La clave para internarse en
El Paraíso perdido
está en la manera de leer al espléndido Satán; pues acaso la mayoría de los lectores actuales vean en la obra una vasta película de ciencia ficción proyectada en un cine cósmico. El gran director soviético Sergei Eisenstein fue el primero en señalar cuánto hay en
El Paraíso perdido
que prefigura al cine, si consideramos el uso brillante que hace Milton del montaje. Yo siento por el poema un amor apasionado, pero me preocupa que no sobreviva a esta era de información visual en la que sólo Shakespeare, Dickens y Jane Austen parecen capaces de sobreponerse al tratamiento televisivo y cinematográfico. Milton exige mediaciones: es erudito, alusivo y profundo. Como a James Joyce y Jorge Luis Borges en nuestro siglo, la ceguera estimuló en él la riqueza verbal barroca y la claridad visual, ninguna de las cuales es fácil de trasladar a la pantalla. Los difusos montajes de nuestra época no acogerían bien
El Paraíso perdido
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Las mediaciones son necesarias en primer lugar para el lector común, ya que los personajes de Milton, pese a su colorido shakesperiano, no son seres humanos reconocibles — como ocurre en las obras de Shakespeare o Jane Austen. Tampoco son los grandes grotescos de Dickens. O bien son dioses y ángeles, o son humanos idealizados (Adán, Eva, el Sansón de Sansón agonista). He aquí a Satán en su cariz más impresionante: se despierta, en un lago en llamas del infierno, para encontrarse rodeado de seguidores atónitos y traumatizados. Cristo acaba de derrotarlos en la Guerra del Cielo. El Cristo de Milton, una especie de general Patton al frente de una carga de blindados angélicos, se ha montado al ardiente Carro de la Deidad Paternal, versión cosmológica del tanque Merkabá israelí, y a fuerza de furia y fuego ha echado al Abismo a los ángeles rebeldes. Cuando los ángeles flameantes dan en el fondo, el impacto enciende el Infierno en el reino que hasta entonces fuera el Caos. La lectora o el lector han de concebir cómo se sentirían si se despertaran con esas catastróficas legiones en un estado de tan sublime incomodidad. Así admirarán mejor el auténtico heroísmo de Satán cuando vuelve en sí y contempla los maltrechos rasgos de su amante Belzebú (los ángeles miltonianos son andróginos, tanto los caídos como los celestiales).
Satán contempla a Belzebú, decía, y con soberbia inmediatez tiene que superar una crisis narcisística, pues Milton deja claro que el rebelde era el más hermoso de los ángeles. Si el amado Belzy tiene este aspecto del demonio, ¿qué aspecto tendré yo?, debe pensar Satán. Pero, como general heroico (aunque derrotado) no se permite decirlo:
Sí, tú eres aquél; pero cuan caído y diferente
del que revestido de un trascendente esplendor
en los felices Reinos de la Luz, brillabas más
que miríadas de otros: Sí, eres el que una alianza mutua,
una sola idea y un solo parecer, igual esperanza
y los peligros de una Gloriosa Empresa
unieron una vez a mí, y al que el infortunio ha unido
en igual ruina: ya ves en qué Abismo estamos,
caídos desde aquella altura; tanto más fuerte
demostróse él con su Rayo. ¿Y quién hasta entonces
conocía el poder de esas atroces Armas? Sin embargo,
a pesar de ellas, a pesar de todo cuanto en su cólera
el Potente Víctor pueda infligirme, no me arrepiento ni cambio,
aunque mi lustre externo haya cambiado, ese ánimo inmutable,
ese desprecio soberano, conciencia del mérito ofendido,
que me hizo alzarme a combatir contra el poderosísimo
y a feroz contienda arrastrar conmigo
a la fuerza innumerable de Espíritus armados
que desprecian su gobierno y, prefiriéndome a mí,
a su poder supremo se opusieron con poder adverso
en dudosa Batalla en los Llanos del Cielo,
e hicieron temblar su trono. ¿Qué se ha perdido
más que el campo de batalla? No todo está perdido.
Voluntad inconquistable, estudio de la venganza,
odio inmortal y valor de no ceder ni someterse nunca:
¿significa algo más no ser vencido?
Ni su cólera ni su poder me arrebatarán jamás
esa Gloria. No he de inclinarme a pedir gracia
con rodilla suplicante, ni deificaré su poder,
cuyo Imperio el terror de este Brazo acaba de
poner en duda, y mostrar que ciertamente no era grande,
porque sería una ignominia y una afrenta aún mayor
que esta caída; puesto que por Destino y por la fuerza
de los Dioses esta sustancia Empírea no puede morir,
ya que en la experiencia de este gran suceso,
sin mermar en Armas, hemos ganado mucho en previsión,
podemos con más esperanza de éxito decidirnos
a librar por fuerza y engaño una Guerra eterna,
irreconciliable, a nuestro gran Enemigo,
que ahora triunfa y, en el colmo de su gozo,
reinando solo conserva la Tiranía del Cielo.
Los estudiosos de Milton que se consideran partidarios de Dios (el Dios pomposo y tiránico que aparece como personaje en
El Paraíso perdido
pero no es la visión herética de Dios del propio Milton) suelen comentar este pasaje diciendo que no dice la verdad. Si el trono de Dios se estremeció, fue por efecto del feroz ataque armado de Cristo. Este argumento ortodoxo no carece de encanto, pero Satán está desesperado, como lo estaría cualquier comandante vencido, y por lo tanto su hipérbole se puede comprender. Lo mejor de su gran pieza oratoria no es hiperbólico:
…y valor de no ceder ni someterse nunca:
¿significa algo más no ser vencido?
Es decir:
se ha perdido
el campo de batalla, pero queda el valor; ¿y qué otra cosa importa siempre y cuando uno no reconozca estar vencido? Se puede negarle heroísmo a Satán si uno es defensor del Dios de Milton, pero no si es un lector auténtico de Milton. El propio Milton editorializa más adelante que Satán está «alardeando en voz alta», pero reconoce que el ángel apóstata está sufriendo. Es tan inconveniente burlarse de su «conciencia del mérito ofendido» como de la de Yago. Satán tiene un genio considerablemente menor que el de Yago, pero trabaja en escala más grandiosa: no precipita a un general valiente pero limitado, sino a toda la humanidad.
He reconocido que el lector común de nuestra época requiere mediación para apreciar plenamente El Paraíso perdido, y me temo que, en términos relativos, los que hagan el intento serán pocos. Es una lástima, y una gran pérdida cultural. ¿Por qué leer un poema épico tan difícil y erudito? Se podría aducir el argumento meramente histórico; así como Dante es el poeta —pro feta central del catolicismo, Milton es el principal poeta protestante. Aunque en muchos aspectos nuestra cultura y nuestra sensibilidad— y hasta la religión de los Estados Unidos —son más post— protestantes que protestantes, resulta difícil comprenderlas sin alguna idea clara del espíritu del protestantismo. En El Paraíso perdido ese espíritu llegó a la apoteosis, y el lector arriesgado hará bien en arrostrar sus dificultades.
En cierto sentido, cualquiera que suela leer algo de poesía moderna habrá leído a William Wordsworth aunque no lo haya leído nunca. Pero a Wordsworth deberían leerlo todos (los que todavía leen), y no sólo porque haya influido en casi todos los poetas de lengua inglesa que han escrito después de él (lo hayan leído o no). Si les pidieran a ustedes que escribieran un poema, con toda probabilidad se volverían hacia sí mismos más que a cualquier tema exterior. William Hazlitt, el gran crítico que fue contemporáneo menor de Wordsworth (y que tenía por él sentimientos encontrados) comprendió muy bien la maravillosa originalidad del poeta:
Toma un tema o una historia como mero clavo o gancho del cual colgar el pensamiento y el sentimiento; los incidentes son triviales, adecuados al desprecio del autor por las apariencias imponentes; las reflexiones son profundas, acordes a la gravedad y las aspiraciones de su mente.
Sin duda las aspiraciones de la mente de Wordsworth eran cruciales; sospechaba del ojo físico, «el más tiránico de nuestros sentidos» y confió siempre en el poder de la imaginación. Esto habría resultado menos que exitoso si Wordsworth no hubiera poseído un don sobrenatural para la precisión emotiva:
El sueño me selló el espíritu;
yo no tenía miedos humanos:
ella era un ser insensible
al roce terreno de los años.
Ahora no tiene movimiento ni fuerza;
ya nada oye ni ve nada;
gira en el curso diario de la tierra
con las rocas, las piedras y las plantas.
La «naturaleza» wordsworthiana, no muy naturalista, es más bien un espíritu que nos convoca a presagios sublimes, o bien a terrores, como en esta sobresaliente lírica de la pérdida que se detiene un paso antes de la trascendencia. Es uno de los excelentes poemas del ciclo «Lucy», que el propio Wordsworth nunca agrupó como serie. En conjunto son una elegía a (probablemente) Margaret Hutchinson, hermana menor de Mary —esposa de Wordsworth— y de Sara, con quien Coleridge tuvo el frustrado deseo de casarse (porque ya estaba casado). Margaret Hutchinson murió en 1796, con poco más de veinte años, y la muerte, al menos en la imaginación wordsworthiana, fue la pérdida o el incumplimiento de un amor.
La primera estrofa describe a la muchacha como ser visionario «insensible / al tacto terreno de los años». Con la apertura de la segunda estrofa, el lector experimentará un choque casi traumático. En cierto sentido, Margaret Hutchinson sigue siendo una figura visionaria; Wordsworth no consigue decir literalmente que ha muerto. Diariamente la tierra sigue su curso, y los restos enterrados de la muchacha giran con «las rocas, las piedras y las plantas». ¿Está el poeta demasiado aturdido para expresar dolor? Parece que el principal efecto del poema es el trauma, pero bien podría ser una etiqueta nuestra para hacer el poema a un lado.
Leer este «Lucy», y leerlo bien, es un ejercicio considerable de paciencia y receptividad, pero también un ejercicio de placer. En una ocasión el poeta Shelley, que en ciertos aspectos fue discípulo involuntario de Wordsworth, definió lo Sublime poético como experiencia que persuadía a los lectores de abandonar los placeres fáciles por placeres más difíciles. Dado que la lectura de los mejores poemas, cuentos, novelas y obras de teatro constituye por fuerza placeres más difíciles que los que nos dan la televisión, las películas y los videojuegos, para este libro la definición de Shelley es crucial. La segunda estrofa de «El sueño me selló el espíritu» es una apuesta económica hacia lo Sublime poético. Como noción literaria, en sus orígenes «Sublime» significaba «levado»: así aparece en un tratado alejandrino sobre el estilo, supuestamente compuesto por el crítico Longino. Más tarde, en el siglo XVIII, pasó a designar la elevación o majestuosidad visible tanto en la naturaleza como en el arte, con connotaciones de poder, libertad, estado agreste, intensidad y posible terror. Algo de esta idea de lo Sublime se ha filtrado en la curiosa elegía de Wordsworth a Margaret Hutchinson. El movimiento y la fuerza pertenecen a la rotación diaria de la tierra; ahora Margaret está en la condición de las rocas, las piedras y las plantas. No se trata de un consuelo, pero abre el paso a un proceso más amplio del cual la muerte de una adorable jovencita es sólo una parte.
Probemos con otro poema muy breve de Wordsworth, igualmente celebrado aunque no menos sublime:
Mi corazón da un salto cuando miro
un arco iris en el cielo:
así era cuando empecé a vivir;
así es ahora que soy un hombre;
así será en mi anciana edad,
¡o bien dejadme morir!
El Niño es padre del Hombre;
y yo querría que mis días estuviesen
ligados uno a otro por la piedad natural.
«Mi corazón da un salto», un poema notable en sí mismo, es también la semilla de la gran Oda: presagios de inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia, en donde Wordsworth emplea como epígrafe los tres últimos versos de este fragmento (si así se lo puede llamar). Recordando que el arco iris fue el símbolo de la Alianza de Noé con Yahvé, «Mi corazón da un salto» lo emplea para celebrar otra Alianza: la continuidad en Wordsworth de la conciencia de sí mismo. Sin duda el poemita es sencillo tanto en su estructura como en su lenguaje, pero el lector puede llegar a descubrirle ciertas perplejidades. El arco iris extático del niño es primario, casi instintivo. Por necesidad, «así es ahora que soy un hombre» es secundario, ya que depende del recuerdo de la dicha infantil. «Así será en mi anciana edad» es claramente terciario, porque depende tanto de la memoria como de su renovación. La conmoción empieza con «¡o bien dejadme morir!» Wordsworth no desea sobrevivir si sus días —pasados, presentes y futuros— no están «ligados uno a otro» en el doble sentido de ligadura: como conexión o vínculo, y como alianza. La exclamación «¡o bien dejadme morir!» da testimonio a un tiempo de una potencial desesperanza y una desesperación por tener fe, esa creencia en su elección poética que, acaso equívocamente, Wordsworth llama «piedad natural» — y que no designa la «religión natural» de la Ilustración, que oponía la razón natural a la revelación. Reaccionando a la errónea denominación de Wordsworth, William Blake lanzó este memorable aforismo: «No existe cosa alguna como la Piedad Natural, porque el Hombre Natural está enemistado con Dios».
Puede que la réplica de Wordsworth a Blake esté implícita en el único verso de «Mi corazón da un salto» que no hemos considerado, la crasa paradoja «El Niño es padre del Hombre». La formulación no habría causado mucho problema a Sigmund Freud, pero es posible que Wordsworth la concibiera como una ironía no freudiana. Al ver el arco iris, Noé lo aceptó como símbolo de la Alianza: no más diluvios, y la bendición de la vida renovada en un tiempo sin límites. Wordsworth, aunque toma en préstamo el signo yahvístico, habla de la supervivencia de su don poético, que depende de la renovación de la dicha del niño. La memoria, el gran recurso de Wordsworth, es también la fuente de la ansiedad poética. Y él tendría que seguir buscando pruebas de elección de la poesía, que después de 1807, cuando tenía treinta y siete años, se le volvieron muy escasas. El caso es que Wordsworth vivió cuarenta y tres años más y escribió muy mala poesía, y por arrobas. Su soberbia originalidad y su subsiguiente decadencia establecieron los parámetros de la poesía moderna.