Ciudad de los ángeles caídos (25 page)

—Fue eso —dijo Jordan—. Es por Maia.

Clary estaba sentada detrás del escritorio que tenía en la habitación de invitados de casa de Luke, con el trozo de tela que había cogido del depósito de cadáveres del Beth Israel extendido delante de ella. Había colocado unos lápices a cada lado de la tela para mantenerla estirada y estaba mirándola fijamente, estela en mano, tratando de recordar la runa que se le había aparecido en el hospital.

Concentrarse era complicado. No podía dejar de pensar en Jace, en la noche anterior. Adónde habría ido. En por qué se sentía tan infeliz. Hasta que lo vio anoche, no se había dado cuenta de que se sentía tan mal como ella, y aquello le había partido el corazón. Deseaba llamarlo, pero se había reprimido de hacerlo ya varias veces desde que había llegado a casa. Si en algún momento Jace tenía intención de explicarle su problema, lo haría sin necesidad de que ella se lo preguntase. Lo conocía lo bastante bien como para saberlo.

Cerró los ojos e intentó obligarse a dibujar la runa. No era una runa de su invención, eso lo sabía seguro. Era una runa que ya existía, aunque no sabía con certeza si la había visto en el Libro Gris. Su forma le daba a entender menos una interpretación que una relación, un deseo de mostrar la forma de algo oculto bajo su superficie, de tener que retirar lentamente el polvo que la cubría para poder leer la inscripción que escondía debajo...

La estela tembló entre sus dedos y abrió los ojos para descubrir, sorprendida, que había conseguido trazar un pequeño dibujo en un extremo de la tela. Parecía casi una mancha, con raros fragmentos proyectándose en todas direcciones. Clary frunció el ceño y se preguntó si estaría perdiendo sus habilidades. Pero entonces el tejido empezó a relucir, como ese brillo neblinoso que produce el calor al desprenderse del asfalto ardiente. Y se quedó boquiabierta cuando vio unas palabras desplegarse sobre la tela, como si una mano invisible estuviera escribiéndolas:

«Propiedad de la iglesia de Talto. 232 Riverside Drive.»

La recorrió un murmullo de excitación. Era una pista, una pista de verdad. Y la había encontrado ella sola, sin la ayuda de nadie.

232 Riverside Drive. Aquello caía por el Upper West Side, le parecía, por los alrededores de Riverside Park, en el otro extremo de Nueva York. No muy lejos. La iglesia de Talto. Clary dejó la estela con expresión preocupada. Fuera lo que fuese, sonaba a malas noticias. Arrastró la silla hasta el viejo ordenador de sobremesa de Luke y entró en Internet. La verdad fue que no le sorprendió que la búsqueda de «Iglesia de Talto» no produjera resultados entendibles. Lo que había aparecido escrito en una esquina de la tela debía de estar en purgático, o cthoniano, o en cualquier otro idioma demoníaco.

De una cosa estaba segura: fuera lo que fuese la iglesia de Talto, era secreta, y probablemente mala. Si estaba involucrada en convertir a bebés humanos en cosas con garras en lugar de manos, no podía ser una religión de verdad. Clary se preguntó si la madre que había tirado al bebé en el contenedor de basura próximo al hospital sería miembro de esa iglesia y si antes de que naciera su hijo sabría en qué se había metido.

Cuando cogió el teléfono, sentía frío en todo el cuerpo. Se detuvo con el aparato en la mano. Había estado a punto de llamar a su madre, pero no podía llamar a Jocelyn y contarle aquello. Jocelyn había dejado de llorar y había accedido por fin a salir, con Luke, a mirar anillos. Y a pesar de que Clary consideraba a su madre lo bastante fuerte como para afrontar la verdad que resultara de todo aquello, sabía sin la menor duda que tendría problemas con la Clave por haber llevado tan lejos su investigación sin informarlos.

Luke. Pero Luke estaba con su madre. No podía llamarlo.

Maryse, quizá. Pero la simple idea de llamarla le resultaba extraña e intimidatoria. Además, Clary sabía —sin querer casi reconocer que era un factor a tener en cuenta— que si dejaba que la Clave se hiciera cargo del asunto, ella quedaría completamente apartada del juego. Quedaría al margen de un misterio que parecía tremendamente personal. Eso sin mencionar que sería como traicionar a su madre frente a la Clave.

Pero ir por su propia cuenta, sin saber qué podía encontrarse... Se había entrenado, pero tampoco tanto. Y sabía que tenía tendencia a actuar primero y a pensar después. A regañadientes, se acercó el teléfono, dudó un instante... y envió un rápido mensaje de texto: «232 RIVERSIDE DRIVE. TENEMOS QUE ENCONTRARNOS ALLÍ EN SEGUIDA. ES IMPORTANTE». Pulsó la tecla de envío y se sentó un segundo a esperar que la pantalla se iluminara con la respuesta: «OK».

Con un suspiro, Clary dejó el teléfono y fue a buscar sus armas.

—Quería a Maia —dijo Jordan. Se había sentado en el sofá después de haber conseguido por fin preparar café, aunque no había bebido ni un sorbo. Sujetaba el tazón con ambas manos, dándole vueltas y más vueltas mientras seguía hablando—. Tienes que saberlo, antes de que te cuente cualquier cosa más. Ambos veníamos de esa ciudad deprimente e infernal de Nueva Jersey, donde ella tenía que soportar todo tipo de gilipolleces porque su padre era negro y su madre blanca. Tenía además un hermano, un psicópata redomado. No sé si te había hablado de él, Daniel.

—No mucho —dijo Simon.

—Con todo eso, su vida era complicada, pero nunca se desanimaba. La conocí en una tienda de música, comprando discos viejos. Vinilos, sí. Empezamos a hablar y me di cuenta en seguida de que era la chica más estupenda en muchos kilómetros a la redonda. Guapa, además. Y cariñosa. —Los ojos de Jordan reflejaban lejanía—. Salimos, y fue fantástico. Estábamos locamente enamorados. Como sólo puedes estarlo con dieciséis años. Entonces fue cuando me mordieron. Fue una noche en una discoteca, en el transcurso de una pelea. Solía meterme en muchas peleas. Estaba acostumbrado a que me dieran patadas y puñetazos, pero ¿mordiscos? Pensé que el tipo que me lo hizo estaba loco, pero no. Fui al hospital, me pusieron puntos y me olvidé del tema.

»Unas tres semanas después, empezó todo. Oleadas de rabia y enfados incontrolables. Me quedaba sin ver nada y no sabía qué pasaba. Destrocé el cristal de la ventana de la cocina de un puñetazo sólo porque no conseguía abrir un cajón. Estaba loco de celos con Maia, convencido de que se veía con otros chicos, convencido... ni siquiera sé qué pensaba. Sólo sé que exploté. La pegué. Me gustaría decir que no recuerdo haberlo hecho, pero lo recuerdo. Y ella cortó conmigo... —Su voz se interrumpió. Le dio un trago al café; parecía enfermo, pensó Simon. Se imaginó que no habría contado muchas veces esa historia. O nunca—. Un par de noches después, fui a una fiesta y ella estaba allí. Bailando con otro chico. Besándolo como si con ello quisiera demostrarme que todo había acabado. Eligió una mala noche, aunque no tenía modo de saberlo. Era la primera noche de luna llena después de mi mordisco. —Tenía los nudillos blancos de sujetar la taza con fuerza—. La primera vez que me transformaba. La transformación destrozó mi cuerpo y me partió la carne y los huesos. Fue una agonía, y no sólo por eso. La deseaba, quería que volviese conmigo, quería explicárselo, pero lo único que podía hacer era aullar. Eché a correr por las calles, y entonces fue cuando la vi, cruzando el parque al lado de su casa. Estaba a punto de entrar...

—Y la atacaste —dijo Simon—. Y la mordiste.

—Sí. —Jordan estaba mirando ciegamente el pasado—. Cuando a la mañana siguiente me desperté, era consciente de lo que había hecho. Intenté ir a su casa, explicarme. Estaba ya a medio camino de allí cuando un tío enorme se interpuso en mi camino y se me quedó mirando. Sabía quién era yo, lo sabía todo de mí. Me explicó que era miembro de los
Praetor Lupus
y que yo le había sido asignado. No le gustaba en absoluto saber que había llegado demasiado tarde, que yo ya había mordido a alguien. No me permitió acercarme a ella. Dijo que sólo serviría para empeorar las cosas. Me prometió que la Guardia de los Lobos cuidaría de ella. Me dijo que como ya había mordido a un humano, algo que está estrictamente prohibido, la única manera que tenía de eludir el castigo era unirme a la Guardia y entrenarme para aprender a controlarme.

»No lo habría hecho. Le habría escupido y aceptado el castigo que les viniera en gana aplicarme. Hasta ese punto me odiaba. Pero cuando me explicó que podría ayudar a otra gente como yo, tal vez impedir que lo que me había pasado a mí con Maia volviera a repetirse, fue como ver una luz en la oscuridad, en un futuro lejano. Como si quizá hubiera una oportunidad de reparar lo que había hecho.

—Entendido —dijo Simon despacio—. Pero ¿no te parece una extraña coincidencia que acabaran asignándote a mí? ¿Al tipo que salía con la chica a la que en su día mordiste y convertiste en mujer lobo?

—No fue ninguna coincidencia —dijo Jordan—. Tu ficha estaba entre las varias que me entregaron. Te elegí porque Maia aparecía mencionada en las notas. Una chica lobo y un vampiro que salen juntos. ¡Vaya historia! Era la primera vez que comprendía que se había convertido en mujer lobo después... después de lo que yo le hice.

—¿Nunca te preocupaste por comprobarlo? Me parece un poco...

—Lo intenté. El
Praetor
no quería, pero hice todo lo posible para averiguar qué había sido de ella. Me enteré de que se había marchado de casa, aunque como ya tenía una vida familiar tan desastrosa, aquel hecho no me dio ninguna pista. Y la verdad es que no existe nada parecido a un registro nacional de seres lobo al que poder acudir. Yo sólo... confiaba en que no se hubiese transformado.

—¿De manera que aceptaste esta misión por Maia?

Jordan se sonrojó.

—Pensé que a lo mejor, si te conocía, podría averiguar qué había sido de ella. Si estaba bien.

—Por eso me pegaste la bronca por ponerle los cuernos —dijo Simon, pensando en retrospectiva—. Querías protegerla.

Jordan lo miró por encima del borde de la taza de café.

—Sí, bueno, fue una estupidez.

—Y tú fuiste quien le pasó por debajo de la puerta el folleto con la actuación del grupo, ¿verdad? —Simon movió la cabeza—. Eso de meterte en mi vida amorosa, ¿formaba parte de la misión o era simplemente tu toque adicional personal?

—La dejé hecha polvo —dijo Jordan—. Y no quería verla otra vez hecha polvo por culpa de otro.

—¿Y no se te pasó por la cabeza que si se presentaba en la actuación intentaría arrancarte la cara? De no haber llegado tarde, es muy posible que incluso lo hubiera hecho estando tú en escena. Habría sido un detalle de lo más emocionante para el público.

—No lo sabía —dijo Jordan—. No era consciente de que me odiara tanto. Yo no odio al tipo que me convirtió a mí; puedo comprender que no se controlaba.

—Sí —dijo Simon—, pero tú nunca amaste a ese tipo. Nunca tuviste una relación con él. Maia te quería. Cree que la mordiste y que luego la abandonaste y jamás volviste a pensar en ella. Te odia tanto como en su día llegó a quererte.

Pero antes de que a Jordan le diese tiempo a responder, sonó el timbre de la puerta... No el timbre de abajo, sino el que sólo podía tocarse desde el vestíbulo interior. Los chicos intercambiaron una mirada de sorpresa.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Simon.

Jordan negó con la cabeza y dejó la taza de café. Fueron juntos hasta el recibidor. Jordan le indicó a Simon con un gesto que se quedara detrás de él antes de que abriese la puerta.

No había nadie. Pero encontraron un papel en la alfombrilla de la entrada, sujeta por un pedrusco de sólido aspecto. Jordan cogió el papel y lo alisó, con mala cara.

—Es para ti —dijo, entregándoselo a Simon.

Perplejo, Simon desplegó el papel. En letras mayúsculas de aspecto infantil, estaba escrito el siguiente mensaje:

«SIMON LEWIS. TENEMOS A TU NOVIA. TIENES QUE PRESENTARTE HOY MISMO EN EL 232 DE RIVERSIDE DRIVE VEN ANTES DE QUE ANOCHEZCA O LE CORTAREMOS EL CUELLO».

—Es una broma —dijo Simon, mirando pasmado el papel—. Tiene que serlo.

Sin decir palabra, Jordan agarró a Simon del brazo y tiró de él en dirección al salón. Cuando consiguió soltarse, buscó el teléfono inalámbrico hasta que dio con él.

—Llámala —dijo, lanzándole el teléfono a Simon—. Llama a Maia y asegúrate de que está bien.

—Pero quizá no se trata de ella. —Simon se quedó mirando el teléfono mientras el horror de la situación empezaba a zumbar en su cerebro como un espíritu necrófago ululando en las puertas de una casa, suplicando entrar. «Concéntrate», se dijo, «que no cunda el pánico»—. Podría ser Isabelle.

—Dios. —Jordan lo miró encolerizado—. ¿Tienes más novias? ¿Hacemos primero una lista de nombres para ir llamándolas a todas?

Simon le arrancó el teléfono y se volvió, marcando el número.

Maia respondió al segundo ring.

—¿Diga?

—Maia, soy Simon.

La simpatía de la voz de Maia desapareció al instante.

—Ah. ¿Y qué quieres?

—Sólo quería comprobar que estabas bien —dijo.

—Estoy bien —confirmó con sequedad—. Tampoco es que lo nuestro fuera muy serio. No me siento feliz, pero sobreviviré. Pero tú sigues siendo un cabrón.

—No —dijo Simon—. Me refiero a que quería comprobar si estabas bien.

—¿Tiene que ver Jordan con esto? —Simon percibió una tensa rabia en su voz al pronunciar aquel nombre—. De acuerdo. Os largasteis juntos, ¿no? Sois amigos, o algo por el estilo, ¿no es verdad? Pues ya puedes decirle de mi parte que se mantenga bien lejos de mí. De hecho, eso va para los dos.

Colgó. El tono de marcación empezó a zumbar en el teléfono como una abeja enfadada.

Simon miró a Jordan.

—Está bien. Nos odia a los dos, pero aparte de eso, no me ha parecido que hubiese nada anormal.

—De acuerdo —dijo Jordan, muy tenso—. Ahora llama a Isabelle.

Necesitó dos intentos antes de que Isabelle cogiera el teléfono; Simon había caído casi presa del pánico cuando su voz sonó al otro lado de la línea, distraída y molesta.

—Quienquiera que seas, mejor que sea para algo bueno.

Simon se sintió aliviado.

—Isabelle. Soy Simon.

—Oh, por el amor de Dios. ¿Qué quieres?

—Sólo quería asegurarme de que estabas bien...

—Oh, qué... ¿Se supone que tengo que estar destrozada porque eres un tramposo, un mentiroso, un cabrón hijo de...?

—No. —Aquello empezaba a hacer mella en los nervios de Simon—. Me refiero a si estás bien. ¿No te han secuestrado ni nada por el estilo?

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