Ciudad de los ángeles caídos (48 page)

—¿Qué ha hecho que considera tan terrible?

Ella abrió mucho los ojos y se quedó mirándolo.

—¿Qué te hace pensar que ha hecho alguna cosa?

Alec le soltó la barbilla.

—Lo conozco. Y conozco su forma de castigarse a sí mismo. No dejar que te acerques a él es un castigo para él, no para ti.

—No quiere que me acerque a él —dijo Clary, captando la rebeldía de su propia voz y odiándose por ser tan mezquina.

—Lo único que quiere eres tú —dijo Alec, en un tono de voz sorprendentemente gentil, y se sentó en cuclillas, apartándose el oscuro pelo de los ojos. Últimamente estaba distinto, pensó Clary, tenía una seguridad en sí mismo que no poseía cuando lo conoció, algo que le permitía ser generoso con los demás como nunca lo había sido ni consigo mismo—. Pero ¿por qué estáis aquí? Ni siquiera nos dimos cuenta de que os habíais marchado de la fiesta con Simon...

—No se fueron conmigo —dijo Simon. Isabelle y él se habían separado, pero seguían cerca el uno del otro, juntos—. Vine solo. Bueno, no exactamente solo. Fui... convocado.

Clary asintió.

—Es verdad. No nos fuimos de la fiesta con él. Cuando Jace me trajo aquí, no tenía ni idea de que Simon iba a estar también.

—¿Que Jace te trajo aquí? —dijo Isabelle, pasmada—. Jace, si sabías lo de Lilith y la iglesia de Talto, deberías haberlo dicho.

Jace seguía mirando a través de las puertas.

—Supongo que se me pasó por alto —dijo sin alterarse.

Clary movió la cabeza de un lado a otro mientras Alec e Isabelle miraban a su hermano adoptivo primero, y a ella a continuación, como si buscaran una explicación del comportamiento de Jace.

—No fue en realidad Jace —dijo ella por fin—. Estaba... siendo controlado. Por Lilith.

—¿Posesión? —Isabelle abrió los ojos de par en par, sorprendida. En un acto reflejo, su mano se tensó en torno a su látigo.

Jace se volvió en aquel momento. Lentamente, extendió el brazo y abrió su maltrecha camisa para que pudieran ver la horrible runa de la posesión y el corte ensangrentado que la atravesaba.

—Esto —dijo, manteniendo su tono de voz inexpresivo— es la marca de Lilith. Así es como me controlaba.

Alec movió la cabeza; estaba muy trastornado.

—Jace, normalmente, la única forma que existe para cortar una relación demoníaca es matando al demonio que ejerce el control. Lilith es uno de los demonios más poderosos que ha existido nunca...

—Está muerta —dijo Clary de repente—. Simon la mató. O supongo que podría decirse que la mató la Marca de Caín.

Todos se quedaron mirando a Simon.

—¿Y vosotros dos? ¿Cómo acabasteis aquí? —preguntó él, poniéndose a la defensiva.

—Buscándote —respondió Isabelle—. Encontramos la tarjeta de visita que debió de darte Lilith. En tu apartamento. Jordan nos dejó entrar. Está con Maia, abajo. —Se estremeció—. Lilith ha hecho unas cosas... no te lo creerías... horripilantes.

Alec levantó las manos.

—Un poco de tranquilidad. Vamos a explicar primero lo que nos ha pasado a nosotros y después, Simon y Clary, explicad vosotros lo que os ha pasado.

La explicación llevó menos tiempo de lo que Clary pensaba, con Isabelle tomando la palabra en su mayor parte y acompañando su discurso con amplios gestos que amenazaron, en alguna que otra ocasión, con cortar con su látigo las extremidades libres de protección de sus amigos. Alec aprovechó la oportunidad para salir a la terraza y enviar un mensaje de fuego a la Clave, comunicando su paradero y solicitando refuerzos. Jace se hizo a un lado sin decir palabra, dejándolo solo, y también cuando entró de nuevo. Tampoco dijo nada cuando Clary y Simon explicaron lo sucedido en la terraza, ni siquiera cuando llegaron a la parte en que Clary mencionó que Raziel había resucitado a Jace en Idris. Fue Izzy quien finalmente interrumpió a Clary cuando ésta empezaba a explicar que Lilith era la «madre» de Sebastian y conservaba su cuerpo en una urna de cristal.

—¿Sebastian? —Isabelle azotó el suelo con su látigo, con tanta fuerza que abrió una grieta en el mármol—. ¿Que Sebastian está ahí fuera? ¿Y que no está muerto? —Se volvió hacia Jace, que estaba apoyado en las puertas de cristal, cruzado de brazos, inexpresivo—. Yo lo vi morir. Vi a Jace partirle la espalda por la mitad, y lo vi caer al río. ¿Y ahora me dices que está vivo ahí fuera?

—No —dijo Simon, apresurándose a tranquilizarla—. Su cuerpo está allí, pero no está vivo. Lilith no consiguió completar la ceremonia. —Simon le puso una mano en el hombro, pero ella se la retiró. Se había quedado blanca como un muerto, con dos puntos rojos ardiendo en sus mejillas.

—Que no esté del todo vivo no es suficientemente muerto para mí —dijo Isabelle—. Voy a salir para cortarlo en mil pedazos. —Se volvió en dirección a las puertas.

—¡Iz! —Simon le puso la mano en el hombro—. Izzy, no.

—¿No? —Lo miró con incredulidad—. Dame un motivo por el que no debería cortarlo hasta convertirlo en confeti de papelitos en los que haya escrito «cabrón inútil».

La mirada de Simon recorrió la estancia, posándose por un instante en Jace, como si esperara que interviniera para añadir un comentario. Pero no lo hizo, ni siquiera se movió. Al final, Simon dijo:

—Mira, entiendes el ritual, ¿no es eso? El hecho de que Jace fuera devuelto de la muerte, dio a Lilith poder para resucitar a Sebastian. Pero para hacerlo, necesitaba a Jace aquí y con vida, a modo de... ¿cómo lo llamó?

—A modo de contrapeso —intervino Clary.

—Esa marca que tiene Jace en el pecho, la marca de Lilith... —Con un gesto aparentemente inconsciente, Simon se tocó el pecho, a la altura del corazón—. Pues Sebastian también la tiene. Las vi destellar las dos a la vez cuando Jace entró en el círculo.

Isabelle, agitando nerviosamente su látigo en su flanco, mordiéndose con sus dientes el rojo labio inferior, dijo con impaciencia:

—¿Y?

—Pues que creo que estaba estableciendo un vínculo entre ellos —dijo Simon—. Si Jace moría, Sebastian no podría vivir. De modo que si hicieras pedacitos a Sebastian...

—Podría hacerle daño a Jace —dijo Clary; sus palabras surgieron solas en el momento en que cayó en la cuenta—. Oh, Dios mío. Oh, Izzy, no puedes hacerlo.

—¿Y tenemos que dejar que viva? —dijo Isabelle con incredulidad.

—Hazlo picadillo, si te apetece —dijo Jace—. Tienes mi permiso.

—Cállate —dijo Alec—. Deja de comportarte como si tu vida no te importara en lo más mínimo. Iz, ¿acaso no has escuchado nada? Sebastian no está vivo.

—Pero tampoco está muerto. No lo suficiente muerto.

—Necesitamos a la Clave —dijo Alec—. Necesitamos entregarlo a los Hermanos Silenciosos. Ellos pueden cortar su conexión con Jace, y después de esto derrama toda la sangre que te venga en gana, Iz. Es hijo de Valentine. Y es un asesino. Todo el mundo perdió a alguien en la batalla de Alacante, o conoce a alguien que lo perdió. ¿Crees que se mostrarán benévolos con él? Lo harán pedacitos lentamente mientras siga con vida.

Isabelle se quedó mirando a su hermano. Muy poco a poco, se le llenaron los ojos de lágrimas, que empezaron a resbalar por sus mejillas, veteando la suciedad y la sangre que cubría su piel.

—Lo odio —dijo—. Odio cuando tienes razón.

Alec atrajo a su hermana hacia él y le estampó un beso en la frente.

—Lo sé.

Isabelle le apretujó la mano a su hermano y lo soltó en seguida.

—De acuerdo —dijo—. No tocaré a Sebastian. Pero no soporto estar tan cerca de él. —Miró en dirección a las puertas de cristal, donde aún seguía Jace—. Vamos abajo. Esperaremos a la Clave en el vestíbulo. Y tenemos que ir a buscar a Maia y a Jordan; seguramente estarán preguntándose dónde nos hemos metido.

Simon tosió para aclararse la garganta.

—Alguien debería quedarse aquí para vigilar... vigilar las cosas. Ya me quedo yo.

—No —dijo Jace—. Tú baja. Me quedo yo. Todo ha sido por mi culpa. Debería haberme asegurado de que Sebastian estaba muerto cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Y por lo que al resto se refiere...

Su voz se fue apagando. Pero Clary lo recordó acariciándole la cara en un oscuro pasillo del Instituto, lo recordó susurrando: «
Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa
».

«Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.»

Se volvió de cara a los demás; Isabelle había llamado ya el ascensor, el botón estaba iluminado. Clary oía el zumbido lejano del ascensor, que subía. Isabelle arrugó la frente.

—Alec, quizá deberías quedarte aquí arriba con Jace.

—No necesito ayuda —dijo Jace—. No hay nada que hacer. No me pasará nada.

Isabelle levantó las manos cuando el ascensor anunció su llegada con un
ping
.

—De acuerdo. Tú ganas. Quédate de morros aquí arriba solo, si eso es lo que quieres. —Entró en el ascensor, Simon y Alec la siguieron. Clary fue la última en subir, volviéndose para mirar a Jace. De nuevo estaba mirando a través de las puertas, pero lo vio reflejado en ellas. Su boca era una línea exangüe, sus ojos oscuros.

«Jace», pensó cuando las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Deseaba que se volviera, que la mirara. No lo hizo, pero sintió de repente unas manos fuertes sobre sus hombros, empujándola hacia adelante. Oyó a Isabelle que decía: «Alec, ¿qué demonios haces...?» en el momento en que ella tropezaba cruzando de nuevo las puertas del ascensor y se volvía para mirar. Las puertas estaban cerrándose a sus espaldas, pero a través de ellas pudo ver a Alec. Estaba lanzándole una media sonrisita y hacía un gesto de indiferencia, como queriendo decir: «¿Qué otra cosa podía yo hacer?». Clary avanzó, pero ya era demasiado tarde; las puertas del ascensor se habían cerrado.

Y estaba sola en la habitación con Jace.

La habitación estaba repleta de cadáveres, figuras encogidas vestidas con chándal gris con capucha, lanzadas, aplastadas o derrumbadas contra la pared. Maia estaba junto a la ventana, respirando con dificultad, mirando con incredulidad la escena que se desplegaba delante de ella. Había tomado parte en la batalla del bosque Brocelind en Idris, y entonces creyó que aquello sería lo más terrible que vería en su vida. Pero esto era peor. La sangre que brotaba de los seguidores del culto muertos no era icor de demonio; era sangre humana. Y los bebés... silenciosos y muertos en sus cunas, con sus manitas en forma de garra dobladas la una encima de la otra, como muñecos...

Se miró las manos. Tenía aún las garras extendidas, manchadas de sangre desde la punta hasta la raíz; las replegó, y la sangre resbaló por sus palmas, manchándole las muñecas. Iba descalza y tenía los pies sucios de sangre, y en el hombro tenía un largo corte, rezumando aún líquido rojo, aunque ya había empezado a cicatrizar. A pesar de la rápida curación que proporcionaba la licantropía, sabía que a la mañana siguiente se levantaría llena de moratones. En los seres lobo, los moratones rara vez duraban más de un día. Recordó cuando era humana y su hermano Daniel era un experto en pellizcarle con fiereza en lugares donde los moratones quedaban ocultos.

—Maia. —Jordan acababa de entrar por una de las puertas inacabadas, apartando un montón de cables que colgaban por delante. Se enderezó y se acercó a ella, abriéndose camino entre los cadáveres—. ¿Te encuentras bien?

La mirada de preocupación de Jordan le provocó a Maia un nudo en el estómago.

—¿Dónde están Isabelle y Alec?

Jordan movió la cabeza de lado a lado. Había sufrido daños menos visibles que los de ella. Su gruesa cazadora de cuero lo había protegido, igual que los vaqueros y las botas. Tenía un arañazo en la mejilla, sangre seca en su pelo castaño claro y manchando también el cuchillo que llevaba en la mano.

—He buscado por toda la planta. No los he visto. En las otras habitaciones hay un par de cuerpos más. Deben de haber...

La noche se iluminó como un cuchillo serafín. Las ventanas se quedaron blancas y una luz brillante inundó la habitación. Por un instante, Maia pensó que el mundo ardía en llamas, y le dio la impresión de que Jordan, que estaba avanzando hacia ella entre la luz, casi desaparecía, blanco sobre blanco, en un reluciente campo de plata. Se oyó gritar, y retrocedió a ciegas, golpeándose la cabeza contra el cristal de la ventana. Se tapó los ojos con las manos...

Y la luz se esfumó. Maia bajó las manos; el mundo daba vueltas a su alrededor. Palpó a tientas y encontró a Jordan. Lo abrazó... Se abalanzó sobre él, como solía hacer cuando él iba a buscarla a su casa y la cogía en brazos, enredando los dedos entre los rizos de su cabeza.

Entonces era más delgado, sus hombros más estrechos. Sus huesos estaban ahora recubiertos de músculo y abrazarlo era como abrazar algo absolutamente sólido, una columna de granito en medio de una tormenta de arena en el desierto. Se aferró a él, y escuchó el latido de su corazón bajo su oído mientras él le acariciaba el cabello, una caricia ruda y tranquilizadora a la vez, reconfortante y... familiar.

—Maia... No pasa nada...

Ella levantó la cabeza y acercó la boca a la de él. Jordan había cambiado en muchos sentidos, pero la sensación de besarlo era la misma, su boca tan cálida como siempre. Él se quedó rígido por un segundo, sorprendido, y a continuación la atrajo hacia sí, mientras sus manos trazaban lentos círculos en la espalda desnuda de ella. Maia recordó su primer beso. Ella le había dado sus pendientes para que él los guardara en la guantera del coche, y la mano de Jordan había temblado de tal modo que los pendientes le habían caído y había empezado a disculparse y a disculparse sin parar, hasta que ella le había dado un beso para acallarlo. Aquel día pensó que era el chico más dulce que había conocido en su vida.

Y después, mordieron a Jordan y todo cambió.

Se apartó, mareada y respirando con dificultad. Él la soltó al instante y se quedó mirándola, boquiabierto, aturdido. Detrás de él, a través de la ventana, Maia veía la ciudad; casi esperaba encontrarla arrasada, un desierto blanco y devastado al otro lado de la ventana, pero todo estaba exactamente igual. No había cambiado nada. Las luces parpadeaban en los edificios de la otra acera, se oía el débil sonido del tráfico.

—Deberíamos marcharnos —dijo—. Deberíamos ir a buscar a los demás.

—Maia —dijo él—. ¿Por qué acabas de besarme?

—No lo sé —respondió ella—. ¿Crees que deberíamos mirar en los ascensores?

—Maia...

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