Cómo leer y por qué (17 page)

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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Que estos versos tengan una dignidad estética abrumadora, se debe en parte a que Grane era un maestro del hechizo, uno de los indudables poderes de la poesía. La entrada en el mundo roto, nacimiento y creación catastrófica, condena a Grane a un perpetuo «rastrear» que es una persecución y una pintura de «la compañía visionaria del amor» (en la cual, para Grane, se contaban seguramente Blake, Shelley y Keats). La larga serie de relaciones homoeróticas que vivió, todas elecciones desesperadas y pasajeras, es la búsqueda inútil pero válida de una voz cuya dirección y duración son malogradas por el viento, un viento idéntico a su propia e indudable inspiración.

Más aún que la mayoría de los poetas, Hart Grane se aviene a revelarnos su secreto y su valor cuando lo memorizamos. Aprovecho pues para hacer nuevo hincapié en los goces de la memorización, inmensa ayuda para la lectura de poesía. Confiado al recuerdo, el poema nos posee y así podemos leerlo con más atención, que es lo que exige la gran poesía para dar sus recompensas. Suele ocurrir que las primeras lecturas de Grane sean un torrente glorioso de sonido y ritmo, pero difíciles de absorber. La lectura repetida de «La torre rota» o el «Proema: al puente de Brooklyn» acabará por donarle a uno el poema de por vida. Conozco muchas personas que andan por la vida recitándose poemas en la conciencia de que la posesión de y por esos versos los ayudan a vivir.

Esa clase de ayuda la proporciona Emily Dickinson, cuya originalidad intelectual posibilita a sus lectores atentos romper con las respuestas convencionales que nos han inculcado. En esto Dickinson es discípula de Shakespeare. Como mostraré más adelante, el valor supremo de las meditaciones de Hamlet es otro tónico para la autonomía del lector. Como los Sonetos de Shakespeare, Hamlet es una renovación perpetua del placer de los cambios de sentido.

Al leer los momentos más fuertes de Whitman sufrimos una conmoción, producto de un reconocimiento. La mejor poesía ejerce sobre nosotros una especie de violencia que la prosa de ficción rara vez intenta o consigue. Para los románticos, el trabajo propio de la poesía estribaba en esto: despertarnos del sueño de muerte con un sobresalto para impulsarnos a un sentido más abundante de la vida. No hay motivo mejor para leer y releer los mejores poemas.

III

NOVELAS (1ª parte)

INTRODUCCIÓN

En ciertos aspectos, leer una novela no debería ser muy diferente de leer a Shakespeare o un poema lírico. Lo que más importa es quién es uno, porque es imposible no involucrarse uno mismo en el acto de la lectura. Dado que la mayoría aportamos también expectativas definidas, con la novela aparece una diferencia: allí creemos encontrar, si no a nosotros mismos y nuestros amigos, a una realidad social reconocible, sea contemporánea o histórica. La llegada de la última novela de Iris Murdoch me despertó sensaciones muy distintas que el advenimiento del nuevo libro de poemas de John Ashbery. La escritura mala es toda igual; la buena escritura es de una diversidad escandalosa, y dentro de ella los géneros constituyen divisiones auténticas. Todavía hay algunos poetas dramáticos o narrativos que vale la pena leer, pero sin duda son pocos: yo leo a Ashbery para reencontrarme con Ashbery, una soledad con ansia de otros y de otredad. Recurrí a Murdoch, la más tradicional de nuestras buenas novelistas, en busca de gente, de historia, de reflexiones metafísicas y eróticas y de un saber social irónico. No le pedía que me diera una
Casa desolada
ni una
Middlemarch
, sino que extendiera una continuidad capaz de hacer posible novelas equivalentes algún día. Tal vez los vivaces personajes nuevos de Murdoch se desvanezcan en el continuo, como ha pasado antes con otros. Quedarán con todo los placeres de la repetición, y de mantener con vida la tradición civilizada.

El público para la alta poesía lírica es necesariamente reducido. Aunque esto apene a nuestros mejores poetas, ellos tienen precursores prácticos como William Blake y Walt Whitman, en Emily Dickinson y Gerard Manley Hopkins, que a tan pocos lectores llegaron en sus respectivos momentos. Whitman se publicó él mismo, mientras que Dickinson y Hopkins salieron a la luz póstumamente. Elizabeth Bishop encontró lectores aptos pero pocos, y lo mismo les sucede a unos pocos de nuestros mejores contemporáneos. Aun si el Milenio nos trae un ricorso de Edad Teocrática (como vaticinó Giambattista Vico en su
Ciencia Nueva
), uno espera que cierta poesía elitista sobreviva; quizá el futuro de la novela sea más sombrío. Las novelas requieren más lectores que los poemas, afirmación ésta tan rara que me desconcierta aunque esté de acuerdo con ella. Tennyson, Browning y Robert Frost gozaron de públicos numerosos, pero tal vez no los necesitaban. Dickens y Tolstoi tuvieron grandes cantidades de lectores, y los necesitaban sin duda; las multitudes de escuchas son parte de su arte. ¿Cómo se lee una novela de forma diferente cuando uno sospecha que no es representante de una gran multitud sino miembro de una élite menguante?

A menos que se lea a un grupo en voz alta, ni siquiera la presencia de otros vuelve social ese acto solitario que es la lectura. Hace cincuenta años que leo novelas por los personajes, las historias y la belleza de las voces autoriales y narrativas. Si en verdad el destino de las novelas es desaparecer, honrémoslas por los valores estéticos y espirituales, y quizá incluso por el heroísmo que encontramos en sus protagonistas y en ciertos aspectos de sus autores. Leámoslas, en los años porvenir del tercer milenio, como se las leía en los siglos dieciocho y diecinueve: en busca de placer estético y lucidez espiritual.

Los personajes de las grandes novelas no son signos en una página, sino retratos post-shakespearianos de la realidad de mujeres y hombres: reales, probables y posibles. Hay que seguir leyendo novela, género que en nuestro siglo ha añadido a Proust, Joyce, Beckett y a una hueste de autores americanos, hispánicos y nórdicos a la riqueza constituida por Austen, Dickens, Flaubert, Stendhal y los demás maestros clásicos. En su
Finnegans Wake
, James Joyce se lamentó proféticamente de carecer del público que tenía Shakespeare en el Globe Theater, y mucho me temo que en la era visual el Wake se desvanecerá. Acaso también se desvanezca Proust, peculiar ironía ésta porque no hay novela que a mi parecer gane tanto en el marco de esta mala época, cuando la leemos contra el telón cada vez más sombrío del ocaso del género.

1. MIGUEL DE CERVANTES: «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha»

Toda discusión sobre cómo y por qué leer novelas debe incluir el
Don Quijote de la Mancha
de Cervantes, la primera y mejor de todas las novelas, aunque sea más que una novela. Para mi crítico cervantino predilecto, el vasco Miguel de Unamuno, el libro era la verdadera Biblia española y «Nuestro Señor don Quijote» el auténtico Cristo. Si se me permite ser totalmente secular, a mí Cervantes me parece el único rival posible de Shakespeare en la literatura imaginativa de los últimos cuatro siglos. Don Quijote es el par de Hamlet, y Sancho Panza un adecuado contrincante de Sir John Falstaff. No sabría proferir elogio más alto. Contemporáneos exactos (puede que hayan muerto el mismo día), es evidente que Shakespeare había leído el
Quijote
pero muy improbable que Cervantes hubiese siquiera oído hablar de Shakespeare.

Entre los novelistas que han amado el
Quijote
están Henry Fielding, Tobías Smollett y Laurence Sterne en la Inglaterra del siglo dieciocho; las novelas de todos ellos serían inconcebibles sin Cervantes. La influencia de éste es intensa en Stendhal y Flaubert, cuya Madame Bovary es «el Quijote femenino». Son cervantinos Herman Melville y Mark Twain, lo mismo que Dostoievski, Turguéniev, Thomas Mann y virtualmente todos los novelistas modernos de lengua española.

El
Quijote
es un libro tan vasto (aunque, así como el Dr. Johnson, yo no lo querría más corto), que ceñiré mi recomendación de cómo leerlo a la relación central que presenta: la amistad entre Don Quijote y Sancho Panza. En Shakespeare no encontramos nada parecido, ya que el príncipe Hal, cuando se convierte en el rey Enrique V, destruye la amistad con Falstaff que ya desde la primera vez que los vemos juntos, al comienzo de Enrique IV, primera parte, se ha vuelto muy ambivalente. Horacio es para Hamlet un mero hombre recto, y toda otra relación masculina tiene en Shakespeare sus aspectos equívocos, sobre todo en los Sonetos. Las mujeres de Shakespeare son capaces de mantener auténticas amistades; los hombres no. A veces pienso que esto es tan cierto en Shakespeare como en la vida; ¿o es un ejemplo más de la influencia de Shakespeare en la vida?

Por más que discutan a menudo, Don Quijote y Sancho siempre se reconcilian y nunca flaquean en cuanto a afecto mutuo, lealtad y equilibrio entre la gran no-sabiduría del caballero y la sabiduría admirable de su asistente. En Shakespeare (¿como en la vida?) todos tienen dificultades para escucharse unos a otros. El rey Lear apenas escucha a nadie, y Antonio y Cleopatra (a veces hasta extremos cómicos) son incapaces de prestarse atención. Shakespeare debe de haber tenido un don sobrenatural para escuchar, en especial cuando estaba con Ben Jonson, que no paraba nunca de hablar. Uno sospecha que Cervantes también tenía un oído infatigable.

Aunque en el
Quijote
pasa prácticamente todo lo que puede pasar, lo que más importa son las conversaciones que Sancho y Don Quijote no cesan de mantener. Abran ustedes el libro al azar y es muy probable que se encuentren en medio de uno de esos intercambios, malhumorado o burlón, pero a la larga siempre afectuoso y fundado en el respeto mutuo. Aun en los momentos más feroces ambos practican una cortesía inquebrantable, y escuchándose aprenden constantemente. Y al escuchar cambian.

Podemos establecer, creo, el principio de que el cambio, ese ahondamiento e internalización de sí mismo, es absolutamente antitético si comparamos a Shakespeare con Cervantes. Sancho y don Quijote desarrollan personalidades nuevas y variadas escuchándose uno al otro; Falstaff y Hamlet llevan a cabo el mismo proceso escuchándose a sí mismos. Los novelistas mayores de Occidente deben tanto a Shakespeare como a Cervantes. El Ahab de Melville, protagonista de
Moby-Dick
, no tiene un Sancho; está tan aislado como Hamlet o Macbeth. Tampoco lo tiene Emma Bovary, quijotesca por demás, y en última instancia muere de escucharse a sí misma. El hallazgo de un Sancho en Jim salva a Huckleberry Finn de marchitarse gloriosamente en el aire de la soledad. Si tomamos a Dostoievski, el Raskolnikov de
Crimen y castigo
se enfrenta con lo que podría definirse como un anti-Sancho en la figura del nihilista Svidrigáilov; y el príncipe Mishkin de
El idiota
debe mucho a la noble «locura» del Quijote. Mann, muy consciente de la deuda, repite deliberadamente el homenaje que rindieran a Cervantes tanto el poeta Goethe como Sigmund Freud.

Paulatinamente, con el curso de los afectuosos (aunque con frecuencia rezongones) debates que mantienen, Don Quijote y Sancho empiezan a incorporar cada uno atributos del otro. La locura visionaria del caballero va adquiriendo una dimensión más astuta, y el taimado sentido común del escudero entra en el mundo teatral de la búsqueda. Las naturalezas nunca se rinden, pero ambos aprenden a depender uno del otro a extremos muy graciosos. Al explicarle a Sancho sus propósitos, Don Quijote cita la locura erótica de sus precursores —Amadís de Gaula y Orlando—, y con gran sensatez añade que acaso él se limite a imitar a Amadís, quien al contrario que Orlando se hizo famoso infligiendo demenciales ofensas a quien se le acercase.

—Paréceme a mí —dijo Sancho— que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Que dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?

—Ahí está el punto —respondió don Quijote— y esa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracia: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?

Como Hamlet, don Quijote es un loco muy cuerdo y no tiene un pelo de tonto, como no lo tiene Sancho. Lo mismo que el príncipe Hal y Falstaff, ambos juegan un juego muy complejo, aunque por fortuna carente de ambivalencias. Tan complejo es el juego que el lector no tiene más alternativa que leer un Quijote propio, porque, como Shakespeare, Cervantes es tan complejo como imparcial. En contra de Unamuno, muchos estudiosos apoyan a Erich Auerbach, que encontraba en el libro una jovialidad no problemática. El Quijote de Unamuno encarna más bien el sentimiento trágico de la vida, y su «locura» es una protesta contra la necesidad de morir; se diría incluso que es una rebelión contra el temperamento español, que en diferentes épocas ha hecho de la muerte un objeto de culto. Cervantes, guerrero maltrecho, había perdido el uso de la mano izquierda combatiendo contra los turcos en la batalla de Lepanto; hay algo en él siempre al borde de clamar, con Sir John Falstaff, «¡Dadme vida!» Creo que Unamuno tenía razón cuando afirmaba que la jovialidad del libro le pertenece plenamente a la grandeza de Sancho Panza, quien con Falstaff y el Panurgo de Rabelais ejemplifica lo inmortal que hay en nosotros.

No existe ninguna obra de Shakespeare en donde dos personajes compartan en igualdad de condiciones el honor de la primacía imaginativa. En términos de imaginación Falstaff se impone a Hal, Julieta a Romeo, Cleopatra a Antonio. De todos los esplendores de Cervantes, el más intenso es la presentación de dos grandes almas que se aman y respetan mutuamente.

Es refrescante que disputen con frecuencia y denuedo, como conviene a dos personalidades fuertes que saben quiénes son. Aunque don Quijote y más tarde Cervantes son acosados por hechiceros, la identidad profunda nunca corre peligro. Pese a la aparente locura de su errancia caballeril, en don Quijote se mantiene íntegro eso que Shakespeare llamaba el «sí-mismo» (selfsame, la palabra con que designaba la coherencia y la identidad individual). Un elemento crucial de esa mismidad es la apasionada devoción por la asombrosamente bella y abrumadoramente virtuosa Dulcinea, a quien don Quijote suele invocar con altura:

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