Ciudad de los ángeles caídos (50 page)

—Es el anillo de la familia Lightwood —dijo Isabelle, percatándose de que Simon estaba mirándolo—. Cada familia tiene un emblema. El nuestro es el fuego.

«Te encaja», pensó Simon. Izzy era como fuego, con su llameante vestido granate, con su humor variable como las chispas. En la azotea casi había pensado que iba a estrangularlo cuando lo había abrazado de aquella manera y le había llamado todos los nombres imaginables mientras se aferraba a él como si nunca lo fuera a soltar. Pero ahora tenía la mirada perdida en la lejanía, casi tan inalcanzable como una estrella. Resultaba muy desconcertante.

«Sé que amas a tus amigos cazadores de sombras —le había dicho Camille—. Igual que el halcón ama al amo que lo mantiene cautivo y cegado.»

—Eso que nos has dicho —dijo, titubeando, mirando cómo Isabelle enrollaba un mechón de pelo en su dedo índice—, allí arriba en la terraza, eso de que no sabías que Clary y Jace estaban en este lugar. Que habías venido aquí por mí... ¿era verdad?

Isabelle levantó la vista, colocándose el mechón de pelo detrás de la oreja.

—Pues claro que es verdad —dijo, indignada—. Cuando vimos que te habías ido de la fiesta... y sabiendo que llevabas días en peligro, y que Camille se había escapado... —Se interrumpió de repente—. Y con Jordan como responsable de ti que empezaba a asustarse.

—¿De modo que fue idea suya venir a por mí?

Isabelle lo miró un prolongado momento. Sus ojos eran insondables y oscuros.

—Fui yo quien se dio cuenta de que te habías ido —dijo—. Fui yo la que quiso ir a buscarte.

Simon tosió para aclararse la garganta. Se sentía extrañamente mareado.

—Pero ¿por qué? Tenía entendido que ahora me odiabas.

No tenía que haber dicho aquello. Isabelle movió la cabeza de un lado a otro, con su oscuro pelo volando, y se apartó un poco de él en el asiento.

—Oh, Simon. No seas burro.

—Iz. —Alargó el brazo y le tocó la muñeca, dubitativo. Ella no se retiró, sino que simplemente se quedó mirándolo—. Camille me dijo una cosa en el Santuario. Me dijo que los cazadores de sombras no querían a los subterráneos, que se limitaban a utilizarlos. Dijo que los nefilim nunca harían por mí lo que yo pudiera llegar a hacer por ellos. Pero tú lo has hecho. Viniste a por mí. Viniste a por mí.

—Pues claro que lo hice —dijo sin apenas voz—. Cuando pensé que podía haberte ocurrido alguna cosa...

Simon se inclinó hacia ella, sus caras estaban a escasos centímetros la una de la otra. Veía en sus ojos negros el reflejo de las chispas de la lámpara de araña. Isabelle tenía la boca entreabierta y Simon notaba el calor de su aliento. Por primera vez desde que se había convertido en vampiro, sentía calor, como una descarga eléctrica que pasaba entre los dos.

—Isabelle —dijo. No Iz, ni Izzy. Isabelle—. ¿Puedo...?

El ascensor sonó; se abrieron las puertas y aparecieron Alec, Maia y Jordan. Alec observó receloso cómo Simon e Isabelle se separaban, pero antes de que pudiera decir cualquier cosa, las dobles puertas del vestíbulo se abrieron y empezaron a irrumpir cazadores de sombras. Simon reconoció a Kadir y a Maryse, que de inmediato corrió hacia Isabelle y la cogió por los hombros exigiéndole saber qué había pasado.

Simon se levantó y se apartó, incómodo... y estuvo a punto de caer derribado al suelo por Magnus, que atravesaba corriendo el vestíbulo para reunirse con Alec. Ni siquiera vio a Simon. «Al fin y al cabo, de aquí a cien años, doscientos, quedaremos sólo tú y yo», le había dicho Magnus en el Santuario. Sintiéndose amargamente solo entre aquella multitud de cazadores de sombras, Simon se recostó en la pared con la vana esperanza de que nadie se percatara de su presencia.

Alec levantó la vista en el momento en que Magnus llegó a su lado, lo cogió y lo atrajo hacia él. Recorrió con los dedos la cara de Alec como si estuviera buscando golpes o daños, murmurando casi para sus adentros:

—¿Cómo has podido... irte de esta manera y sin siquiera decírmelo? Podría haberte ayudado...

—Para. —Alec se apartó, en un gesto rebelde.

Magnus se controló, su voz se serenó.

—Lo siento —dijo—. No debería haber abandonado la fiesta. Tendría que haberme quedado contigo. Camille ha desaparecido. Nadie tiene la menor idea de adónde ha ido, y como es imposible seguirle la pista a un vampiro... —Se encogió de hombros.

Alec alejó de su cabeza la imagen de Camille, encadenada a la tubería, mirándolo con aquellos salvajes ojos verdes.

—Da lo mismo —dijo—. Ella no importa. Sé que sólo intentabas ayudar. No estoy enfadado contigo porque te marcharas de la fiesta.

—Pero estabas enfadado —dijo Magnus—. Sé que lo estabas. Por eso estaba yo tan preocupado. Salir corriendo y ponerte en peligro sólo porque te habías enfadado conmigo...

—Soy un cazador de sombras —dijo Alec—. Me dedico a esto, Magnus. No es por ti. La próxima vez tendrás que enamorarte de un agente de seguros, si no...

—Alexander —dijo Magnus—. No habrá una próxima vez. —Presionó la frente contra la de Alec, unos ojos verde dorados mirando fijamente a unos ojos azules.

A Alec se le aceleró el corazón.

—¿Por qué no? —dijo—. Tú vivirás eternamente. Nadie vive eternamente.

—Ya sé que dije eso —dijo Magnus—. Pero Alexander...

—Deja ya de llamarme así —dijo Alec—. Alexander es como me llaman mis padres. Y supongo que es todo un avance por tu parte haber aceptado de un modo tan fatalista mi mortalidad (todo en este mundo muere, bla, bla, bla), pero ¿cómo crees que me hace sentir eso a mí? Las parejas normales tienen esperanzas: esperan envejecer juntos, esperan vivir una larga vida y morir al mismo tiempo, pero nosotros no podemos esperar nada de todo eso. Ni siquiera sé qué quieres.

Alec no estaba seguro de qué respuesta esperaba —si enfado o una actitud defensiva, o quizá incluso una salida humorística—, pero la voz de Magnus se limitó a bajar de volumen y se quebró ligeramente cuando dijo:

—Alex... Alec. Lo único que puedo hacer es pedirte disculpas si te di la impresión de que había aceptado la idea de tu muerte. Lo intenté, creí haberlo hecho... y aun así me imaginaba teniéndote a mi lado durante cincuenta o sesenta años más. Pensé que entonces estaría preparado para abandonarte. Pero se trata de ti, y ahora me doy cuenta de que nunca estaré más preparado para perderte de lo que lo estoy ahora. —Cogió con delicadeza la cara de Alec—. Y no lo estoy en absoluto.

—Y entonces ¿qué hacemos? —musitó Alec.

Magnus hizo un gesto de indiferencia y de pronto, sonrió; con su pelo negro alborotado y el destello de sus ojos verde dorados, parecía un adolescente travieso.

—Lo que hace todo el mundo —respondió—. Como tú has dicho: tener esperanza.

Alec y Magnus habían empezado a besarse en un rincón del vestíbulo y Simon no sabía muy bien hacia dónde mirar. No quería que pensasen que estaba observándolos durante lo que a todas luces era un momento de intimidad, pero a dondequiera que mirara se tropezaba con las miradas hostiles de los cazadores de sombras. A pesar de haber combatido a su lado contra Camille, ninguno de ellos lo miraba con una simpatía especial. Una cosa era que Isabelle lo aceptara y lo tuviera en cierta estima, pero la masa de los cazadores de sombras no tenía nada que ver. Adivinaba qué estarían pensando. «Vampiro, subterráneo, enemigo», estaba escrito en sus caras. Fue un verdadero alivio cuando vio que volvían a abrirse las puertas e irrumpía Jocelyn, todavía con el vestido azul de la fiesta. Luke apareció unos pasos detrás de ella.

—¡Simon! —exclamó ella en cuanto lo vio. Corrió hacia él y, sorprendiéndolo, lo abrazó con fuerza un buen rato antes de soltarlo—. ¿Dónde está Clary, Simon? ¿Está...?

Simon abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. ¿Cómo explicarle a Jocelyn, precisamente a ella, lo que había pasado aquella noche? A Jocelyn, que se quedaría horrorizada cuando se enterase de que el daño que había hecho Lilith, los niños que había asesinado, la sangre que había derramado, había sido todo con la intención de crear más criaturas como el hijo muerto de Jocelyn, cuyo cuerpo yacía ahora en un ataúd en la terraza donde se encontraban Clary y Jace...

«No puedo contarle nada de todo esto —pensó—. No puedo.» Miró a Luke, que estaba detrás de ella, y cuyos ojos azules descansaban expectantes en él. Detrás de la familia de Clary, veía a los cazadores de sombras arremolinándose en torno a Isabelle, mientras ella relataba los sucesos de la noche.

—Yo... —dijo, sin saber por dónde empezar, y entonces volvieron a abrirse las puertas del ascensor y apareció Clary. Iba descalza, su precioso vestido de seda se había convertido en ensangrentados harapos, los moratones estaban desapareciendo ya de sus brazos y piernas desnudas. Pero sonreía... Estaba radiante, incluso más feliz de lo que Simon la había visto en muchas semanas.

—¡Mamá! —exclamó, y Jocelyn corrió hacia ella para abrazarla. Clary sonrió a Simon por encima del hombro de su madre. Simon echó un vistazo al vestíbulo. Alec y Magnus seguían abrazados, y Maia y Jordan habían desaparecido. Isabelle seguía rodeada de cazadores de sombras, y Simon podía escuchar los gritos sofocados de horror y asombro que emitía el grupo al escuchar su relato. Se imaginaba que en el fondo Isabelle estaría disfrutando. Le encantaba ser el centro de atención, fuera cual fuese el motivo.

Notó una mano en su hombro. Era Luke.

—¿Estás bien, Simon?

Simon levantó la vista para mirarlo. Luke tenía el aspecto de siempre: sólido, profesional; inspiraba confianza. En absoluto molesto porque su fiesta de compromiso se hubiese visto interrumpida por una urgencia tan dramática y repentina.

El padre de Simon había muerto hacía tanto tiempo que apenas lo recordaba. Rebecca se acordaba de algunos detalles —qué llevaba y que le ayudaba a construir torres jugando a construcciones—, pero Simon no. Era una de las cosas que siempre había pensado que tenía en común con Clary, que los había unido: los padres de ambos habían fallecido, y ambos habían sido criados por madres solteras y fuertes.

Al menos una de esas cosas había resultado ser cierta, pensó Simon. Aunque su madre había salido con hombres, Simon nunca había tenido una presencia paternal constante en su vida, exceptuando a Luke. Suponía que, en cierto sentido, Clary y él habían compartido a Luke. Y la manada de lobos seguía también el liderazgo de Luke. Para tratarse de un soltero sin hijos, Luke tenía un montón de personas a quienes cuidar.

—No lo sé —respondió Simon, dándole a Luke la respuesta sincera que le gustaría pensar que habría dado a su padre—. No creo.

Luke movió a Simon para mirarlo frente a frente.

—Estás lleno de sangre —dijo—. Y me imagino que no es tuya, porque... —Hizo un ademán en dirección a la Marca que Simon lucía en la frente—. Pero, oye —dijo con voz bondadosa—, incluso ensangrentado y con la Marca de Caín, sigues siendo Simon. ¿Puedes contarme qué ha pasado?

—La sangre no es mía, tienes razón —dijo Simon con voz ronca—. Pero es una larga historia. —Ladeó la cabeza para mirar a Luke; siempre se había preguntado si algún día daría otro estirón, si crecería unos centímetros más de aquel metro setenta y dos que medía ahora, para poder mirar a Luke, y qué decir de Jace, directo a los ojos. Pero eso ya no sucedería nunca—. Luke —dijo—, ¿crees que es posible hacer algo tan malo, aun sin querer hacerlo, de lo que nunca puedes llegar a recuperarte? ¿Algo que nadie pueda perdonarte?

Luke lo miró en silencio durante un buen rato. Y dijo a continuación:

—Piensa en alguien a quien quieras, Simon. A quien quieras de verdad. ¿Podría esa persona hacerte alguna cosa por la cual dejaras de quererla para siempre?

Por la cabeza de Simon desfiló un seguido de imágenes, como las páginas de un libro animado: Clary, volviéndose para sonreírle por encima del hombro; su hermana, haciéndole cosquillas cuando era pequeño; su madre, dormida en el sofá con la mantita tapándole los hombros; Izzy...

Desterró en seguida aquellas ideas. Clary no había hecho nada tan terrible para que él tuviera que darle su perdón; ni ninguna de las personas que estaba imaginándose. Pensó en Clary, perdonando a su madre por haberle robado los recuerdos. Pensó en Jace, lo que había hecho en la azotea, el aspecto que tenía después. Había hecho lo que había hecho sin voluntad propia, pero Simon dudaba de que Jace fuera capaz de perdonarse, a pesar de todo. Y después pensó en Jordan, que no se había perdonado lo que le había hecho a Maia, pero que había seguido igualmente adelante, uniéndose a los
Praetor Lupus
, ayudando a los demás.

—He mordido a alguien —dijo. En el instante en que aquellas palabras salieron de su boca, deseó poder tragárselas. Se armó de valor a la espera de la mirada horrorizada de Luke, pero no pasó nada.

—¿Vive? —dijo Luke—. Me refiero a la persona que mordiste. ¿Ha sobrevivido?

—Yo... —¿Cómo explicarle lo de Maureen? Lilith se lo había ordenado, de todos modos, pero Simon no estaba del todo seguro de que hubiesen visto ya sus últimas fechorías—. No la maté.

Luke hizo un gesto afirmativo.

—Ya sabes cómo lo hacen los seres lobo para convertirse en líderes de la manada —dijo—. Tienen que matar al actual líder de la manada. Yo lo he hecho dos veces. Tengo las cicatrices que lo demuestran. —Se retiró un poco el cuello de la camisa, y Simon pudo ver el extremo de una gruesa cicatriz blanca de aspecto irregular, como si le hubiesen clavado unas garras—. La segunda vez fue un movimiento calculado. Matar a sangre fría. Quería convertirme en el líder, y así lo hice. —Se encogió de hombros—. Eres un vampiro. Tu naturaleza te lleva a querer beber sangre. Te has refrenado mucho tiempo sin hacerlo. Sé que puedes estar bajo la luz del sol, Simon, y que te enorgulleces de ser un chico humano normal, pero sigues siendo lo que eres. Igual que yo. Cuanto más trates de reprimir tu verdadera naturaleza, más te controlará ella a ti. Sé lo que eres. Nadie que te quiera de verdad lo impedirá.

Simon dijo con voz ronca:

—Mi madre...

—Clary me contó lo que sucedió con tu madre, y que duermes en casa de Jordan Kyle —dijo Luke—. Mira, tu madre cambiará de opinión, Simon. Igual que hizo Amatis conmigo. Sigues siendo su hijo. Hablaré con ella, si quieres que lo haga.

Simon negó con la cabeza. A su madre siempre le había gustado Luke. Enfrentarse al hecho de que Luke era un hombre lobo sólo empeoraría las cosas, no al revés.

Other books

Reparations by T. A. Hernandez
Proserpine and Midas by Mary Shelley
Forest Shadows by David Laing
Jim Morgan and the King of Thieves by James Matlack Raney
Harry Cat's Pet Puppy by George Selden
Vanishing Girl by Shane Peacock
Plain Jane by Carolyn McCray