ellas, Clary no sabía muy bien si contemplando el jardín exterior o su propio reflejo.

Alec corrió detrás de Jace un momento, pero después regresó con Clary y Simon, estela en mano. Le indicó a Simon que depositara a Clary en el suelo, y lo hizo con delicadeza, apoyándole la espalda en la pared. Se apartó un poco para que Alec pudiera arrodillarse a su lado. Clary se fijó en la expresión confusa de Alec y en su mirada de sorpresa al ver la gravedad de los cortes que atravesaban su brazo y su abdomen.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Yo... —Clary miró impotente en dirección a Jace, que seguía de espaldas a ellos. Veía su reflejo en las puertas de cristal, su cara era una mancha blanca, oscurecida aquí y allá por hematomas. La parte delantera de su camisa estaba manchada de sangre—. Es difícil de explicar.

—¿Por qué no nos convocasteis? —preguntó Isabelle; su voz daba a entender que se había sentido traicionada—. ¿Por qué no nos dijiste que veníais aquí? ¿Por qué no enviaste un mensaje de fuego o cualquier otra cosa? Sabes que habríamos venido si nos necesitabais.

—No había tiempo —dijo Simon—. Y no sabía que Clary y Jace iban a estar aquí. Creía que iba a ser el único. No me pareció correcto meteros en mis problemas.

—¿Meternos en tus problemas? —resopló Isabelle—. Tú... —empezó a decir, y después, sorprendiendo a todo el mundo, incluso a sí misma, se abalanzó sobre Simon, pasándole los brazos alrededor del cuello.

Simon se tambaleó hacia atrás, el ataque lo pilló por sorpresa, pero se recuperó en seguida. La abrazó también, enganchándose casi con el látigo colgante, y la atrajo hacia él con fuerza, colocando la cabeza oscura de ella justo por debajo de la barbilla de él. Clary no estaba segura del todo —Isabelle hablaba muy flojito—, pero le dio la impresión de que estaba maldiciendo a Simon por lo bajo.

Alec levantó las cejas, pero no hizo ningún comentario cuando se inclinó sobre Clary, tapándole con ello la escena de Isabelle y Simon. Acercó la estela a su piel y ella dio un salto por la punzada de dolor.

—Ya sé que duele —dijo Alec en voz baja—. Me parece que te has dado un golpe en la cabeza. Magnus tendría que echarte un vistazo. ¿Y Jace? ¿Está muy malherido?

—No lo sé. —Clary negó con la cabeza—. No deja que me acerque a él.

Alec la cogió por la barbilla y le movió la cabeza hacia uno y otro lado. Dibujó a continuación una segunda
iratze
en el lateral de su cuello, justo por debajo de la mandíbula.

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