Ciudad de los ángeles caídos (31 page)

—Vivo eternamente —dijo muy despacio Magnus—. A diferencia de los demás.

Parecía que a Alec le acabaran de dar un bofetón.

—¿Y permaneces con ellos mientras viven y luego te buscas a otro?

Magnus no dijo nada. Miró a Alec; sus ojos brillaban como los de un gato.

—¿Preferirías que permaneciese solo toda la eternidad?

Alec hizo una mueca.

—Me voy a ver a Isabelle —dijo, y sin mediar más palabras, dio media vuelta y se marchó al Instituto.

Magnus, con la tristeza reflejada en sus ojos, se quedó quieto viéndolo desaparecer. Pero no era una tristeza humana, pensó Simon. Sus ojos contenían la tristeza de siglos, como si el borde afilado de la tristeza humana se hubiera desgastado hasta irse suavizando con el paso de los años, igual que el agua del mar desgasta el canto afilado del vidrio.

Magnus miró a Simon de reojo, como si acabara de adivinar que estaba pensando en él.

—¿Escuchando a hurtadillas, vampiro?

—La verdad es que no me gusta que me llamen así —dijo Simon—. Tengo un nombre.

—Me imagino que será mejor que lo recuerde. Al fin y al cabo, de aquí a cien años, doscientos, sólo quedaremos tú y yo. —Magnus miró pensativo a Simon—. Seremos lo único que quede.

Sólo de pensarlo, Simon se sintió como si estuviera encerrado en un ascensor cuyos cables se han roto de repente y empieza a caer hacia abajo, mil pisos seguidos. Aquella idea ya le había pasado por la cabeza, claro estaba, pero siempre la había arrinconado. Pensar en que seguiría teniendo dieciséis años mientras Clary, Jace y todos aquellos a quienes conocía se hacían mayores, envejecían, tenían hijos, y él no cambiaba en absoluto, era demasiado enorme y demasiado horrible como para tenerlo en cuenta.

Tener eternamente dieciséis años sonaba bien hasta que reflexionabas en serio al respecto. Y entonces era cuando dejaba de ser un buen plan.

Los ojos de gato de Magnus eran ahora de un color oro verdoso claro.

—¿Enfrentándote cara a cara con la eternidad? —dijo—. ¿A que no parece muy divertido?

Pero Maryse reapareció antes de que a Simon le diera tiempo a responder.

—¿Dónde está Alec? —preguntó, mirando sorprendida a su alrededor.

—Ha ido a ver a Isabelle —dijo Simon, antes de que Magnus dijera cualquier otra cosa.

—Muy bien. —Maryse se alisó la parte delantera de su chaqueta, que no estaba en absoluto arrugada—. Si no os importa...

—Hablaré con Camille —dijo Magnus—. Pero me gustaría estar a solas con ella. Si quieres esperar en el Instituto, iré a verte en cuanto termine.

Maryse dudó.

—¿Sabes lo que tienes que preguntarle?

La mirada de Magnus era inquebrantable.

—Sé cómo hablar con ella, sí. Si está dispuesta a decir algo, me lo dirá a mí.

Ambos parecían haber olvidado por completo que Simon seguía allí.

—¿Me marcho yo también? —preguntó, interrumpiendo su concurso de miradas.

Maryse lo miró distraída.

—Oh, sí. Gracias por tu ayuda, Simon, pero ya no eres necesario. Vuelve a casa, si quieres.

Magnus no dijo nada. Con un gesto de indiferencia, Simon dio media vuelta y se dirigió a la puerta que daba a la sacristía y a la salida que lo conduciría al exterior. Al llegar a la puerta, sin embargo, se detuvo para mirar atrás. Maryse y Magnus seguían hablando, aunque el centinela había abierto ya la puerta del Instituto, dispuesto a irse. Sólo Camille parecía recordar que Simon continuaba allí. Le sonrió desde su columna, con los labios curvados en las comisuras; sus ojos susurraban una brillante promesa.

Simon salió y cerró la puerta a sus espaldas.

—Sucede cada noche. —Jace estaba sentado en el suelo, con las piernas recogidas, las manos colgando entre las rodillas. Había dejado el cuchillo sobre la cama, al lado de Clary; mientras él seguía hablando, ella había dejado caer una mano sobre el cuchillo, más para tranquilizarlo que porque lo necesitara para defenderse. Era como si Jace se hubiese quedado sin energía; incluso su voz sonaba vacía y remota, como si hablara con ella desde muy lejos—. Sueño que entras en mi habitación y... empezamos a hacer justo lo que estábamos a punto de hacer. Y entonces te ataco. Te corto, o te ahogo o te clavo el cuchillo, y mueres, mirándome con tus preciosos ojos verdes mientras te desangras entre mis manos.

—No son más que sueños —dijo Clary amablemente.

—Acabas de ver que no lo son —dijo Jace—. Cuando he cogido este cuchillo estaba completamente despierto.

Clary sabía que Jace tenía razón.

—¿Te preocupa la posibilidad de que te estés volviendo loco?

Negó lentamente con la cabeza. Con el gesto, le cayó el pelo sobre los ojos y lo echó hacia atrás. Lo llevaba quizá demasiado largo; hacía tiempo que no se lo cortaba y Clary se preguntó si sería porque ni siquiera quería tomarse esa molestia. ¿Cómo era posible que no hubiese prestado más atención a las sombras que veía ahora bajo sus ojos, a sus uñas mordidas, a su aspecto agotado y exhausto? Había estado tan preocupada preguntándose si seguía queriéndola, que no había pensado en nada más.

—La verdad es que eso no me preocupa tanto —dijo—. Lo que me preocupa es hacerte daño. Me preocupa que ese veneno que está consumiendo mis sueños se derrame sobre mi vida cuando estoy despierto y acabe... —Fue como si se le cerrara la garganta.

—Tú nunca me harías daño.

—Tenía el cuchillo en mi mano, Clary. —Levantó la vista hacia ella—. Si llego a hacerte daño... —Su voz se cortó—. Los cazadores de sombras mueren jóvenes, a menudo —dijo—. Ambos lo sabemos. Y tú quisiste ser cazadora de sombras y yo nunca te lo impediría, pues no es asunto mío decirte lo que debes hacer con tu vida. Sobre todo teniendo en cuenta que yo también corro esos mismos riesgos. ¿Qué tipo de persona sería si te dijera que yo puedo poner mi vida en peligro pero tú no? He pensado muchas veces en cómo sería mi vida si tú murieses. Y estoy seguro de que tú también has pensado en eso.

—Sé cómo sería —dijo Clary, recordando el lago, la espada y la sangre de Jace derramándose sobre la arena. Había estado muerto, y el Ángel lo había devuelto a la vida; habían sido los minutos más terribles de la existencia de Clary—. En aquella ocasión yo quise morir. Pero sabía que de haberme dado por vencida, te habría defraudado.

Jace sonrió con la sombra de una sonrisa.

—Y yo he pensado lo mismo. Si murieses, no querría vivir. Pero no me mataría, porque sea lo que sea lo que sucede cuando morimos, quiero estar contigo allí. Y si me matara, sé que no volverías a hablarme jamás. En ninguna vida. Por lo tanto, viviría e intentaría hacer algo positivo hasta poder estar de nuevo contigo. Pero si yo te hago daño... si yo fuera la causa de tu muerte, nada me impediría destruirme.

—No digas eso. —Clary sintió un gélido escalofrío—. Deberías habérmelo contado, Jace.

—No podía. —Su tono de voz sonó rotundo, definitivo.

—¿Por qué no?

—Creía ser Jace Lightwood —dijo—. Creía posible que mi formación no me hubiera influido. Pero ahora me pregunto si lo que sucede tal vez es que la gente no cambia nunca. Quizá siempre seré Jace Morgenstern, el hijo de Valentine. Me crió durante diez años y es posible que sea una mancha que no se borrará jamás.

—Crees que todo esto es debido a tu padre —dijo Clary, y le pasó por la cabeza aquel fragmento de la historia que Jace le había mencionado en una ocasión: «Amar es destruir». Y entonces pensó en lo raro que era que ella llamase Valentine al padre de Jace, cuando era la sangre de Valentine la que corría por las venas de ella, no por las de Jace. Pero nunca había sentido hacia Valentine lo que se siente por un padre. Y Jace sí—. ¿Y no querías que yo lo supiera?

—Tú eres todo lo que quiero —dijo Jace—. Y tal vez Jace Lightwood se merezca tener todo lo que quiere. Pero Jace Morgenstern no. Y es algo que tengo muy claro en mi interior. De lo contrario, no estaría intentando destruir lo que tenemos.

Clary respiró hondo y soltó lentamente el aire.

—No creo que estés haciéndolo.

Jace levantó la cabeza y pestañeó.

—¿Qué quieres decir?

—Tú crees que es psicológico —dijo Clary—. Que hay algo en ti que no funciona como es debido. Pues yo no. Pienso que todo esto te lo está haciendo alguien.

—Yo no...

—Ituriel me envió sueños —dijo Clary—. Es posible que alguien esté enviándote estos sueños.

—Ituriel te envió sueños para intentar ayudarte. Para guiarte hacia la verdad. ¿Qué objetivo tienen mis sueños? Son repugnantes, sin sentido, sádicos...

—Tal vez tengan un significado —dijo Clary—. Tal vez su significado no sea el que tú piensas. O tal vez quienquiera que esté enviándotelos intenta hacerte daño.

—¿Y quién querría hacerme daño?

—Alguien a quien no le caemos muy bien —dijo Clary, y alejó de su cabeza una imagen de la reina seelie.

—Es posible —dijo Jace en voz baja, mirándose las manos—. Sebastian...

«De modo que tampoco él quiere llamarle Jonathan», pensó Clary. Y no lo culpaba por ello. También él se llamaba así.

—Sebastian está muerto —dijo, con un tono más cortante del que pretendía—. Y de haber tenido este tipo de poder, lo habría utilizado antes.

La duda y la esperanza empezaron a perseguirse para encontrar su lugar en la expresión de Jace.

—¿De verdad piensas que alguien podría estar haciéndome todo esto?

El corazón de Clary empezó a latir con fuerza. No estaba segura; deseaba con todas sus fuerzas que fuera cierto, pero si no lo era, habría dado esperanzas a Jace en vano. Esperanzas a los dos.

Aunque tenía la sensación de que hacía bastante tiempo que Jace no se sentía esperanzado por nada.

—Creo que tendríamos que ir a la Ciudad Silenciosa —dijo Clary—. Los Hermanos podrían entrar en tu mente y descubrir si alguien anda incordiando por ahí. Igual que hicieron conmigo.

Jace abrió la boca y la cerró de nuevo.

—¿Cuándo? —dijo por fin.

—Ahora mismo —dijo Clary—. No quiero esperar. ¿Y tú?

Jace no respondió, sino que se limitó a levantarse del suelo y a recoger su camiseta. Miró a Clary, y estuvo a punto de sonreír.

—Si vamos a la Ciudad Silenciosa, mejor será que te vistas. Me encanta lo guapa que estás con sujetador y braguitas, pero no sé si los Hermanos Silenciosos serán de la misma opinión. Sólo quedan unos pocos, y no quiero que mueran de sobreexcitación.

Clary saltó de la cama y le lanzó una almohada, casi aliviada. Cogió su ropa y se puso la camiseta. Justo antes de pasársela por la cabeza, vio de reojo el cuchillo sobre la cama, brillante como un tenedor de llamas plateadas.

—Camille —dijo Magnus—. Hace mucho tiempo, ¿verdad?

Camille sonrió. Su piel parecía más blanca de lo que él recordaba y bajo su superficie empezaban a asomar oscuras venas en forma de telaraña. Su cabello seguía recordando a las hebras de plata y sus ojos continuaban tan verdes como los de un gato. Era bella, todavía. Mirándola, volvió a sentirse en Londres. Veía el alumbrado a gas de las calles, olía a humo, suciedad y caballos, el aroma acre de la niebla, las flores de los Kew Gardens. Veía a un chico de pelo negro y ojos azules como los de Alec. Una chica con largos rizos castaños y cara seria. En un mundo donde todo acababa desapareciendo, ella era una de las escasas constantes que seguían aún ahí.

Y luego estaba Camille.

—Te he echado de menos, Magnus —dijo ella.

—No, no es cierto. —Magnus se sentó en el suelo del Santuario. Percibió al instante la frialdad de la piedra traspasando su ropa. Se alegró de llevar encima la bufanda—. ¿Por qué precisamente yo? ¿Para perder tiempo?

—No. —Camille se inclinó hacia adelante, las cadenas traquetearon. Casi podía oírse el siseo allí donde el metal bendecido rozaba la piel de sus muñecas—. He oído hablar de ti, Magnus. He oído decir que últimamente estás bajo la protección de los cazadores de sombras. Y me habían dicho que te has ganado incluso el amor de uno de ellos. Ese chico con el que estabas hablando hace un momento, me imagino. La verdad es que tus gustos siempre fueron de lo más variados.

—Has escuchado rumores acerca de mí —dijo Magnus—. Pero te habría bastado con preguntarme directamente. Llevo años en Brooklyn, muy cerca de ti, y no he tenido noticias tuyas. No te vi jamás en ninguna de mis fiestas. Hemos estado separados por un muro de hielo, Camille.

—No fui yo quien lo construyó. —Abrió de par en par sus verdes ojos—. Sabes que siempre te he amado.

—Me abandonaste —dijo él—. Me convertiste en tu mascota y luego me abandonaste. Si el amor fuese comida, me habría muerto de hambre con los huesos que me lanzabas. —Hablaba sin emoción. Había pasado mucho tiempo.

—Teníamos toda la eternidad —replicó ella, protestando—. Sabías que acabaría volviendo a ti...

—Camille —dijo Magnus, cargándose de paciencia—. ¿Qué quieres?

El pecho de Camille ascendió, para descender bruscamente acto seguido. Al no tener necesidad alguna de respirar, Magnus comprendió que el gesto era básicamente con la intención de subrayar lo que iba a decir a continuación.

—Sé que los cazadores de sombras te escuchan —dijo—. Quiero que hables con ellos en mi nombre.

—Quieres que cierre un trato con ellos de tu parte —tradujo Magnus.

Ella se quedó mirándolo.

—Tu modo de expresión siempre fue lamentablemente moderno.

—Dicen que has matado a tres cazadores de sombras —dijo Magnus—. ¿Es eso cierto?

—Eran miembros del Círculo —respondió ella; su labio inferior temblaba—. En el pasado torturaron y mataron a muchos de los míos...

—¿Y lo hiciste por eso? ¿Por venganza? —Viendo que ella permanecía en silencio, Magnus dijo a continuación—: Sabes muy bien lo que hacen con los que matan a nefilim, Camille.

Camille tenía los ojos brillantes.

—Necesito que intercedas por mí, Magnus. Quiero la inmunidad. Quiero que la Clave me prometa por escrito que me perdonará la vida y me dejará en libertad a cambio de información.

—Nunca te dejarán en libertad.

—Entonces nunca sabrán por qué tenían que morir sus colegas.

—¿Tenían que morir? —Magnus se quedó reflexionando—. Una forma muy interesante de expresarlo, Camille. ¿Me equivocaría si te dijera que en todo esto hay algo más que lo que se ve a simple vista? ¿Algo más que necesidad de sangre o venganza?

Camille permaneció en silencio, mientras su pecho practicaba un teatral movimiento de ascenso y descenso. Todo en ella era teatral, desde la caída de su melena plateada, hasta la curvatura de su cuello, pasando incluso por la sangre de las muñecas.

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